Santa Catalina Labouré, la santa del silencio

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina Labouré3 Comments

CRÉDITOS
Autor: Desconocido .
Tiempo de lectura estimado:

Pedro Labouré (ex-seminarista) y Luisa Magdalena Gontard, maestra del pueblo de Senaillí, se casan el 4 de junio de 1973. Son los días malos de la revolución francesa. En 1800 pasan a vivir a un pueblecito de la Borgoña llamado Fain-les-­Moutiers, a 60 km. de Dijon. Allí cultivan una tierra que les pertenece, siendo una familia media, ni rica ni pobre.

El 2 de mayo de 1806 les nace una hija, octavo fruto del matrimonio, a la que ponen el nombre de Catalina y que apodan con el sobrenombre de Zoé, por haberla bautizado en la fiesta de esta santa. Zoé significa vida. Los padres de Catalina tendrán un total de 17 hijos, de los que vivirán 10. Catalina es el octavo de los vivos. Su madre muere el 9 de octubre de 1815 y una tía suya la lleva consigo, junto a su hermana Tonina, para encargarse de ellas mientras que la tercera de sus hermanas, María Luisa, se hace cargo de la casa.

El 25 de enero de 1818, Catalina hace la Primera Comunión y el 22 de junio de 1818 tiene que volver a su casa, pues su hermana María Luisa ha entrado en las Hijas de la Caridad y a ella le corresponde sucederla en la casa y encargarse de la dirección de la granja. La tarea es más que dura: son muchos los hermanos en casa y además, en verano, se añaden hasta doce temporeros. Es preciso cocinar, lavar, coser y llevar la comida a los trabajadores, a las gallinas y a los setecientos u ochocientos pichones que hay en la granja.

A los catorce años decide ayunar viernes y sábado. Tonina se entera y se lo dice a su padre, el padre se enfada y discute con ella, Catalina le convence y sigue ayunando. Cuando termina sus tareas se va a la Iglesia para rezar y lo hace sin prisas y de rodillas sobre el suelo frío y húmedo casi siempre. Rezaba con frecuencia ante el cuadro de la Virgen en la capilla de la parroquia del pueblo restaurada por su familia. Al no haber sacerdote residente en el pueblo tenía que ir a Misa a Moutiers, a media legua de Fain.

A los 18 años tiene un sueño: «Está rezando en la capilla de la Virgen y un sacerdote sale a celebrar Misa, cada vez que se vuelve la mira con ojos penetrantes; terminada la misa, el sacerdote sale de la sacristía y la llama; Catalina huye y se va a visitar a un enfermo; el sacerdote está allí y le dice: Hija mía, ahora me huyes, pero un día te sentirás feliz de venir a mí; Dios tiene designios sobre ti, no lo olvides«. Y aquí terminó el sueño. Catalina le dice a su padre que quiere ser Hija de la Caridad como su hermana, su padre le contesta que ya es suficiente con la hija mayor. Para quitárselo de la cabeza la envía a París, la ciudad aturdidora, donde ya trabajan cinco de sus hermanos y donde su hermano Carlos tiene un pequeño restaurante para obreros. A ver si allí, entre cocina y mesa, decires y piropos, se le olvida semejante idea, encuentra un buen joven y se casa. Más Catalina va , trabaja, dirige el servicio y permanece inquebrantable en su decisión.

Han pasado cinco años y apenas se acuerda del sueño, cuando en septiembre de 1829 María Luisa aconseja a Catalina que vaya a Chatillon-sur-Seine con una cuñada suya, casada con su hermano Humberto, que dirigía un internado de jóvenes para aprender a leer y escribir. Allí tenían las Hijas de la Caridad una residencia y un día va a visitarlas. Al entrar en el recibidor observa un cuadro sobre la pared y se sobresalta: aquel personaje, san Vicente de Paúl, es el sacerdote de su sueño.

Finalmente, el 14 de enero de 1830, a los 24 años, ingresa para hacer el postulantado, requisito previo para ingresar en las Hijas de la Caridad. Pedro, su padre, no ha querido darle cantidad alguna y es su cuñada la que le da 672 francos, cantidad que aporta como parte de la dote. El 21 de abril de 1830 llega en coche de caballos a la casa-madre en el 140 de la rue Du Bac, para hacer su noviciado y prepararse a entregar toda su vida a Jesucristo amando y sirviendo a los más desdichados, es el miércoles anterior a la traslación de las reliquias de San Vicente de Paúl desde Notre-Dame a San Lázaro.

El primer acontecimiento místico de su vida se produjo en este mes parisino: «Se me apareció nuestro Padre san Vicente tres veces diferentes durante tres días seguidos, con diferente vestido: Blanco color carne que me anunciaba la paz, la calma, la inocencia, la unión. Después lo vi rojo fuego, pues de él debía alumbrar la caridad en todos los corazones. Luego lo vi rojo oscuro, llenándome de tristeza por el dolor que había de sobrellevar«.

Allá, en secreto, la joven Hermana vive experiencias espirituales sorprendentes. Durante su noviciado, Catalina tuvo visiones de la Virgen Milagrosa, de Jesús sacramentado, de la Cruz. Aquellas visiones, de momento, eran solamente «su mundo«, no todavía el mundo de sus hermanas de la casa-madre ni el mundo de la Iglesia. Por eso nadie sospechó nada.

En la noche del 18 al 19 de Julio de 1830, la Virgen María, a quien Catalina ha elegido por madre desde la infancia, se le aparece. En el curso de un diálogo de más de dos horas, María dice a Sor Catalina: «Venid al pie de este altar«, significando la importancia de la oración y de la Eucaristía.

El 27 de Noviembre siguiente, a las 5:30 de la mañana, durante la meditación de la comunidad, María confía a Sor Catalina un mensaje para transmitir al mundo bajo la forma de una sencilla medalla:

«El anverso con la imagen de la Santísima Virgen de estatura media, con un vestido de escote subido, el velo cubriendo su cabeza y bajando por los lados hasta los pies. Sobre los cabellos una especie de toca alrededor de la cual un pequeño encaje de dos dedos de ancho. El rostro más bien descubierto, bajo sus pies un globo blanco. Había también bajo los pies de la Virgen una serpiente de color verdusco con manchas amarillas. Y esta inscripción «Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti» formando un semicírculo, comenzando a la altura de la mano derecha, pasando por encima de la cabeza de la Virgen y terminando a la altura de la mano izquierda.

En el reverso de la Medalla se descubre el monograma de la Santa Virgen compuesto por la letra «M» coronada por una cruz entramada en una barra de base. Y debajo el Corazón de Jesús coronado de espinas y el Corazón de María atravesado por una espada. Todo ello rodeado de doce estrellas»

Después de su formación, en febrero de 1831, sor Catalina es enviada al hospicio de ancianos en Enguien donde realiza trabajos humildes, encargándose sucesivamente y a veces acumulativamente, de la cocina (1831-1836), de la lencería (1836-1840), de la vaquería (1846-1862), del gallinero (1831-1865), del cuidado de toda la casa, aunque sin el título de superiora (1860-1875) y finalmente de la portería (1870-1876), más de cuarenta años en la misma casa. Nada la distingue de las demás: trabaja, reza, guarda el silencio… mientras que la pequeña medalla, llamada por el pueblo «Medalla Milagrosa«, da la vuelta al mundo. Durante toda su vida, incluso durante la «Encuesta Canónica», Sor Catalina supo defender su incógnito, se las arregló para que sólo sus confesores se enteraran de que ella era la favorecida con las apariciones de la santísima Virgen. El último año, casi al final de su vida, lo supo también su superiora, sor Juana Dufés.

En Diciembre de 1876, Sor Catalina se prepara a la muerte: «¿Por qué queréis que tenga miedo?… Yo voy a encontrarme con Nuestro Señor, con la Santísima Virgen, nuestra madre y con San Vicente». A las 7 de la tarde del día 31 de diciembre de 1876, durante el rezo de las hermanas, sin que Catalina pueda ya contestar, se adormece tan silenciosa en el momento de su muerte como lo había sido en vida. Sor Dufés, la superiora, llama a las hermanas y les lee los relatos de las apariciones que Sor Catalina había escrito y le había entregado en la primavera de aquel año.

La noticia de su muerte corre como un relámpago y todo el mundo comienza a decir que ha muerto la vidente de la «Medalla Milagrosa» y comienza un desfile ininterrumpido de gentes que quieren venerarla. Durante su entierro, celebrado el 3 de enero y en la procesión encabezada por los ancianos de Enguien, las Hijas de María, con su estandarte, muchos niños, jóvenes obreros del suburbio de San Antonio con la medalla colgada del pecho, gentes del barrio y llegadas de muchas parte cantaban y rezaban gozosos el «Oh María, sin pecado concebida«. No hay tristeza, sólo confirmación agradecida de la presencia de Dios y de la Virgen María entre los hombres.

Sor Catalina Labouré fue beatificada el 25 de marzo de 1933 por el Papa Pío XI y canonizada por Pío XII el 27 de julio de 1947. El cuerpo de la «Santa del silencio» descansa en París, bajo la estatua de la Virgen del Globo en el altar de la capilla de la Rue du Bac dedicado a ella.

3 Comments on “Santa Catalina Labouré, la santa del silencio”

  1. Quisiera saber más sobre su vida. Es la _Santa_ que ha de acompañar mí vida en este nuevo año 2022

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *