San Vicente de Paúl, un hombre de hoy

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Juan María Uriarte · Año publicación original: 1982 · Fuente: Congreso Nacional Vicenciano, Abril de 1982.
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El tema de mi intervención pretende desvelar el carisma de San Vicente de Paúl hoy en Vizcaya.1

No dudé un instante en aceptar esta conferencia no sólo porque en mi vida episcopal he tenido ocasión de trabar relaciones muy familiares y estrechas con una de las ramas de la gran familia vicenciana, sino también porque este año a través de ese «contagio» me he sentido irresistiblemente atraído por este hombre que como sabéis ha sido calificado como: EL GRAN SANTO DEL GRAN SIGLO.

Se me pide una intervención que os ayude a comprender con mayor realismo lo que ha de ser el carisma de San Vi­cente traducido a nuestro hoy y a nuestro aquí. Justamente por eso he pensado dividir mi conferencia en dos mo­mentos:

— en un primer momento voy a formular, en alguna medida y con mucho pudor, el carisma de San Vicente tal como he podido leerlo y entenderlo a través de mi experiencia y del acercamiento a los textos que he trabajado.

— en un segundo momento voy a procurar traducirlo al hoy y aquí de nuestra iglesia y de nuestra sociedad.

Como veis, son dos empeños para los cuales hace falta o bien mucho valor o bien mucha inconsciencia. (No sé cuál de los dos componentes me habita en estos momentos).

I. El carisma específico de san Vicente de Paúl

Vayamos con el primer momento, que tiene como objetivo hacer una lectura del carisma de San Vicente. Naturalmente siento mucho pudor y temblor al intentar formularlo ante Hijos e Hijas que lo mantienen vivo, bien en la rama de los padres de la Congregación de la Misión, bien en la de las Hijas de la Caridad, o las Conferencias de San Vicente de Paúl e incluso en las Juventudes Vicencianas.

Santo Tomás de Aquino al hablar del conocimiento por connaturalidad dice: «Sabe más de la castidad quien la vive que quien hace una disertación sobre ella». Lo mismo se puede decir de la pobreza y de todas las virtudes cristianas. Por esto hablaros a vosotros del carisma de San Vicente y del carisma de acercamiento a los pobres me produce pudor, pero no me amedrenta.

En todo carisma conviven cuatro elementos:

El primero es una intuición original de un creyente o un pequeño grupo que, bajo la acción del Espíritu, descubre vitalmente un elemento central de la experiencia cristiana. Esta intuición es como el primer momento del carisma. Es ciertamente lúcida: ilumina la realidad y la vida propia del que la descubre. Es al mismo tiempo cálida porque con­quista el corazón de esta persona que vive el carisma. Y al mismo tiempo es activa, porque pone en movimiento los brazos de esta persona. Este es el primer momento de todo carisma.

El segundo momento es aquel en que esa intuición ori­ginal llega al centro de esa persona, teniendo a veces que vencer muchas resistencias como el caso de Vicente de Paúl, que laboriosa y lentamente fue convirtiéndose a los pobres. Llega así al centro de la persona y se convierte en la clave de su vida. Y desde esa conquista del centro de la persona, el carisma revela todas las energías vitales de la persona y las unifica. Aquella poderosa personalidad de San Vicente, volcada hacia la ambición material y la ambición de un ran­go social en toda la primera fase de su vida, va a ser recon­ducida. Las energías de este hombre puestas al servicio de su realización personal van a estar a partir de este momento puestas al servicio de los pobres. Una reconducción y re-orientación de las energías del sujeto es el segundo mo­mento del carisma.

El tercer momento es aquel en que el carisma se hace contagioso. Quien lo vive lo propone a los más cercanos y es aceptado por otros y vivido por un pequeño grupo.

El cuarto momento del carisma, sucede justamente cuan­do éste es compartido por más personas. Entonces aparece la necesidad de institucionalizar el carisma, de reencarnarlo socialmente. Al mismo tiempo surge, juntamente con los rasgos de esta institucionalización, un cierto peligro de es­clerosis que es necesario sacudir.

Los centenarios y las conmemoraciones tienen esta fun­ción de recordatorio. Constituyen un momento privilegiado para ver también si la familia vicenciana tiene algunos ele­mentos que necesitan agilizarse para esa retrasmisión en profundidad de lo que es el carisma de San Vicente de Paúl.

Comencemos, pues, explicando cuáles son los elementos que se articulan en el carisma de San Vicente. He recogido algunos, que están trabados unos con otros y son los que forman a mi entender la estructura del carisma de San Vi­cente.

1) Primer elemento lo constituye la intuición central: El pobre es sacramento de Cristo. La expresión no es de Vicente de Paúl y sin embargo creo que esta expresión que el Concilio Vaticano II ha aplicado a la Iglesia es una tra­ducción actualizada de otras expresiones del santo. Vicente de Paúl (y desde ahora os anuncio un empedrado de citas suyas), tuvo la percepción intensa de algo que más tarde va a ser tematizado por los teólogos y por la experiencia de la Iglesia: la presencia de Cristo entre los pobres. San Vi­cente de Paúl comprendió el capítulo 25 de San Mateo, siglos antes de que se ocupasen minuciosamente de este capítulo los teólogos de la pobreza evangélica. En efecto, he aquí una gran definición teológica: «Porque los pobres antes que destinatarios de nuestros servicios son presencia latente en el mundo del Señor Crucificado» (Moltmann).

Por esto mismo, porque en los pobres está Jesucristo, el servicio al pobre, antes de ser un servicio de amor, es un acto de fe, es decir, de descubrimiento, de reconocimiento de Jesucristo en los pobres. Por esta misma razón, en toda experiencia cristiana de entrega a los pobres hay siempre una auténtica contemplación. En toda congregación religiosa que se ha entregado a los pobres, en todo grupo cristiano que se ha entregado a los pobres, hay siempre en el origen una atenta contemplación, una intuición fundamental, un descubrimiento de Jesucristo en el pobre, un descubrimiento contemplativo de la presencia de los rasgos de Jesucristo en los rasgos de los pobres. El pobre es, pues, un lugar teo­lógico en el que descubrimos, nos encontramos con Dios. En el pobre se nos revela Jesucristo. Por este motivo podría decir Vicente de Paúl que los pobres son nuestros maestros, no porque nos puedan enseñar muchas cosas, sino porque nos revelan a Jesucristo.

Interesa comprender bien esta idea central de que: «El pobre es sacramento de Cristo». Porque esta afirmación se puede entender mal. El pobre no es un puro lugar en el que me encuentro con Cristo. Nosotros no amamos al pobre, porque él me da ocasión de encontrarme con Cristo. No, el pobre es amado por sí mismo, y al amarlo por sí mismo descubrimos lo que él es en toda su profundidad, y de este modo descubrimos que es presencia de Cristo. Nosotros no amamos a los pobres como un esposo puede amar el lugar del gran encuentro de su vida con su esposa, no. Los ama­mos en sí mismos; los pobres tienen para nosotros substan­cia y consistencia propia. Jesucristo no se sustituye a ellos. Nosotros amamos al pobre de carne y hueso. Solamente que al amarlo vemos toda la dimensión de profundidad que tiene ese hombre, descubrimos que ese pobre «re-presenta», hace presente a Jesucristo. He aquí una intuición central.

De esta intuición central extraerá Vicente de Paúl una gran conclusión que no le es original. El mismo nos dice que la recibió de una orden hospitalaria. Pero es él quien más ha contribuido a hacerla realmente viva y operante y compartida. «Los pobres son nuestros amos y señores». Reco­nozcamos ante Dios que no somos dignos de prestarles nues­tros humildes servicios». Y en otro lugar: «Oh, qué grandes señores son en el cielo los pobres». Todavía nos dirá que ellos son los privilegiados a la luz de la fe. Y aquí también es importante recoger el mensaje de Vicente de Paúl: la dignidad del pobre no proviene de las especiales o excep­cionales cualidades morales del pobre. La indigencia, la pobreza, despliegan algunas potencialidades del ser humano, le hace más capaz de sufrir y hasta le comunican un cierto sentimiento de solidaridad que más difícilmente encontra­ríamos en otras capas sociales. «De ordinario, —dice San Vi­cente— conservan la paz en los disturbios y penas, porque son sencillos». Pero el espíritu realista le hace reconocer a San Vicente que ante la mirada humana aparecen estas dos cosas; «ignorantes y poco semejantes al modelo de lo racio­nal». San Vicente tiene una imagen espiritual del pobre, pero no tiene una imagen idealizada del pobre. Son dos realida­des diferentes. El carácter privilegiado de los pobres no se debe en San Vicente a sus méritos, a sus virtudes, ni si­quiera a su mayor capacidad moral para aceptar el Evangelio de Jesucristo. La pobreza en sí misma no hace mejor a nadie. La única razón que hace que los pobres sean nuestros amos y señores es que son pobres abandonados y que Dios hace justicia con ellos declarándolos y haciéndolos los pri­meros. Dios favorece a los pobres no porque les deba algo, sino porque se hace su defensor y protector; está en ello en juego su justicia.

Un tercer elemento unido a éste: la Iglesia es auténtica­mente Iglesia de Jesucristo en la medida en que se entrega a los pobres. El episodio del hugonote que desea convertirse, pero que no puede hacerlo porque ve en la Iglesia el contra-signo de unos sacerdotes que han abandonado a los pobres, le impresionó profundamente. Desde entonces entra en el corazón de San Vicente la persuasión de que la Iglesia tiene que volver a los pobres.

Sabéis muy bien los paúles, que estáis aquí, que la Con­gregación de la Misión nace de esta experiencia fundamental. Vicente de Paúl está persuadido del puesto central y especialmente significativo que tienen los presbíteros en la Igle­sia. Por esto pretende crear junto a sí un grupo de sacer­dotes que hagan de los pobres su centro de gravedad y de este modo contribuyan a que la Iglesia encuentre en los pobres su verdadero centro de gravedad.

Pues bien, también en este punto Vicente de Paúl va a ser el precursor de unas formulaciones ulteriores que han sido recogidas por los teólogos de una manera sugestiva. Llama la atención el paralelismo de estructura que existe entre dos afirmaciones de Jesús en el evangelio de San Ma­teo. Una en el capítulo 10, nos dice: «El que a vosotros acoge, a mí me acoge y el que a vosotros desecha a mí me desecha». Otra, en el capítulo 25 del mismo evangelista: «El que acoge a un pequeño de éstos, a mí me acoge», etc. El evangelio de San Mateo nos está dando aquí las dos gran­des señales de autenticidad, las dos cartas de identidad de la verdadera Iglesia. La Iglesia de Jesús está donde están estas señales de identidad: donde hay una acogida a Cristo a través de aquellos que le representan como Cabeza y don­de acoge a aquellos que le representan como miembros do­lientes de su Cuerpo. Somos auténtica Iglesia de Jesucristo en la medida en que esto está en el fondo de nuestro co­razón, en nuestro deseo y en nuestra acción. Por ello acaba de decir Juan Pablo II en la «Dives in misericordia». «La Iglesia vive una vida auténtica cuando predica y profesa la misericordia» (n.° 13).

Convertirse a los pobres es pues una tarea continua de la Iglesia. La Iglesia se identifica con Jesucristo en la medida en que se convierte a los pobres. No se trata de una tarea más, como si la Iglesia tuviera que hacer una serie de cosas, y además convertirse a los pobres. No es eso. Es una clave que ha de llevar a la Iglesia a una nueva lectura de la fe. Tiene mucha razón Gustavo Gutiérrez, teólogo sud­americano, cuando afirma: «No es lo mismo leer el Evan­gelio con ojos de rico que con ojos de pobre». El vivir con los pobres nos da una nueva experiencia, nos hace leer de otra manera el Evangelio y esta nueva lectura despierta una nueva actitud y unos nuevos comportamientos. Despierta la opción por los pobres y esta opción en la medida en que la hagamos, nos llevará ciertamente adonde no nos imagina­mos que habremos de ir, de la misma manera que cualquier opción importante como el matrimonio, la vida religiosa asumida, el sacerdocio asumido nos conducen muchas veces allí donde no imaginábamos que íbamos a llegar.

Cuarto rasgo del carisma de San Vicente: toda esta digni­dad cristológica y eclesiológica de los pobres descubierta por él en el contacto directo con los pobres, es patrimonio de todos los pobres, no sólo de una clase de pobres. Vicente de Paúl va descubriendo continuamente nuevas clases de pobres: los niños expósitos, los galeotes, los soldados heri­dos, los campesinos… Todos los que sufren cualquier tipo de miserias son para él pobres. Hay seres en los que se da con mayor intensidad, esta densidad cristológica y antropo­lógica: en los más pobres entre los pobres. Porque hay ricos-ricos, hay ricos-pobres, hay pobres-ricos y hay pobres-pobres. Los pobres-ricos tienen los servicios del sindicato, la aten­ción de los políticos, incluso a veces acceso a los medios de comunicación social y hasta alguna que otra amistad con los pudientes. Son pobres de verdad, pero son pobres-ricos. Los pobres-pobres son los que no tienen ni siquiera dónde caerse muertos, no son pancarta publicitaria para nadie, no son aptos para hacer ninguna revolución. Nadie se hace famoso enarbolando su bandera. Estos son los galeo­tes, los soldados heridos, los huérfanos sin padre ni madre, los niños abandonados de hoy. Pero estos pobres tienen sus derechos, son personas humanas y, como dirá una de las Hijas de la Caridad de San Vicente, Sor Matilde Cacho, «Puesto que Dios quiso conservar el destino del hombre de su dignidad y de sus derechos, respetarla profundamente y buscar en todo lo que hacemos la justicia y la promoción humana integral», es preciso: «ser voz de los que no tienen voz». Estos pobres entre los más pobres son los destinata­rios principales del carisma de San Vicente.

Quinto rasgo, emparentado con este último: estos pobres, Nuestros Señores los pobres, presencia privilegiada de Cristo entre nosotros, requieren de nosotros primariamente no una limosna, ni ropa, ni medicina, ni compasión, ni ayuda, ni protección, sino nuestro servicio. Es impresionante el núme­ro de veces en que Vicente de Paúl utiliza esta palabra tan actual en el vocabulario teológico y espiritual. Y es natural. Si ellos son nuestros señores. No sólo como una frase retó­rica, sino de verdad, hemos de servirlos. Por eso dirá San Vicente: «Cuando les atendemos, hacemos justicia y no mise­ricordia». Y añade: «no podemos asegurar mejor nuestra dicha eterna que viviendo y muriendo al servicio de los po­bres». Todavía en otro lugar: «dedicarse constantemente al servicio del prójimo ¡oh Dios mío qué grande es esto! Esto es una obra tan grande que no veo otra semejante en la Iglesia de Dios».

Y ¿cuál es el secreto de esta grandeza? Pues el secreto de esta grandeza es éste, en palabras de San Vicente: «Sir­viendo a los pobres se sirve a Jesucristo; fijaos bien, no sólo hacemos lo que El hizo; se lo hacemos a El. Si en los pobres está Jesucristo, cuanto hacemos al pobre se lo hacemos a El. Digámoslo con sus propias palabras: «si servís a los pobres, servís a Jesucristo y esto es tan cierto como que estamos aquí».

Los pobres son, pues, un lugar infalible y privilegiado para encontrarnos con el Señor que, como dice Pascal, «está en agonía hasta el final de los tiempos». «Por eso señores y hermanos míos —dirá San Vicente—, son la parte de nuestra herencia y consiguientemente en primer lugar id a los pobres y asistidlos y después haced lo demás, si podéis».

Esta intuición nos inmuniza contra el paternalismo, que es una de las tentaciones que tiene el ejercicio de la miseri­cordia. El paternalista es aquél que se enfunda en un falso personaje imaginario, superior, y considera al pobre como un ser inferior. Cuando la actitud de servicio es verdadera, real, impide que nos confinemos en esa compasión sospe­chosa, fundada en la condición de desgraciados y al mismo tiempo nos impide que nos clasifiquemos sólida y orgullosa­mente en el capítulo de los benefactores.

Sexto rasgo del carisma vicenciano: el destinatario de este servicio es la totalidad de la persona del pobre y más concretamente aquellos aspectos de esta persona en los que es indiferente. Con otras palabras, el destinatario no son sólo todos los pobres, sino todo el pobre. A algunos padres de la misión que por lo visto estimaban que lo suyo era sólo evangelizar, les recordará San Vicente con clara firme­za: «Si hay algunos entre nosotros que crean que están en la misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las tempo­rales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas las maneras, nosotros y los demás, si que­remos oír esas agradables palabras del Soberano Juez de vivos y muertos: ‘Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dísteis de comer’ «.

¿Cuál es la razón de ello? ¿Cuál es la razón de que sea todo el pobre el que es objeto del carisma de Vicente de Paúl y de los padres de la Misión? La razón es que el Padre de la Misión, el padre paúl es heredero total de toda la misión de Jesús con respecto de los pobres, su liberación total. Por consiguiente, el padre paúl tendrá que procurar, siguiere ser fiel al carisma de San Vicente, por todos los medios esta liberación total.

La salvación es liberación no sólo de todos los hombres, sino de todo lo que oprime al hombre («Evangeli Nuntian­di», n.° 10). El reduccionismo espiritualista que pretende que la salvación es solamente lo que llamábamos antiguamente la salvación del alma y el reduccionismo temporalista que pre­tende reducir la salvación puramente a una liberación socio­económica, quedan superadas en esta concepción comprehen­siva de la salvación.

Pero todavía en este punto la capellanía de las tierras de Gondi, pondría ante la mirada siempre despierta de Vicente de Paúl el panorama de la pobreza espiritual de los campe­sinos. «Es verdad —como dice Vicente de Paúl— que la verdadera religión está en los pobres», pero más como un filón de unas posibilidades que hay que labrar. La supers­tición, la magia y los vicios morales adulteran ese filón; la ignorancia, es el caldo de cultivo de este deterioro de su fe cristiana. «Es preciso —dirá él— dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que el reino de Dios está cerca y que es para los pobres». Ello requiere contra todos los hábitos oratorios de la época, en los que la oratoria era un arte más que trasmisión de la Palabra, que todos hasta el más modesto puedan entender la predi­cación y sacar provecho. Y en esto radica la razón de ser central del presbítero de la misión.

Escuchadme, presbíteros de la misión. Somos sacerdotes de los pobres; Dios nos ha elegido para ellos; esto es capital para nosotros; el resto es accesorio. Nuestro Señor nos quie­re para que evangelicemos a los pobres. Eso es lo que él hizo y lo que quiere continuar haciendo por medio de noso­tros. «Yo no he venido solamente para amar a Dios, sino para hacerle amar».

La actitud central de este carisma es la misericordia afec­tiva y efectiva con los pobres. Los temperamentos sensibles tienden a justificarse a sí mismos con unos sentimientos de conmiseración ante la miseria de los demás, que constituyen más una catarsis afectiva que un verdadero servicio. Dichos temperamentos se justifican con unos impulsos esporádicos que no tienen la eficacia de la continuidad. Por otro lado, los temperamentos activos pueden sucumbir a la tentación de un hacer que sea más bien una descarga de una necesi­dad de actividad que sintonía profunda con el pobre. Un hombre de temperamento activo no tendrá la primera ten­tación, pero corre el riesgo de la segunda.

La obra de la gracia va a suscitar en el corazón de este hombre una experiencia humana y religiosa, tan rica en el contacto con el pobre, que lo va a inmunizar contra esta última tentación, escuchémosle: «Cuando vamos a ver a los pobres debemos entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos, hemos de procurar enternecer nuestro corazón y hacer­lo sensible a los sufrimientos y miserias del prójimo y suplicar al Señor que nos dé el verdadero sentido de la miseri­cordia que es el mismo espíritu de Dios». Y con palabras más recias e incisivas todavía. «Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él, eso es no tener caridad, es ser cristiano en pintura, es care­cer de humanidad, es ser peor que las bestias». Mirad si hay un lenguaje más realista.

En efecto, la misericordia de Dios tal como aparece en la Biblia está hecha a la vez de ternura y de fidelidad. La ternura asegura el sentir, la fidelidad asegura el hacer. La ternura sin la fidelidad es sentimiento estéril; la fidelidad sin la ternura es actividad asentada en el puro y frío deber y suscita cansancio en quien la practica y hastío en quien la recibe.

«Del amor afectivo —dirá Vicente de Paúl a las Hijas de la Caridad— es preciso pasar al amor efectivo que es el ejercicio de las obras de caridad, el servicio de los pobres emprendido: con alegría, con valor, con constancia y con amor». Y el hecho de que la miseria humana no se acaba nunca, lejos de desanimarle enardece a este hombre y en vez de darle razones para desistir, le alienta más para poner manos a la obra sin demora. «Ejerzamos —nos dirá— mise­ricordia con todos. No nos crucemos nunca con un pobre sin consolarle, ni con un ignorante sin enseñarle». «Si tu­viéramos un poco del amor de Jesucristo, ¿podríamos per­manecer con los brazos cruzados? ¡Oh no! La caridad no puede permanecer inactiva». «Amemos a Dios pero que sea con el sudor del rostro y el cansancio de nuestros brazos». Nos dirá en otro momento, que «hay que hacer efectivo el Evangelio». «Habría que vender los cálices de nuestras igle­sias para socorrer a los pobres».

El sentido del pobre que tuvo San Vicente consiste, en la conjunción armónica de estas dos dimensiones: afectiva y efectiva, de la fidelidad y ternura que componen el entra­mado interno de la actitud de misericordia.

Termino esta primera parte, con un texto que es como un pequeño evangelio dentro de los escritos de San Vicente de Paúl y que resume no todas, pero sí bastantes de las dimensiones en que yo he intentado refractar este haz lumi­noso del carisma de Vicente de Paúl. Dice así: «Dios ama a los pobres y en consecuencia ama a quienes aman a los pobres, porque cuando se quiere a alguien, se tiene afecto por sus amigos y servidores. Ahora bien, la pequeña Com­pañía de la Misión trata de servirles con afecto a los pobres que son los predilectos de Dios y de esta manera, tenemos motivo de esperar que por amor a ellos Dios nos amará. Vayamos, pues, hermanos míos, y ocupémonos con nuevo amor a los pobres e incluso busquemos a los más pobres y a los más abandonados que son nuestros señores y maestros y que somos indignos de ofrecerles nuestros pequeños servi­cios». Todo cristiano debería saber de memoria estas pala­bras y todo aquel que se dedica por vocación especial a los pobres debería recitarlas todos los días.

II. El carisma vicenciano retraducido al «hoy» y al «aquí» de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad

Vayamos ahora a leer de alguna manera el carisma de San Vicente hoy y aquí. Todo carisma, nace en un espacio determinado y en una época determinada. Pero los carismas tienen la capacidad de saltar la cuadrícula del espacio y del tiempo en que han nacido y de reencarnarse en otros espa­cios y en otras épocas. Es tarea de los hijos de Vicente de Paúl y de los pastores de la Iglesia el hacer que también el carisma vicenciano hoy se reencarne, actualizado, idén­tico a sí mismo y adaptado a estos tiempos. Por otra parte, pocos carismas hay tan necesarios como el vuestro en nues­tro mundo deshumanizado, tan capaces de ser signo de lo que es la Iglesia, de lo que es el Evangelio y dp lo que es Jesús, tan acordes con la conciencia que la Iglesia va adqui­riendo de sí misma e incluso tan potentes para echar un respetuoso y noble «gancho» a la juventud actual.

¿De qué manera vivir hoy y aquí vosotros, las diversas ramas de la familia vicenciana este carisma de San Vicente, de qué manera enriquecer a esta Iglesia local, de qué ma­nera volcar en el torrente circulatorio de esta Iglesia local este vuestro carisma?

Yo, voy a remitirme a indicar unas cuantas pautas y pistas.

La Descubrir los nuevos pobres de hoy, y entre ellos los más pobres de entre los pobres. La pobreza reviste nuevas formas a medida que se transforma la sociedad. Cada época socio-económica tiene sus propios pobres, como cada fábrica tiene sus propias escorias y sus propios subproductos. Cada época elimina un tipo de pobres y genera nuevos tipos de pobres. En nuestra época se ha eliminado al analfabeto, al hambriento, se va eliminando poco a poco al leproso, se ha eliminado plenamente al galeote y se han engendrado otros tipos de pobres.

La mirada vigilante y despierta, como un radar, la alerta que pone en movimiento en el corazón de sus hijos el carisma de San Vicente de Paúl, tiene que utilizarse para des­cubrir estos nuevos pobres de cada época. No se trata de abandonar a los pobres de siempre en aras de un afán de novedades; los pobres de siempre están ahí: los enfermos, los ancianos y los disminuidos, que aunque estén material­mente mejor atendidos, son pobres en su ser antes que en su tener, y que necesitan nuestra compañía y nuestra frater­nidad. Están todavía en nuestra sociedad, y probablemente lo estarán por mucho tiempo, las zonas subdesarrolladas o abandonadas dentro de nuestro país y de nuestra Vizcaya: la zona minera, la zona rural decadente, la zona suburbial. Están ahí.

Los hijos e hijas de San Vicente de Paúl tenéis que exigir como un derecho, que os dejen estar ahí donde están los más pobres. He aquí dos derechos de la Iglesia que le son otorgados por la carta fundacional del Evangelio: el de­recho a ser perseguida y el derecho a estar junto a los po­bres. No renunciéis al derecho de estar junto a los pobres. Existen los pobres de siempre, pero existen también los pobres de ahora, los parados, los nuevos pobres de nuestra sociedad, la juventud predelincuente que todavía no es delin­cuente, pero que vagabundea por ahí ociosa en nuestros barrios y que es carne de droga y de delincuencia. Son muchos en Vizcaya. La gente de psiquismo débil que no pue­de tolerar esta vida trepidante, competitiva e inhumana de nuestro tiempo y que cae en la neurosis; los hijos de familia psicológicamente insana, aunque haya mucho dinero en esa casa; el mundo de la drogadicción, de los jóvenes y mayo­res drogadictos. He aquí algunos de los pobres que son como el subproducto de nuestro mundo actual y que os tiene que hacer pensar y actuar.

2ª Justamente, la segunda línea de acción que yo qui­siera proponeros va por la línea del pensar. Es preciso que vosotros, los hijos e hijas de San Vicente, os dediquéis a una reflexión que será sencilla, pero ha de ser sistemática y seria, acerca de la teología de los pobres y de la teología de la liberación. Vosotros y vosotras sabéis que uno de los redescubrimientos de nuestra teología ha sido justamente el reflexionar sobre la pobreza, sobre los pobres, sobre la libe­ración. Y lo más vivo de esta teología no se ha elaborado en esos grandes laboratorios teológicos del centro de Europa, sino desde la experiencia directa y permanente de los pobres, en concreto, en América.

La teología de la liberación americana merece sus reser­vas, pero no es honesto interpelarla desde fuera de la expe­riencia de la pobreza, sin previamente habernos dejado nosotros mismos interpelar por ella. Muchas veces nos de­fendemos de esa teología y no nos dejamos interpelar, por­que en el fondo lo que no queremos es poner los pies en la obra de los pobres.

Si alguien en la Iglesia puede comprender y valorar críti­camente esta teología de la pobreza y la liberación, sois vosotros, los que estáis más en contacto con la verdadera pobreza. Y aquí he de decir con toda claridad que, cierta­mente, en este asunto, la reflexión y la teología no es lo más importante. Lo más importante es la experiencia de cercanía a los pobres, el primado de la experiencia. Pero es necesario formular esa experiencia espiritual que tenemos junto a los pobres, y formularla teológicamente, porque si no, la misma experiencia se nos va empobreciendo.

Yo sé muy bien, que cabe bien la vida de asistencia a los pobres sin haberse renovado en teología de la pobreza. Naturalmente yo prefiero al más sencillo y al más reducido miembro de unas conferencias de San Vicente que se preocu­pa por los pobres, que al teólogo más brillante que trata el tema de la pobreza puramente desde el laboratorio. Pero aquí habría que decir aquello de Kant: «El concepto sin la experiencia es vacío, la experiencia sin el concepto es oscu­ra». Por eso en el ejercicio de la misericordia y de cercanía a los pobres caben buenas voluntades no suficientemente despiertas que perpetúan esquemas paternalistas o de domi­nio, puramente asistenciales o que viven en inconsciente complicidad con estructuras injustas de nuestra sociedad.

Vuestros teólogos (los que tengáis) han de dedicarse espe­cialmente a este punto, a formular la teología de la pobreza y de los pobres. Vuestros presbíteros deben ofrecer a grupos cristianos inquietos esa teología, preparando reflexiones al alcance de la gente, porque en realidad muchas veces hay teologías que la gente no entiende. Vuestros presbíteros de­ben ofrecer a estos grupos un lugar de experiencia junto a los pobres y una reflexión teológica sobre la pobreza. Las Hijas de la Caridad debéis de hacer otro tanto con los gru­pos de personas con que os reunís. Y los hermanos y herma­nas de San Vicente y Voluntarias de la Caridad debéis hacer también lo mismo en la medida que os sea posible.

3.a Tercer elemento, tercera pauta, tercera pista, de encarnación de vuestro carisma de hoy: un talante humano de cercanía y de sintonía con el sufrimiento del pobre. Mirad, la modernidad ha ido asimilando, entre otros, dos criterios fundamentales en el servicio de los pobres. Estos dos criterios que todavía no estaban claros en los tiempos de San Vicente, son: 1.0 Lo importante no es la asistencia momentánea o individual, sino la asistencia continua e institucional. En esto Vicente es un precursor maravilloso. Pri­mero, detecta una necesidad e inmediatamente le da una respuesta, después ve que esa respuesta es insuficiente y entonces crea una institución, adecuada para responder a aquella necesidad. Así nacisteis las Hijas de la Caridad en Chátillon-les-Dómbes hasta que fuisteis cofundadas por San Vicente y Santa Luisa.

Las Hijas de la Caridad habéis nacido de esta persuasión compartida con vuestra fundadora que escribía: «Las cari­dades no pueden subsistir, si no tienen a su cuidado a perso­nas entregadas del todo por vocación y naturalmente en fundaciones requeridas para ello: una compañía, unas obras, etc.». Aquellas beneméritas Damas de la Caridad vivían, pues, en unas situaciones en las cuales se les hacía física­mente imposible bajar a las condiciones de pobreza y de miseria de los pobres a los que atendían. Tuvieron que llegar aquellas sanas muchachas de pueblo que estaban acostum­bradas a una vida más dura y de las que nació esta gran congregación.

2.º Un segundo elemento que la modernidad de alguna ma­nera nos ha descubierto, es que esta asistencia no es única­mente patrimonio exclusivo de los creyentes. Los pobres son pobres de la sociedad, en parte generados por ella y, por tanto, la sociedad tiene que hacerse cargo de los pobres. También en esto San Vicente desde sus relaciones con la alta política francesa de su tiempo fue clarividente y quiso poner todos los medios cívicos que la sociedad tenía a su alcance para que se respondiera a la pobreza.

Estos dos criterios marcan un progreso y de este pro­greso, de estos criterios, han nacido instituciones sanitarias, asistenciales, servicios engendrados por esa poderosa maqui­naria de la administración pública con todos los recursos de que dispone. Pero ¡atención! hay aquí un riesgo muy importante, un riesgo que pone el dedo en una de las mayo­res carencias de nuestro tiempo: del engranaje de las insti­tuciones nace, sí, una atención material a veces impecable y hasta formidable, pero pobre en calor humano. Un anciano necesita calefacción, pero no menos el calor humano de una caricia, de un gesto de preocupación por él. Un enfermo necesita medicinas y cuidados, pero no menos necesita con­suelo y fortaleza de ánimo para la prueba de su enfermedad. Hay una deshumanización en la atención a los pobres que la sociedad está procurando por medios costosos e institu­cionalmente potentes, complicados y eficaces en ciertos aspectos. Y en el fondo esta deshumanización en la relación con el pobre, llámese enfermo o anciano, es una muestra representativa de lo que es el fenómeno general de deshuma­nización de las relaciones.

Yo estoy persuadido, de que nuestra Iglesia tiene una función antropológica sumamente importante, una función humana sumamente importante. La Iglesia, a la que Pablo VI llamaba «experta en humanidad», tiene que ser un lugar de humanidad. Nuestras parroquias de la ciudad tienen que ser un lugar, un espacio en el cual se puedan crear rela­ciones humanas densas y cálidas dentro del frío anonimato de las ciudades.

Estas instituciones asistenciales, sanitarias en las que trabajáis tantas de vosotras y que visitáis tantos de vosotros, hermanos de las conferencias de San Vicente de Paúl, al estructurarse como tales requieren una organización de per­sonal, asociaciones profesionales, etc. Los hijos e hijas de Vicente de Paúl, al entrar en este mundo, entráis en el mun­do del estatuto, de los derechos, de los emolumentos del contrato de trabajo, del horario, de mil cosas (ya sabéis qué problemas existen). Los hijos e hijas de San Vicente y otros hombres y mujeres carismáticos de la Iglesia trabajáis en­cuadrados muchas veces con otros profesionales: médicos, enfermeras, etc. En este mundo, en este engranaje os sentís en tensión muchas veces. Reconociendo que son necesarios estos grandes servicios que la administración pública pone en pie, experimentáis las apreturas de una doble fidelidad. Por una parte os sentís por votos y por vocación vinculados a un mayor servicio de los pobres concretos que están a vuestro cuidado; por otra os sentís atadas a las leyes de la institución donde trabajáis y hasta a la solidaridad con los trabajadores que trabajan con vosotras. A veces incluso os encontráis sometidas a las leyes de la competencia por los puestos, teniendo que soportar la mirada recelosa de los profesionales que trabajan con vosotras. Tenéis de esto una gran experiencia. Y todo este clima puede influiros. No so­mos inmunes; ninguno es inmune a la tentación. Entonces de alguna manera vuestra caridad se puede mecanizar, pue­de perder parte del aliento de servicio abnegado que no mira ni hora ni derechos porque no tiene otra mira que el pobre. Puede irnos convirtiendo en empleados de la institu­ción, desconvirtiéndonos de ese SER servidores de los po­bres que es nuestra primera obligación.

Yo sé que éste es un problema complicado. No he querido más que apuntar un criterio. Pero es importante que este criterio quede muy claro. Los hijos e hijas de San Vicente han hecho, desde la opción por el Evangelio, una opción primordial por los pobres. Su solidaridad primera es con ellos, es quedarse allí donde sean necesarios para los pobres y es marchar allí donde lo pida un mayor servicio a los pobres. Por ello debéis estar dispuestos a padecer persecu­ciones, porque todo aquel que se compromete seriamente con los pobres, acaba siendo perseguido. Todas las demás solidaridades son hermosas, pero son complementarias.

La solidaridad con los pobres, os puede llevar incluso a ser incomprendidas y criticadas como «esquiroles», como insolidarias, como agentes de una competencia desleal. Es la parte de la cruz de Jesús que tenéis que asumir.

Los hijos e hijas de San Vicente, allí donde estéis tenéis que ofrecer este calor de humanidad que nace de la miseri­cordia, tenéis que ser testigos de una profesionalidad com­petente, pero de una profesionalidad que se erige, no desde el pundonor profesional, sino desde el amor, desde la rela­ción humanamente rica con el pobre. Habéis de ser irradia-dores de una humanidad que nace de una experiencia evan­gélica del pobre, defensores de los derechos del pobre a ser atendido humanamente. Tenéis que ser también correctivo manso, pero valiente, a esta frialdad y a esta falta de alma de nuestras instituciones en las que la relación con el pobre se depaupera.

En un sentido diverso, pero análogo tenéis que cumplir aquella función que Marx atribuía a la religión cuando de­cía: «La religión es el alma del mundo sin alma, es el cora­zón de un mundo sin corazón». Vosotros y vosotras, tenéis que ser alma del mundo sin alma, el alma de un hospital que no funciona con mucha humanidad, el corazón de un mundo sin corazón.

4ª Cuarta pista: promotores de los derechos de los más pobres. Vicente de Paúl dice en varias ocasiones (hemos re­cordado alguna) que el servicio a los pobres es justicia. Dice así: «Dios nos hará la gracia de ablandar nuestros corazo­nes hacia los miserables y de comprender que cuando les atendemos hacemos justicia y no misericordia». Sería muy interesante seguir el razonamiento teológico riguroso que le conduce a San Vicente de Paúl a esta formulación tan moderna de la teología; pero no es esto lo más importante ahora. Lo más importante es que subrayemos de nuevo esta afirmación. Pero no conozco personalmente otro precedente, otra manera de declararse anterior, que la de los obispos españoles en América que denunciaron con tanto vigor, con tanto ahínco, con tanta persecución y tantos sinsabores, las injusticias que muchos conquistadores y encomenderos co­metían con los indios.

A vosotros os toca traducirla hoy y extraer todas las consecuencias que se contienen en esta afirmación. De ella quisiera nada más que subrayaros dos:

La primera: «ser voz de los que no tienen voz» en el interior de las instituciones donde trabajáis. Ser también voz pública a través de los medios de comunicación social. ¿Por qué no va a aparecer una «Carta al Director» que publica una hermana, una Hija de la Caridad (sin necesidad de suscribirla personalmente) que habla de una institución don­de no se respetan los derechos de los pobres?

Despertad la conciencia pública. Tened la paciencia para gestionar ante la administración el reconocimiento público de los derechos de los pobres a los que atendéis, para obte­ner o luchar por obtener disposiciones legales, decisiones de la administración que vayan garantizando estos derechos. No se nos cae con ello ningún anillo. Dedicarnos a esta tarea hasta perder el aliento es nuestro único anillo.

Otra indicación en este mismo tema; un cuidado especial porque un ejercicio poco lúcido de la misericordia, no entor­pezca la búsqueda de la justicia. Yo estoy persuadido de que toda la justicia del mundo, no es capaz de engendrar un solo acto de misericordia. Pero Juan Pablo II en una exége­sis penetrante de la parábola del Hijo Pródigo en la «Dives in Misericordia» nos dice que lo que el Padre devuelve al Hijo Pródigo cuando lo abraza, es fundamentalmente el sen­timiento de la dignidad perdida. Le vuelve a dar conciencia de que es digno de ser amado por su Padre.

Es un acto de misericordia hermoso el suscitar en los pobres la conciencia de su dignidad, de sus capacidades, de sus derechos, porque —vosotros y vosotras tenéis de ello mucha más experiencia que yo— muchas veces la miseria trae consigo una imagen devaluada de sí mismo. El misera­ble tiene una imagen devaluada de sí mismo por mil com­plejos, mil fracasos. Hay que despertar en los pobres un sano amor a sí mismo y a su libertad y una conducta de ese estilo es la mejor respuesta a los que atacan a los detrac­tores de la misericordia. Así personas e instituciones tene­mos que preguntarnos si nuestras actividades de misericor­dia sirven al mismo tiempo a la causa de la justicia.

No podemos movernos en la utopía. El realismo cristiano nos conduce a tolerar un cierto coeficiente de complicidad involuntaria en aras de un mayor servicio a los pobres. Tal vez haya que aceptar un dinero manchado, porque los po­bres no tienen la culpa de que ese dinero esté manchado.

Pero sin perder nuestra libertad y al mismo tiempo sin dejar de decir los derechos de los pobres. El temor de manchar­nos, no nos dispensa del deber dé servirles, pero es preciso saber discernir dónde radica y dónde claudica el verdadero servicio. El servicio de los pobres no se agota en la justicia pero pasa inevitablemente por ella.

5ª Quinto elemento: acompañar al pobre para que, en la medida de lo posible, sea él mismo protagonista de su propia liberación. Con la ayuda de un entrañable P. Paúl he encontrado en los escritos de San Vicente algunos textos esclarecedores de este principio. He aquí algunos: «A los jóvenes se les enseñará algún modesto oficio, como el de tejedor… o se les adiestrará en la manufactura». «Se les hará vivir y trabajar bajo la dirección de un eclesiástico y la guía de un oficial». «Ha de enseñárseles algún oficio para ofrecerles un medio de ganarse su propio sustento». Por otro lado hay dos tipos de afirmaciones de San Vicente de las cuales se puede extraer fácilmente este principio de que hemos de acompañar al pobre, para que sea él mismo protagonista de su propia liberación en la medida que sea posible.

El primer principio, afirmado tan fuertemente por Vicen­te de Paúl, es la afirmación de la dignidad del pobre. Esta dignidad leída hoy se actualiza diciendo lo siguiente: siem­pre que sea posible y en la medida en que lo sea, el sujeto ha de asumir su condición de sujeto en su propia liberación; el pobre ha de asumir su condición de sujeto de su propia liberación y no ha de reducirse a ser un puro destinatario de una acción asistencial o liberadora protagonizada por otros.

Segundo principio: hay un haz de afirmaciones de San Vi­cente que pueden ser legítimamente consideradas como raíz de esta tarea de sus hijos e hijas; de promover en cada pobre un liberador de sí mismo y de los demás. Es justa­mente esta condición de maestros que él atribuye a los po­bres. El pobre no sólo aprende; enseña. Es asimismo esa condición de jueces que él les reconoce cuando dice: «Pue­den condenarnos en cada minuto, ante el tribunal de Dios y ante la sociedad, pero también tienen poder para salvar­nos». A todos los que les sirven les otorgan una dicha espe­cial. Pueden aclarar nuestra mirada nublada. La debilidad del pobre entraña una fuerza, que hace que nuestro servicio no sea servicio de dirección única de nosotros hacia ellos, sino intercambio con ellos y aquí está la raíz de la fuerza de un pobre: si es capaz de liberarme a mí que le sirvo, también es capaz de liberarse a sí mismo y a los demás.

6.a Sexto y ante-último capítulo de esta disertación, de esta traducción del carisma vicenciano: insertar, cada día más plenamente vuestro proyecto y vuestra tarea en el proyecto y en la tarea de la Iglesia local. Voy a leeros un texto de una carta de San Vicente a otra santa, Santa Juana Francisca de Chantal, que por lo visto le pedía explicaciones sobre lo que eran los sacerdotes de la Misión. Le responde con estas palabras: «Vivimos en el espíritu de los servidores del Evangelio en relación con nuestros Sres. los Obispos (me imagino que D. Luis M.a. y yo en este momento estamos contentos). Cuando nos dicen: id allá, allá vamos; venid acá, venimos; haced esto, y lo hacemos. Esto, por lo que se re­fiere a las funciones indicadas; en cuanto a la función do­méstica de la congregación ésta depende de un Superior General. A Su Santidad, le pedimos permiso para hacer un 5.° voto que es la obediencia a Nuestros Señores los Obispos en las diócesis que estamos establecidos en relación con dichas funciones». No se realizó el proyecto (para desgracia nuestra), pero revela todo el espíritu de San Vicente.

A la luz de estos textos las funciones no las puede deter­minar el obispo, porque son determinadas por el carisma. Pero, el dónde, el cuándo, el cómo, el con quiénes, el hasta cuándo, todo eso está supeditado a la respetuosa coordina­ción de los obispos.

Y este espíritu no es solamente para los de la Congrega­ción de la Misión, sino que se prolonga a las Hijas de la Caridad. Las quiere libres (a las Hijas de la Caridad) de las pesadumbres que la vida religiosa imponía en aquel tiem­po; las quiere libres para dedicarse a los pobres, pero al mismo tiempo muy vinculadas a la iglesia territorial y a la parroquia. Estas mujeres, en uno de los más preciosos y poéticos textos de San Vicente: «tienen por capilla la parro­quia, allí acudirán cada mañana para celebrar la Eucaristía». Recordaréis que el reglamento de 1645 dice: «Que en dos turnos hay que ir a Misa a la parroquia». Sois fundados y fundadas por un sacerdote secular, por un sacerdote secular que era Vicente de Paúl.

Siglos antes de que se redescubriera la teología de la Iglesia local, este hombre supo poner en sus obras ese sello de pertenencia a la Iglesia local. No nos importa en este momento que tal vez en los siglos subsiguientes os hayáis ido aproximando en la práctica a ese admirable modelo referencial que es la vida religiosa. La escasez de modelos evangélicos más seculares y quizá también la poca compren­sión de los obispos (hay que decirlo todo) han sido las causas principales que os han ido como identificando, como acercándoos más al modelo de vida religiosa. Pero vosotros y vosotras habéis de ser, por carisma fundacional, los más despiertos y los más sensibles a este redescubrimiento de la teología de la Iglesia local reformulado por el Vaticano II y aplicado a la vida religiosa en el documento romano: «Mutuae relationes».

Hay un parentesco especial entre vosotros y los obispos, entre vosotros y vosotras y la Iglesia local. Es importante que unos y otros sigamos sabiendo traducirlo más y mejor en fórmulas cada vez más prácticas.

Pertenecéis a vuestro instituto, pero también pertenecéis a la Iglesia local en la que trabajáis. Tenéis el derecho de ser acogidos como tales, de ser admitidos como ciudadanos de primera categoría. Y tenéis también el deber de cooperar como tales. Esta pertenencia, esta fraternidad vuestra con la diócesis es crecientemente sentida y vivida por vosotros y por nosotros los obispos. Nos alienta a los obispos a ofre­ceros unos cauces que intensifiquen esta inserción respetuo­sa de vuestro propio carisma en el tejido de la Iglesia local. Algo que va dirigido, primero a los Padres Paúles, después a las Hijas de la Caridad, después a los movimien­tos de las Conferencias y Voluntarias de la Caridad.

A los Padres Paúles, quisiéramos ayudarles los obispos a un redescubrimiento todavía más genuino, más directa­mente conectado con el espíritu de San Vicente, de su mi­sión evangelizadora de los pobres. Nuestros campesinos y nuestros barrios, necesitan ser recatequizados en profundi­dad y en muchos lugares incluso evangelizados, no sola­mente recatequizados. Si por recatequización entendemos esclarecer y profundizar una fe viva, pero poco lúcida que tendemos el anuncio con palabras, testimonios y obras a gen­tes sin fe o de fe muy debilitada, vosotros sabéis que ambas tareas son igualmente necesarias e igualmente vicencianas. Los Padres Paúles colaboráis en este trabajo en Vizcaya y a través de vuestro trabajo en barrios, parroquias y cole­gios. Muy recientemente todavía habéis respondido a una petición de los obispos y habéis aceptado una parroquia mo­desta en un lugar modesto. Participáis también en la evan­gelización y catequización en parroquias regentadas por sacerdotes seculares. Pero la Iglesia diocesana tiene otro proyecto: quiere potenciar un proyecto evangélico más iti­nerante, en el que un equipo de presbíteros, de religiosos de diversas congregaciones y de laicos, con un programa, preparado entre todos, recatequice zonas debilitadas en su fe, por ejemplo zonas rurales, zonas suburbanas, etc., y constituyan en ellas núcleos de creyentes dispuestos a reunir­se para ir profundizando esta fe renovada y haciéndola ope­rante. Quisiéramos hacer surgir así grupos de catequesis de adultos y de jóvenes. Desearíamos atendiesen regularmente a estos grupos que ellos mismos han suscitado. Muchos párrocos rurales que por razones de edad, de salud o de preparación, no pueden asumir estos servicios, verían con agrado esta revitalización de sus comunidades.

Una sugerencia también a las Hijas de la Caridad. Nues­tra Iglesia local está proyectando y realizando en este mo­mento unas tareas de servicio al mundo y a la sociedad, tras haberse dedicado, durante varios años a potenciar la evan­gelización. Vosotras estáis colaborando también a esta evan­gelización no solamente en vuestros colegios, sino incluso participando en grupos de catequesis de Confirmación, etc. Pues bien, la Iglesia de Bizkaia, tras haberse dedicado du­rante varios años a potenciar la evangelización y, sin dejarla de ninguna manera, intenta renovar y mejorar todas las obras que tiene de servicio a la sociedad, servicios culturales a través de sus instituciones, servicios educativos a través de sus centros docentes de la diócesis y servicios asisten­ciales y de promoción humana.

Naturalmente quiere guiarse, no por la ambición secular de ser fuerte, en una sociedad que se vuelve cruda y donde la Iglesia tiene que armarse. No; no quiere ser fuerte a tra­vés de sus instituciones, sino que alberga la ambición evan­gélica de servir a esta sociedad en sus vacíos más grandes, en sus puntos más flacos. Y el punto flaco más importante son esos los que llamábamos antes los pobres, los más pobres. Con esta intención se están vigorizando dos tipos de instituciones y movimientos:

1.° La Cáritas y otras iniciativas afines, que descubren a los pobres de ayer y a los de hoy y pretenden responder modestamente a sus necesidades.

2.° La Pastoral sanitaria, que atiende a estos «pobres en el ser» (como los llamábamos hace unos minutos) que son los enfermos.

La Iglesia local de Vizcaya quiere crear un laicado sensi­ble, con una fe profundizada y actualizada y con una capaci­tación específica para estos servicios en parroquias y secto­res. Ella sabe que las Hijas de la Caridad estáis presentes en muchas Cáritas y en muchos grupos parroquiales de enfermos. Os pide vuestra colaboración, mayor si cabe, para formar parte de estos grupos y sobre todo para que aquéllas que podáis, asumáis la tarea de monitores que preparen a los laicos, les ayuden a profundizar en la fe y les capaci­ten para el servicio de atención y catequización de los en­fermos o para los diferentes trabajos de la Cáritas. Plan­teadlo en vuestras comunidades y ofreceos a los obispos, al Director Diocesano de la Cáritas, al Delegado Diocesano de Pastoral Sanitaria y a los presbíteros de las parroquias.

Y a los hombres y mujeres de las Conferencias de San Vi­cente de Paúl quisiera también decirles que esta Iglesia local de Vizcaya les pide también a ellos una renovación. Que vería muy a gusto una llamada también a gente joven, un fortalecimiento de los grupos, una articulación mayor entre ellos. Uníos los 24 grupos de Conferencias en Vizcaya con otros de iniciativas afines, con las parroquias y con la Iglesia territorial donde trabajáis. Procuraos una formación más profunda y más amplia, para que de modo actualizado podáis cumplir esa misión que hoy es actualísima.

Y por último (si todavía vuestra infinita, inagotable y bien probada paciencia tiene fuerzas para esperar), quisiera repetiros que inyectéis el carisma vicenciano en el cuerpo eclesial. Este quehacer es también vuestro. San Vicente de Paúl no pretendió sólo crear un grupo de gente que aten­diera a los pobres sino movilizar a la Iglesia para que se pusiera de cara a los pobres. Los que sois sucesores de su carisma vivís también esta misma función.

Vuestra misión, no es sólo ser testigos de un carisma eclesial nacido del Evangelio, sino de «transmitir el testigo» de este carisma al resto de la Iglesia. El carisma, no es para guardarlo en un arca, ni para vivirlo exclusivamente en un grupo específico de iniciados. Habéis de vivirlo, desde luego, intensivamente vosotros y vosotras. Pero así como a pesar de que existen órganos especializados en el cuerpo humano, todas las células del cuerpo cumplen las funciones vitales elementales (todas respiran, todas digieren), la Iglesia local entera tiene que participar en esta conciencia sencilla y acti­va de cercanía a los pobres, y vosotros sois los órganos espe­cializados que han de favorecer y facilitar esta toma de conciencia activa. Me parece que esta misión habéis de vivirla en estas tres dimensiones:

En primer lugar: siendo en Vizcaya, junto con otros grupos análogos, un órgano detector de las necesidades de «nuestros señores los pobres» y transmisor de esas necesi­dades a la Iglesia local entera y a sus pastores (que muchas veces, estamos enfrascados en tantos quehaceres dispares que corremos el riesgo de perder este norte evangélico fun­damental que es el servicio de los pobres). Tenéis que de­nunciar también eclesialmente situaciones en las que no se atiende a los pobres, presentar iniciativas, estimular a las parroquias a que creen y mejoren sus servicios, avisar y corregir sus deficiencias. Esto es ser sinceramente vicen­cianos.

En segundo lugar, tenéis que «transmitir el testigo», con­vocando a los jóvenes con la intención de que prenda en ellos el carisma vicenciano de Sacerdotes de la Misión e Hijas de la Caridad o de miembros de las Conferencias o de las Voluntarias de la Caridad.

Si hay una tarea que empalme con la sensibilidad de los jóvenes, es la vuestra. Tenéis un carisma que debidamente vivido y presentado es muy actual. Y si sabéis convocar con respeto y sin complejos, habrá jóvenes que se abran a él. Invitadles a convivir con vosotros o vosotras, reunidlos, ofrecedles espacio de formación y de diálogo, preocupaos por conectarlos con otros grupos comprometidos que haya cerca, trabajad con ellos, reuníos con los responsables de otros grupos, etc. Ofreced vuestro carisma, ofrecedlo. Nadie puede deciros que vais allí a «pescar», no; vais a ofrecer. Llamad también a todos los que atendéis en catecumenados, en estos tiempos en que nuestros jóvenes perciben tantas llamadas exasperadas o envilecedoras. Ellos tienen el dere­cho a que vosotros y vosotras tengáis el coraje de llamarles, no a un ideal exasperado, sino a un ideal sereno; no a un ideal envilecedor, sino a un ideal ennoblecedor; el seguimien­to de Jesucristo por el camino de Vicente de Paúl y de sus hijos e hijas.

Y a las organizaciones de laicos aquí existentes quiero deciros también: fomentad el modo renovado, adaptado y entroncado en la Iglesia local. El movimiento de las Confe­rencias de San Vicente de Paúl de tan rica historia eclesial, esclarecido por la figura de Federico Ozanam, el de las «Voluntarias de la Caridad», primera fundación de San Vi­cente, cuyo triple lema: «La gratuidad, la continuidad y la concreción», merece ser compartido por muchas mujeres de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia local en Vizcaya.

Esta es mi pobre, tan pobre como larga, alocución. Es más un homenaje a San Vicente de Paúl y a sus hijos e hijas que una verdadera contribución. El cariño con que la he preparado en mil ratos a veces entrecortados por miles de ocupaciones vale mucho más que el contenido. Vosotros sabréis como las abejas, extraer de ella lo que tenga algún valor.

  1. Aunque esta conferencia de Monseñor Juan María Uriarte (entonces obispo auxiliar en Vizcaya) va dirigida a la diócesis de Bilbao, donde se pronunció, estimamos que puede ser útil a otras diócesis de España. Esta es la razón de su publicación.

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