Sor Lucía Rogé: Un mensaje para nuestro tiempo…

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Miguel Lloret, C.M., C.M. · Año publicación original: 2000.
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Sor Lucía en sus escritos

Su contacto durante catorce años con la Madre Susana Guillemin, en una época de plena actualización de la Iglesia y de la Compañía, como fruto del entonces recién celebrado Concilio, y su posición de animadora de las Asambleas Generales llamadas a elaborar las nuevas Constitucio­nes, fueron otros tantos factores que hicieron afirmarse y afianzarse cada vez más en ella su amor a la Compañía y a los pobres.

Abogó, «a tiempo y a destiempo», por el «retorno a las fuentes» e insistió incansablemente sobre el «espíritu de Siervas». Con mucha razón veía en ello los valores fundamentales de la vocación, los cuales hay que renovar sin cesar dentro de la más exquisita fidelidad.

Por eso, resulta a la vez fácil y difícil captar y resumir su pensa­miento. Insiste de continuo, ahondándolos y profundizándolos, en los mismos temas, en las mismas notas dominantes que tan dentro del cora­zón lleva. Todas las ocasiones le parecen buenas para volver a tratar de ellos, de una manera o de otra: El 150º aniversario de las apariciones de María a Catalina Labouré. El 350º aniversario del nacimiento de la Com­pañía. La Visita de Juan Pablo II a la Casa Madre, el 31 de mayo de 1980. La aprobación de las Constituciones por la Sagrada Congrega­ción de Religiosos e Institutos Seculares, en 1983. Canonización de santa Isabel Ana Seton, en 1975, y Beatificación de las Hermanas de Angers, en 1984. Cursillos internacionales de todo tipo. Envío de Her­manas al servicio de los inmigrados en Tailandia, en México, en el Zaire. Publicación de los escritos espirituales de santa Luisa y la de las Direc­tivas para la Hermana Sirviente así como para la Formación Inicial, etc.

Pero ese pensamiento suyo lo expresa en un estilo más bien «medi­tativo»: «Amar es darlo todo y darse uno mismo». Suele evocar y sugerir más que exponer sistemáticamente. Cuando lo cree necesario, sabe ser explícita y entrar en lo concreto, pero deja hablar más bien a una expe­riencia personal que se interioriza e invita de manera apremiante a esa interiorización. Le gusta, por ejemplo, utilizar lo que ella llama los «bino­mios»: humildad y verdad, amor y ascesis, rejuvenecimiento y conversión.

Estaba vivamente convencida de que el «aggiornamento» requerido por la Iglesia en el Concilio, tenía que operarse ante todo en profundi­dad, si se quería asegurar su vitalidad, su solidez, su autenticidad. Por ejemplo, una verdadera «revisión de obras» era ante todo y esencial­mente una cuestión «de espíritu», de conversión de corazón en el plano personal y en el plano comunitario, el fruto, de manera especial, de «serias revisiones de vida», en todos los sentidos de la palabra.

Algunas notas dominantes

Acabamos de decirlo: parece que las dos ideas dominantes que sobresalen son: «el retorno a las fuentes» y «el espíritu de siervas». Estas dos dimensiones son, por otra parte, inseparables: para vivir hoy del carisma vocacional, es necesario ir a buscarlo en su frescor original, junto a los mismos Fundadores y las primeras Hermanas.

1. «Retorno a las fuentes»

Algo que impresionaba profundamente a Sor Lucía era la forma en que, desde el principio, estuvo establecida la identidad de las Hijas de la Cari­dad:

  • primacía del servicio a los pobres y solidaridad con ellos
  • sentido de lo real y lo concreto
  • extraordinaria disponibilidad
  • sentido de pertenencia a una misma familia espiritual como expresión de fidelidad al designio de Dios sobre ella
  • libertad interior, espíritu de iniciativa y creatividad.

Es cierto que el «caminar» de san Vicente fue ejemplar. Se dejó pro­gresivamente invadir e instruir por el Espíritu que, con mayor intensidad cada vez, le permitió reconocer a Jesucristo en la persona del pobre y en sus llamadas de todo tipo; unir el servicio corporal y el espiritual, pasar del «amor afectivo» al «amor efectivo». Su actitud constante y pre­ferencial fue la de la humildad que hace posible el «ser flexibles entre las manos de Dios» e induce a la esperanza.

Pero no se puede dudar de que Sor Lucía se sintió todavía más en consonancia con la personalidad y el caminar de santa Luisa. Puede decirse que vivía con ella una especie de «confabulación». En santa Luisa veía a:

  • Una mística en comunión con Jesús Crucificado, mediante el sufrimiento y la pobreza.
  • Una mística totalmente entregada a Dios y dedicada por comple­to a su servicio en la persona de los pobres.

A su juicio la evolución en santa Luisa había consistido en integrar el segundo rasgo en el primero, llegando así a una admirable síntesis. Ya se sabe, en efecto, todo lo que dejó una huella dolorosa en la infancia y en la juventud de Luisa, dando lugar a que en su corazón surgieran unas exigencias que habrían de caracterizar su fisonomía espiritual, especial­mente su devoción al Espíritu Santo. Una vez que san Vicente la envía a los pobres, ya no se detendrá. Pero vivirá sobre todo una mística del pobre. Si va a Chartres a consagrar a María la Compañía naciente es, de manera primordial, para que cumpla en ella la voluntad de Dios. Y así se va prosiguiendo el trabajo interior de desasimiento y purificación, que desembocará en su Testamento Espiritual, tan denso y claro a la vez.

2. La «Sierva»

Sor Lucía Rogé no se cansaba, como decimos, de admirar a aque­llas muchachas a quienes los Fundadores enseñaban con paciencia e insistencia:

  • a acoger su vocación -tan novedosa entonces- para hacer de ella una vivencia de fe y amor,
  • a recibir cada día esa vocación como una gracia particular, desde la sencillez a la humildad,
  • a corresponder fielmente a esa vocación, con la gracia de Dios, en pobreza y disponibilidad,
  • a asumir esa vocación en la realidad de lo cotidiano, a través de dificultades -muchas- y alegrías.

Con frecuencia nos remite Sor Lucía a la escena del Lavatorio de los pies. San Juan la introduce con esta frase tan conocida que le confiere todo su sentido: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Este gesto de Jesús queda inscrito en la «Pascua». Él sabía que había llegado para él la «hora de pasar de este mundo a su Padre». Santa Luisa tuvo una intuición extraordinaria al dar una divisa a sus hijas «La caridad de Jesús crucificado nos apre­mia». El misterio Pascual es el punto culminante del «servicio» que cum­ple Jesucristo siguiendo la voluntad de su Padre, quien le ha enviado para anunciar la Buena Noticia a los pobres.

Sabido es el fervor con que los Fundadores, y especialmente santa Luisa, dirigen, por el mismo hecho, su mirada hacia María-Sierva consi­derándola como «Maestra de vida espiritual». Era éste un tema muy que­rido por Sor Lucía Rogé que recordaba sin cesar en qué proporciones y de qué manera es María la única Madre de la Compañía y la educado­ra de cada uno de sus miembros. Desde la Anunciación hasta el Calva­rio y Pentecostés, pasando por las Bodas de Caná, gustaba también de contemplar el «caminar» de María en el centro del Misterio de la Salva­ción, del que Ella es a la vez el más perfecto logro y la más fiel servidora. El mensaje de 1830 no hizo sino confirmar, enriquecer, actualizar el culto mariano de las Hijas de la Caridad, según su vocación.

Por eso es necesario volver siempre a lo que podemos llamar la «Carta Magna de la Compañía» (C.1.9): «Tendrán ordinariamente por monasterio la casa de los enfermos, por celda un cuarto de alquiler…». La originalidad de la vocación encuentra en este texto su expresión más firme, a la vez que expresa también la «radicalidad» en que debe vivirse, en «unidad de vida», es decir: en la unión íntima y recíproca del «don total» y del «servicio».

Sor Lucía Rogé gustaba de hacer observar cómo estas proposicio­nes requieren unas disposiciones, a la vez, de orden temporal y de orden espiritual, de la más completa actualidad. Esos «lugares» en que la Hija de la Caridad sirve a los pobres son aquellos en que según el vocabulario clásico (monasterio, claustro, celda) la religiosa se encuen­tra con Dios. El claustro, en este caso, no es ya «de piedras» -según la bella expresión de santa Luisa- sino interior, plasmado en una entrega total que sella en la Hija de la Caridad un mismo amor al Señor y a los pobres dentro de una fidelidad sin fallos ni búsqueda de compensacio­nes. La espiritualidad de la «renovación» traduce esa integración, cada vez más profunda, de lo absoluto de la «consagración», siguiendo las huellas de Cristo-Servidor y de María-Sierva, para dar testimonio, ante los más necesitados, de la ternura divina.

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