I.- LOS AÑOS JÓVENES
Antonio Federico Ozanam nace en Milán el 23 de abril de 1813. Momento en que Napoleón, encumbrado a la gloria, comienza —con el fracaso de la campaña de Rusia el año precedente— el doloroso camino de sus reveses y decadencia.
Su padre, Juan Antonio Ozanam, hombre de paso altivo, viejo húsar de Bonaparte, se establece en Milán, en aquella parte de Italia arrebatada a Austria y hecha francesa en 1800. Se había casado con una lionesa, María Nantas, hija de un negociante y, tras tantear sin éxito el mundo de los negocios, decide estudiar medicina y ejercer en Milán. Su bondad y su competencia le harán bien pronto indispensable.
En 1815, no obstante, después de la segunda abdicación de Napoleón y la vuelta de la Lombardía a Austria, Juan Antonio Ozanam se vuelve a vivir a Lyon donde le han ofrecido un puesto codiciado de médico del Hótel-Dieu. Se instalan en la calle Mayor Pizay, en esta hermosa ciudad, capital de la seda, en la confluencia del Ródano y Saona. Además del padre y la madre, la familia se compone de la dulce Elisa, de 14 años, de Alfonso, 11, en quien comienzan ya a despertarse aspiraciones al sacerdocio, y de Federico que acaba de cumplir los dos años. También vive en la casa María Cruziat, la criada «Guigui», recibida desde muy joven en el servicio del abuelo de Federico. Pasa ya de los cuarenta, y su prolongada vida le permitirá conocer a cuatro generaciones de Ozanam.
Federico, de constitución frágil y delicada, dio muestras muy temprano de disposiciones intelectuales notables. Su hermana Elisa, de doce años más que él, cuida de él enseñándole a escribir con solicitud maternal. Federico crece en esta atmósfera impregnada de afecto y serenidad.
Juan Antonio Ozanam se muestra como un padre tierno y firme a la vez. En medio de sus preocupaciones diarias, de su trabajo en el Hospital y de la visita a los enfermos, dedica siempre una atención especial a los hijos y les inculca el sentido del deber y de la caridad, junto con los más sólidos principios religiosos.
Se cuenta que el Dr. Ozanam dedicaba una tercera parte de su tiempo a los pobres. No sólo los recibía con la misma paciencia y la misma afabilidad que a los clientes pudientes, sino que no dudaba en subir pisos para prodigar cuidados y consuelos a los más necesitados.
María, su mujer, persona enérgica y generosa, visita también con asiduidad barrios pobres. Se dice que un día, cuando ambos pasaban de los cincuenta y la salud de María dejaba que desear, su marido le hizo tiernos reproches y llegó a desaconsejarle formalmente que volviera a subir esas escaleras estrechas e interminables propias de las viejas casas lionesas. «Y tú, con corazón tan cansado, ¿no deberías ceder el puesto a los jóvenes y dejar esas subidas diarias?» le respondió ella, deseando verle de una vez cuidarse un poco. Los dos adoptaron resoluciones serias de prudencia y obediencia.
Semanas después, cuál no sería la sorpresa del doctor al encontrarse con María en el descanso de la escalera de una buhardilla donde él acababa de visitar a un niño enfermo. Los dos se echaron a reír y bajaron los seis pisos de la mano.
Federico sentía un gran afecto y admiración hacia sus padres. Las cartas que les va a dirigir desde París reflejan estos sentimientos. Ellos se merecían bien este testimonio bien acrisolado por los golpes duros y los sucesos trágicos, como hijos de la Revolución. Juan Antonio, soldado de caballería ligera, había combatido con Napoleón en Italia. Había conocido todas las angustias de la guerra. María, después de pasar parte de su infancia en una bodega, había tenido que exiliarse con sus padres en Suiza, para escapar del Terror blanco. Los dos habían vivido cerca de la muerte y la anarquía. En este crisol se habían convertido en seres excepcionales, bien templados, llenos de fe e inclinados hacia los demás. Atravesarán duras pruebas y las sentirán en carne propia, ya que de los catorce hijos que tendrán, sólo sobrevivirán tres.
Federico tiene siete años cuando el tifus pone en peligro su vida. El doctor se inquieta y llama a sus colegas a consulta. El pronóstico es sombrío y escasas las esperanzas de salvarlo. María empieza una novena a San Francisco Régis, este jesuita del sur que consagró su vida a los pobres y desheredados. Procura colgarle una reliquia del santo en la bata de noche. Toda la familia reza intensamente.
Los días transcurren, y el pequeño enfermo, debilitado, se niega a comer, y la fiebre es tan alta que llega a delirar. Elisa y la madre no le dejan solo. Alfonso y el doctor las sustituyen; Guigui, al pie de la cama, se seca las lágrimas. Pero a los quince días, una mañana, Federico abre los ojos y pide cerveza. ¿Cerveza? ¡Sí, cerveza! La casa se ilumina, renace la esperanza. Todos le rodean, le lavan y avisan al doctor. ¡Se va a curar! ¡Se va a curar! Y todos, convencidos del milagro, se inclinan en una oración de acción de gracias.
La convalecencia es lenta, pero, después de una estancia en el campo, el niño recobra el color y vuelve a sus travesuras. Elisa no se separa de él y se dedica a recuperar el tiempo perdido. Le enseña el catecismo y a aprender decenas de poemas. A veces se encoleriza y patalea como todos los niños de su edad, pero eso no ocurre sin que su delicadeza le empuje a escribir espontáneamente papelitos a su padre y a su madre para excusarse por haber sido «chillón».
Sensible fue de joven, y lo será siempre. Pronto le llegará una prueba fuerte cuando, a los seis meses de su enfermedad, una meningitis fatal vendrá a arrancarle a su hermana mayor, a su segunda madre, ¡a su querida Elisa!
Podernos imaginarnos el dolor y el vacío que esta muerte casi repentina produjo en la familia. El Señor les quita a Juan Antonio y a María lo más preciado que les había dado, a su única hija. Una vez más su intensa fe les dará ánimos para aceptar semejante sacrificio; sólo el tiempo con sus esperanzas y renovaciones contribuirá a sanar el daño.
La dimensión espiritual de los acontecimientos no le alcanza, sin embargo, aunque le hayan hablado del más allá, y le hayan «explicado» lo inexplicable… El dolor le invade, como si algo dentro de él se hubiera roto.
Sus padres y su hermano, a la vez para distraerle y para prepararle para estudios más serios, le inician en el latín.
Más tarde en una carta a su amigo Materne, fechada el 5 de junio de 1830, Federico cuenta:
…seis meses después de mi enfermedad, murió mi hermana, mi querida hermanita. Yo participé en el dolor común. ¡Cómo sufrí! Aprendí el latín y adquirí malicia. Nunca he sido tan malo como a los ocho años. Pero allí estaba mi buen padre, mi buena madre y un hermano para continuar mi educación. Por entonces no tenía ningún amigo fuera de casa… Me había vuelto colérico, cabezón, desobediente; me castigaban, me encrespaba ante el castigo, escribía cartas a mamá para quejarme. Era perezoso y glotón en grado sumo. Y es el momento en que empezaron a ocurrírseme toda clase de ideas feas que yo trataba de rechazar en vano. Ése era yo cuando entraba en el colegio a los nueve años y medio.
Se verá, por este retrato retrospectivo que Federico entrega a su compañero, que se trata de un chico apartado muy temprano de la atención y del amor de que Elisa le había rodeado. Ni la redoblada ternura de su madre ni el tiempo que dedicaba el padre a su segundo hijo pudieron llenar aquel espantoso vacío. Además, un recién nacido acababa de sumarse a la familia, Carlos, y Federico, al perder el lugar de benjamín, tenía la impresión de haberse quedado sin ningún privilegio.
Cuando Federico llega al Colegio Real de Lyon, en 1822, el reinado de Luis XVIII, sucesor de Napoleón, se acerca a su fin. Las dificultades de la implantación de la Carta constitucional, el fracaso de una política de reconciliación entre realistas y republicanos desgarran a esta Francia que. cansada ya, irá en busca de ideas más liberales como evasión. Con Chateaubriand, Lamartine, Montalembert, entramos en pleno romanticismo. Más tarde, por su pensamiento. por su estilo y sus puntos de vista, él mismo se inscribirá en la línea de los que sueñan con «una reforma libre, progresiva y cristiana de la sociedad».
Madeleine Des Riviéres
EDITORIAL CEME
SALAMANCA 1997