Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 24

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Monseñor Baunard · Traductor: Salvador Echavarría. · Año publicación original: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo XXIV: Los Poetas Franciscanos de Italia. La Civilización cristiana en el siglo V

Asís, San Francisco.—Jacopone de Todi.—El Edificio Histórico.—Los Fran­cos.—La conquista moral.—La lección cristiana, viril, actual.

La sombría Francia de  1848-1850 no era capaz de hacer olvidar a Ozanam la Italia de la primavera, de 1847. Sobre todo, la visión de Asís, menos refulgente y avasalladora que la de Roma, descan­saba deliciosamente su corazón y sus ojos. Recordaban a menudo, él y su mujer, el día, verdadero día del cielo, en que habían vivido con San Francisco, aspirando su alma al seguir sus huellas. «Pasé un día, para mí demasiado breve, en la vieja ciudad de Asís —es- cribía entonces—. Allí encontré la memoria del santo tan presente como si acabara de morir ayer y de dejar a su patria la bendición que aún se lee en la puerta de su ciudad».

Todo, en ese día, había sido religión y poesía; pero no se debía únicamente a las impresiones que de allí había traído, sino a la idea y al propósito de un libro que sería su reflejo: «En ese lugar y en ese momento acabó de precisarse el pensamiento de la obra —dice—. Ya se extendía ante mis ojos todo el plan, al salir de Asís, a medida que veía huír las santas montañas del Sacro Convento, la ciudad que duerme bajo su guardia, y el otero que domina, do­rado por los últimos rayos del ocaso».

Ese pequeño libro soñado iba a ser el de los Poetas franciscanos de Italia en el siglo XIII. Francisco había dejado tras él toda una escuela de poetas de quienes él mismo había sido el- inspirador y el modelo; Ozanam tenía gran empeño en dar a conocer sus cantos, que eran cánticos, «uniendo a este tema —dice— mis recuerdos y mis impresiones con esa complacencia que se perdona a los viajeros por los lugares que les han encantado».

En enero de 1848, se publicaron los dos primeros capítulos de lo que había de ser más tarde los Poetas franciscanos, en El Corresponsal en el mismo lugar y en, el mismo tiempo en que el autor libraba por la causa de los «bárbaros» el rudo combate al que esa obra de poesía mística se parece tan poco.

Después de Francisco de Asís estudiado como poeta, ocupará su lugar en ese estudio San Buenaventura que tiene un lírico aliento bajo el hábito de la Escuela; Fray Pacífico, al que llamaban rey de los versos, y Jacomino de Verona, figuras todas que se opa-‘ carán ante un poeta aún mayor: Jacopone de Todi. Luego, los Poetas franciscanos dormirán breve tiempo en El Corresponsal, hasta que poco después las Fioretti vengan a completarlos, coro­narlos y terminar una obra que será la más popular de todas las de Ozanam.

No es de sorprender: es la obra en que puso más de sí mismo, de su alma, a la vez poética y mística. Y en la actual historia de su vida ¿qué buscamos en sus libros, en todos sus libros, si no es únicamente lo que ha puesto de él, de su alma y de su vida ; mos­trando así cuánto se parece a sus libros y cuánto sus libros se pa­recen a él?

En una de sus cartas al señor Janmot, en 1836, al hablar de la cuna de Francisco, había dicho con Dante: «No la llaméis Asís, pues sería decir poco; llamadla Oriente, es propiamente su nom­bre». Ozanam llevaba, pues, en su alma en plena simpatía con la del santo, los rayos de ese Oriente. Su alma poética, en primer lu­gar, simpatizaba con el poeta sagrado que ve y canta a su Dios transparente para él en el espejo de sus criaturas, desde la estrella y el sol hasta las más pequeñas y despreciadas a las que llama sus hermanos y sus hermanas. Toda su alma de caridad simpatiza con el santo que adora a Jesucristo en la persona del pobre, que se hace a su imagen el más pobre de los pobres, padre y fundador de una familia de pobres, y que hace de la pobreza su esposa,. su dama. El alma de Ozanam se identifica con el. alma del hombre de paz que se dio la misión de reconciliar a los hombres, recorriendo una tras otra las ciudades güelfas y gibelinas, deseándoles la paz que deben celebrar entre ellas al pie del crucifijo.. «Así pues —dice Ozanam— Francisco de Asís aparece como el Orfeo de la Edad Media que doma la ferocidad de las bestias y la dureza de los hombres».

Ozanam había oído a Lacordaire, a quien cita, llamar a Fran­cisco de Asís «el loco de amor». Sus poesías no son más que cán­ticos a ese divino amor. También él, historiador de una época que realizó obras sublimes, refiere esas obras al amor de Jesucristo y le rinde homenaje como a la única palanca que puede levantar la tierra hasta los cielos: «No —escribe en otra parte_ jamás la antigüedad conoció nada semejante. Por no haber conocido y amado a Dios, no pudo amar al hombre. ¡Mas contemplad los tiempos cristianos y veréis que ese amor se convierte en dueño del mundo! El venció al paganismo en los anfiteatros y en las hogueras. Civi­lizó a los pueblos nuevos, los llevó a las cruzadas y formó héroes más grandes que todas las epopeyas. Encendió la antorcha de las escuelas en que las letras perduraron durante los siglos bárbaros; y después de los salmos de David, dictó los himnos de la Iglesia, es decir los cantos más sublimes que hayan consolado del tedio de la tierra.

Después de Francisco de Asís y por encima de otros tres poetas, Ozanam llega a Jacopone de Todi. Nos dice que no sin vacilar em­prende la historia de ese hombre extraordinario que pasó del claus­tro a la cárcel y de la cárcel a los altares. «Se verán en mi estudio tiempos difíciles —dice—: la Iglesia incendiada, y un granreligio­so en lucha con un Papa. Se verá a un gran poeta derramando los amargos raudales de elocuencia de su sátira y la llama de sus iras sobre el ungido del Señor, para encender contra él las pasio­nes populares y llenar de escándalo a toda la Iglesia de Jesucristo. Mas la gloria de Dios nunca tuvo interés en ocultar las faltas de sus justos. El historiador cristiano los concibe y los representa tal como los hizo la naturaleza, apasionados, falibles, pero capaces de borrar con un día de arrepentimiento varios arios de errores».

Ozanam implora misericordia para el error; llama el perdón sobre el arrepentimiento. Ese monje rebelde fue un hombre de bue­na fe que creyó denunciar en sus versos, no al jefe legítimo de la Iglesia, sino a un usurpador de la sede apostólica. Lo arma, extra­viándolo, izna fe ciega pero santa, y su corazón es el primero que desgarran de dolor los mismos golpes que asesta a su madre la Iglesia.

Luego la indulgencia comunicativa de Ozanam quiere que el cruel error de ese ‘fraile equivocado sea para todos una lección de respeto y de recato que debe guardarse entre cristianos, en la polémica religiosa. «Otros se escandalizarán de ese espectáculo —es­cribe—; nosotros podremos aprovecharlo. Aprenderemos, para los tiempos de discordia, a creer que la virtud es posible en un bando que no es el nuestro, y a medir nuestros golpes en la refriega, ya que pueden caer, sin saberlo nosotros, en cabezas dignas de todo nuestro respeto».

Fuera de eso, lo que hizo poeta y gran poeta a Jacopone de Todi es el amor y las lágrimas, y es también lo que atrae a Ozanam hacia él.

El amor de Jesucristo enciende sus cánticos: los de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz no tienen languideces más apasionadas. Asimismo, el amor de la Virgen María que palpita en ese corazón se derrama erg llanto a los pies de la Madre de los Dolores, en esa inconsolable secuencia del Stabat, en que el poeta nos la muestra desgarrada, pero erguida al lado de su Hijo. «La liturgia católica —dice Ozanam— no tiene nada más conmovedor que ese lamento tan triste cuyas estrofas monótonas van cayendo como lágrimas tan suaves que se reconoce en él un dolor divino, consolado por los ángeles; tan sencillo; en fin, en su latín popular, que las mujeres y los niños comprenden la mitad por las palabras y la otra mitad por el canto y por el corazón».

En fin, Jacopone es, también él, el poeta de los pobres y el aman­te de la pobreza. Ozanam la ama también y escribe: «Honro en ese vate al poeta de los pobres cuando celebra la pobreza… El pueblo nunca tuvo servidores más grandes que los hombres que le enseñaron a bendecir su destino, que hicieron la azada ligera en el hombro del labrador e irradiaron esperanza en la cabaña del hi­landero. Más de una vez, sin duda, al ocaso, cuando la gente de Todi regresaba del trabajo de los campos por las veredas de la co­lina, los hombres picaban a sus bueyes con el aguijón, las mujeres llevaban a cuestas sus niños de piel curtida, y detrás de ellos al­gunos religiosos franciscanos, con los,pies polvorientos, cantaban la canción de Jacopone que se mezclaba al toque del Angelus: ‘¡Dulce amor de la pobreza, cuánto debemos amarte!’ Pobreza, pobrecilla mía, una escudilla te basta para beber y comer. Un poco de pan, agua y unas yerbas. Pobreza no quiere más; si llega un huésped, añade un grano de sal», etc., etc.

«A fines de 1306, Jacopone cargado de años, quebrantado por los abrazos del amor divino, enfermó y reconoció que se acercaba la muerte. Fray Juan de la Alvernià que lo amaba entrañablemente llegó a tiempo a su lecho de muerte para darle, el beso de paz y luego el santísimo cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Entonces Jacopone, en un transporte de alegría, cantó el cántico Jesu, Nos­tra fidenza, después de lo cual exhortó a los hermanos a vivir bien, alzó las manos al cielo y exhaló el último suspiro. Era la noche de Navidad, en el momento en que el sacerdote, al empezar la misa en la vecina iglesia, entonaba el Gloria in Excelsis».

El señor Ampère llama a los Poetas franciscanos «una obra maestra llena de saber y de gracia. Insisto en la palabra gracia —dice— porque era una de las características de esa imaginación cuya flor no habían logrado deshojar ni la austera vida ni las labores de la erudición. Se sorprende uno al ver que haya podido escribir esa obra con tan delicioso encanto y entregarse a investigaciones eru­ditas reseñadas en su informe al ministro sobre su omisión literaria; pues ambos son frutos de su estancia en Italia».

Sin embargo, en los mismos meses de diciembre y de enero de 1848 en que publicaba los Poetas franciscanos en el Corresponsal, la misma carta a Foisset, el 28 de enero, los presentaba como sólo una página episódica de una obra inmensa, una piedra esculpida destinada a formar’ parte de un amplio edificio del que trazaba a grandes rasgos la estructura y desplegaba el plano de conjunto ante sus ojos. Esa carta es un faro erguido en la inmensidad. Hay que citarla .completa:

«Mis dos ensayos sobre Dante y sobre los germanos son para mí como las dos mojoneras extremas de un trabajo del que ya he rea­lizado una parte en mis lecciones públicas, y que quisiera reanudar hasta dejarlo terminado. Sería la historia literaria de los tiempos bárbaros; la historia de las letras y por consiguiente de la civili­zación, desde la decadencia latina y los principios del genio cris­tiano hasta fines del siglo XIII. Constituiría el objeto de mi en­señanza durante diez años, si fuere preciso y si Dios me presta vida. Mis lecciones serían taquigrafiadas y proporcionarían la pri­mera redacción del volumen que yo publicaría, corrigiéndola al final de cada año.

«Ese modo de ‘trabajar daría a mis escritos un poco del calor que encuentro a veces en la cátedra y que me abandona con de­masiada frecuencia en el cuarto de estudio. Tendría también la ventaja de ahorrar mis fuerzas al permitir que no se dividan y al llevar a la misma meta lo poco que sé y lo poco que puedo.

«El tema sería admirable, pues se trata de dar a conocer esa larga y laboriosa educación que impartió la Iglesia a los pueblos modernos. Empezaría por un volumen de introducción en que tra­taría de mostrar el estado intelectual del mundo al advenimiento

del cristianismo: lo que la Iglesia pudo recoger de la herencia de la antigüedad y cómo lo recogió; por consiguiente, los orígenes del arte cristiano y de la ciencia cristiana, desde el tiempo de las ca­tacumbas y de los primeros Padres. Todos los viàjes que hice a Italia el año pasado se dirigieron a esa meta.

«Luego vendría el cuadro del mundo bárbaro, más o menos corno en mi obra sobre los germanos; su entrada en la sociedad católica; y los prodigiosos trabajos de hombres como Boecio, como Isidoro de Sevilla, como Beda, como San Bonifacio, que no permitieron que la noche reinara, que llevaron la luz de un extremo a otro del Imperio invadido, que la hicieron penetrar en pueblos que habían permanecido inaccesibles y que transmitieron de mano en mano la antorcha hasta Carlomagno. Tendría que estudiar la. obra re­paradora de ese gran hombre y mostrar que las letras que no ha- bían perecido antes que él, no se extinguieron después.

«Mostraría todo cuanto de grande se hizo en Inglaterra en tiem­pos de Alfredo y en Alemania bajo los Otones; y llegaría por fin a Gregorio VII y a las Cruzadas. Tendría entonces los tres siglos más gloriosos de la Edad Media: los teólogos como San Avselmo, San Bernardo, Pedro Lombardo, Alberto Magno, Santo Tomás, San Buenaventura; los legisladores de la Iglesia y del Estado, Gregorio VII, Alejandro III, Inocencio III e Inocencio IV; Federico II, San Luis, Alfonso X; toda la querella del Sacerdocio y del Imperio; las comunas, las repúblicas italianas; los cronistas, los historiadores; las universidades y el conocimiento del derecho. Tendría toda esa poesía caballeresca, patrimonio común de la Europa latina; y debajo, todas las tradiciones épicas peculiares de cada pue­blo, que son los albores de las literaturas nacionales. Asistiría a la formación de las lenguas modernas, y mi trabajo terminaría con la Divina Comedia, el monumento más grandioso de ese período, que es como su compendio y su gloria».

Entusiasmado por la amplitud de la obra, solicitado por su be­lleza, Ozanam siente a la _ vez miedo al pensar en la flaqueza del operario y añade melancólicamente: «He aquí, mi querido ami­go, lo que se propone un hombre que por poco muere hace dieciocho meses, que no está bien restablecido todavía, _obligado a tomar toda clase de precauciones, y que usted conoçe, por lo demás, como lleno de,indecisión y debilidad.

«Mas cuento ante todo con la bondad. de Dios, si se sirve devolverme la salud. Cuento después con mi curso que me llevará siem­pre a mi plan, y también a la justa medida a que deben reducirse para un público letrado cuestiones tan complejas y de las cuales una sola bastaría para el empleo de varias vidas. En fin, cuento algo con esos ocho años de preparación ininterrumpida de ense­ñanza y de trabajo en que traté de fijar y de reunir algunas de mis investigaciones y de someterlas a los consejos de mis buenos amigos».

La gran obra hubiera llevado el título de: Historia de la civi­lización en los tiempos bárbaros, que ya se había iniciado en los estudios germánicos. En febrero de 1847, se había publicado el primer volumen, primera parte: Los Germanos antes del Cristia­nismo. En julio de 1849, el segundo: El Cristianismo entre los Francos. Ese mismo año, la • Academia francesa había discernido el premio Gobert a los dos volúmenes gemelos. Ya Ozanam, en su curso sobre las letras en Italia durante el período bárbaro, había inaugurado lo que él intitulará Historia de la civilización cristiana en el siglo V. Sin embargo, esas tres obras no eran aún en su pensamiento más que la introducción al gran período histórico que, extendiéndose desde el siglo de Carlomagno al de San Luis e Inocencio III, había de abarcar toda la Edad Media, para ir a unir­se con el extraño y grandioso poema que lo transportó por entero en sus cantos.

Se representa uno este grandioso edificio histórico como una ca­tedral cuyo pórtico es el siglo V, flanqueado por dos torres romá­nicas, los romanos y los francos, y abriéndose en una larga nave de seis siglos que culminaban en el santuario en que Cristo, ven­cedor de la barbarie, reina y triunfa en su gloria en medio de sus pontífices, de sus héroes, de sus doctores, de sus santos, de sus poe­tas que lo adoran sobré el altar, su trono, como se ve en la Disputa del santo Sacramento.

Al reanudar su curso en 1849, Ozanam mostró primero a sus discípulos el espacio vertiginoso y fascinante que les pediría que recorrieran con él: «Así pues, señores, los que me sigan hasta el final en estas investigaciones, tendrán que recorrer un período de cerca de mil años, la sexta parte, y acaso la más laboriosa, en la vida del género humano. Recorreremos este camino con lentitud, pero con el tenaz apego con que se contempla un gran espectáculo. Y en efecto ¿habrá estudio más atractivo que el de esas relaciones que unen entre sí a las épocas, que dan discípulos a los muertos ilustres, cien años, quinientos años después de ellos; que muestran en todas partes el pensamiento, victorioso de la destrucción?»

Mas para realizar esta magna obra, necesita estar sostenido, ele­vado por el estímulo de hombres más jóyenes que él. Ozanam sen­tía decaer sus fuerzas, pues envejecía prematuramente: recibió de la enfermedad siniestras advertencias: «Señores —añade—, no afrontaría yo el peligro de semejante empresa si no estuviera sos­tenido e impulsado por vosotros. Tomo de testigo estos muros de que si alguna vez, en raros intervalos, he encontrado la inspi­ración, ha sido en este recinto, ya sea que me enviaran el eco de algunas de las grandes voces con que resonaron, ya sea que me sintiera elevado por vuestras ardientes simpatías. Quizá mi propó­sito es temerario; pero vosotros compartiréis su responsabilidad y habréis de suplir la deficiencia de mis fuerzas. En esta tarea en­vejeceré, si lo permite Dios. Mas el frío de los años no habrá de invadirme mientras pueda volver, como hoy, a renovar la juven­tud de mi corazón al fuego de vuestra juventud».

Fue sostenido, comprendido; aumentaba sin cesar la asistencia a sus lecciones. Como había mostrado anteriormente al cristianismo en lucha con los bárbaros del Norte, lo mostraba ahora en lu­cha con los de Occidente, en ese Imperio romano que para educar a esas masas indisciplinadas, no tenía nada que mostrarles fuera del escándalo de una decadencia mora`, religiosa, pdlítica, mili­tar, peor que su barbarie. ¿Cómo se realizará, pues, la resurrec­ción de ese viejo mundo que sucumbe menos bajo los embates de los bárbaros que bajo el peso de sus vicios? ¿Qué podía hacerse con ese Imperio moribundo, pero . que quería morir entre risas?

«No se civiliza verdaderamente a los hombres sino influyendo en sus conciencias —responde Ozanam—; y la primera victoria para reconquistarlos, hay que obtenerla ante todo sobre sus pasio­nes. Mas ¿los filósofos de Roma se inquietaron acaso alguna vez por las almas de tantos millones de bárbaros sepultados en la igno­rancia y el pecado? Esperad, para ello, esperad la llegada de esos misioneros que su celo arrastra más allá de los ríos en que se-habían detenido las legiones. Sólo piensan en salvar a las almas; pero al hacerlo, salvarán todo lo demás».

Ozanam muestra a esos misioneros lejanos, obispos, monjes, doc­tores, predicadores, vírgenes y con frecuencia mártires. Es aún Roma, pero una Roma nueva y complétamente espiritual que vuel­ve a emprender la conquista del mundo por la conquista de los espíritus y de los corazones. Tarea ingrata en que se ve abandonada por quienes se entregaron primero a ella. Entonces, mientras los godos, los vándalos, los lombardos se convierten al arrianismo, la Iglesia se interesa de preferencia por una tribu germánica en cuya grandeza trabaja todo Occidente. Es urgente: pues Ozanam, al final de una de sus clases, con el libro de Salviano en la mano, no encuentra ya en el, antiguo territorio del Imperio más que paganos y arrianos: una doble barbarie. Es el caos, la anarquía; ¿qué mano póndrá allí orden y unidad, con la verdadera luz? En ese desmem­bramiento del Imperio dónde está la cabeza que le restituirá un cuerpo? ¿Dónde está la fuerza, el pensamiento, la esperanza, la vida? Ozanam se lo pregunta.

«Pues bien, un día —responde con un ademán que recuerda otro muy parecido de Lacordaire— el día de Navidad de 496, el obispo Remigio esperaba en la puerta de su catedral de Reims. Mantos de color suspendidos en las casas vecinas daban sombra al atrio. Los pórticos estaban ádornados con blancas colgaduras; es­taban listas las pilas bautismales y se habían derramado bálsamos sobre el mármol. Cirios aromáticos refulgían por doquier; y fue tal el sentimiento de piedad que se difundió en el santo recinto, que los bárbaros se creyeron en medio de los perfumes del paraíso. El jefe de una tribu guerrera bajó a la fuente bautismal; tres mil com- pañeros losiguieron. Cuándo salieron cristianos, se hubiera podido ver salir con ellos catorce siglos de imperio, toda la caballería, las cruzadas, la escolástica, es decir el heroísmo, la libertad, las luces modernas. Una gran nación empezaba a vivir en el mundo: eran los francos».

¡Los francos! Con ellos se inauguraba una nueva era para la obra de la civilización, en ese siglo V en que el cristianismo prodigó todos sus tesoros de saber, de caridad, de virtud y de gracia. Cada una de las lecciones de Ozanam nos, ofrece un nuevo beneficio de la Iglesia. Se ve sucesivamente aparecer el Derecho cristiano, ilu­minando primero con sus reflejos, bajo los emperadores idólatras, luego con sus rayos directos bajo los emperadores cristianos a ese mundo que_: hubiera podido destruir, que prefirió transformar; las letras penetrando poco a poco en la Iglesia, y la Iglesia acogién­dolas como una preparación humana del Evangelio; la teología oponiendo la solidez indestructible de sus dogmas a las fábulas del . paganismo y a las sutilezas de la herejía; la filosofía cristiana rea­nudando en ‘San Agustín las más sublimes especulaciones y. aspi­raciones de Platón, iluminadas con las luces de la Revelación; el papado oponiendo al torrente de las invasiones la autoridad de su palabra y de su intervención; el monaquismo preparando a las razas nuevas a la vez institutores, bienhechores, apóstôles y mo­delos; las costumbres cristianas respetuosas del esclavo, del indi­gente, del obrero, de la mujer rehabilitada en un matrimonio con­sagrado; la elocuencia, la historia, la poesía, el arte en fin, bau- tizados y esforzándose, a veces no sin brillo, por celebrar lo que habían desconocido, por condenar lo que habían glorificado. Otras tantas lecciones que se convertirán en los capítulos de un libro más elocuente aún que el discurso.

Mas la enseñanza de Ozanam no ‘era sólo una brillante palabra, sino también una acción moral. Como lo dice de esa Iglesia civi- lizadora, se dirigía, también él, a las conciencias de los oyentes, y quería actuar sobre ellas, a fin de conquistarlas. Así pues, hacía pasar su alma por sus labios. Así marcaba sus lecciones con su sello personal que es bondad y virtud, no menos que ciencia y ver­dad. Fue con la juventud una verdadera potencia, discreta, pero bienhechora, pues era una potencia aceptada, aclamada y amada.

Montalembert se lo afirmaba a su viuda, a raíz de su muerte: «Más de una vez —escribe—, rejuveneciéndome para gozar, como esos jóvenes, de esa palabra, tan generosa, tan sincera, tan atrac­tiva, fui a sentarme al pie de su cátedra; y no me consuelo de que ahora esté vacía y. para siempre muda para ellos y para nosotros. A mi parecer, nadie como él podía enarbolar tan noblemente el estandarte de la inteligencia católica, proteger a esa pobre juven­tud y salvarla del escepticismo, de la licencia, de la idolatría de la razón. Era, con justo motivo, su guía, su oráculo».

Había, por ejemplo, una hermosa lección sobre las Mujeres cris­tianas del siglo V. En ella, al hablar del matrimonio a esos jóvenes, Ozanam les presentaba el lado grandioso del sacrificio, mostrán­doles el deber que les incumbía de dedicarle la plenitud de vir­tudes que ellos mismos exigían a la mujer de su elección: «Son dos copas: en una se encuentra la pureza, el pudor, la inocencia; en la otra, un amor intacto, la abnegación, la inmortal consagración del hombre a la que es más débil que él; a quien ayer no conocía y con la cual se encuentra hoy dichoso de pasar todos sus días. Es preciso que las copas se encuentren igualmente llenas,para que la unión, sea equitativa y para que el cielo la bendiga». ¿No se ins­pira acaso aquí Ozanam el su propio recuerdo y en el más que­rido de todos?

Había una lección sobre la Caridad cristiana. è, Cómo hubiera podido olvidarla Ozanam? Al comparar las dos religa nes, la pagana y la cristiana, en la obra que emprendieron para dar ánimos al trabajo, para liberar al esclavo, para auxiliar al pobre, Ozanam contempla los monumentos que, de una y otra parte, dan testimo­nio de esa obra: «Sí —concluye—, la antigüedad nos ha superado al elevar monumentos al placer. Sí, ellos entendían mejor que noso­tros el arte de gozar, y nada escatimaban para elevar sus coliseos, sus teatros, sus circos a donde iban a sentarse espectadores en nú­mero de ochenta mil. Conocían mejor el arte de gozar; pero nos­otros los aplastamos con los monumentos sin número elevados al, dolor y a la debilidad, y que nuestros padres bautizaron con el nom­bre sagrado de hospitales de Dios. Los antiguos sabían gozar; pero nosotros tenemos otra ciencia mejor. Sabían a veces morir, es pre­ciso confesarlo; pero morir es muy breve. . . Nosotros sabemos lo que constituye la dignidad humana, lo que dura tanto como la vida: sabemos sufrir y trabajar».

Pero, escribe juiciosamente, es preciso para ello que en el es­tudio de esa época el espíritu abandone la ciega pretensión, de moda allá por el año de 1840, que situaba en la Edad Media el ideal de la perfección social. «Seamos precavidos: en tal forma, sólo se conseguiría sublevar a muchos buenos espíritus contra una época cuyos defectos se quiere justificar. El cristianismo parecerá responsable de todos los desórdenes cometidos en una época en que se le representa como dueño de todos los corazones … Es preciso ver el mal, verlo como fue, es decir formidable, precisa­mente para conocer mejor los servicios de la Iglesia cuya gloria, en esos siglos mal estudiados_, no fue haber reinado, sino haber combatido».

Las revoluciones y los desastres de esas épocas de transición proporcionaban a Ozanam el tema de otra lección para la gene­ración de aquellos agitados años de 1848. Era la lección de resis­tencia y de esperanza en Dios. Decía a esos jóvenes: «Señores, por más que nos adentremos en la selva de Germania y en las oscu­ridades de la Edad Media, nuestros estudios no serán tan ajenos como parecen a las preocupaciones del presente, a sus peligros y a sus esperanzas. Nos enseñarán a no desesperar de nuestro siglo al atravesar épocas más amenazadoras, en que la violencia parecía dueña de todo, despreciaba la luz y detestaba la ley. Seguros de que la civilización no puede perecer, sabremos también cómo puede vencer,por la palabra más que por la espada y por la caridad tanto como por la justicia». — Y un poco más abajo: «En mediode -nuestra decadençia demasiado visible no debe negarse el progreso que no vemos. Nacidos en días aciagos, recor­demos que el cristianismo que es nuestro sostén ha visto otros peores; y, como Eneas a sus compañeros desalentados, digamos que hemos pasado por demasiadas pruebas para no esperar de Dios el fin- de ésta: O passi graviora, dabit Deus his quoque f inem!»

Hay veinte alusiones semejantes a las cosas del tiempo actual en el, curso de esas lecciones. Ozanam ya no las escribía. La ta­quígrafa las apresaba al vuelo cuando salían de sus labios inspi­rados, para el día en que el escritor se las pidiera y formara con ellas una obra del arte más perf ècto y más puro; pero ¿llegaría alguna vez ese día?

El mismo comenzaba a dudar. Al fin de la,XXI lección, la úl­tima del año académico, leemos estas palabras que son casi un adiós: «Me complazco en creer, señores, que acudiré con ma­yor puntualidad a la cita que os doy aquí para el año próximo. No sé, señores, si terminaré con vosotros esta carrera, o si, como a otros muchos, me será negado entrar en la tierra de promisión de mi pensamiento; pero, cuando menos, la habré saludado desde lejos. Y sea cual fuere la duración de mi enseñanza, de mis fuer­zas, de mi vida, no habré perdido mi tiempo si os he convencido del progreso realizado por medio del cristianismo; si, en tiempos difíciles, he reanimado en .vuestras jóvenes almas la esperanza que no sólo es la inspiradora de lo bello, sino el principio del bien; que no sólo nos incita a realizar bellas obras sino a cumplir grandes deberes. Necesaria al artista para guiar su pluma o su pincel, la esperanza no es menos necesaria al joven padre que funda una familia o al labrador que arroja su trigo en el surco sobre la ce­leste palabra de Aquel que ha dicho: ¡Sembrad!

En cuanto a Ozanam, había sembrado. La semilla había germi­nado; las espigas estaban maduras: ¿no iba a atar las gavillas? Sus lecciones de 1849-50, recogidas por la estenógrafa, tenían que convertirse en libros: después de Los Poetas Franciscanos, La Ci­vilización en el Siglo V, revisada, terminada, proporcionaría dds volúmenes, en tanto que la enseñanza proseguiría su curso. Mas las fuerzas ya no sostenían a ese gran y valiente espíritu de em­presa. ¿Oué sería de la obra?

Los médicos recomendaron varios meses de completo reposo en los viajes, en el campo. En el intervalo de esas lejanas vacaciones y de esas ausencias forzadas, Federico Ozanam habrá de arrastrar­se en una perpetua y amenazadora alternativa de salud y de en­fermedad o languidez, en aquellos penosos años de 1850 a 1852.

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