Juan-Bautista Etienne (XXXIII)

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Concilio Vaticano I: «Está aconteciendo algo grande»

Étienne publicaba su Notice el 4 de agosto de 1870, cuando era festejado en París el cincuentenario de su vocación. En la carta circu­lar de aquel día de Año Nuevo, Étienne había dispuesto el escenario para el inminente suceso. Invitaba a «una élite de entre las provincias de la doble familia» por todo el mundo, para que tomase parte en la celebración. Extendiendo esta invitación sin precedentes, preten­día Étienne «unir los corazones de las dos compañías para alzar un monumento de acción de gracias a la bondad divina por el feliz res­tablecimiento de la obra de san Vicente, y para darle gloria por todos los favores con que la había colmado y me ha enriquecido a mí mis­mo durante los cincuenta años de mi vocación y los veintisiete de mi generalato… Me parecía coronar dignamente, con esta celebración, mi carrera y terminar felizmente la tarea que se me había confiado y que yo creía terminada».

Pero se alzó otro hito, y aquel festejo quedó inesperadamente eclipsado. El acontecimiento que verdaderamente coronó su trayec­toria —dice Étienne en la Notice, resultó ser una carta recibida de Pío IX poco antes. En 1870 el Soberano Pontífice respondía a un oportuno apoyo público, dado por Étienne a la definición (18 de julio) de la infalibilidad del Papa.

Al congregarse los padres del Concilio Vaticano I, la cuestión era, por supuesto, si había o no probabilidad de que se declarase infalible al Papa. Hubo de uno y otro lado fieras polémicas. Los favorables a la definición fueron al principio mayoría. Una minoría de padres conciliares se comprobó elocuente «inoportunista», siendo todavía menor el número de quienes se oponían a la definición. La circular emitida por Étienne a comienzos de 1870 declaraba a la Compañía neutral en estos debates. Proponía en cambio Étienne, que se acep­tasen los resultados de las deliberaciones del concilio «en un espíritu de religiosa sumisión».

Según Edouard Rosset, «sólo con gran reserva» hizo referencia Étienne al debate sobre la infalibilidad. Rosset pone acertadamente a Étienne entre los «inoportunistas». Ahora bien, durante los prime­ros meses de 1870, y de modo especial en Francia, llegó al máximo la fiebre de la polémica en torno al tema. A comienzos de marzo, Étienne escribía a J.-B. Borgogno en Roma: «No he recibido el Courier de esta semana. Así pues, no sé lo que ahora está sucediendo en Roma. Pero aquí todos están en conmoción. Preocupa al público la división entre los padres conciliares. Los posibles resultados de

 

esa  división son muy inquietantes para todos. ¡Que a todos y todo lo calme Dios y nos dé paz! Por lo que hace a nosotros, evitamos toda implicación. Yo no me veo con nadie, y he guardado la habi­tación cuanto me ha sido posible. Oramos, que es todo lo que pode­mos hacer».

En aquella atmósfera de ultramontanismo candente, había cesado de ser sostenible, dentro o fuera del concilio, posición alguna neutral en relación al tema.

Gabriel Delaplace era un vicenciano francés, vicario apostólico de Peking, que asistía al concilio. Étienne le escribía el 26 de marzo de 1870: «Creo que aquí y en Roma las cosas han llegado a un punto tal, que están malentendiendo mi silencio muchas personas, aunque equivocadas, por lo que atañe a la delicada cuestión de la infalibilidad. Ha llegado para mí el tiempo de hablar. Asesorado por el Consejo, he resuelto manifestar al Soberano Pontífice mis sentimientos perso­nales y los de la Congregación. Ahí tiene la carta que le envío, confiando en que sepa entregarla debidamente. Creo que será leída con aprobación».

La carta de Étienne a Pío IX lleva por fecha el 25 de marzo de 1870:

La creencia en la infalibilidad del Soberano Pontífice ha sido la creencia de toda mi vida. También es la de todos los misioneros que componen la familia de san Vicente de Paúl. Ella ha sido la de su fundador, y, hasta el presente, han conservado religiosamente esta preciosa porción de su herencia. En su enseñanza como en su conducta siempre han tenido a honor y a gloria profesar sus máximas en esta materia y principalmente esta: la humilde sumisión y obediencia a los decretos de los Soberanos Pontífices es el signo que distingue a los verdaderos hijos de la iglesia de los partidarios del error.

He creído, Santísimo Padre, un deber manifestar a vuestra Santidad las disposiciones de nuestra Congregación sobre este punto de la doctrina de la Iglesia, aunque estaba seguro de que le eran bien conocidas. Pero vien­do que la creencia en la infalibilidad del Soberano Pontífice es combati­da, hoy, por ciertos espíritus que deberían ser sus defensores y propagan­distas, y que, al contrario, se declaran sus opositores, con gran escándalo del clero y de los fieles, creo cumplir un deber de religión y de piedad filial para con Vuestra Santidad depositando a los pies del Vicario de Cris­to, en nombre de la Congregación de la que soy el Superior General, una protesta formal contra una tentativa tan audaz, y la expresión de los votos más ardientes para que una decisión solemne proclame la infalibilidad del sucesor de san Pedro como dogma de fe católica.

Santo Padre, san Vicente de Paúl desplegó un celo ardiente para comba­tir a los adversarios de la autoridad de la Santa Sede, con ocasión de la condenación del jansenismo118. Quisiera, con la gracia de Dios, imitar ese hermoso modelo, si la doctrina de la infalibilidad estuviese expuesta a los mismos ataques. Y si, Dios no lo quiera, el veneno del error contra­rio llegase a introducirse en algunos miembros de nuestra Congregación, no dudaría seguir el ejemplo de uno de nuestros predecesores, el señor Bonnet, que, en el siglo pasado, suprimió de su seno, de un golpe, cua­renta y un misioneros, los más distinguidos por su saber y sus talentos, que estaban imbuidos de los principios jansenistas. Con esta rigurosa medida, purificó nuestra Compañía y mantuvo en su seno la pureza de la fe y la sumisión filial al Vicario de Jesucristo, que ha tenido la bondad de profesar hasta nuestros días.

He llegado, Santísimo Padre, a los cincuenta años de vocación y a los veintisiete de mi generalato. Es un muy dulce gozo para mi corazón señalar esta época memorable de mi vida mediante esta manifestación de sentimientos unánimes de la familia de san Vicente de Paúl, que tengo el honor de depositar a los pies de su Santidad. Le ruego tenga a bien reci­birla con benevolencia, y concederme, juntamente con mis hermanos, el favor de su paternal bendición.

Según Rosset, fue una visita “del obispo de N” lo que hizo a Etienne cambiar de postura. Rosset cita a Etienne, quien recordaría: «Habló sobre los asuntos de Roma en términos de una violencia ver­bal que me causó dolor. «Si todos los miembros del grupo a que él pertenece» —reaccionó Étienne— «comparten sus sentimientos, debemos prepararnos a un cisma (en Francia). Me parece claro, que la cuestión de la oportunidad es sólo un paliativo para esconder una terca oposición a la doctrina misma».

El 6 de abril de 1870 escribía a Étienne desde el concilio el vicenciano Pedro Trucchi, que era obispo de Forli:

Muy Honorable Padre, por dicha para mí, puedo darle noticias que alegrarán su corazón. La carta que recientemente dirigió al Soberano Pontífice sobre la infalibilidad del Papa le ha causado una satisfacción inmensa. Está muy contento con el señor Étienne, general de los vicencianos, por razón de esta carta. La ha remitido, con una fuerte nota de aprobación, al cardenal presidente del concilio … Ayer me dijo el carde­nal Bizzari que tal carta demuestra una sabiduría y una veneración hacia la Santa Sede, cuales la hacen merecedora de comunicarse íntegra a todos diarios católicos, y que la publicasen para edificación del mundo entero.

Al día siguiente escribía a Étienne Pío IX:

La profesión manifiesta de vuestra devoción y la de su Congregación a la cátedra de Pedro, la adhesión sincera a sus decisiones y la acep­tación entera y espontánea de sus voluntades que os gloriáis en reco­nocer en vuestra familia, desde su primera existencia hasta nuestros días, al mismo tiempo que brillan con un cierto esplendor, son para Nos muy agradables y preciosas… Por lo cual la hemos acogido con agrado y graciosamente, y pensamos que ha sido también objeto de extrema complacencia para vuestro santo fundador, que ha podido reconocer a sus hijos en una tal manifestación, y, en consecuencia, solicito de Dios, a favor de sus personas y sus obras, todos los dones de la gracia celeste.

La carta del Papa fue para Étienne un «monumento» que demostraría a futuras generaciones de misioneros «nuestra fe, nuestro amor, y sobre todo nuestra adhesión al Vicario de Jesucristo». Y algo no menos impor­tante, demostraría a futuras generaciones de vicencianos la «fe, el amor, y la adhesión al vicario de Jesucristo» por parte del propio Étienne.

Al concluir su retiro anual en octubre de 1871, Etienne compuso un «testamento espiritual». He aquí cómo concluía la breve refle­xión que había escrito: «…por respeto a san Vicente y al honor de la Compañía, no deseo dejar este mundo sin haber hecho una última protesta de mi filial amor y adhesión a la Santa Sede y al sucesor de san Pedro». Reiterada su apoyo incondicional a la declaración de la infalibilidad del Papa, Étienne escribía luego: «Considero como un favor señalado del Cielo que me haya dado la ocasión de hacer esta demostración, que, desvelando los verdaderos sentimientos de mi corazón, disipase todas las nubes que un celo, que no estaba en con­formidad con la ciencia, pudiese obscurecer mi fe y mi inviolable adhesión a la cátedra de san Pedro». Las «sombras» que Étienne decía se habían «disipado» al fin, envolvieron su reputación vitalicia de galicano, en Roma y otras partes.

E. UDOVIC

CEME

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