Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 20

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Luis Abelly

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Castidad

El Sr. Vicente llevaba así en su cuerpo la mortificación de Jesucristo; también se ha manifestado en él la vida del mismo Jesucristo, según la palabra del Santo apóstol, por una pureza totalmente angélica, y una castidad a prueba de todo lo que pudiera ser contraído, tal como lo ha manifestado en su manera de conversar, cuando se veía obligado a ello, con personas de otro sexo y de diferentes edades: siempre se ha comportado de tal forma, que nunca ha dado la menor ocasión para la calumnia, antes bien, para la edificación a todo el mundo. Como sabía muy bien qué importancia tenía esta virtud, y lo necesaria que era para los que estaban obligados a trabajar en el bien espiritual de otros, y a tratar con frecuencia con el prójimo, como son los Misioneros, también les daba consejos saludables de esta cuestión: «Les decía entre otras cosas, que para los Misioneros no es bastante con destacar en esta virtud, sino que deben además hacer todo lo que puedan y portarse de tal manera, que nadie tenga ningún motivo para concebir, por lo que a ellos respecta, la meno sospecha del vicio contrario, porque esa sospecha, aunque mal fundada, al dañar su fama, sería más perjudicial a sus santas actividades que todos los demás crímenes que pudieran imputarles falsamente. Según esto —añadía— no nos contentemos con usar los medios ordinarios para prevenir este mal, sino empleemos los extraordinarios, si son necesarios: como abstenerse a veces de actos que, aunque por otra parte sean lícitos y hasta buenos y santos, tales como ir a visitar a los enfermos pobres, cuando a juicio de quienes nos dirigen, esas cosas podían dar lugar a esas sospechas».

Un sacerdote, que desempeñaba las funciones parroquiales en una parroquia, le propuso un día sobre esta materia una cuestión, que hace ver por un lado la candidez de aquel buen sacerdote y por el otro, la delicadeza del Sr. Vicente. Le preguntó si era oportuno tomar el pulso a una muchacha o a una mujer muy enferma para ver si estaba próxima a la muerte, con el fin de darle el último Sacramento, o para decir las oraciones de la Recomendación del alma. El Sr. Vicente respondió: «Que era necesario evitar enteramente el uso de esa práctica, y que el maligno espíritu se podía servir de ese pretexto para tentar al vivo y también a la moribunda; que el demonio en ese momento hace flechas de cualquier madera para cazar un alma; que el vigor del espíritu puede mantenerse entero, aunque el del cuerpo esté debilitado; que se acordaba del ejemplo de aquel Santo, que estando enfermo no quiso que lo tocara su esposa, después de haberla dejado por mutuo consentimiento, gritando con lo que le quedaba de voz, que aún había fue go bajo la ceniza;que, por lo demás, si quería conocer los síntomas de una próxima separación del alma del cuerpo, que rogara a algún cirujano o a otra persona que se encontrara allí, que le hiciera ese oficio, pasando así menos peligro; o bien, que se informase al médico para ver lo que pensaba: pero, pasara lo que pasara, que él no se arriesgara nunca a tocar ni a una joven ni a una mujer con el pretexto que fuera. El era riguroso en esta materia, aunque condescendía en cualquier otra cosa».

Escribió un día a un Hermano de su Congregación que se abstuviera de frecuentar a una persona del otro sexo, aunque fuera con buena intención, porque —dijo— esas conversaciones privadas, aunque no haya nada malo en ellas, siempre dan qué pensar; y, por otra parte, el medio de conservar la pureza es evitar las ocasio nes que la puedan marchitar.

Otro Hermano, que sufría tentaciones contra la castidad a causa de ver objetos que se le presentaban cuando salía por asuntos de la casa, pensó, para librarse de esas molestias espirituales, marcharse de la Congregación de la Misión, y hacerse Religioso Ermitaño; y habiendo escrito al Sr. Vicente, recibió esta respuesta: «Por un lado, he recibido el consuelo de su carta al ver su sinceridad, al descubrir lo que le pasa; pero por otro, me ha producido la misma pena que la que recibió antaño San Bernardo de un Religioso suyo, que, con el pretexto de una mayor regularidad, quería abandonar su vocación para pasarse a otra Orden, aunque el Santo Abad le había dicho que aquello era una tentación, y que el espíritu maligno no buscaba más que ese cambio, sabiendo bien que, si lo podía sacar del primer estado, le sería fácil arrancarlo del segundo, y después, precipitarlo en el desorden de la vida, como así sucedió. Lo que yo le puedo decir, mi querido Hermano, es que si usted no es casto en la Misión, tampoco lo será en ningún lugar del mundo, y de eso le doy plena seguridad. Tenga cuidado de que no haya cierta ligereza en el deseo que tiene de cambiar; y en ese caso, el remedio, después de la oración que es necesaria en todas nuestras necesidades, sería considerar que en la tierra no hay ninguna condición en la que no se den hastíos, y, a veces, ganas de pasar a otros (estados). Y después de esta consideración piense que, ya que Dios le ha llamado a la Compañía donde está, lleva consigo verosímilmente unida consigo la gracia de su salvación, que de otro modo se la negaría allí donde El no le ha llamado. El segundo remedio contra las tentaciones de la carne es evitar la comunicación y la vista de las personas que excitan, y comunicarlo todo cuanto antes a su Director, quien le dará otros remedios. El remedio que yo le aconsejo ahora es que confíe mucho en Nuestro Señor y en la ayuda de la Inmaculada Virgen, su Madre, a quien lo encomendaré a menudo», etc

Una persona piadosa le escribió una carta demasiado tierna y demasiado cariñosa a otra dirigida del Sr. Vicente; ésta se la envió al sabio Director, quien después de haberla leído, le contestó: «Quiero pensar, que esa persona que le ha escrito tan tiernamente no lo hace con mala intención; pero es preciso confesar que esa carta es capaz de afectar a un corazón que tuviera alguna predisposición, y fuera menos fuerte que el suyo. Quiera Nuestro Señor guardarnos de frecuentar una persona que puede producir alguna pequeña alteración en nuestro espíritu».

Según esto, el Sr. Vicente ha dejado como Regla a sus Hijos abstenerse enteramente de hablar y de escribir a las mujeres y a las jóvenes con términos demasiado afectuosos, aunque fuera en materia de devoción. También él era extremadamente reservado en ese punto: hablaba y escribía lisa y respetuosamente a todo el mundo, pero nunca demasiado amistosa, ni tiernamente a personas de otro sexo, y, lo que es más, evitaba usar términos que, aunque honestos, fueran capaces de suscitar el menor mal pensamiento a quienquiera que fuese el que hablaba. La palabra castidad le resultaba demasiado expresiva, la pronunciaba rara vez para no hacer pensar en su contraria; se servía de la palabra pureza, que es de significado más amplio; y si se veía obligado a hablar de alguna mujer o muchacha de mala vida para poner remedio a su desorden, habitualmente era con otro nombre en lugar de muchacha o de mujer, como de pobre criatura; y daba a entender su falta con unos términos generales, tales como: su debilidad, su desgracia. En una palabra, no se puede decir lo alejado que vivía de todas las cosas que llevaban alguna sombra o alguna imagen de deshonestidad.

El pudor de su corazón se reflejaba en toda su cara, y regulaba tan perfectamente su lengua, que sus palabras, que procedían de una fuente purísima, hacían evidentemente conocer que la castidad le era extremadamente preciosa. Por eso, según la Regla que ha dejado a sus Hijos, propone todas las preocupaciones imaginables para conservar la virtud. Ya hemos visto cómo castigaba su cuerpo con el exceso de trabajo y con la penitencia continua; cuáles eran sus humillaciones y cuán grande su templanza en beber y en comer. Aguaba tanto el vino, que una persona piadosa y digna de fe que lo había observado, quedó sorprendida frecuentemente, al ver de qué manera podía pasar un anciano como él bebiendo tan poco, incluso a la edad de ochenta años y más.

Tenía todos los sentidos bajo un gran control, particularmente la vista. No miraba con ligereza, ni curiosidad, ni sin motivos, ni con una mirada fija a las personas de otro sexo, ni les hablaba a solas, sino a la vista de otras personas, o con la puerta abierta.

No iba nunca a ver a las Damas de su Cofradía en sus casas sin necesidad, ni tampoco a la misma Señorita Le Gras, Superiora de las Hijas de la Caridad que él fundó. He aquí lo que le escribió un día sobre este tema, mientras ella vivía en la aldea de La Chapelle, a un cuarto de legua de París: «Tengo que ir dentro de poco a La Chapelle. Si es necesario que vaya a su casa, ya me lo indicará, si le parece bien. Me alegro mucho de no ir por otro motivo, según la resolución que tomamos desde el principio».

Y por otra carta escrita en un tiempo en que la Señorita estaba enferma: «Si desea tener la felicidad de que la vea en su enfermedad, indíquemelo. Me he impuesto la ley de no ir a verla, si no me llama para algo necesario o muy útil».

Sin embargo, estaba obligado a hablar a veces con dicha virtuosa Señorita, y con sus Hijas en privado, y a tratar cosas de su conciencia, como cuando hacían los Retiros anuales y en otras ocasiones por ser el Fundador y el Padre. Pero se hacía rogar e instar varias veces antes; y solía ir lo menos y lo más tarde posible. Hacía entrar a su Compañero en la misma habitación donde él entraba, y no quería que saliera antes que él: solamente le rogaba que se apartara un poco. Siempre quería testigos cuando hablaba con cualquiera de ese sexo, con el fin de hacer imposible, por ese medio, la ocasión de pecar, y de poner su virtud lejos de los ataques de la murmuración en esa materia, en la que los espíritus débiles y malintencionados sospechan fácilmente, y la calumnia empaña más la fama de más gente de bien.

Por eso, Nuestro Señor no permitió, que, aunque le atribuyeron otros crímenes falsamente, se atrevieran a tocar su pureza virginal, que era más brillante que la luz del sol.

El Sr. Vicente intervino un día para poner paz en una familia de París, pues en ella estaban separados el marido y la mujer; ella, todavía joven y de buen parecer, al estar fuera de la casa de su marido, estaba expuesta a peligros. Estando el Sr. Vicente hablando con ella en la sala de visitas de San Lázaro, el Hermano, que estaba cerca de él, para no oír lo que decían, se marchó y cerró la puerta. Al ver aquello el Sr. Vicente, lo llamó inmediatamente, y le dijo que dejara la puerta abierta; y así lo hizo. Siempre hacía lo mismo, cuando estaba obligado a hablar con personas de otro sexo.

Fue un día a la ciudad a hablar con una Señora de mediana condición, separada también de los bienes y de la vivienda de su marido, para algún asunto que requería una larga exposición; pero como la halló todavía en cama, le habló de aquel asunto en presencia de varias personas tan brevemente y en tan pocas palabras, que su compañero, que estaba presente y que tenía un conocimiento particular del asunto, quedó admirado y hasta edificado, al ver que el Sr. Vicente había terminado brevemente, por estar ella en cama, aunque él tenía por entonces más de setenta años.

El afecto especialísimo que sentía por esta virtud le movió en todo tiempo a retirar a muchas jóvenes y mujeres de las ocasiones del vicio contrario. En primer lugar en las misiones, separándolas y alejándolas de las personas que las incitaban al mal.

En segundo lugar, en las Provincias desoladas por la guerras, dotando de vestidos y de víveres a las que la necesidad ponía en peligro de abandonarse, particularmente en Lorena, pues de allí hizo venir a París a varios grupos de muchachas de buen ver, que eran las más expuestas a las zalamerías de la gente de guerra; y, por medio de las Damas de la Caridad, las puso a servir, y, en cuanto dependía de él, en casa de personas conocidas y piadosas.

En tercer lugar, por medio de la Señorita Poulaillon, la cual no solamente era del número de las Damas de la Caridad de París, además, estaba bajo la dirección particular del Sr. Vicente, y por sus consejos, su dirección y su ayuda ha retirado a un gran número de jóvenes honradas del peligro de perderse, cosa que conoce todo París. Esta virtuosa Señorita vino un día a ver al Sr. Vicente acompañada de una de sus jóvenes de catorce o quince años de edad, que era muy guapa. El Sr. Vicente le dijo que estaba mucho más obligada a Dios por haberla puesto en una casa de piedad, y en manos de una persona tan caritativa, que se preocupaba de su honor y de su salvación; que debía ser muy agradecida, y apreciar mucho la felicidad que tenía por estar así protegida; que usara bien de aquella gracia, y que Nuestro Señor le concedería muchas otras, porque El ama a las vírgenes y quiere estar siempre acompañado de ellas por donde va; por eso ella debía alegrarse.

En cuarto lugar, por medio de la Señorita Le Gras, su hija espiritual, haciendo que, en todo tiempo, recibiera en su casa a muchas jóvenes y mujeres solicitadas al mal, o en peligro de caer en él, para sacarlas de él, darles algunos consejos, e inducirlas a hacer el Retiro Espiritual, en espera de que las pudiera llevar a un sitio seguro.

Hemos visto en otro lugar lo que ha hecho en favor de las jóvenes de Santa Magdalena. Un burgués de París ha dado también este testimonio, que el Sr. Vicente le había dicho poco antes de su muerte, que bien hubiera deseado que en París hubiera un Asilo para albergar en él a las mujeres y a las jóvenes abandonadas, sobre todo a las que se dedican a pervertir a otras. Ambos hablaron varias veces sobre dicha cuestión; y aunque el Sr. Vicente veía grandes dificultades en la realización del plan, a pesar de todo había dado algún comienzo al proyecto de aquella Santa Obra con otras personas piadosas; y parece que, si hubiera vivido algún tiempo más, su celo por la castidad lo habría llevado a término, como hizo con tantas otras obras en las que puso la mano, Después de su muerte, las mismas personas que contribuían con él a aquel proyecto, lo han llevado tan adelante, que está a punto de quedar acabado.

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