Los años que van de finales de 1633 a comienzos de 1640 caminan con Luisa de Marillac hacia la consolidación de lo que será desde ahora su Cofradía de la Caridad. En estos años, quedó de hecho constituida la Compañía de las Hijas de la Caridad, y, precisando más, se puede concluir que desde mayo de 1636 se realizó un cambio determinante de forma.
Durante seis años largos, Luisa de Marillac continuó siendo la colaboradora de Vicente de Paúl en lo referente a las Caridades. La agrupación reciente de las jóvenes en una Caridad específica modificó ciertamente su vida, pero no mucho. Ante todo, le dio más ocupación. Siguió trabajando con ellas como antes de agruparlas, aunque el trabajo de formación se intensificó al aumentar el número de muchachas que ingresaban en el grupo.
A petición de su director, siguió saliendo por los pueblos para visitar y estimular a las señoras. Visitó los pueblos Grigny, Villeneuve-St-Georges, Montmorency, Gournay, Bulles,… Todos cercanos a París. En la correspondencia entre Vicente de Paúl y Luisa, las Caridades se convirtieron en un eje alrededor del que giraban las relaciones con las señoras aristócratas. También, a las Hijas de la Caridad, que cada vez aparecen más frecuentemente, se las nombra en función de las Caridades. La persona de Santa Luisa y su vida llega a dominar algunas cartas ante el problema tan transcendental como es la vocación sacerdotal.
De todas las visitas que hizo Luisa en estos años, dos aportan datos señalados para conocer mejor su personalidad: Beauvais y Liancourt.
Beauvais
Hacia mayo de 1634, Vicente de Paúl tuvo que ir a Beauvais y antes de salir escribió a Luisa: «Usted sería más útil en Beauvais que yo, y a las señoras de la Caridad les daré esperanza de que usted irá allá, pues yo no tengo intención de reunirlas» (c.231).
Al año siguiente, Luisa marchó a Beauvais. Las dificultades para poner orden en las Caridades de la ciudad eran grandes. Las Caridades de Beauvais habían sido fundadas en 1629 pero llevaban seis años sin reglamento y había que redactarlo. Luisa estuvo inspirada y superó las dificultades hasta el punto de ser felicitada por el director: «Bendito sea Dios por haberlo encaminado tan felizmente» (c.201).
En la memoria que envió al santo desde Beauvais sobre la situación real de las Caridades, la dirección que deberían llevar y los puntos de los reglamentos que se deberían incluir o suprimir, se nos presenta una mujer hábil e inteligente que penetra bien en la sicología de las personas tal como son en concreto y en las clases sociales de aquel siglo. Propone que a los párrocos se les debe comunicar las cosas y se les debe dar un papel relevante en la Cofradía, pero sin hacer «depender toda la Compañía del señor párroco». Era una decisión inteligente ya que la experiencia le decía que cuando un párroco dirige una Cofradía peligra la transparencia y tiende a que nadie sepa «lo que ocurre» en ella. Como también era atinado admitir que los hombres, supuesta la situación jurídica de la mujer, eran necesarios para «ejecutar los legados», pero sabía también que las señoras de clase nunca permitirían que los hombres administraran el dinero. Lo obstaculizaban el amor propio y el sentido de protagonismo que tenían las señoras de condición; imposible saltarse la escala social. Por ello, para Luisa, «bastaría uno solo para todas» las cofradías de la ciudad (c.5).
Liancourt
En el mismo año de 1635, se preparó la fundación de la Caridad en Liancourt. La fundación presentó una nueva visión de las Caridades y hasta puso en juego su naturaleza tal como la concibió Vicente de Paúl. Según él, lo peculiar de estas cofradías de caridad era el servicio personal de las señoras en las mismas casas de los enfermos pobres. La ayuda material, el servicio sanitario y el socorro espiritual constituían el fundamento y la razón de su existencia, pero tan sólo si se hacía con la presencia personal de la señora y en la misma casa de los pobres enfermos. A pesar de todo, la marquesa de Liancourtl, señora de la Villa, pretendía crear una casa-hospital donde se recogiera a los enfermos pobres. San Vicente temió que este nuevo sistema destruyera la esencia de las visitas a domicilio.
No se puede asegurar que su pensamiento evolucionara y los hospitales que rechazó en 1635, los aceptase en 1639. Es cierto que en 1639, aceptó el Gran Hospital de Angers, pero fue para las Hijas de la Caridad que entregaban su vida y todo su tiempo a cualquier clase de pobre, mientras que en 1635 se oponía a la casa-hospital de Liancourt, pero para las señoras de la Caridad que sólo daban a los pobres enfermos unas horas del día a eso, a visitar a los pobres personalmente en sus viviendas. No podían contentarse con una fría ayuda económica mientras que otras personas les daban su presencia humana (c.204, 205). Luisa de Marillac se identificaba con la mentalidad de su director, pero conocía al detalle a la señora de Liancourt; era su amiga. Sabía que de una manera o de otra llevaría adelante su proyecto. Luisa había vivido varios años en el palacio de unos nobles y tenía como incuestionable que nada hay menos flexible que las decisiones de los poderosos, y, aunque la señora de Liancourt estaba en camino de ser una devota, era una devota noble. Por otra parte, le decía la vida, que es más cómodo y halagador establecer un hospital que reavivar una cofradía. Luisa tampoco podía desechar la utilidad que la marquesa encontraba en una casa donde acoger enfermos pobres.
Luisa de Marillac intentó sacar el mayor provecho posible de esta realidad sin violentar el reglamento general de las Caridades, en el que consta la existencia de dos guardianas de los pobres para velar y cuidar a los moribundos y enfermos graves. Pues bien, en Liancourt lo harán recogiéndolos en la casa-hospital, vivirán allí y en ella prepararán los medicamentos y los distribuirán a los enfermos en sus casas tanto de la ciudad como de los pueblos vecinos: La Bruyére, Cauffry y Rantigny. Tomarán como una obligación «visitar a dichos enfermos al menos dos veces por semana». A las señoras, no se les dispensa de visitar a los enfermos personalmente, igual que en otras Caridades (c.5).
Papel de Vicente de Paúl y de Luisa de Marillac
Las Caridades habían resultado eficaces contra la deshumanización de los pobres, pero día a día absorbían gran parte de la vitalidad de los dos santos. Las Caridades los necesitaban por igual, aunque de forma diversa. Vicente de Paúl tenía ideas claras sobre lo que debían ser las Caridades que él había fundado, sobre los objetivos que se proponían realizar y sobre los medios a emplear. Eran ideas que abarcaban las Caridades en amplitud, ideas que contemplaban la obra caritativa en general. Luisa de Marillac iba más a lo concreto, a las situaciones prácticas de cada Caridad en cada lugar y de cada día, con todos sus problemas. Examinaba los detalles de la vida de piedad, las necesidades de las guardianas, la forma de llevar los registros de las oficialas, la inscripción de los enfermos y los libros de cuentas, cuándo y dónde se harían las colectas para que fueran más abundantes, cuántas cerraduras debía tener el cofre del dinero y quiénes guardarían las llaves, etc. (c.5).
Todo esto, parecen minuciosidades, pero no se debe olvidar que las mujeres son detallistas y que las aristócratas tenían muy metidas en su dignidad las fórmulas sociales; sin olvidar tampoco que en los comienzos de una obra es necesario afianzar los cimientos.
Vicente, año tras año, descubría nuevos valores en la señorita Le Gras y de ser una sencilla colaboradora la destinó de repente a desempeñar una función igual a la suya. Por las cartas, se ve que Vicente no tiene secretos para ella en todo lo relacionado con las Caridades. No es sólo su ayudante; deposita en ella un trabajo igual al suyo y la coloca con tanta responsabilidad como la que él asume. A veces, parece como si descargara en Luisa una parte considerable del peso de la obra:
«Yo iré a esbozar lo que más tarde podrá acabar usted».
«Le mego a usted que aclare este punto».
«Apruebo lo que me dice de erigir la Cofradía y de acomodarla al estado de las demás de la diócesis».
«Usted verá quién puede hacerlo con menos dificultades».
«Aguardaré hasta que usted esté aquí para trabajar en este asunto».
«Le agradezco el parecer que ha querido darme sobre el estado de la Caridad de Beauvais».
«Piense, por favor, lo que hay que hacer y dígame su manera de pensar sobre ello» (I, c.174, 187, 201, 202,211).
Sin embargo, Luisa nunca aceptó colocarse al mismo rango que su director. Él lo sabía y sabía también que Luisa nunca emprendería nada independiente de él ni siquiera sin que él lo supiera.
Las Caridades nobles de París
Los pobres de los pueblos necesitaban las Caridades porque su vida deshumanizada les oprimía sin esperanza. La mayoría de los habitantes de los pueblos eran unos pobres en potencia, o mejor, los pobres del futuro próximo. Pero también las Caridades eran indispensables para los pobres de la ciudad. Poco a poco, se crearon en todas las parroquias de París y gracias a estas Caridades las señoras separaron el ropaje y penetraron en el alma de Luisa, descubriendo a una mujer exquisita y extraordinaria. Todas estas señoras, nobles y burguesas, muchas con acceso a la corte, cada día que pasaba, necesitaban los consejos de Luisa, su empuje y también a sus hijas.
La requerían para que pusiese orden en la Caridad de Quinze-Vingts y hablase durante varios días a las señoras de la junta; la señora de Beaufort solicitaba su presencia para fundar la Caridad en San Esteban y para que luego asistiera a las reuniones; Vicente, cargado de trabajo, le pedía que atendiera a la tesorera de San Bartolomé, «buena sierva de Dios y digna de cualquier empleo para la gloria de Dios» (I, c.184). De una manera decisiva, tres Caridades influyeron en la amistad de Luisa con las señoras de condición: el Gran Hospital de París, Saint-Germain-en-Laye y Richelieu.
El Gran Hospital (Hótel-Dieu) de París
La Caridad que se fundó en marzo de 1634, en el Gran Hospital de París sobrepasa la historia de la beneficencia y las biografías de San Vicente y de Santa Luisa para entrar en la historia de la acción social francesa. A ella, dedicaron los dos santos muchos momentos preciosos de su vida y de ella recibieron en compensación días llenos de emoción y felicidad, pero también les ocasionó semanas y hasta meses de preocupación laboriosa.
La categoría de las señoras que dieron su nombre y las obras que emprendieron, elevaron el prestigio de las Caridades. A la Caridad del Gran Hospital, pertenecieron princesas de sangre, duquesas, marquesas y señoras de la nobleza y de la burguesía más alta: Condé, Schomberg, Nemours, Aiguillon, Venthadour, Liancourt, Beaufort, Brienne, Fouquet, Séguier, Herse, Viole, Goussault, Polaillon, etc. Las obras que emprendieron han pasado a la historia por su embergadura tanto económica como de organización: Niños abandonados, galeotes, fugitivos de la guerra, regiones devastadas, etc. además de las ayudas al Gran Hospital.
Antes de pasar adelante, es conveniente conocer el Gran Hospital que dio el nombre a esta singular Caridad.
Hasta el Renacimiento, la asistencia pública, incluida la sanitaria, estaba asumida y organizada por la Iglesia. Pero desde el siglo XVI, una variedad de sucesos trasladan al poder civil no sólo los hospitales sino también la concepción misma de toda la asistencia pública, como una obligación y una necesidad de pasar a las manos del Estado. Por los años de la fundación de las Hijas de la Caridad, estas ideas se habían hecho realidad debido a muchas causas entrelazadas unas con malicia y otras involuntariamente.
Entre todas las razones, una de las más determinantes fue la doctrina sobre el Estado. En el siglo XVI, desapareció el feudalismo medieval de los nobles y apareció el absolutismo de los reyes. Se esparcieron las ideas políticas de la preponderancia del Estado identificado con el rey. La razón de estado es la razón para todo y la define el rey. El rey-estado tiene que amparar a todos los súbditos, especialmente a los necesitados. Su acción debe extenderse a todos los ámbitos de la nación, incluidos el sanitario y la beneficencia.
Sin que el pensamiento político influyera en la génesis de los hechos, la realidad es que la situación desastrosa de los hospitales aceleró la cesión de los hospitales al Estado. Por causa de la guerra de los Cien Años y luego de las Guerras de Religión, los hospitales quedaron en un estado lastimoso. Muchos desaparecieron, otros quedaron medio derruidos y la mayoría sin bienes suficientes para recibir enfermos. Los obispos carecían de dinero para reconstruirlos, repararlos o sencillamente para sostenerlos; y así, fueron cayendo en manos de los gobiernos civiles de la localidad. El comienzo fue la creación del cargo de «Capellán real». Por medio de él, el rey se apoderó de la administración y dirección de muchos hospitales. Por un edicto real de 1561, se pretendió que la gestión temporal de todos los hospitales del reino fuera confiada a la autoridad municipal. Hay que resaltar, como el final de la transformación, que desde Enrique IV todos los hospitales que se construyeron fueron civiles. A la Iglesia, sólo, se le reservó la asistencia espiritual de los enfermos y empleados.
El Gran Hospital (Hótel-Dieu) de París3 dependía del cabildo de la catedral que nombraba un delegado para que lo administrase. Entre el mucho personal que atendía al hospital, resaltan de cinco a diez religiosos, de tres a cinco capellanes y de un centenar de religiosas. Cada cama del hospital acogía a tres enfermos por lo general.
Durante la Edad Medía, el funcionamiento del Gran Hospital había sido intachable tanto en el servicio material como en el espiritual. Este hospital fue el orgullo de París y el modelo para todos los hospitales de Francia. Pero en la segunda mitad del siglo XV, se derrumbó el admirado funcionamiento. La autoridad del cabildo era despreciada, los religiosos se ausentaban sin permiso, se daba mal de comer y se descuidaba el servicio a los enfermos, las religiosas se insultaban públicamente y, peor aún, se murmuraba que los religiosos y las religiosas tenían coloquios familiares. De todo, se culpó al cabildo.
Cansados de tanta resistencia, apremiados por el Parlamento y criticados por todos, los canónigos cedieron a la municipalidad de París la gestión administrativa del hospital el 4 de abril de 1505. La municipalidad, con la colaboración del Parlamento, se entregó a la reforma del Gran Hospital: no se admitieron nuevos religiosos, dejando que desaparecieran los cinco que quedaban, las religiosas fueron asimiladas a los canónigos reformados de San Agustín, convirtiéndolas en agustinas con estatutos nuevos, y se dio la dirección a un religioso de la Abadía de San Víctor.
En el siglo XVII, se consolidaron los pabellones que amenazaban ruina y se construyeron nuevas salas. Las obras ampliaron el número de camas con cabida para novecientos enfermos. Hacia 1633, las religiosas, sacrificadas sin reserva, no podían atender a tantos enfermos. Por entonces, un grupo de señoras ricas se ofrecieron a ayudar a las religiosas visitando a los enfermos, llevándoles dulces y cuidando de su vida religiosa. Algunas de estas señoras, que pertenecían a las Caridades, tenían buena voluntad, pero su colaboración era más de ruido que de efectividad y a veces hasta inoportuna.
A una de estas señoras, Genoveva Goussault, se le ocurrió la idea de agruparlas en una Caridad. Insistió ante Vicente de Paúl y ante el arzobispo. Como siempre, Vicente reflexionó y dejó pasar el tiempo hasta que la Providencia le indicase el momento. Finalmente, la señora Goussault logró que en marzo de 1634 Vicente de Paúl fundara la Caridad del Gran Hospital de París. Fue tan sólo unos meses después de la fundación de las Hijas de la Caridad y, como ésta, fue una Caridad un tanto especial. Conviene resaltar tres aspectos:
El primer aspecto acaso sea el más específico ya que rompe con la mentalidad parroquial y diocesana de Vicente: esta nueva Caridad no estaba centrada en la parroquia sino en el Gran Hospital, ni su director era un párroco, sino el mismo Vicente de Paúl o un misionero paúl delegado por él.
El segundo aspecto es el más llamativo e impresionante: a esta Caridad, podían pertenecer todas las señoras de alta condición fuera cual fuera la parroquia en la que residía y aunque tuviera su palacio-vivienda fuera de París. De hecho, a ella pertenecieron las señoras de la aristocracia de título y de dinero. Tampoco sus obras se reducen al ámbito parroquial, son supraparroquiales. Cierto, su labor principal comenzó y continuó con los enfermos del Gran Hospital, pero pronto ampliaron la visión de la pobreza, y aportaron su dinero para remediar cualquier clase de pobreza que les indicara Vicente de Paúl: niños abandonados, presos, ancianos, regiones devastadas por la guerra,…
Hay que tener en cuenta que, no obstante, el objetivo es idéntico al de todas las Caridades: «La cofradía de la Caridad ha sido instituida para honrar a nuestro Señor Jesucristo, patrono de la misma, y a su santa Madre, y para asistir a los pobres enfermos de los lugares donde está establecida, corporal y espiritualmente, administrándoles su bebida y comida y los medicamentos necesarios durante el tiempo de su enfermedad, y espiritualmente, haciendo que les administren los sacramentos de la penitencia, la eucaristía y la extrema unción, y procurando que los que mueran salgan de este mundo en buen estado y que los que curen, tomen la resolución de vivir bien en adelante».
San Vicente describe las visitas de las Damas un poco idílicamente: «Hacen la visita todos los días y asisten, de cuatro en cuatro, a ochocientos o novecientos pobres o enfermos, con helados, carnes, consomés, confituras y otras clases de dulces, además del alimento ordinario que les proporciona la casa».
Las relaciones entre las damas y las religiosas fueron pacíficas y hasta cordiales. No se puede establecer como causa o raíz de tal armonía la persona de Vicente, pero humanamente hablando, fue una casualidad que al frente de las religiosas estuviera Genoveva Bouquet, que había conocido a Vicente de Paúl en el palacio de la reina Margarita de Valois, la desechada esposa de Enrique IV, donde trabajaba Genoveva cuando Vicente era uno de sus capellanes. Genoveva había entrado en las religiosas del Gran Hospital poco después de abandonar Vicente el palacio de la reina Margot.
La Caridad impresionó a todo París. A los cuatro meses, alrededor de cien señoras de la alta sociedad habían dado su nombre. Esta Caridad también necesitaba jóvenes que hicieran los trabajos burdos, pero por su categoría y por haber sido creada pocos meses después de las Hijas de la Caridad, las damas pensaron que las pobres aldeanas no tenían compostura suficiente como para servir al lado de tales señoras: «se creía que algunas de las jóvenes que se habían presentado de la ciudad serían más indicadas para representar a las damas en su ausencia». A las pocas semanas, cambiaron de parecer y llamaron a las jóvenes de la señorita Le Gras. Comprendieron que las muchachas sencillas de la cofradía servían a los pobres por vocación y con una preparación apropiada para el servicio, mientras que las jóvenes de la ciudad lo hacían por dinero. Tanto Luisa como Vicente se preocuparon de no fracasar y escogieron a las mejores de sus campesinas. Al frente del pequeño grupo, se puso la misma Luisa para dirigirlas en el primer encargo de envergadura que se les había confiado. Éste era el parecer del director, como también lo era que en su ausencia pusiera a Hermanas apreciadas por su valer: María Joly, Pelletíer o Turgis
Sobre Luisa recayó un trabajo físico y sicológico agotador de tal manera que preocupó a Vicente el estado de su salud: «Señorita, qué pena tengo al verla tanto tiempo sin ir a tomar el aire y en ese trabajo continuo que hace usted en el Gran Hospital». Sin embargo, a ella le parecía poco e, inquieta, dudaba si no perdía el tiempo con tanto ir y venir desde el barrio de San Víctor hasta el hospital, al lado de la catedral. Parece como si Luisa pensara quedarse definitivamente trabajando en el hospital. Vicente, por el contrario, tenía ideas más ambiciosas para ella. Trabajar únicamente en el hospital sería destruir el carisma que ya se manifestaba en aquella maravillosa mujer. La misión que soñaba Vicente para ella era la de dirigir la nueva cofradía de las Hijas de la Caridad. Como era costumbre en él, le ordenó que se sometiera a la voluntad de su Majestad. Las damas habían propuesto una solución intermedia: dirigir la nueva Compañía, pero viviendo cerca del hospital. La valoraban demasiado para dejarla marchar. Cuando las cosas iban mal en el Gran Hospital, allá la enviaba Vicente de Paúl «a pasar dos o tres días» y a poner en orden las cosas (c.231, 207, 171, 325).
Saint-Germain-en-Laye era más un palacio que una fortaleza. En él, residía la corte gran parte del año y detrás de sus muros se refugiaba en tiempos de revuelta. En sus habitaciones, nacieron Enrique II, Carlos IX, la reina Margot y Luis XIV. En su capilla, se casó María Stuardo y en el palacio, vivió diez años. Y allá fue San Vicente de Paúl a confortar a Luis XIII agonizante en 1643. Aquí, también se fundó en 1638 una Caridad para las señoras de la corte. Su presidenta fue la señora Chaumont, Dama de Honor de la Reina, y se inscribieron «la modista y las doncellas de la Reina». De tanta importancia le pareció a Vicente, que intentó que fuera Luisa personalmente a instalar allí la pequeña comunidad de Hijas de la Caridad que se requería para ayudar a las señoras, pero no pudiendo, escogió cuidadosamente a dos Hermanas, una de ellas Sor Bárbara Angiboust. Pasados unos meses, la señora de Chaumont pidió que la señorita Le Gras y la señora Goussault fueran a visitar la Caridad. La visita de Luisa duró una semana.
Richelieu era la ciudad del poderoso ministro Cardenal de Richelieu y de su sobrina la duquesa de Aiguillon. Cuando Armando Juan du Plessis-Richelieu era un personaje atacado por la corte, el 7 de diciembre de 1620, el consejo del rey mandó sacar a pública subasta las tierras, el señorío y el castillo de Richelieu para pagar las deudas de su difunto padre. Pero unos meses más tarde, el 15 de febrero de 1621, Richelieu-Lugon logró rescatarlos de sus deudos. Cuando el cardenal dominaba la política francesa y todos lo temían, en 1631, el rey Luis XIII elevó el señorío de Richelieu a ducado. Richelieu, afianzado en el poder, construyó un palacio-castillo embellecido con jardines y una ciudad amurallada y geométrica en la distribución de las calles.
En otoño de 1638, se fundó en la nueva ciudad una Caridad y pidieron Hermanas. ¡Aquellas pobres aldeanas de la señorita Le Gras penetraban sin buscarlo en los estamentos apetecidos por muchas congregaciones! Luisa escogió detenidamente las dos Hermanas que pedían: Sor Bárbara Angiboust de nuevo y Sor Luisa Ganset. Fue la primera comunidad de Hijas de la Caridad alejada de París, pero a su lado había otra comunidad de padres paúles y esto tranquilizaba a Luisa.
Luisa de Marillac, una señora
Dedicada a las Caridades, Luisa conoció a muchas señoras de categoría relevante por su fortuna o por sus títulos. En sus frecuentes encuentros, esta mujer de categoría inferior, sin título alguno, perteneciente a las capas bajas de la burguesía, fue escalando puestos en la estima y en el prestigio hasta ser aceptada por la nobleza a unas relaciones de igualdad. Las señoras de la corte la acogían y la trataban como a una amiga. Las señoras Goussault y Lamoignon, presidentas sucesivas de la Caridad del Gran Hospital, resolvían con Luisa, y no extraña, asuntos de la cofradía, pero impresiona que la interesasen en asuntos de familia, como en la boda de la hija de la señora Goussault. Luisa se ganó la confianza para pedirles prestada la carroza o para hablarles con tranquilidad. No se piense que fueron únicamente señoras entregadas a la vida de Dios o a la caridad, como Polaillon o Lamoignon —madre e hija—, fueron también aristócratas de la sociedad, como la duquesa de Aiguillon y de Liancourt. Durante muchos años, ésta la invitó como amiga a descansar en su lujoso palacio. En cierta ocasión en que la duquesa estaba enferma, Luisa se ofreció para cuidarla, y ella exclamó: «¡Oh, Dios mío! ¡Eso sí que la acabaría de pintar!» (I, c.358).
Vicente de Paúl sentía a Luisa como una parte de su vida; es natural entonces que se emocionara cuando escuchaba que las señoras la elogiaban, y no sentía recato en comunicárselo. Lo consideraba un soporte animoso a su trabajo y un contrapeso a la soledad familiar. La correspondencia de San Vicente está salpicada de frases cariñosas: «Cómo me alegraría que nuestro Señor le hiciera ver… el cariño que le tienen las oficialas de la Caridad del Gran Hospital». «Todas se interesan por usted». En la reunión de las Damas, «puede imaginarse que no nos olvidamos de usted». «Cuánta necesidad tenemos de que venga usted». «La esperamos todos con el cariño que sabe nuestro Señor». Y un día la corrigió cordialmente de parte de las damas: «La señora del guardasellos me insistía en que usted no se alimenta lo suficiente».
Cada día, las relaciones entre Santa Luisa y las damas se hacían más íntimas, la conocían mejor y la estimaban más profundamente. Vicente de Paúl, si no lo estaba desde hacía años, llegó a convencerse de la importancia de su hija espiritual. Por encima de los valores humanos, las señoras tenían otra razón más atrayente para aquella época: su santidad. Las señoras que seguían a San Vicente eran mujeres preocupadas por vivir una vida devota, como la llamaba San Francisco de Sales. Buscar la perfección era para ellas una inquietud diaria, y Luisa de Marillac era una santa sincera. Algunas señoras acudían a casa de Luisa a hacer los Ejercicios y se dejaban ayudar por ella.
No sería honrado negar otro motivo singular que favoreció el aprecio en que la tenían las señoras: era la predilección que sentía Vicente por su colaboradora. Los biógrafos reconocen en San Vicente de Paúl dotes excepcionales para comprender la sicología femenina, manifestándose como un gran director espiritual. Sabía dar a las mujeres el trato humano que requería cada momento. La señoras admiraron de tal manera a aquel sacerdote que lo consideraron como el verdadero guía y aun como un líder del movimiento femenino de caridad. Estaban cautivadas por el trato delicado y por la dirección espiritual apropiada que daba a cada persona. Las señoras de las Caridades quedaron sorprendidas ante aquel hombre emprendedor, dinámico, incansable y con un talento organizador agudo. Pero es que además, lo veían como un santo sincero y totalmente sacrificado por los pobres. Lo aceptaron, lo admiraron y lo obedecieron.
Al lado de este santo hombre, ayudando también desinteresadamente a los pobres, aparece una santa mujer dotada de maravillosas cualidades humanas y espirituales. Aunque de rango social inferior, tenía una formación humanística superior a muchas de ellas. La consideraban como la dirigida singular de San Vicente, la persona de confianza y la colaborada imprescindible. Poco a poco, la aceptan como la aliada del señor Vicente y como el canal más seguro y directo para llegar a él.
Si no para darle categoría, sí para intimar, no se puede olvidar que Luisa era la formadora y la directora de la nueva Caridad de solteras y viudas, creada exclusivamente para ayudar a las Caridades de señoras en las labores más molestas y serviles, y las damas necesitaban a estas jóvenes que dependían únicamente de Luisa de Marillac y de Vicente de Paúl.
Se conservan varias cartas a Luisa de parte de Lamoignon, de la duquesa de Aiguillon, de la marquesa de Conches, de la señorita de Anse, dama de honor de la reina Ana de Austria (D 869, 838, 743,7 99). La duquesa de Liancourt la trata de amiga y le escribe que no tiene «mayor alegría que la de conversar con usted».