Vida de San Vicente de Paúl, de Fray Juan del Santísimo Sacramento. Libro primero, capítulo 04

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Fray Juan del Santísimo Sacramento · Año publicación original: 1701.
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Capítulo IV. Va Vicente a Roma: vuelve de allí a París: extraño suceso que le pasó.

Hallábase en Aviñon de vice-legado en esta época el Sr. D. Pedro Francisco Moratorio, romano, obispo de Nicastro. En lo que trató a Vicente en aquellos días que se detuvo allí, conoció cuán grande era su virtud, su prudencia y madurez, y se aficionó tanto a él, que lo llevó consigo a Roma, alojándolo en su misma casa y dándole continuas pruebas de grande estimación. No se olvidó Vicente en esta ciudad del estudio de las letras sagradas, pues empleaba en él muchas horas; pero mucho más se ocupaba en el ejercicio de las virtudes, visitando con particular afecto aquellos santos lugares que, por las sagradas memorias que con­servan, provocan la devoción del cristiano. Sentía conmovido su corazón al considerar tantos objetos maravillosos como se hallan reunidos en aquella gran ciudad; y escribiendo a un sacerdote de su congregación treinta años después, le dice, que estando en Roma, sentía gran consuelo de hallarse en donde está la cabeza de la Iglesia militante y en donde reposan los cuerpos de los San­tos Apóstoles Pedro y Pablo, y de innumerables mártires que dieron su vida por la fe de Jesucristo; y que esta consideración le enternecía hasta el punto de exhalar tiernos suspiros y der­ramar copiosas lágrimas.

Luego que satisfizo Vicente su religiosa piedad con las repe­tidas visitas que hizo a los santuarios de Roma, determinó vol­ver a Francia, quizá huyendo del regalo que en aquella ciudad se le proporcionaba, en donde era en gran manera estimado de muchas personas principales que lo honraban con su amistad, que para su humilde carácter era más bien tormento. Apresuró su viaje con motivo de la elección que de él hizo el cardenal Ossat para desempeñar una comisión de mucha reserva y deli­cadeza cerca del rey Enrique IV que se hallaba en París, y luego que la desempeñó, comenzó a entregarse a las cosas del cielo para cumplir perfectamente con las obligaciones del estado eclesiástico.

Quiso nuestro Señor probar a Vicente en esta grande ciudad, sujetándolo a una profunda humillación. Es el caso: que estando alojado en 1609 en el barrio de S. German, le sobrevino una grave indisposición que le obligó a hacer cama. En el mismo cuarto donde vivía se aposentaba un caballero de la ciudad de Burdeos, que era juez de Sore: una mañana salió éste de ca­sa, y se olvidó al partir de cerrar un armario en que tenía guardados cuatrocientos escudos:1 vino a la sazón un mancebo de la botica a traer una medicina, y abriendo el armario para buscar un vaso, se encontró el dinero del juez, y valiéndose de la ocasión, guiado por la torpe y ciega codicia, se lo guardó en la faltriquera.

Luego que el caballero volvió a la casa, fue a buscar su di­nero, y no encontrándolo, lo pidió a Vicente, como si él lo hubiese tomado; pero el buen enfermo respondió que ni lo había tomado ni había visto tomarlo a otro. El caballero dio voces, y se enojó más que con sobrado exceso, permitiéndolo to­do nuestro Señor para ejercitar la paciencia de su siervo. La cólera sacó tan fuera de sí al dicho caballero, que sin reparar en que Vicente estaba enfermo, ni examinar si había entrado alguna otra persona que pudiese haber hecho el robo, le dijo palabras afrentosas, y por evitar Vicente la ofensa que de ellas resultaba a Dios, se vio obligado a poco tiempo a mudar de casa; pero no ce­só con esto el padecimiento de Vicente ni el mal trato del juez, antes bien, creciendo más cada día, le llamaba públicamente la­drón, y lo difamaba como lo hubiera hecho con el más facineroso, hasta el punto de hacerle intimar una excomunión para que le restituyese el dinero. El negocio llegó hasta el caso de que hallándose Vicente después de muchos días en conversación con el padre Berulle, que era entonces Superior General del Ora­torio de Francia, y fue después Cardenal de la santa Iglesia, y con otras personas de calidad, entró el inconsiderado juez, y de­lante de todos dijo a Vicente, que era un ladrón, y que le volvie­se el dinero que se habla robado. Maravilláronse los circunstan­tes de tan extrañas palabras; pero el fiel siervo de Jesucristo, con semblante sereno y humilde, y una paciencia imperturbable, le respondió: «Señor juez, Dios sabe la verdad.» Quedaron sumamente admirados de la respuesta de Vicente los que allí estaban, reconociendo en ella su inocencia y admirando su modestia, al paso que las palabras injuriosas del calumniador los escanda­lizaron de manera, que lo calificaron de hombre arrojado y sin cordura.

Dios cuida de volver la honra al inocente, pues si alguna vez permite su tribulación y abatimiento, es solo para sacar más gloria de él, como sucedió en el caso referido, pues el mancebo de la botica que había robado el dinero del caballero de Burdeos, era natural de la misma ciudad, y habiendo, al cabo de al­gunos años, regresado a su patria, fue encarcelado por otros de­litos en la misma ciudad. Conocía bien al juez, y sabía que en­tonces se hallaba allí: movido por los remordimientos de su conciencia, y creyendo que Dios lo castigaba por lo que hacía padecer a Vicente con calumnia tan atroz, envió a suplicar al juez fuese a la cárcel, porque tenía que hablarle. Fue en efecto el caballero, declaró que él había sido el que le había roba­do en París, y le prometió restituirle el dinero si lo aguardaba algún tiempo. Quedó aquél confuso y maravillado de semejante declaración, remordiéndole su conciencia por haber calumniado con tanta atrocidad a tan venerable sacerdote; tomó la pluma y escribió a Vicente una carta confesando su culpa y pidiéndole perdón de ella. Decíale que tendría la mayor satisfacción, si quería, en ir en persona a París a arrojarse a sus pies, y con una soga al cuello pedirle en público perdón de haberlo infa­mado, que publicaría la inocencia del Santo y el yerro que ha­bía cometido en haberle hecho padecer sin causa. Tan sincera manifestación no quiso Vicente que se publicase, pues como ver­dadero discípulo de Cristo amaba el desprecio; y si se alegró de que se hubiese descubierto la verdad, fue solo porque arrepen­tido el caballero, pidiese a Dios perdón de su pecado.

Este hecho singular sugirió a Vicente materia para una con­ferencia espiritual, en que refirió el hecho como si hubiese pa­sado a otra persona, para animar a los suyos a la paciencia y a que no evitasen las ocasiones de la propia confusión, porque es mucho lo que aprovecha para edificar en el corazón la virtud de la humildad; y añadió que mientras más calumniado se veía el sujeto de quien refería la historia, más elevaba su corazón a Dios, diciéndole: «¿Qué, haré, oh Dios mío? Vos sabeis la verdad;» y que con esta queja amorosa cobró tanta confianza en la pro­tección divina, que se resolvió a no contestar nada a la acusación. Pero lo que particularmente debe notarse en este suceso es que pudo Vicente haber hecho disminuir, cuando menos, la sos­pecha del caballero, haciéndola recaer sobre el mancebo de la botica; y quiso más bien sufrir la humillación de la calumnia, que suponer una falta en su prójimo. La mayor prueba que pueda darse de que reina la humildad en el corazón, consiste en avasallar de tal modo el entendimiento, que solo sepamos pen­sar mal de nosotros mismos.

  1. 120 pesos.

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