La Madre Seton

Francisco Javier Fernández ChentoIsabel Ana Bayley SetonLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Anónimo · Año publicación original: 2012 · Fuente: Anales españoles.
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La primera beata de nacionalidad norteamericana ha sido pro­clamada en la basílica de San Pedro en el curso de una ceremonia a la cual asistieron los Cardenales Francis Spellmnan, Arzobispo de Nueva York, y Joseph Elmer Ritter, Arzobispo de San Luis, así como otros Obispos norteamericanos y una importante y numerosa pere­grinación de los Estados Unidos. Entre estos peregrinos se encontraba la señorita Ann Therese O’Neill, quien contando quince años de edad cayó enferma de leucemia y fue curada milagrosamente mediante la intercesión de la Madre Seton, desde hoy nueva beata de la Iglesia.

Acompañado por Mons. Enrico Dante, secretario de la Congrega­ción de Ritos, el postulador de la causa de beatificación se dirigió hacia el Cardenal prefecto de la misma para solicitar la lectura del breve pontificio, en el que se reconoce que Elizabeth Ann Bailey, la Madre Seton, puede ser considerada como bienaventurada. El Car­denal Larraona contestó en latín, diciendo que hacía falta obtener la autorización del Cardenal Paolo Marella, arcipreste de la basíli­ca. Después de haber recibido el consentimiento de este Prelado e] postulador se retiró, y acto seguido uno de los canónigos de San Pe­dro dio lectura, en latín, al documento pontificio de beatificación, en el que se incluye una biografía y las virtudes y milagros debidos a la Madre Seton.

En este momento de la lectura, la gran basílica, que estaba su­mida en una casi total oscuridad, se iluminó al encenderse todas las lámparas de la basílica, mientras las grandes vidrieras en las que está representado el Espíritu Santo eran descubiertas. Al mismo tiem­po, todas las campanas de San Pedro hacían sonar sus repiques de alegría.

La basílica aparecía especialmente decorada con tapices rojos y oro, y un gran retrato de la Madre Seton aparecía colgado sobre el altar mayor y asimismo en el exterior de la iglesia.

Después de la lectura del breve pontificio de beatificación se can­tó un solemne tedéum de gracias r a continuación se celebró la misa solemne.

La nueva beata, Elizabeth Ann, nació en el seno de una familia protestante en Nueva York el 28 de agosto de 1774 y falleció en Em­mitsburg (Maryland), el 4 de enero de 1821. En 1793 contrajo matri­monio con William Seton, protestante, y el matrimonio tuvo cinco hijos.

Mister Seton, importante hombre de negocios navieros, y su espo­sa vivieron en el barrio de Manhattan. La salud del señor Seton se resintió y el matrimonio decidió emprender un viaje a Europa a vi­sitar a dos amigos que tenían en Liorna (Italia). Al llegar el marido, que padecía tuberculosis, empeoró, y una semana después fallecía el 27 de diciembre de 1803.

A los treinta años de edad, ya viuda, Elizabeth Ann comenzó a mostrar interés por la Iglesia católica, y al volver unos meses des­pués a su país se convirtió y abrió una pequeña escuela en Nueva York, que hubo de cerrar pronto por falta de medios económicos. Por invitación del rector del Colegio de Santa María, en Baltimore, Elizabeth Ann se trasladó a esta ciudad, y ya con pleno éxito abrió una escuela, que poco más tarde se transformaría en el centro de la Comunidad religiosa que ella fundó bajo el nombre de Hermanas de la Caridad de San José. Andando el tiempo, el instituto adoptó las normas de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl.

Elegida por primera vez Superiora general en 1812, la Madre Se- ton multiplicó sus trabajos e iniciativas y abrió escuelas y orfelina­tos en Nueva York y Filadelfia. Finalmente, después de un período de intensa actividad y tras breve enfermedad, la Madre Seton en­tregó su alma a Dios el 4 de enero, de 1821.

El P. Francisco Antonelli, que llevó a cabo extensos trabajos en Estados Unidos y Canadá para investigar la causa de beatificación, dice que su documentación oficial demuestra que la Madre Seton tenía una inteligencia viva y despierta, un temperamento abierto y franco y una exquisita sensibilidad para el bien, y asimismo una verdadera belleza física, no afectada por la vanidad».

Enseñanzas de un alma heroica

Discurso del Papa en la beatificación de Isabel Ana Bayley Seton: «Venerables hermanos, queridos hijos: El trozo evangélico de la dominica de hoy, tercera de cuaresma, nos trae el eco suave y consolador de la palabra del Salvador Divino: «Bienaventurados los que oyen la palabras de Dios y a guardan» (Luc., 11, 28). Esta bien­aventuranza resume la esencia de toda la vida cristiana, armonía de fe y de obras, de pensamiento y de acción, que a partir de la semi­lla sembrada en el bautismo marcha en pleno desarrollo hacia los esplendores de la vida eterna.

Esta tarde le place al humilde Vicario de Cristo aplicar esas pa­labras a quien la Iglesia venera desde hoy en la gloria de los bea­tos: Isabel. Ana Bayley Seton. Verdaderamente bienaventurada, por­que oyó la voz de Dios y la puso en práctica.

El Señor nos ha concedido gozar un nuevo rayo de la divina Pro­videncia, y al elevar el himno de acción de gracias con las notas del tedéum, nuestro ánimo se llena de emocionada gratitud. Siempre ad­mirable en sus santos (ps. 67-36), Dios enciende en la humanidad que peregrina hacia el cielo rayos de un nuevo esplendor.

El pensamiento gusta detenerse en la mansa y fuerte figura de la beata, propuesta como universal ejemplo de heroica virtud, para adoptar luces de enseñanza, de aliento y de buenas inspiraciones.

Isabel Seton es la primera flor–oficialmente reconocida—de san­tidad que los Estados Unidos de América ofrecen al mundo’. Hija auténtica de aquella nación, vivió desde 1774 a 1821, justamente cuando la joven República acababa de afianzarse en el concierto de las naciones, para dar prueba de sus inagotables posibilidades en todos los campos. Además, en aquellos años se constituía la jerar­quía católica, y sobre la sólida roca de la fe cristiana se ponían las bases seguras de un maravilloso desarrollo de las obras católicas, como hoy aparece con toda su eficacia.

El primer pensamiento de especial aliento va dirigido, pues, a la tierra de origen de la nueva beata. En los Estados Unidos a los hé­roes de las más nobles empresas humanas se les dedican en vida y en muerte aclamaciones y simpatías. Nos place reconocer que no menos atención, respecto y amor se les dedica a los hombres y a las mujeres que se han entregado a Cristo, a su Evangelio, a la activi­dad de una existencia exquisitamente evangélica, y también a las más rígida disciplina ascética, con el creciente florecimiento de las ordenes contemplativas.

Sus ciudadanos han surcado los mares y los cielos, han realiza­do empresas excelentes, han dado amplia hospitalidad de tiempo en tiempo las dificultades acaecidas, dando a su legislación—que se de­riva de los principios de la moral cristiana—un contenido que responde cada vez más a la dignidad de la persona humana. Nos con­forta el poder rendir este testimonio a esa ilustre nación, como au­gurio de ulteriores afanes en la afirmación de lo espiritual.

En el tercer domingo de Cuaresma de 1963 es la primera vez que sobre el altar de la cátedra de San Pedro aparece gloriosa la ima­gen de una heroína de los Estados Unidos de América. En el vario concierto de la santidad de la Iglesia se suma una nota, que apor­ta el elemento propio de aquel pueblo, pues, como dice San Ambro­sio, es un único cuerpo real, que se compone de diversas proceden­cias: «reina, de reinado indiviso, formando un único cuerpo de di­versos y distantes pueblos» (Expsit. Evangit. sec. Luc., lib. 7, cap. 2: Pl. 15. 1.700).

De esta forma toda la Iglesia, aquí representada por hombres de diversas procedencias y estirpes, rinden un homenaje de veneración a Isabel Seton.

Miremos de cerca a ésta que hoy se eleva a la gloria de los bea­tos: Isabel Seton, prodigio de la gracia celestial.

Dios llevó a esta mujer a muchas experiencias y a profundas de­cisiones de vida espiritual, siéndole la fe algo habitual, como la res­piración de su vida: llenándola de amor al prójimo, especialmente, en una hora dolorosísima de su existencia, para que tocase con su mano la presencia de Dios, que consuela a los humildes (2 Cor., 7, 6).

Pensamos en el apostolado, lleno de delicadeza, que desarrolló la familia Filicchi, con que Isabel estuvo en contacto en 1803, con oca­sión de su viaje a Italia. En Livorno se le murió el marido en aquel año. Aquella familia libornesa, instrumento fácil para las inspira­ciones celestiales y verdaderamente sabias para ponerlas en prácti­ca, fue límpido ejemplo de fidelidad a la Iglesia, presentando a los ojos de la ferviente episcopaliana—como entonces era Isabel—el cua­dro ideal de un catolicismo vivido y del que se sintió atraída.

La nueva beata, como puede decirse de otros insignes persona­jes del siglo pasado, llegó al catolicismo no a través de la negación del pasado, sino como a una meta providencial de estudio, de ora­ción y de caridad, a la cual la disponía toda la orientación de su vida anterior. Un paso después de otro se encontró en el seno de la Iglesia católica, fue para ella un enriquecer el patrimonio que ya po­seía, un abrir el cofre cerrado que estaba en sus manos, un pene­trar en el conocimiento de la verdad plena, cerca de cuya morada Re había encontrado desde sus jóvenes años.

Los caminos del Señor son infinitos: «Señor, estás cercano, y la verdad, son tus caminos» (ps. 118, 151). Venerables hermanos y que­ridos hijos; No los recorramos con ánimo impaciente, a la espera del encuentro con tantos hermanos nuestros, que la última oración del Salvador Divino pidió con acentos sobrehumanos: «que todos sean una sola cosa» (Juan, 17, 21). Nos basta levantar los ojos llenos de confianza hacia la nueva beata, que, desde su imagen, irradia en­cantos de atracción espiritual sobre las almas seguros de su pode­rosa intercesión.

Y exhortamos al mismo tiempo a todos los hijos de la familia universal. católica para que con su ejemplo de fidelidad al ideal Al­tísimo, propuesto por Cristo—unidos a El, y por El unidos al Padre, y en la santa Iglesia unidos al sucesor de San Pedro, cabeza visi­ble de la familia católica—sean también ellos instrumentos de sal­vación y de verdadera alegría.

Isabel Seton, que fue objeto de especial amor de Dios y al pró­jimo, dio, a su vez, impulso y avance a la caridad.

El nombre y el símbolo de la caridad se convirtió en el progra­ma, de su vida interior y de su actividad exterior; este latido se pro­pagó desde su familia natural a la extensa familia de sus herma­nos de ayer y a todos los encuadrados en las bienaventuranzas de Cristo: los pobres, los perseguidos, los débiles, los enfermos, los oprimidos.

Con la fundación de la familia religiosa de las Hermanas de la Caridad de San José, cuatro años después de su encuentro con el catolicismo, quiso dedicarse a todas las formas de la caridad con el ejercicio voluntarioso de las obras de misericordia espiritual y cor­poral. Junto a las innumerables providencias en favor de los huér­fanos y necesitados ocupó un primer puesto su obra en pro de la educación de la juventud, por la cual es justamente tenida como una de las precursoras del sistema escolar parroquial, que tantos frutos ha dado y continúa dando en los Estados Unidos, ofreciendo a la Iglesia y a la nación escuadras de católicos fervientes y de ciudadanos ejemplares.

La, figura de Isabel Seton continúa viviendo en la entrega de sus hijas espirituales, que todavía se dedican cada una de ellas a bene­ficiar a innumerables escuadras de adultos y de niños, de necesita­dos en el cuerpo y en espíritu. Y gustamos de tener nuestra mirada en todas las Hermanas de la Caridad. Con hábitos distintos y reglas adaptadas a los climas y a las costumbres de los diversos paí­ses renuevan la gesta de San Vicente de Paúl y de Santa Luisa de Marillac. De la incansable actividad de cada una, movida por el amor a Dios, se levanta en todo el mundo, con múltiples aplicacio­nes, el himno de San Pablo, con toda su frescura y atracción: «La caridad es paciente, es benigna; la caridad no es fastidiosa, no bus­ca su propio interés, se alegra en la posesión de la verdad, a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor., 13, 4-7).

Nos sentimos afecto paternal, admiración y gratitud por todas las religiosas, y estamos seguros de que ellas, particularmente en este año del Concilio, serán como las vírgenes prudentes del Evangelio. Es decir, dispuestas a aceptar todas las indicaciones de la jerar­quía en pro de un servicio que responda, cada vez más, en todos los campos a las necesidades y a las exigencias de nuestro tiempo.

La glorificación de una heroína de la caridad quiere infundir un nuevo afán de entrega, no solamente a estas beneméritas religio­sas, sino también a todos los miembros de la Iglesia, sacerdotes y seglares, ancianos y jóvenes, para que con la caridad sepan dar el testimonio de amor y de obras para que el mundo espera.

¡Oh, beata Isabel Seton, que brillas hoy ante el mundo por tu fidelidad a las promesas bautismales, mira con ojos de predilección a tu pueblo, que de ti se gloria como primera flor de santidad! Con­cédeles de Dios la gracia de guardar el sagrado patrimonio de la vocación al Evangelio, la firmeza en la fe, el ardor en la caridad para que corresponda a su particular vocación. Y sobre la Iglesia en­tera extiende su protección, ofreciéndole como ejemplo el fuego de generosidad y amor que te impulsó de caridad en caridad (2 Cor., 3, 18) a la glorificación de hoy.

Venerables hermanos y queridos hijos: Como hermosa corona de este día de alegría desciendan sobre vosotros los abundantes favo­res del Señor, a quien se le debe «honor, gloria y poder por los si­glos de los siglos» (Apo., 5, 13). Prenda y reverbero de las celestia­les complacencias quiere ser la bendición apostólica, que de cora­zón impartimos sobre cada uno de vosotros, sobre los peregrinos de los Estados Unidos de América, del Canadá y de los demás países, y sobre todos los hombres y mujeres que fielmente custodian la here­dad de la Madre Isabel Seton. iFiat, Fiat!».

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