Caridad para con el prójimo en general
Después del gran mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, sigue a continuación el de amar al prójimo como a sí mismo, y son tan inseparables entre sí, que no podríamos cumplir perfectamente el primero, si se falta contra el segundo; y el que no ame a su prójimo, no podrá decir que tiene un verdadero amor a Dios porque piensa que tiene algunos sentimientos de fervor y de celo por su gloria.
El Sr. Vicente estaba muy persuadido de esa verdad, cuando decía que el precepto de amar al prójimo es tan importante, y tiene un privilegio tan notable, que quien quiera que lo observe cumple la Ley de Dios, porque todos los preceptos de esta Ley están relacionados con el amor al prójimo, según la doctrina del Santo Apóstol: Qui diligit proximum Legem implevit.
«Denme —decía hablando un día a los suyos— una persona que limita a Dios su amor, un alma, si quieren, elevada a la contemplación, que encuentra gusto en esa manera de amar a Dios que le parece lo único digno de ser amado y se detiene en saborear la fuente infinita de la dulzura, y que no se preocupa en absoluto de su prójimo; y denme otra que ama a Dios con todo su corazón, y que también ama al prójimo, aunque rudo, tosco e imperfecto, por amor a Dios, y que se dedica con toda su energía a llevarlo a Dios. Díganme, les ruego, ¿cuál de esos dos amores es más perfecto y menos interesado? Indudablemente el segundo, que une el amor de Dios con el amor al prójimo, o, para decirlo mejor, extendiendo el amor a Dios al prójimo, y relacionando el amor del prójimo con el de Dios, cumple la Ley con mayor perfección que el primero».
Y después aplicando la doctrina a los de su Congregación: «Debemos —les decía— grabar bien estas verdades en nuestros corazones para orientar nuestra vida según este amor perfecto, y para hacer según eso las obras, pues no hay nadie en el mundo más obligado a eso que nosotros; ni tampoco Compañías que deban estar más consagradas que la nuestra a la práctica externa de una caridad verdadera, porque nuestra vocación es ir no sólo a una parroquia, ni a una sola diócesis, sino por toda la tierra para abrasar los corazones de los hombres, y para hacer en ella lo que hizo el Hijo de Dios, el cual dijo que había venido a traer fuego a la tierra para inflamar los corazones de los hombres con su amor. Así que es cierto que estamos enviados no solamente para amar a Dios, sino también para hacer que le amen. No nos basta con amar a Dios, si nuestro prójimo no le ama por su parte; y no podríamos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, si no le procuramos el bien que estamos obligados a desearnos a nosotros mismos, a saber, el amor divino que nos une a El, que es nuestro Soberano Bien. Debemos amar a nuestro prójimo, como imagen de Dios y como objeto de Su amor, y hacer que recíprocamente los hombres amen a su amabilísimo Creador, y que se amen unos a otros con una caridad mutua por amor de Dios, que llegó a amarlos tanto que entregó a su propio Hijo a la muerte por ellos. Pero contemplemos, les ruego, señores, a este Divino Salvador como el perfecto ejemplar de la caridad que debemos tener para nuestro prójimo. ¡Oh Jesús! Dinos, si Te parece bien, ¿quién Te ha hecho descender del cielo para venir a sufrir la maldición de la tierra? ¿Qué exceso de amor Te ha llevado a humillarte hasta nosotros, y hasta el suplicio más infame de la cruz? ¿Qué exceso de caridad Te ha hecho exponerte a todas nuestras miserias, tomar la forma de pecador, llevar una vida doliente, y sufrir una muerte vergonzosa? ¿Dónde se podrá encontrar una caridad tan admirable y tan excesiva? Sólo el Hijo del hombre ha sido capaz de eso, y sólo El ha tenido un amor tan grande por sus criaturas hasta abandonar el trono de su gloria, para venir a tomar un cuerpo sometido a las debilidades y miserias de esta vida, y a hacer las obras sorprendentes que El hizo para establecer en nosotros y en medio de nosotros, con su ejemplo y con su palabra, la caridad de Dios y del prójimo. Sí, ese amor es el que lo ha crucificado y el que ha producido esta obra maravillosa de nuestra Redención. ¡Ah señores! ¡Si tuviéramos una chispa de ese fuego sagrado que abrasaba el corazón de Jesucristo, ¿nos quedaríamos con los brazos cruzados? ¿y dejaríamos abandonados a los que podemos atender? Cierto que no, porque la verdadera caridad no podría quedar ociosa, ni permitirnos ver a nuestros hermanos y amigos en necesidad, sin que les manifestáramos nuestro amor; y de ordinario los actos externos dan testimonio del estado interno. Los que poseen en su interior la verdadera caridad, la manifiestan al exterior: es propio del fuego iluminar y calentar, y es propio también del amor comunicarse».
Hablando otra vez a los de su Comunidad, decía que: «Los misioneros serían muy felices, si se hicieran pobres por haber ejercido la caridad con los demás; pero que no debían temer por eso el futuro, a menos que desconfiaran de la Bondad de Nuestro Señor, y de la verdad de Su palabra; que, si, a pesar de todo, —decía— Dios permitiera que fueran reducidos a la necesidad de ir a servir de vicarios en las aldeas para encontrar allí de qué vivir, o bien, que hasta algunos de ellos se vieran obligados a ir a mendigar el pan, o a acostarse en un rincón de un seto con la ropa destrozada y transidos de frío, y que en ese estado se le preguntara a uno de ellos: ¡ Pobre Sacerdote de la Misión! ¿ Quién le ha reducido a esa necesidad extrema?, ¡Qué felicidad, señores, sería poder responder: La caridad. ¡Oh! ¡Cuán estimado sería ese pobre Sacerdote ante Dios y ante los Angeles!».
Y a propósito de esto, los misioneros que había enviado a Argel para asistir y consolar a los pobres esclavos, se vieron un día en peligro de ser obligados a pagar una suma considerable por uno de los esclavos, en cuyos fiadores se habían constituido. El Sr. Vicente, al anunciar la noticia a los suyos, les dijo estas palabras dignas de que se las destaque: «Lo que se hace por caridad, se hace por Dios; y esto es una gran felicidad para nosotros, si es que nos encuentran dignos de usar lo que tenemos por caridad, es decir, por Dios, que es quien nos lo ha dado; agradeceremos y bendeciremos su infinita Bondad».
La caridad del Sr. Vicente era tan perfecta, y su corazón estaba tan lleno de la unción de aquella virtud divina, que se podía decir en cierto sentido que perfumaba a quienes tenían la dicha de tratar con él; de forma que se podía conocer que era del número de aquéllos de los que el Apóstol San Pablo hablaba, cuando decía Christi bonus odor sumus in omni loco, difundimos por todos los sitios el buen olor de Jesucristo. Hablando sobre esto cierto día a los suyos: «Cada cosa —les dijo— produce como una especie e imagen de sí misma, tal como lo vemos en un espejo, que representa los objetos reales tales cuales son: una cara fea aparece fea y una hermosa aparece hermosa. Igualmente las buenas o malas cualidades aparecen al exterior, y, sobre todo, la caridad, que es de por sí comunicativa, produce la caridad, y un corazón verdaderamente abrasado y animado por esta virtud hace sentir su fervor, y todo lo que está dentro de un hombre caritativo respira y predica la caridad».
Además, la caridad del gran Siervo de Dios no estaba encerrada ni limitada, sino que se extendía universalmente a todas las criaturas que eran capaces de recibir los efectos de ella. Ella le hacía abrazar con cariño a todos, y conservar, en cuanto de él dependiera, una unión sincera y cordial con todo el mundo. Esta virtud lo tenía constantemente unido y sumiso al Soberano Pastor de la Iglesia, que es nuestro Santo Padre el Papa, en cuya persona respetaba y amaba a Jesucristo, pues ocupa su lugar en la tierra. Y cuando la Santa Sede Apostólica estaba vacante por fallecimiento del Papa, no cesaba de rezar, y hacía que los suyos pidieran sin cesar a Dios, para que pluguiera a su Bondad conceder uno que fuera según su corazón. Y cuando la elección estaba ya hecha canónicamente, concebía un respeto y un afecto filial hacia quien estaba instalado en aquella sublime dignidad; y dejando a un lado otras consideraciones humanas, no veía en la persona del Soberano Pontífice más que lo que era de institución divina y de las órdenes de la Providencia y de la voluntad de Dios.
Esa misma virtud le inspiraba sentimientos de amor y de reverencia hacia los Prelados de la Iglesia, como veremos más en concreto en una de las Secciones siguientes, y le movía a rendirles todas las muestras de amabilidad y de sumisión, que podía según Dios: entraba en sus sentimientos, abrazaba sus intereses y sostenía su autoridad, deseaba y procuraba con todo su poder, que su clero (de ellos) y sus pueblos tuvieran para sus personas sagradas toda la veneración y toda la confianza que los hijos deben a sus padres, y que obedecieran humilde y prontamente a sus órdenes.
Estaba también muy unido por la misma virtud a los Párrocos y a los demás Pastores; los honraba y servía, según las ocasiones, a todos en general y a alguno de ellos en particular. A su vez, estaba unido a todas las Ordenes y a todas las Comunidades Religiosas, igual que con los seglares, y comunicaba, según las ocasiones, con los Superiores y Principales de cada Comunidad. Igualmente tenía una deferencia maravillosa a todas las personas constituidas en cargo o dignidad, sea eclesiástica o secular. De manera que, si alguno no consideraba agradable sus servicios, como un Señor en su tierra, un Párroco en su parroquia, o un Obispo en su diócesis, nunca acudía a otros más poderosos para hacerles aceptar lo que él deseaba hacer, aunque fuera justo o razonable. Prefería dejar de hacer un bien que hacerlo contra la voluntad de aquéllos.
Pero ha hecho particularmente profesión abierta de un afecto sincerísimo y de una fidelidad inviolable al servicio del Rey hasta exponer todo lo que de él dependiera, y hasta su misma vida, para sostener los intereses de Su Majestad. Eso manifestó un día un Señor de la Corte en presencia de varios otros a la Reina Madre durante la Regencia, diciendo: «Que conocía pocas personas adeptas como el Sr. Vicente, de una fidelidad sincera, constante y desinteresada al servicio del Rey y del Estado. Su Majestad sabe bien —dijo— cómo durante las revueltas de París expuso su casa al saqueo, y su vida al peligro de perderla por conservar la de su Canciller (de la Reina), a quien le autorizó a pasar por San Lázaro para ir en busca del Rey a Pontoise; y cómo sufrió la desgracia y la malevolencia de muchos por haberse mantenido firme y fiel en la ejecución de los piadosos designios de Su Majestad, particularmente en la administración de los bienes eclesiásticos. La Reina lo reconoció así, y declaró que era verdad».
Finalmente, el Sr. Vicente era amigo de todos los buenos, y tenía amigos en todos los lados cuya amistad conservaba y cultivaba sinceramente, no para ser carga de nadie, sino para mantener y fomentar la santa unión recomendada por el Hijo de Dios a los suyos, y más para hacer el bien que para recibirlo. También se puede decir en verdad que nunca un avaro cuidó tanto las ocasiones de conservar o acrecentar sus bienes, ni un ambicioso las de adquirir nuevos honores, como el Sr. Vicente las de hacer el bien al prójimo por un verdadero y sincero espíritu de caridad. Acerca de esto, no estará fuera de propósito presentar el testimonio de las Religiosas de la Visitación del primer Monasterio de París, que han sido sus hijas espirituales por espacio de treinta y cinco años. He aquí cómo han hablado de él: «El gran Siervo de Dios, ardiendo en Su amor, quería que cada cual se inflamara en él, y que la caridad fuera practicada en todas las formas que se pudiera realizar. No podía sufrir que en las Comunidades no se manifestara bastante aprecio de unos a otros, o que se le fuera a decir alguna cosa que fuera en desdoro del prójimo. Decía, que temía mucho la desolación de las Comunidades, cuando las personas que las componen no se mantienen muy unidas unas a otras; lo cual sólo sucede cuando falta la estima, el aguante y la caridad. Que era preciso que las Religiosas se miraran unas a otras como esposas de Jesucristo, templos del Espíritu Santo e imágenes vivas de Dios; y que bajo esa mirada tuvieran amor y respeto unas a otras. Para eso (añaden estas virtuosas servidoras de Dios) nos recomendaba especialmente dos cosas: la primera, acudir a la Bondad de Dios, que es todo amor y caridad, para pedirle parte de sus luces y fervores divinos de su Espíritu. La segunda, concebir un gran deseo de enmendarnos y de trabajar efectivamente en la enmienda de los defectos y las faltas que podríamos cometer contra la virtud de la caridad, haciendo fielmente sobre esta materia nuestro examen particular para corregir y quitar de nuestros corazones todo lo que pudiera, de la manera que fuese, alterar la unión que debíamos tener con Dios y entre nosotras mismas».
Y otra Religiosa de la misma Orden, cuya virtud ha difundido un olor muy bueno en el segundo Monasterio de París, ha dejado este testimonio sobre la caridad que había conocido en el Sr. Vicente: «Se puede asegurar —dice— verdaderamente que este Santo Varón ha imitado, lo más de cerca posible, la vida de Nuestro Señor Jesucristo, que no se dedicó a nada más que a hacer bien a todos, mientras estuvo en la tierra. Porque, ¿quién hay que no haya experimentado la caridad del Sr. Vicente en sus necesidades, ya para el alma, ya para el cuerpo? ¿Podrá encontrarse alguna persona afligida que, después de acudir a él, se haya retirado alguna vez sin hallar algún alivio en sus males? Pero, ¿ha habido alguien que haya podido negarse a tener confianza en él, cuando ha tratado de hablar con él y de consolarse? Y en cuanto a su propia vida y a los bienes de su Congregación, ¿a quién se le puede decir que existen, sino a los necesitados de ellos?».
Hay todavía una circunstancia que no debemos omitir referente a la caridad de la que estaba lleno el corazón del Sr. Vicente: es que lo impulsaba no sólo a aliviar las indigencias y las miserias tanto del cuerpo como del alma, sino también a ahorrar y salvar, tanto como podía, el honor y la fama del prójimo. Y es una cosa notable que nunca se le oyera quejarse de nadie, por muchos agravios o injurias que hubiera recibido, y menos aún censurar o negar la razón a alguien, cuando únicamente se trataba de sus propios intereses; al contrario, los ausentes disponían en todos los sitios donde se hallaba de un abogado que defendía siempre su causa, y que abogaba abiertamente en favor de la caridad; de modo que, como hablaba siempre bien de todos cuando se lo permitía la verdad, no decía ni sufría nunca que se dijera en su presencia nada malo de nadie, y no quería que se le censurara, o que le dijeran el menor mal de sus enemigos.