Vida de san Vicente de Paúl: Libro Primero, Capítulo 8

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.

La confesión general, que recomienda hacer a un campesino, da lugar a la primera misión, y el éxito de la misión le hace emprender otras


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La Señora Generala de las Galeras sentía una alegría y un consuelo indecible por tener en su casa al Sr. Vicente; lo miraba como a un segundo ángel de la guarda, que atraía todos los días nuevas gracias sobre la familia por su celo y por su prudente comportamiento. Como aspiraba incesantemente a la perfección, y ése era también el deseo de su sabio director: ayudarla y proporcionarle todos los medios posibles para hacerle avanzar en ella; así impulsados por el mismo espíritu, ambos se dedicaban a diversas obras buenas. La virtuosa Señora hacía grandes limosnas para socorrer a los pobres, particularmente a los de sus tierras. Iba a visitar a los enfermos y les servía con sus propias manos. Ponía particular empeño en que sus oficiales hicieran buena y pronta justicia, y para eso se preocupaba de dotar los cargos con personas honradas; y no contenta con eso, se dedicaba a culminar por sí misma amigablemente los procesos y las diferencias nacidas entre los súbditos y a serenarlas disputas. Y, sobre todo, se convertía en protectora de las viudas y de los huérfanos, e impedía que se les causara alguna opresión o injusticia. En fin, contribuía, en cuanto podía, a procurar que Dios fuera honrado y servido en todos los lugares en donde ella tenía algún poder. Para todo eso estaba autorizada y sostenida por la piedad de su Señor marido, y ayudada por la presencia y por los consejos del Sr. Vicente, quien, por su parte, no dejaba de ejercer su caridad y su celo en tales ocasiones, visitando y consolando a los enfermos, instruyendo y exhortando a la gente con sus charlas públicas y particulares, y usando de todas las formas posibles para ganar almas a Dios

Sucedió, más o menos el año 1616, que habiendo marchado a Picardía con la Señora dueña de aquellas tierras, se detuvo en el castillo de Folleville, diócesis de Amiens. Cuando estaba ocupado en obras de misericordia, un día le vinieron a rogar que fuera a la aldea de Gannes, a unas dos leguas del castillo, para confesar a un campesino gravemente enfermo y que había manifestado deseos de recibir tal consuelo

Aunque aquel hombre había vivido siempre con fama de hombre de bien, el Sr. Vicente, cuando fue a verlo, pensó en recomendarle una confesión general para poner su salvación en mayor seguridad. Pareció por sus consecuencias que el pensamiento le venía de Dios, que quería mostrar su misericordia a aquella pobre alma, y servirse de su fiel ministro para retirarla de la pendiente del precipicio adonde iba a caer; porque por muy buena que fuera en apariencia la vida de aquel hombre, se encontró con que tenía la conciencia abrumada por varios pecados mortales sin confesar por vergüenza, y que nunca había declarado en confesión, según afirmó e hizo público en alta voz más tarde hasta en presencia de la Señora, que le había hecho la caridad de visitarle. «¡Ah, Señora! ­le dijo­ me hubiera condenado, si no llego a hacer una confesión general por causa de los pecados graves que no me había atrevido a confesar». Esas palabras son suficiente testimonio de la viva contrición del pobre enfermo y de los sentimientos con los que terminó su vida al cabo de tres días a la edad de sesenta años, debiendo su salvación ante Dios al Sr. Vicente.

Al relatar más adelante lo que había pasado en cierta ocasión a los Señores de su Compañía añadió:

«Que la vergüenza impide a mucha de esa gente campesina confesar a sus párrocos todos sus pecados, y eso los mantiene en un estado de condenación. A este propósito preguntaron un día a uno de los hombres más ilustres de este tiempo si podía salvarse esa gente con la vergüenza, que les quita el valor de confesar ciertos pecados. Respondió que era indudable que, si morían en ese estado, se condenarían. ¡Ay Dios mío! ­dije entonces en mi interior­ ¡Entonces cuántos se perderán! ¡Y qué importante es la práctica de la confesión general para remediar esa desgracia, ya que va acompañada de ordinario de una verdadera contrición! Aquel hombre decía en voz alta que se habría condenado, porque estaba verdaderamente tocado del espíritu de penitencia; y cuando un alma está llena de él, concibe tal horror al pecado, que, no sólo lo confiesa al sacerdote, sino que estaría dispuesto a acusarse públicamente de él, si fuera necesario para su salvación. He visto a algunas personas que, después de su confesión general, deseaban declarar públicamente sus pecados delante de todo el mundo, de forma que apenas se las podía contener; y aunque les prohibía que lo hicieran, me decían: No, Padre, se los diré a todos; soy un desgraciado, merezco la muerte. Fíjense en la señal de la gracia y en la fuerza del arrepentimiento. He visto muchas veces ese deseo, y se observa con frecuencia. Sí, cuando Dios entra de ese modo en el corazón, le hace concebir tal horror de las ofensas que ha cometido, que le gustaría manifestarlas a todo el mundo. Hay quienes, tocados por ese espíritu de compunción, no encuentran ninguna dificultad en decir en alta voz: Soy un malvado, porque en tal y tal ocasión he hecho esto y esto. Le pido perdón a Dios, al Sr. párroco y a toda la parroquia. Vemos cómo lo han practicado los mayores santos. San Agustín, en sus Confesiones, manifestó sus pecados a todo el mundo, imitando a san Pablo, que declaró en voz alta y publicó en sus Epístolas que había sido blasfemo y perseguidor de la Iglesia, a fin de manifestar las misericordias de Dios para con él. Tal es el efecto de la gracia, cuando llena un corazón: echa fuera de él todo lo que le es contrario».

 

Así fue la gracia que causó tan saludable operación en el corazón del campesino, hasta hacerle confesar públicamente, incluso delante de la Señora Generala, cuyo vasallo era, las confesiones sacrílegas y los enormes pecados de su vida pasada. Esta virtuosa Señora, llena de admiración, exclamó, dirigiendo la palabra al Sr. Vicente:

«¡Ah, señor! ¿Qué es esto? ¿qué es lo que acabamos de oír? Eso mismo les pasa a la mayor parte de esta pobre gente. Si este hombre, que pasaba por un hombre de bien estaba en estado de condenación, ¿qué no ocurrirá con los demás que viven tan mal? ¡Ay, Sr. Vicente! ¡Cuántas almas se pierden! ¿Cómo podríamos remediar esto?»

 

«Era el mes de enero de 1617 cuando sucedió esto. Y el día de la Conversión de san Pablo, que es el 25, esta Señora me pidió ­dijo el Sr. Vicente­ que tuviera un sermón en la iglesia de Folleville para exhortar a sus habitantes a la confesión general, y luego les enseñé la manera de hacerlo debidamente. Y Dios tuvo tanto aprecio de la confianza y de la buena fe de aquella Señora (pues el gran número y la enormidad de mis pecados hubieran impedido el fruto de aquella acción) que bendijo mis palabras y todas aquellas gentes se vieron tan tocadas de Dios que acudieron a hacer su confesión general. Seguí instruyéndolas y disponiéndolas a los sacramentos, y empecé a escucharlas en confesión. Pero fueron tantos los que acudieron, que, no pudiendo atenderlos junto con otro sacerdote que me ayudaba, la Señora esposa del General rogó a los PP. Jesuitas de Amiens que vinieran a ayudarnos. Le escribió al P. Rector, que vino personalmente, y como no podía quedarse mucho tiempo, envió luego a que ocupara su puesto al R. P. Fouché, de su misma Compañía, para que nos ayudara a confesar, predicar y catequizar, encontrando, gracias a Dios, mucha tarea que realizar. Fuimos luego a las otras aldeas que pertenecían a aquella Señora por aquellos contornos y nos sucedió como en la primera. Se reunían grandes multitudes, y Dios nos concedió su bendición por todas partes. Aquel fue el primer sermón de la Misión, y el éxito que Dios le dio el día de la Conversión de san Pablo: Dios no hizo esto sin alguna intención en semejante día»

 

Esta misión del lugar de Folleville fue la primera que dio el Sr. Vicente, y siempre ha sido considerada como la semilla de las que se llevaron a cabo hasta su muerte. Todos los años ese mismo día 25 de enero daba gracias a Dios efusivamente, y recomendaba a los suyos que hicieran lo mismo, como muestra de agradecimiento por las consecuencias llenas de bendiciones, que plugo a Dios conceder en su infinita bondad a la primera predicación. Por ello había querido que el día de la Conversión de san Pablo fuera el de la concepción de la Congregación de la Misión, aunque todavía, ni más de ocho años más tarde, hubiera pensado en absoluto que aquel granito de mostaza iba a crecer y multiplicarse tanto; y menos aunque iba a servir de fundamento a una nueva Compañía en la Iglesia, como sucedió más tarde. Esa es la razón por la que los misioneros de su Congregación celebran, con mucha devoción, el día de la Conversión del Santo Apóstol, en memoria de que este nuevo Pablo, Padre y Fundador de ellos, comenzó con toda felicidad ese día su primera misión, seguida de tantas otras que han logrado la conversión de un número tan grande de almas, y contribuido tan ventajosamente al crecimiento del Reino de Jesucristo

La Señora Generala reconoció por esta primera prueba, que resultó tan llena de bendiciones, la necesidad de las confesiones generales, sobre todo, en la gente del campo, y la utilidad de las misiones para promoverlas y prepararlas. Por esa razón, tuvo desde entonces el propósito de dejar un legado de dieciséis mil libras a la Comunidad que fuera, con tal de que quisiera encargarse de dar misiones cada cinco años por todas sus tierras. Para ponerlo en ejecución se valió del Sr. Vicente, quien de parte de ella hizo la propuesta al R. P. Charlet, provincial de los jesuitas, y éste le respondió que escribiría a Roma acerca de dicha cuestión; hecho lo cual, le contestaron que no lo debía aceptar. Ofreció la misma fundación a los RR. PP. del Oratorio, pero tampoco quisieron encargarse. Finalmente, no sabiendo a quién dirigirse, la Señora redactó el testamento, que era renovado cada año, en virtud del cual dejaba dieciséis mil libras para fundar la misión en el lugar y en la forma que el Sr. Vicente juzgara más a propósito, y para usar de los términos que éste usaba de ordinario, «a disposición de este desgraciado»

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