Vida de san Vicente de Paúl: Libro Segundo, Capítulo 2, Sección 4

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Ideas del Sr. Vicente referentes a los Ejercicios de Ordenandos

Antes de hablar del progreso y de los frutos de estos Ejercicios, no estará fuera de lugar referir aquí las ideas que el Sr. Vicente tenía a propósito de ellos, y de qué términos se servía para exhortar a los de su Congregación a que se dedicaran a ellos con toda su ilusión

«Dedicarse a hacer buenos sacerdotes —les decía cierta vez— y concurrir como causa segunda eficiente instrumental, eso es hacer el oficio de Jesucristo, quien durante su vida mortal parece haberse propuesto formar doce buenos sacerdotes, que son los apóstoles; y para eso quiso vivir varios años con ellos; para instruirlos y para iniciarles en ese divino ministerio».

Y otro día, una conferencia que tenía con los de su Comunidad sobre este mismo tema, después de hacer hablar a varios, la acabó en los siguientes términos:

«Bendito seas, Señor, por las cosas buenas que se acaban de decir y que has inspirado a los que han hablado. Pero, Salvador mío, todo eso no servirá de nada, si tú no pones la mano en ello; es preciso que sea tu gracia la que ponga por obra todo lo que se ha dicho, y que nos dé ese espíritu sin el que no podemos nada. ¿Qué es lo que sabemos hacer nosotros pobres desgraciados? Señor, danos el espíritu de tu sacerdocio, que tenían los apóstoles y los primeros sacerdotes que les han seguido. Danos el verdadero espíritu de ese sagrado carácter que has puesto en unos pobres pescadores, en unos artesanos, en pobres gentes de aquel tiempo, a los que, por tu gracia, has comunicado ese grande y divino espíritu. Porque nosotros también, Señor, somos sólo unas insignificantes personas, pobres labradores y aldeanos; y ¿qué proporción hay entre nosotros desgraciados y una ocupación tan santa, tan eminente y tan celestial? ¡Oh señores y hermanos míos! ¡Cuánto no deberemos nosotros rezar por esto, y cuántos esfuerzos no habremos de realizar por esta necesidad tan grande de la Iglesia, que se está arruinando en muchos sitios por la mala vida de los sacerdotes!. Porque ellos son quienes la pierden, y quienes la arruinan. Y es demasiado cierto que la depravación del estado eclesiástico es la causa principal de la ruina de la Iglesia de Dios. Estaba hace unos días en una reunión, donde había siete prelados. Al reflexionar sobre los desórdenes que se ven en la Iglesia decían abiertamente que los eclesiásticos eran su principal causa».

«Son los sacerdotes, sí, nosotros somos la causa de esta desolación que produce estragos en la Iglesia, de este deplorable retroceso que ha sufrido en tantos sitios, pues está totalmente arruinada en Asia y en Africa, y también en gran parte de Europa, como en Suecia, en Dinamarca, en Inglaterra, Escocia, Holanda y otras Provincias Unidas, y en una gran parte de Alemania. Y ¿cuántos herejes estamos viendo en Francia? Y miren Polonia, que estando ya muy infectada de herejía, está en la actualidad, por la invasión del Rey de Suecia, en peligro de perderse para la religión».

«¿No les parece, señores, que Dios quiere trasladar su Iglesia a otros países? Sí. Si no cambiamos, hemos de temer que Dios nos lo quite todo, sobre todo cuando vemos a esos enemigos tan poderosos de la Iglesia combatir con mano poderosa. A ese terrible Rey de Suecia, que en menos de cuatro meses ha ocupado gran parte de ese gran Reino mucho es de temer que lo haya suscitado Dios para castigar nuestros desórdenes. Son los mismos enemigos de quienes Dios se ha servido otras veces para lo mismo. De allí salieron los godos, visigodos y vándalos, de los que Dios se sirvió hace dos siglos para afligir a su Iglesia. Todo esto, lo más extraño que haya sucedido jamás, tiene que mantenernos en guardia. ¡Un Reino de tanta extensión, invadido en un momento, en menos de cuatro meses! ¡Señor, quién sabe si tan tremendo conquistador se quedará allí! ¡Quién sabe! En fin, ¡ab aquilone pandetur omne malum!De allí salieron los males que sufrieron nuestros antepasados, y por ese lado es por donde hemos de temer nosotros.

«Pensemos, pues, en la enmienda del estado eclesiástico, ya que los malos sacerdotes son la causa de todas esas desdichas, y son ellos quienes las atraen sobre la Iglesia. Aquellos buenos prelados lo reconocieron así por su propia experiencia, y lo confesaron delante de Dios. Nosotros hemos de decir: «Sí, Señor, nosotros hemos provocado tu cólera; nuestros pecados son los que han atraído esas calamidades; sí, los clérigos y los que aspiran al estado eclesiástico, los subdiáconos, los diáconos, los sacerdotes, nosotros que somos sacerdotes, somos los que hemos causado esta desolación en la Iglesia. Y ¿qué podemos hacer ahora, Señor, sino afligirnos en tu presencia y proponernos cambiar de vida? Sí, Salvador mío, queremos contribuir en todo lo que podamos a satisfacer por nuestras culpas pasadas y a mejorar el estado eclesiástico. Para eso nos hemos reunido aquí y pedimos tu gracia».

«¡Ah, señores!, ¿qué podemos hacer? Dios nos ha confiado a nosotros esta gracia tan grande de contribuir a la restauración del estado eclesiástico. Dios no se ha dirigido para esto a los doctores ni a tantas comunidades llenas de ciencia y santidad, sino que se ha dirigido a una insignificante, pobre y desgraciada Compañía, la última y la más indigna de todas. ¿Qué es lo que Dios ha visto en nosotros para tan gran tarea? ¿Dónde están nuestros títulos? ¿Dónde las acciones ilustres y brillantes que hemos hecho? ¿Dónde esa capacidad? No hay nada de todo eso; ha sido a unos pobres desgraciados idiotas a los que Dios, por pura voluntad suya, se ha dirigido para intentar una vez más reparar las brechas del Reino de su Hijo y del estado eclesiástico. Señores, conservemos bien esta gracia que Dios nos ha hecho por encima de tantas personas doctas y santas que se la merecían más que nosotros, pues, si llegamos a hacerla inútil con nuestra negligencia, Dios nos la retirará para dársela a otros y castigarnos por nuestra infidelidad».

«¡Ah! ¿Quién de nosotros será causa de tan gran desdicha y privará a la Iglesia de tanto bien? ¿No seré yo, desgraciado? Que cada uno de nosotros ponga la mano en su conciencia y diga dentro de sí; ¿No seré yo ese desgraciado?¡Ay! basta con un solo desgraciado, como yo, para apartar con sus abominaciones los favores del cielo a toda una casa y hacer caer sobre ella la maldición de Dios! ¡Tú, Señor, que me ves totalmente cubierto y lleno de pecados que me llenan de confusión, no prives por ello de tus gracias a esta pequeña Compañía! Haz que siga sirviéndote con humildad y fidelidad y que coopere en los designios que tú pareces tener de realizar por su ministerio un último esfuerzo para contribuir a restablecer el honor de tu Iglesia».

«Y ¿cuáles son los medios para eso? ¿Qué hemos de hacer por el buen resultado de esta próxima Ordenación? Hay que rezar mucho, dada nuestra insuficiencia; ofrecer para ello en todo este tiempo nuestras comuniones, mortificaciones y todas nuestras oraciones y plegarias, orientándolo todo a la edificación de los señores Ordenandos, con los que hemos de tener además toda clase de respeto y cortesía, sin hacernos lo entendidos, sino sirviéndoles con cordialidad y humildad. Esas deben ser las armas de los misioneros; por ese medio alcanzaremos nuestro mayor éxito: por la humildad que nos hace desear la confusión de nosotros mismos. Créanme, señores y hermanos míos, es una máxima infalible de Jesucristo, que muchas veces les he recordado de parte de El, que, cuando un corazón se vacía de sí mismo, Dios lo llena, Dios es el que mora y actúa en él. Y el deseo de la confusión es el que nos vacía de nosotros mismos, es la humildad, la santa humildad. Entonces no seremos nosotros los que obraremos, sino Dios en nosotros, y todo irá bien».

«Ustedes que trabajan directamente en esta obra, ustedes que deben poseer el espíritu sacerdotal y lo inspirarán a quienes no lo tienen, ustedes a quienes Dios ha confiado esas almas, para que las preparen a recibir ese Espíritu Santo y santificador, no miren más que a la gloria de Dios, tengan con El sencillez de corazón y sean respetuosos con esos señores. Sepan que es así como podrán aprovechar; todo lo demás les servirá de poco. Solamente la humildad y la pureza de intención de agradar a Dios es lo que ha hecho prosperar esta obra hasta el presente».

«Les pido que cuiden las ceremonias y que la Compañía evite las faltas que se cometen ordinariamente. Es verdad que las ceremonias no son más que la sombra, pero la sombra de otras cosas mayores que requieren que las hagamos con toda la atención posible y que observemos un silencio religioso y una gran modestia y gravedad. ¿Cómo quieren que las hagan bien esos señores, si no las hacemos bien nosotros? Cantemos con pausa y moderación, que se note en la salmodia un aire de devoción. ¡Ah! ¿qué le diremos a Dios, cuando nos pida cuentas de estas cosas, si las hemos hecho mal?»

«Bien, señores y hermanos míos —les dijo en otra ocasión— estamos a punto de empezar esta gran obra que Dios ha puesto en nuestras manos. Mañana, Dios mío, hemos de recibir a los que tu Providencia ha resuelto enviarnos, para que contribuyamos contigo a hacerlos mejores. ¡Qué gran palabra es ésta, señores! ¡Hacer mejores a los eclesiásticos! ¿Quién podrá comprender la altura de esta misión? Es la más elevada de todas. ¿Qué cosa hay más grande en el mundo que el estado eclesiástico? No pueden comparase con él los reinos ni los principados. Saben ustedes que los Reyes no pueden, como los sacerdotes, cambiar el pan en el cuerpo de Nuestro Señor, ni perdonar los pecados, ni todas las otras ventajas que ellos tienen por encima de las grandezas temporales. Sin embargo, ésas son las personas que Dios nos envía para santificarlas. ¿Hay algo semejante? ¡Qué Obreros tan pobres e insignificantes! ¡Qué poco preparados están para la dignidad de este oficio! Pero, puesto que Dios le ha hecho a esta Compañía, la última de todas y la más pobre, el honor de dedicarla a eso, es menester que, de nuestra parte, pongamos todo el interés en hacer que tenga éxito este trabajo apostólico, que tiende a disponer a los eclesiásticos a recibir los Ordenes mayores y a cumplir bien sus funciones; porque unos serán párrocos, otros canónigos, otros prebostes, abades, obispos, sí, obispos. Esas son las personas que recibiremos mañana» «La semana pasada se celebró una reunión de obispos para poner remedio a la embriaguez de los sacerdotes de cierta Provincia; había muchos obstáculos para ello. Los santos doctores dicen que el primer paso de una persona que desea adquirir la virtud es dominar su boca; pues bien, la boca domina a las personas que le dan todo lo que pide. ¡Qué desorden! Son sus siervos, sus esclavos; no son más que lo que ella quiere; no hay nada tan villano, tan digno de lástima como ver a unos sacerdotes, casi todos los de una Provincia, sometidos a ese vicio, hasta obligar a reunirse a sus prelados, llenos de preocupación, para encontrar algún remedio a esa desgracia. ¿Qué hará el pueblo al ver eso? ¿Y qué hemos de hacer nosotros, hermanos míos, para darnos a Dios a fin de ayudar a retirar a sus ministros y a su esposa de esa infamia y de tantas otras miserias en que los vemos hundidos? No es que todos los sacerdotes estén en semejante desorden; no, Salvador, ¡también hay santos eclesiásticos! Muchos vienen a hacer el Retiro con nosotros, párrocos y otros que vienen desde muy lejos para ordenar debidamente su espíritu. Y ¡cuántos y cuán buenos sacerdotes hay también en París! Hay muchos. Entre esos señores de las Conferencias, que se reúnen aquí, no hay ni uno solo que no sea muy ejemplar; todos trabajan con frutos notables» «Hay también malos eclesiásticos en el mundo, y yo soy el peor, el más indigno y el más pecador de todos. Pero también, en contraposición, hay otros que alaban mucho a Dios con la santidad de su vida. ¡Qué dicha que Dios haya querido servirse de unos pobres como nosotros, sin ciencia ni virtud, no sólo para ayudar a enderezar a los eclesiásticos caídos y deshonrados, sino también para perfeccionar a los buenos, como vemos que se consigue con su gracia! ¡Qué dicha la de ustedes señores, poder derramar con su devoción, dulzura, afabilidad, modestia y humildad, el espíritu de Dios sobre esta almas, y servir a Dios en la persona de sus mayores servidores! ¡Qué dicha la suya de poderles dar buen ejemplo en las conferencias, en las ceremonias, en el coro, en el refertorio y en todas partes! ¡Y qué felices seremos todos, si, por nuestro silencio, discreción y caridad, respondemos a las intenciones por las que Dios nos los envía, usando de una vigilancia especial para ver, observar y proporcionar inmediatamente todo lo que pueda contentarles, mostrándonos ingeniosos en atender y servir a sus necesidades. Los edificaremos si obramos así. Hemos de pedirle esta gracia a nuestro Señor. Ruego a los sacerdotes que celebren la santa misa, y a nuestros Hermanos que la oigan por esta intención».

«Ya está cerca la Ordenación —dijo en otra ocasión.— Le pediremos a Dios que dé su espíritu a los que tengan que hablar a esos señores en las charlas y en las conferencias. Que cada uno intente sobre todo edificarles con su humildad y su modestia. Pues no se les ganará por la ciencia ni por las cosas bonitas que se les digan. Son más sabios que nosotros: muchos son bachilleres y algunos licenciados en teología, otros doctores en derecho, y hay pocos que no sepan la filosofía y parte de la teología; todos los días disputan acerca de esas cosas. Casi nada de lo que se les diga aquí es nuevo para ellos: ya lo han leído u oído; ellos mismos dicen que no es eso lo que les impresiona, sino las virtudes que aquí ven practicar. Mantengámonos en nuestra bajeza, señores, a la vista de una ocupación tan honorable, como es la de ayudar a hacer buenos sacerdotes, pues ¿acaso hay algo más excelente? Mantengámonos humildes pensando en nuestra insignificancia, ya que somos pobres de ciencia, pobres de ingenio, pobres de condición ¡Ay! ¿Cómo nos habrá escogido Dios para una cosa tan grande? Es que de ordinario se sirve de los instrumentos más bajos para las obras extraordinarias de su gracia; como en los sacramentos, donde se sirve del agua y de las palabras para conferir sus gracias más grandes».

«Pidamos a Dios por esos señores; pero recemos también por nosotros, para que aparte todo lo que pueda ser causa de que ellos rechacen los efectos del espíritu de Dios que El parece querer comunicar a la Compañía para esta tarea. ¿Habéis ido alguna vez en peregrinación a algún lugar de devoción? Muchas veces, al entrar allí, se siente uno como fuera de sí, viéndose unos de pronto elevados hasta Dios, otros llenos de devoción, impresionados ante el respeto y la reverencia que se palpa en aquel lugar sagrado, y otros con diversos sentimientos. ¿De dónde proviene todo eso? De que el espíritu de Dios está allí, haciéndose sentir de aquellas formas. Pues bien, hemos de pensar que ocurrirá lo mismo con esos señores, si reside aquí el espíritu de Dios».

«Hay que conseguir que la moral les resulte familiar, y bajar siempre a los detalles, para que la entiendan y comprendan bien; hay que buscar siempre eso, que los oyentes puedan referir todo lo que han oído en la charla. Pongamos mucho cuidado para que el maldito espíritu de la vanidad no se apodere de nosotros, empeñándonos en hablarles de cosas altas y elevadas; eso no haría más que destruir, en vez de edificar. Se quedarán con todo lo que se les ha dicho en la charla, si se les inculcan las ideas sencillamente, y si se les habla solamente de eso, y no de otras cosas, tal como conviene hacerlo por muchas razones».

El Sr. Vicente felicitó a uno de lo Hermanos de la casa que, al repetir la oración, dijo que había pedido a Dios que enviara buenos prelados a la Iglesia, y se aprovechó de aquella idea para decir lo que sigue:

«Dios le bendiga, Hermano. Ha hecho muy bien en pedirle a Dios que haga buenos prelados, buenos párrocos, buenos sacerdotes, y eso es lo que todos debemos pedirle. Como son los pastores así son también los pueblos. Se atribuyen a los oficiales de un ejército los buenos y malos resultados de la guerra. Y se puede decir también, que si los misioneros de la Iglesia son buenos, si cumplen con su deber, todo irá bien. Y, por el contrario, si no lo son, serán la causa de todos los desórdenes».

«Todos hemos sido llamados por Dios al estado que hemos abrazado para trabajar en una obra maestra. Porque es una obra maestra en este mundo hacer buenos sacerdotes, pues no se puede pensar que exista cosa ni más grande ni más importante. Nuestros Hermanos también pueden contribuir a esto con su buen ejemplo y con sus trabajos externos. Pueden hacer su oficio con esta intención: que Dios quiera conceder su espíritu a los sres. Ordenandos. Todos los demás pueden hacer lo mismo, y todos deben tratar de edificarlos; y si fuera posible adivinar sus inclinaciones y sus deseos, habría que adelantárseles para darles contento en cuanto se pida razonablemente. En fin, los que tengan la dicha de hablarles, y quienes asisten a sus conferencias, deben, cuando les hablen, elevarse a Dios para recibir de El lo que tengan que decirles. Porque Dios es una fuente inagotable de sabiduría, de luz y de amor; de El debemos sacar lo que vayamos a decir a otros. Debemos aniquilar nuestro espíritu propio y nuestros sentimientos particulares, para dejar sitio a las operaciones de la gracia, que es quien ilumina y enardece los corazones. Hay que salir de sí mismo para entrar en Dios; hay que consultarle para hacerse con su lenguaje, y pedirle que hable El en nosotros y por nosotros. Así es como hará su obra, y nosotros no estropeamos nada. Nuestro Señor, al vivir entre los hombres, no hablaba de sí mismo: «Mi ciencia —decía— no es mía, sino de mi Padre; las palabras que les digo no son mías, sino de Dios». Esto nos demuestra cuánto debemos acudir a Dios. Podrá suceder quizás, que si Dios quiere que se consiga algún fruto, sea por las oraciones de un Hermano, que ni se acercará a esos señores: estará ocupado en su trabajo ordinario, y trabajando así es como acudirá a Dios sin cesar para pedirle que le plazca bendecir la Ordenación; y puede ser también que sin pensar en ello, Dios hará el bien que desea por las buenas disposiciones de su corazón»

«Hay en los salmos: Desiderium pauperum exaudivit Dominus… El Sr. Vicente se detuvo entonces, porque no se acordaba del resto del versículo, y preguntó: ¿Cómo sigue el versículo? Entonces su asistente lo acabó diciendo: Praeparationem cordis eorum audivit auris tua. — ¡Dios le bendiga, señor!, le dijo el Sr. Vicente con gran sentimiento de alegría al ver la hermosura de ese párrafo, que repitió varias veces con expresiones devotas y conmovedoras, para inculcárselas a sus hijos. ¡Qué forma más maravillosa de hablar —añadió— digna del Espíritu Santo!. El Señor ha escuchado el deseo de los pobres, ha oído la preparación de su corazón para hacernos ver que Dios escucha a las almas bien dispuestas, incluso antes de que se lo pidan. Eso nos sirve de mucho consuelo, y debemos animarnos en el servicio de Dios, aunque en nosotros sólo veamos miserias y pobrezas. ¿Se acuerdan ustedes de la lectura de la mesa que se nos hizo ayer? Nos decía que Dios oculta a los humildes los tesoros de la gracia que El les ha comunicado. Y uno de estos días me preguntaba uno de los nuestros ¿qué era eso de la sencillez? No conocía aquella virtud, y, a pesar de todo, la poseía; creía que no la tenía, y, sin embargo, es un alma de las más sencillas de la Compañía»

«Algunos me han contado que, cuando fueron a trabajar en cierto sitio donde había muchos eclesiásticos, vieron que casi todos estaban de sobra: recitan su breviario más mal que bien, y se acabó. Pero lo peor es que viven en el vicio y el desorden. Si Dios quisiera hacernos muy interiores y recogidos, podríamos esperar que Dios se sirviera de nosotros, por muy insignificantes que seamos, para hacer algún bien, no sólo por lo que toca al pueblo, sino también y principalmente, por lo que toca a los eclesiásticos. Aunque no digan ustedes ni una sola palabra, si están muy ocupados por Dios, llegarán a conmover los corazones con su sola presencia. Los Sres. Abades de Chandenier y los otros señores que acaban de dar la misión en Metz, de Lorena, con gran bendición, iban de dos en dos con sobrepelliz, de su alojamiento a la Iglesia y de la Iglesia a su alojamiento, sin decir ni palabra y con un recogimiento tan grande, que los que los veían admiraban su modestia, pues no habían visto cosa parecida. Su modestia era una predicación muda, pero tan eficaz que ha contribuido tanto o más, según lo que me han dicho, que todo lo demás al éxito de la misión. Lo que el ojo ve nos afecta más que lo que el oído oye; y creemos antes en un bien que vemos, que en el que oímos. Y aunque la fe entra por el oído, fides ex auditu, sin embargo, las virtudes, que vemos practicar causan en nosotros más impresión que las que nos enseñan. Todas las cosas físicas tienen sus especies diferentes, por ellas se las distingue: cada animal, y hasta el hombre, tiene sus especies, que lo dan a conocer tal cual es, y distingue a uno de otro género parecido. De igual manera los servidores de Dios tienen especies que los distinguen de los hombres carnales; tienen una apariencia exterior humilde, recogida y devota, que procede de la gracia que poseen en el interior, la cual realiza sus operaciones en el alma de los que los contemplan. Hay personas llenas de Dios en su interior, a quienes nunca miro sin quedar tocado. Los pintores en las representaciones de los santos nos lo representan rodeados de rayos; es que los justos, que viven tan santamente en la tierra, difunden una luz al exterior que sólo es propia de ellos. Aparecía tanta gracia y modestia en la Santísima Virgen, que causaba reverencia y devoción en quienes tenían la dicha de verla. Y en Nuestro Señor aparecía una aún mayor: igual sucede, en la debida proporción, en los otros santos».

«Todo esto nos hace ver, señores y hermanos míos, que si trabajan en la adquisición de las virtudes, si se llenan de las cosas divinas, y si cada uno en particular tiende continuamente a su perfección, aún cuando no tengan ustedes ningún talento externo para tener éxito ante los señores Ordenandos, Dios hará que sólo la presencia de ustedes lleve la luz a los entendimientos de ellos y caliente sus voluntades para hacerlos mejores. Quiera Dios concedernos esta gracia. Es una cosa tan difícil y tan noble que sólo Dios puede hacer progresar algo en ella. Por eso, le debemos pedir sin cesar que dé su bendición a los pequeños servicios que tratarán de prestarles y a la palabra que les dirán. Santa Teresa, que en su tiempo veía la necesidad que tenía la Iglesia de buenos obreros, pedía a Dios que le pluguiera hacer buenos sacerdotes, y quiso que las monjas de su orden rezasen a menudo por esta intención. Y quizás la mejoría que se nota en la actualidad en el estado eclesiástico se deba en parte a la devoción de aquella gran santa; porque Dios siempre ha usado de instrumentos débiles para grandes proyectos. En la institución de la Iglesia ¿no escogió a pobre gente ignorante y rústica? Gracias a ellos Nuestro Señor ha derribado la idolatría; gracias a ellos los príncipes y poderosos de la tierra se han sometido a la Iglesia, y se ha extendido nuestra santa religión por todo el mundo. El puede servirse también de nosotros, por muy insignificantes que seamos, para ayudar al progreso del estado eclesiástico en la virtud. En el nombre de nuestro Señor, señores y hermanos míos, démonos a El, para contribuir todos con nuestros servicios y con nuestros ejemplos, con oraciones y con mortificaciones.»

Estas breves y patéticas exhortaciones sólo son unas muestras de tantas y tantas otras que el Sr. Vicente hizo sobre esta materia. Pueden hacer ver por un lado que la Iglesia experimentaba una grandísima necesidad de buenos sacerdotes, y que importa muchísimo no entrar en los Ordenes sin una buena preparación. Y por otra parte, el fervor que el Sr. Vicente tenía para preparar a los que lo intentaban, y el interés que tenía en inspirar a su Compañía ese mismo afecto, indicándole los medios mejores para obtener un resultado satisfactorio, como son: la humildad, la dulzura, el respeto, la penitencia, la oración, la vida interior y la pureza de intención. Les inducía a ello eficazmente con su ejemplo, porque si era poderoso en palabras, aún lo era más en obras, y sabía bien unir la práctica con la persuasión. Eso mismo se ve en los discursos: en ellos se humilla a sí mismo y humilla a su Compañía, exhortándola a la humildad y, al incitar a los demás a la oración, también él se eleva a Dios, y los atrae a El suavemente. En fin, rectifica sus intenciones con la rectitud y perfección de las suyas propias.

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