Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 12, Sección 2

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Palabras notables del Sr. Vicente referentes a la mansedumbre que se debe practicar con el prójimo

Están sacadas de una Conferencia, que este Santo Varón pronunció un día a los suyos sobre el tema de esa virtud.

«La mansedumbre y la humildad —les dijo— son dos hermanas gemelas, que se llevan muy bien entre sí. Tenemos por Regla estudiarlas cuidadosamente en Jesucristo, que nos dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de cora675 zón. Se trata de una lección del Hijo de Dios. Aprended de mí. ¡Oh Salvador! ¡Qué palabra! Pero, ¡qué honor ser alumnos tuyos, y aprender esta lección tan corta y excelente, que nos hace ser como Tú eres! ¿No vas a tener Tú sobre nosotros la misma autoridad, que antaño tuvieron los filósofos sobre sus seguidores, que se apegaban tanto a sus sentencias, que bastaba con decir: El maestro lo ha dicho, para que las aceptasen y no se apartasen de ellas?».

«Si los filósofos, con sus razonamientos, producían ese efecto de adquirir tanto crédito entre sus discípulos, que sus palabras eran órdenes en lo tocante a las cosas humanas, Hermanos míos, ¡cuánto más Nuestro Señor, la Sabiduría eterna merecerá ser creído y seguido en las cosas divinas! ¿Qué le responderíamos en este momento, si nos pidiera cuentas de todas las lecciones que nos ha dado? ¿Qué le diremos a la hora de la muerte, cuando nos reproche el haberlas aprendido tan mal? Aprended de mí, dice, a ser mansos.Si sólo fuera un San Pablo o un San Pedro el que, por sí mismo, nos exhortara a aprender de él la mansedumbre, quizá podríamos excusarnos; pero es un Dios hecho hombre, que ha venido a la tierra para mostrarnos cómo debemos ser para hacernos agradables a su Padre; es el Maestro de los maestros quien nos enseña a ser mansos. ¡Danos, Señor mío, una parte en tu gran mansedumbre!: Te lo suplicamos en nombre de esa misma mansedumbre, que no puede negar nada».

«La mansedumbre tiene varios actos que se reducen a tres principales; y el primero de estos actos tiene dos oficios. El primero consiste en reprimir los movimientos de la cólera, las chispas de ese fuego que sube a la cara, que perturba el alma y que hace que uno no sea ya lo que era, y que un rostro sereno cambie de color y se ponga negruzco o inflamado por completo. ¿Qué hace la mansedumbre? Detiene ese cambio, impide al que la posee dejarse arrastrar a esos malos efectos. El que la posee no deja por eso de sentir el movimiento de la pasión, pero se mantiene firme, para que no lo arrastre. Se le podrá empañar la cara, pero desaparecerá bien pronto. Por lo demás, no hay por qué extrañarse de sus ataques, los movimientos de la naturaleza se adelantan a los del espíritu, pero éstos dominan a aquéllos. No hay que adelantarse a los ataques, sino pedir gracias para vencerlos, estando seguros de que, a pesar de que sintamos algún asalto en nosotros contrario a la mansedumbre, ella tiene la propiedad de reprimirlos. Ese es el primer oficio del primer acto, que es hermoso en grado sumo, y tan hermoso que impide que aparezca la fealdad del vicio: es una especie de resorte en las mentes y en las almas, que no solamente templa el ardor de la cólera, sino que ahoga sus menores sentimientos».

«El otro oficio del primer acto de la mansedumbre consiste en que, siendo a veces conveniente manifestar un poco de cólera, reprender, castigar, sin embargo, hace que las almas que poseen esta virtud de la mansedumbre, no hagan esas cosas por un arrebato natural, sino porque piensan que es necesario hacerlas como el Hijo de Dios, que llamó a San Pedro Satanás; que decía a los Judíos: ¡Fuera, hipócri tas!, no una vez, sino muchas. Esta palabra se repite diez o doce veces sólo en un capítulo. Y en otras ocasiones expulsó a los vendedores del Templo, derribando las mesas, y dio muestras de un hombre encolerizado. ¿Eran arrebatos de cólera? No, El poseía la mansedumbre en grado sumo. En nosotros esta virtud hace que uno sea dueño de su pasión; pero en Nuestro Señor, que sólo tenía propasiones, ella le hacía solamente adelantar o retrasar los actos de cólera, según le conviniera. Si, pues, se mostraba severo en ciertos momentos, El que era manso y benigno, era para corregir a las personas a las que hablaba, para expulsar el pecado, y para quitar el escándalo: era para edificar a las almas y para nuestra instrucción».

«¡Cuántos frutos produciría un Superior que obrase de ese modo! Sus correcciones serían bien recibidas, porque estarían hechas siguiendo la razón y no por humor; cuando reprendiese con energía, nunca lo sería por arrebato, sino siempre por el bien de la persona amonestada. Como Nuestro Señor debe ser nuestro modelo en cualquier condición que sea la nuestra, los que están al frente deben mirar cómo gobernó El, y regirse por El. Pues bien, El gobernaba por amor; y si alguna vez prometía la recompensa, otras proponía el castigo. Hay que obrar del mismo modo, pero siempre por el principio del amor; entonces se está en el estado en el que el Profeta quería que Dios estuviera, cuando Le decía: Domine, ne in furore tuo arguas me. Aquel pobre rey creía que Dios estaba enfadado con él, y por eso le suplica que no lo castigue en su furor. Todos los hombres están en la misma situación: nadie quiere ser corregido con ira. No sentir las primeras emociones, como ya lo he dicho, es un favor concedido a pocas personas; pero el hombre manso enseguida logra dominarse, «domina la cólera y la venganza, de manera que nada procede de él que no sea aplicado con amor».

«Por lo tanto, éste es el primer acto de la mansedumbre, que consiste en reprimir los movimientos contrarios, apenas se dejan sentir, bien sea deteniendo por completo la cólera, bien utilizándola debidamente en los casos necesarios, que nunca vaya separada de la mansedumbre. Por eso, señores, ahora que estamos hablando de ella, formemos el propósito de que, siempre que se nos presente alguna ocasión de enojarnos, detengamos cuanto antes este apetito para recogernos y elevarnos a Dios, diciéndole: Señor, que me ves asaltado por esta tenta ción, líbrame del mal que me sugiere».

«El segundo acto de la mansedumbre es tener una gran afabilidad, cordialidad y serenidad del rostro con las personas que se nos acerquen, de forma que les sirva de consuelo. De ahí procede que algunos con una cara sonriente y agradable contenten a todo el mundo; Dios los ha prevenido con esa gracia; por ella parece que les ofrecen su corazón, y les piden el de ustedes. Al contrario que otros que se presentan con una faz hosca, triste y desagradable, lo cual es contra la mansedumbre. Según eso, un verdadero Misionero hará bien con presentarse afablemente, y hacerse con una acogida tan cordial y amigable, que, con las señales de su bondad, dé consuelo y confianza a todos los que se acercan. Ustedes ven que esa dulce insinuación gana los corazones y atrae, según aquella palabra de Nuestro Señor: Que los mansos poseerán la tierra; y, por el contrario, han dicho de ciertas personas de condición, que, cuando están demasiado graves y frías, todo el mundo las teme y huye de ellas».

«Y como nosotros debemos trabajar con los pobres campesinos, con los Señores Ordenandos, con los Ejercitantes y con toda clase de personas, no es posible que podamos producir buenos frutos, si somos tierras áridas que sólo producen cardos. Hace falta una presencia agradable y atractiva para no repeler a nadie».

«Hace tres o cuatro días me consoló mucho una persona que salía de esta casa; había notado —decía— en ella una acogida dulce, una apertura de corazón y cierta sencillez encantadora (esas son sus palabras), que le habían dejado muy impresionado».

«Isaías dijo de Nuestro Señor Butyrum et mel comedet, ut sciat reprobare malum et eligere bonum, Comerá cuajada y miel, hasta que sepa rehusar lo malo, y elegir lo bueno. Ese discernimiento de las cosas sólo se da, así lo creo, a las almas que poseen mansedumbre; porque como la cólera es una pasión que turba la razón, es preciso que sea la virtud contraria la que dé el discernimiento y la luz a la misma razón».

«El tercer acto de la mansedumbre es cuando se ha recibido de alguien algún disgusto, no detener en eso su espíritu, ni manifestar ningún enfado, o bien, decir, excusándole: Lo ha hecho sin pensarlo; ha sido por precipitación; ha sido cues tión de impulso; y, por fin, desviar su pensamiento de la pretendida ofensa. Cuando una persona dice cosas molestas a esos espíritus mansos para enfadarlos, ellos no abren la boca para responder, y dan muestras de que no las oyen».

Dicen de un Canciller de Francia que un día, al salir del Consejo, un hombre que había perdido el pleito le dijo que era un juez malvado por haberle quitado sus bienes y arruinado a su familia con la sentencia que habían dado; y lo citaba al juicio de Dios, y le amenazaba con Su castigo. Y que en semejante ocasión aquel señor se marchó sin decir ni una palabra, y sin mirar ni a un lado ni a otro. Si se debió a la mansedumbre cristiana o a algún principio el que soportase semejante indignidad, yo me lo reservo; pero, sea como sea, debemos quedar muy confundidos, cuando nos irritemos alguna vez por puras fruslerías, considerando que el primer Magistrado de la Justicia del Reino, sufre el reproche vergonzoso que le lanza públicamente un pleitista, sin mostrarle, por su parte, resentimiento alguno, cosa ciertamente admirable, dado el cargo que él tenía, pues no le faltaban razones humanas, así como medios fáciles para castigar semejante temeridad.

«Pero Tu ejemplo, ¡Salvador mío! ¿no tendrá en nosotros un poder mayor? ¿Te veremos practicar una mansedumbre tan incomparable con los más criminales sin hacernos nosotros mansos? ¿No nos sentiremos impresionados por los ejemplos y las enseñanzas que encontramos en Tu escuela?».

«La mansedumbre no nos hace solamente excusar las afrentas y los tratos injustos recibidos; también quiere que se trate mansamente a los causantes con palabras amigables; y, si vienen a injuriarnos, hasta a darnos un bofetón, que se les sufra por Dios, y es precisamente esta virtud la que produce ese efecto. Sí, un servidor de Dios que la posea bien, cuando alguien pone la mano sobre él, ofrece a Dios ese trato brutal y se queda en paz».

«Si el Hijo de Dios era tan bondadoso en el trato, cuánto más brilló su mansedumbre en su pasión, hasta el punto de no proferir ninguna palabra hiriente contra los deicidas que le cubrían de injurias y de esputos y que se reían de sus dolores. Amigo le dice a Judas cuando le entregaba a sus enemigos: va al encuentro del traídor con esa palabra tan cariñosa: Amigo. Usó del mismo trato en todo el tiempo: ¿A quién buscáis? —le dice—; aquí me tenéis. Meditemos todo esto, señores, y encontraremos actos prodigiosos de mansedumbre que superan el entendimiento humano. ¡Oh Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué ejemplo para nosotros, que hemos emprendido Tu imitación! ¡Qué lección para los que no quieren sufrir nada, o si sufren, se inquietan y se amargan!».

«Después de esto, ¿no debemos aficionarnos a esa virtud de la mansedumbre, por medio de la cual no solamente nos hará Dios la gracia de reprimir los movimientos de la cólera, de portarnos amablemente con el prójimo y de devolver bien por mal, sino también de sufrir apaciblemente las tribulaciones, las heridas, los tormentos y la misma muerte, que nos podrían causar los hombres? Salvador mío: concédenos la gracia de aprovecharnos de las penas que Tú padeciste con tanto amor y tanta mansedumbre. Muchos las han aprovechado por tu bondad, y quizá sea aquí yo el único que aún no ha empezado a ser a la vez manso y paciente».

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