Vida de Catalina Labouré (René Laurentin): 6. La guerra y la comuna (julio 1870 – junio 1871)

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina LabouréLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: René Laurentin · Año publicación original: 1984.
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1.- La guerra de 1870

El 19 de julio de 1870 el emperador declara la guerra a Prusia. Los franceses que soñaban todavía con la epopeya napoleónica se sienten llenos de exaltación. Hasta las hermanas rezaban por la victoria, atestigua sor Josefina Tranchemer (44 años), bretona, legitimista, que sor Dufés considera como mujer «de piedad exaltada». Catalina no participa de aquel entusiasmo. Solamente dice: ¡pobres soldados!’.

La serpiente en el desierto

El 4 de agosto de 18 70 el padre Etienne publica una circular para incitar a la confianza. Evoca el extraordinario movimiento de gracia que experimentan los lazaristas y las hijas de la Caridad y lo pone en relación -más explícitamente que nun­ca- con la primera visión de Catalina: la del corazón de, san Vicente, «profundamente afligido por las grandes desgracias que van a caer sobre Francia». Las dos casas-madres gozaron de una especial protección en 1830 según la predicción de la desconocida vidente, afirma en esta carta.

Sitio de París

La guerra va mal: a comienzos de agosto, el desastre de Alsacia; luego el de Lorena. El 2 de septiembre capitula Sedan. Napoleón III se entrega prisionero. El imperio se derrumba. El 4 de septiembre se proclama la República. Los prusianos se acer­can a París. El 13 y 14 de septiembre las hermanas de las 30 casas de los suburbios, acompañadas a veces de sus pobres, se refugian en la capital. En la casa madre se instala un ambulato­rio.

Catalina trabaja en la cocina de Reuilly para preparar comida no sólo a los ancianos del hospicio, sino también a otros muchos pobres hambrientos que cada vez acuden en mayor número. A veces ha sido necesario repartir 1.200 comidas diarias. Dura tarea para las hermanas. ¡Y una prueba más dura todavía!

El 11 de septiembre de 1870 los superiores les conceden excepcionalmente la comunión diaria; en ella encuentran paz y energía.

El 18 de septiembre de 1870 los prusianos ponen sitio a París. Las hermanas se confían a la protección de María y ponen la «Medalla» en las puertas y ventanas de la casa: Conviene disimularlas, dice una hermana. ¡No! -protesta Catalina. Ponedlas en el centro del por­tón

Catalina superiora

Durante los primeros días de asedio viene a visitarla a Enghien su sobrino Felipe, ya lazarista. La encuentra en su «garita de portera», en su pequeña habitación que mantiene despojada como si fuera una celda monástica: No quería hablar de la tragedia de lo que pasaba. Pero su conversación fue más familiar que de costumbre. Me habló de su juventud, luego de su vida de comunidad. Solo me acuerdo de una cosa…: la Superiora general de las Hijas de la Caridad era, según creo, la madre Devos, muerta en olor de santidad) la llamó y le habló de nombrarla hermana sirviente (es decir, superiora de una casa).Madre, respondió sor Catalina. ¡Ya sabe usted que no soy capaz de ello! Y me mandaron de nuevo a Enghien, concluía ella. El tono que empleaba expresaba bien su pensamiento. Quería decir: ¡Y estuvo muy bien hecho!

Catalina no tendrá el título de superiora, pero sabrá mos­trarse superiora en aquella ocasión.

Metz capitula el 31 de octubre. Ante este hecho la revolu­ción explota, para abortar enseguida. Esto no impide que el 14 de noviembre se celebre en la casa madre una toma de hábito para 30 hermanas, que irán a sustituir a las que fueron envia­das a Bicétre para atender a los enfermos de viruela. El 28 toman el hábito otras 23, con lo que puede enviarse un nuevo refuerzo al mismo hospital.

Hambre y cocina

En Reuilly las «clases y el asilo» se convierten en ambulato­rios; el hospital militar de Val de Gráce, atendido por las hijas de la Caridad, establece allí un «anejo». El municipio encarga a las hermanas de distribuir la carne a los pequeños ambulatorios del barrio.

Se implanta el racionamiento. La escasez se convierte en hambre y complica la tarea de Catalina en la cocina económica. Los 40 caballos del almacén del Bon Marché, «tan hermosos, tan limpios, tan lustrosos y gordos», como no pueden ser alimentados, son vendidos para carne. Las hermanas de la calle del Bac se enteran demasiado tarde. ¡Los hubieran comprado!

La carne de asno se vende a 5 francos la libra y cuesta incluso trabajo encontrarla. No hay pescado ahumado, ni salchichas. Sólo arroz, pan y vino. Estamos racionadas a 30 gramos de carne por persona: se lee en el Diario del 10 de noviembre de 1870.El 13 de noviembre un conejo cuesta 20 francos; un gato, 8 francos. Se empieza a comer carne de perro («excelente»)… y de rata (p. 226).

Sor Catalina, a quien le gustaba servir con esplendidez, se ve obligada a aquella forma de ahorrar que no soportaba en sus primeros días de cocina al lado de sor Vincent. La joven sor Mauche, de 25 años (futura superiora general) no puede ver que se alimente tan mal a sus heridos. Se las ingenia para procurarles alguna «propina»; se mueve tanto que los enfermos la llaman «el judío errante». Un día, mientras las hermanas rezan en la capilla, los asilados celebran sus méritos con tanto entusiasmo que la comunidad los oye a través de los tabiques, incluida la hermana que oculta su cabeza entre las manos. ¡Había conseguido hacer para sus 90 enfermos un postre de naranjas bien regadas con 3 litros de ron, sonsacados al médico y al «comandante», un severo oficial de barba blanca.Aquel lujo disimulaba el hecho de que no había suficientes naranjas para todos.

Sor Catalina se las ingenia igualmente en la sala del ambula­torio, de que está encargada, según nos refiere sor Tranchemer.

Dos de sus sobrinas, Marta (6 años) y Juana (4 años), «delicadas de salud», se acordarán muchos años de las «golosi­nas» que ella les tenia preparadas cuando iban a visitarla a Reuilly, con permiso de sus superiores. Recuerdo nuestra alegría infantil, escribe Marta, cuando nos daba un panecillo blanco y una porción de guisantes asados con tocino, ¡cosas raras en aquellos momentos! Mi hermana, con su ingenuidad de niña, suplicaba a mi abuela (Tonina): ¡Otro guisante!

Las «golosinas» se reservaban para los enfermos y los heri­dos. Las hermanas se contentaban con la ración normal. A sor Dufés le apena verlas «devorar a veces un trozo de pan negro y nada más» después de una jornada de duro trabajo. La joven sor Eugenia confesará más tarde que, ante de ponerse a fregar las ollas de servicio, miraba si estaba sola y, cuando nadie la veía, recogía con avidez las últimas cucharadas del fondo de la sopera.

Verdaderas y falsas esperanzas

Las hermanas siguen esperando ingenuamente que Dios concedería la victoria a los franceses.

Una de ellas moviliza la oración de Catalina. Esta le res­ponde: ¡Pobres hijos! Rezad también por nuestros pobres soldados, tan desventurados en esta guerra terrible…

Cuando se anuncia una pretendida victoria, sonríe con un aire de incredulidad: ¡Ave de mal agüero!, protesta sor Tranchemer. Ella responde: No se asuste. La Virgen nos protege. Ella tiene sus ojos sobre nosotras, sobre toda la comunidad.

Sor Tranchemer, fascinada por aquella Catalina de la que sabe que es la vidente de la Medalla, no comprende su actitud: ¡parece ver solamente desgracias, capitulación, entrada de los prusianos en París! iY sin embargo manifiesta una calma y una confianza total que invita a los demás a compartir!

El 16 de diciembre dos palomas mensajeras traen una noticia increíble: los prusianos han pasado el Loira. Orleáns ha caído. En París el 1 de enero es un día siniestro; nadie se atreve a festejar la entrada del año 1871. Pero el Officiel del 2 de enero asegura que «no se capitulará a ningún precio». Se cuenta con los 400.000 guardias nacionales para una salida en masa. Corren profecías sobre un gran combate que habrá de librarse bajo las murallas de París: sangriento pero victorioso…

Crudo invierno

Desde el mes de diciembre hiela fuertemente: el 5 de enero de 1871 el termómetro baja a 11 grados y medio bajo cero. Los obuses llueven copiosamente sobre la capital. Los niños venden los cascotes. Cuentan que entre un vendedor y su cliente hubo el siguiente diálogo: ¿A cuánto el cascote de obús? Se me han acabado, señor, los estoy esperando. Se inspeccionan los signos del cielo.

El 17 de enero, a las 7 de la tarde, el huerto de Rouilly se cubre de nieve en polvo. Las jóvenes obreras, al volver a su casa, se admiran ante el color «extraordinario» del «horizonte, miste­rioso velado»; lo sienten como un presagio: El cielo lleva el luto de todos nuestros lutos…, dice sor Tranchener.

Catalina mira y no dice nada. Su compañera sabrá pronto que aquella misma tarde la Virgen se aparecía en la aldea de Pontmain, también en un decorado de nieve. ¿Pensaba en ello Catalina?, se pregunta sin obtener respuesta.

El 11 de febrero, «una aurora boreal llena de miedo» a todo el personal de la casa: las hermanas, los niños, los heridos. Pero Catalina no se asusta.

El 1 8 de enero, los generales Trochu y Ducrot preparan en secreto una salida para la que movilizan todas las fuerzas posibles. Vienen al ambulatorio de Catalina a buscar a todos los hombres válidos. Algunos no se han restablecido del todo: ¡Pobres corderos! -dice ella-; los llevan al matadero.

El día siguiente, 19 de enero es la salida por Buzenval. Las tropas llegan hasta las colinas de Montretout, Garcher y la Jonchére, pero han de replegarse en medio de un cruento fracaso.

Caída de París

El 26 de enero de 1871 caen 72 bombas sobre el hospital militar de Val de Gráce, a las cuatro y media de la mañana. La enfermera-una hija de la Caridad en vela-ordena la evacua­ción de los enfermos al piso superior. Apenas los últimos habían dejado la sala, se hunde el techo. El 29 se firma un armisticio. El 1 de marzo los alemanes entran en París.

2. La comuna (Marzo-Mayo 1871)

Otra guerra

Llega una paz humillante. Pero además una paz siniestra y llena de amenazas. Rezando ante «la Virgen del huerto» con sor Catalina, sor Tranchemer le dice: ¡Comprende usted todo esto, sor Catalina: ¡Hemos capitulado y nuestros militares dicen que vamos ti tener una guerra! ¡Una guerra todavía más terrible que la otra!

Catalina, aparentemente pesimista sobre los acontecimien­tos, irradia una paz y un confianza a prueba de los choques de cada día.

Sor Tranchemer cree acordarse de que ella había predicho la «guerra civil».De hecho, en la fecha que pone aquella conver­sación, el 21 de marzo, la Comuna está ya implantada después de una larga fermentación y de la creación de comités ocultos: desde el 2 de marzo. Aquel movimiento de resistencia popular, anárquico y laico, se muestra hostil a todo lo que recuerda al antiguo régimen: el clero y la familia real que subvencionaba el hospicio de Enghien. Las hermanas por tanto están «del otro lado». Su servicio incansable a todos los desgraciados les había atraído, sin embargo, la simpatía de muchos y ocupaban un puesto de prestigio en aquel barrio que la Comuna intentaba despertar a los nuevos ideales. Entre los comuneros de banda roja y palabras cálidas y las hermanas seguras de su fe y de su misión, extrañas al clima político que lo rodea todo, se quiera o no. habrá toda una serie de psicodramas que acabarán ordina­riamente sin vencedores ni vencidos.

La nueva revolución es una explosión adolescente en la que se alían la violencia y la gentileza, la utopía y la organización, la ideología y la humanidad. Los humillados, promovidos a la palabra y al poder, no siempre se muestran dignos de su nueva situación. V el movimiento se verá a menudo desbordado por esos apasionados a quienes será un deber reprimir.

En la noche del 17 al 18 de marzo, el «día anterior a san José», los insurrectos toman por asalto la cima de Montmartre. El cañón ruge. Se oye desde Reuilly. La comuna se establece ahora en el Hótel de Ville y prepara elecciones para el 22 de marzo.

La víspera, sor Tranchemer se aprovecha de un momento de pausa para sondear a sor Catalina, cuyo aparente pesimismo hiere su patriotismo: Pero, sor Catalina, ¿cómo supo usted lo que iba a pasar; ¿Quién se lo dijo: ¿Fue su ángel; ¿Fue Nuestro Señor: … ¡Entonces sí no ha sido ni el ángel, ni nuestro Señor, habrá sido la Virgen! Catalina elude toda respuesta y permanece sombría: -¡Dios mío, cuánta sangre y cuántas ruinas!

Sor Tranchemer, asustada por esta sombría perspectiva, acude a la superiora, que está hablando con el confesor de la casa, el padre Chinchon. Apenas llegado de Dax, ha ido directa­mente a Enghien, aquel 21 de marzo.: ¿Qué le ocurre?, le dice la superiora con sequedad, conoce bien la exaltación de la importuna, que exagera siempre las cosas.

El padre Chinchon se calla. Sor Dufés continúa: ¡Cállese! Usted pierde fácilmente la cabeza, como sor Catalina. ¡Vaya a decir todas esas predicciones a sus compañeras! ¿Es lo que quiere hacer? No. desde luego, hermana Pues entonces, mantenga el silencio. Sí, hermana, concluye sor Trancherner.

Se retira, algo humillada, pero impresionada por la calma de sor Catalina y por su esperanza en el fondo de aquel horizonte tan sombrío.

De aquí se seguirá padre Chinchon, su confesor, intrigado por aquella conversa­ción. Fue entonces cuando debió mandarle que escribiera las predicciones recibidas en la noche del 18 al 19 de julio de 1830, incluida la muerte del arzobispo, anunciada con un intervalo de 40 años.

Las elecciones que decidió la Comuna chocaban con muchas oposiciones. La empresa era arriesgada. Pero el nuevo régimen cuenta con el prestigio de su resistencia frente a los prusianos y de sus ideas por una sociedad nueva sobre las ruinas de un imperio hundido en la catástrofe. La participación se muestra superior a las previsiones: 229.000 electores de los 480.000 inscritos, la mayor parte de ellos en los barrios obreros. El 26 de marzo el nuevo gobierno empieza a legislar. A pesar de la antipropaganda de los versalleses, pone en marcha los servicios públicos, tasa el pan y la carne, controla el mercado y los comercios, reorganiza cl servicio sanitario (13 de abril), supri­me el trabajo nocturno de los panaderos y el derecho que tenían entonces los patronos de imponer multa sobre los salarios (20 mayo). Prepara la elección de una cámara federal de trabajadores. Proliferan los comités revolucionarios.

La reacción contra la antigua sociedad incluye el anticleri­calismo. Las hermanas no encuentran sitio en esta nueva sociedad. Están amenazadas. El pesimismo las domina. Y enton­ces Catalina las tranquiliza: La Virgen velará y lo solucionará todo. No nos pasará nada malo. Y también: Hay que rezar para que Dios abrevie los días malos.

Un sueño

En los primeros días de abril, sor Dufés, preocupada, recibe la visita de sor Catalina en su habitación: Me dijo con su sencillez habitual: Madre, la Virgen ha venido a verla y no la ha encontrado. ¿Cómo? -le dije- ¿Ha venido la Virgen? Sí, madre, ha entrado en la habitación de la comunidad y han preguntado por usted. Como no estaba, ha ido a su despacho. Se ha sentado en su sitio y me ha dicho: «Dígale a sor Dufés que esté tranquila, que un no pasara nada a esta casa, que puede marcharse. Ocupare yo su lugar. Luego sor Catalina me anuncio que tendría que dejar la casa, que marcharía con sor d’Aragon, cuya familia deseaba conce­dernos hospedaje, y que no regresaría hasta el 31 de mayo.

Sor Dufés se encoge de hombros. ¡Un bonito sueño!

Pero el «sueño» ha llamado la atención. Le preguntan a sor Catalina durante el recreo. Sor Maurel d’Aragon que no estaba entonces le pregunta al día siguiente. Recoge otra versión que se resume en lo siguiente: Cuando vi a la santísima Virgen, fui a buscarle para que le rindiera usted los honores de la casa y fue usted la que la condujo a sor Dufés. Se sentó en el despacho diciendo que ella guardaría la casa. Luego desapareció.

La comunicación de sor Catalina no se tomó en serio: un espejismo que suele darse en los días turbios. La acogieron con más sentido de humor que de tragedia. La misma Catalina estaba asustada de haber hecho a las demás esta confidencia. Aquel mismo día se encontró con sor Dufés y le dijo: Madre, no hay que hacer mucho caso de lo que he contado. -Pero, hermana, ¡si ni siquiera he pensado en ello!, respondió la hermana sirviente.

Para todo el mundo se trataba sólo de un sueño fantástico. Pero más tarde, cuando se cumplió, sor Dufés lo tuvo por una visión.

Catalina se lo confirmaría más tarde. Sor Clara d’Aragon estaba convencida de que, si Catalina habló de sueño por enton­ces, «fue por humildad». Sin embargo, la mayor parte de los testigos lo refieren como un sueño.

Viernes Santo (27 de abril)

Los acontecimientos se precipitan en aquella caliente prima­vera.

El 7 de abril, Viernes Santo, alerta en el hospital improvisado en donde las hermanas atienden a unos 200 soldados. Dos de ellos «fueron a denunciar la presencia de dos gendarmes en el ambulatorio. El hecho era exacto».

Eran dos heridos. Pero la noticia es explosiva, porque «los gendarmes de Versalles fusilan y asesinan a los patriotas» dicen los carteles de la Comuna.

La gente acude a casa de las hermanas para apoderarse de aquellos dos hombres y fusilarlos. No pudieron escapar y fueron llevados al cuerpo de guardia.

Parecía que no había esperanza para ellos. Pero sor Dufés corre al cuartel de Reuilly e insiste: Esos gendarmes no han tomado parte en ninguna expedición contra el pueblo. Están enfermos. Se encuentran en el ambulatorio por prescripción médica.

Su autoridad obtiene lo imposible. Le devuelven aquellos dos hombres: ¡Están bajo su responsabilidad!

Las cosas se solucionaron de momento.

Una pascua violenta (29 de abril)

Dos días más tarde, el domingo de pascua, nueva y última visita del padre Chinchon, ya que los atrevidos viajan en estos tiempos agitados. El padre Chinchon se va a Bruselas antes de volver a Dax. Confiesa a las hermanas. Catalina, su penitente desde hace 20 años, se aprovecha de la ocasión. ¿Le entrega entonces las profecías de la libreta negra, «15 centímetros por 21», cuyo contenido impresionó mucho al padre Serpette, cuan­do lo leyó en Dax? El padre Chinchon celebra la misa que no habían oído hacía ya tiempo. ¡Una fiesta de pascua maravillosa! En medio del desconcierto y de la incertidumbre, la Eucaristía adquiere todo su valor transcendente en la muerte y resurrec­ción de Cristo, con un alcance insospechado. El gozo y la paz relativizan las privaciones, las preocupaciones y los dramas cotidianos.

Aquella tarde de pascua, durante el recreo, una turba de 100 comuneros armados invade de nuevo la casa. Esta vez va al frente de ellos el nuevo alcalde del XII distrito de París.

Se había criticado la liberación de los dos gendarmes. ¿Cómo es que los representantes del pueblo se dejaron influir por las palabras de una monja, sin duda cómplice de la reacción? Los que aquella mañana cedieron ante ella habían perdido la cabe­za. La gente hostil viene tumultuosamente a buscar a los gendarmes.

Las hermanas resisten. Una de ellas reconoce en primera fila a un hombre a cuya familia había estado alimentando durante el asedio.

-¿Usted?, exclama.

El procura esconderse entre los demás, sin atreverse a inter­venir para calmar a sus camaradas. Entregadnos a los dos gendarmes. -¡Jamás!, responde sor Dufés.

Se levantan los sables, las manos se tienden hacia ella, pero sin atreverse a tocarla. Uno de los guardias móviles, que había denunciado a los dos gendarmes, fuerza la barrera de las hermanas, «seguido de los guardias», y empieza una inspección de la casa en busca de los dos proscritos que conocía perfectamente por haber pasado dos meses con ellos. Uno de ellos estaba muy bien oculto y no lo encontraron. El otro estaba en cama y Dios permitió que el guardia lo viera, pasara delante de él y no lo reconociera. El fracaso de la inspección subleva los ánimos. Sor Dufés encaja con valentía la situación. Pero su autoridad no sirve de nada. Uno de los invasores le echa mano y se la quiere llevar a la fuerza: O los gendarmes o la superiora, grita. ¡Ella se ha hecho responsable!

Los enfermos y los soldados heridos la protegen. Se acer­can las 30 hermanas (entre ellas Catalina) y forman un grupo en torno a ella. ¡Las llevarán a todas o a ninguna! La solidaridad de aquellas 30 mujeres plantea el problema de aquel hospital, cuyo servicio es preciso asegurar. El psicodrama se trasforma en comedia: ¿Qué queréis que hagamos con todas estas golondrinas asusta­das?, exclama el alcalde del distrito XII.

Aquella salida salva la situación. Pero añade: Mañana tendréis noticias mías.

Las cosas quedan así. Son las 10 de la noche. Las hermanas se sienten asombradas por aquéllas oleadas de violencia en su propia casa. El comandante ha tenido un lenguaje trucu­lento, «inconveniente». ¡Nunca habían visto nada semejante, ni siquiera las que habían estado en el Medio Oriente o en los Estados Unidos!

Lunes de pascua

Las hermanas, que cuentan con muchas amistades en el barrio, reciben un aviso discreto de que se ha firmado una «orden regular de arresto» contra sor Dufés, por «conspiración con los Orleáns», fundadores del hospicio de Enghien. Dos religiosas de Picpus de un convento cercano y dos hijas de la Caridad han sido ya conducidas a la cárcel de San Lázaro. No respetarán a sor Dufés. Se la fuerza a que desaparezca.

El lunes de pascua, 10 de abril, a las 11, se escapa aprove­chando el momento en que los guardias nacionales están en el bar.Se lleva consigo no a sor d’Aragon, como había predicho sor Catalina, sino a sor Tanguy. Aquella misma tarde llegan a Versalles en donde tiene sus cuarteles el ejército regular. Pero al llegar, sor Dufés se siente preocupada: ¿cómo se le habrá ocurri­do llevarse a sor Tanguy, dejando a la comunidad sin cabeza, en una situación tan difícil?

De hecho, la comunidad ha reaccionado bien. Ha encontra­do una cabeza para enfrentarse con la situación dramática…

Catalina en el cuartel general

Mientras sor Dufés se eclipsaba, «una hermana» que el Diario de la Comuna mantiene en el anonimato, tuvo la idea genial de tomar la delantera y de dirigirse al cuartel general de los insurrectos de Reuilly. Más vale discutir las cosas allí que en su casa. Y de esta manera se disimula la huida de sor llufés.

¿Ouién es la hermana anónima? Ni sor Tanguy, que acaba de marcharse, ni sor Mauche, que es aún demasiado joven. Es Catalina, la antigua, responsable ya del hospicio de Enghien j` y suplente de la superiora en su ausencia. El anonimato de las notas de la época se explica muy bien por la discreción que es de rigor cuando se trata de Catalina, cuyo secreto hay que mante­ner.

Viene tranquilamente a defender la causa de su superiora ante el nuevo alcalde del distrito XII. Recuerda los tiempos en que también su padre era alcalde de Fain. ¡Pero aquí hay gente elegante con banda roja! ¡Para impresionar a gente menos sólida que ella!

Esta visita inquieta a los comuneros, preocupados por sus relaciones tensas con las hermanas, a las que apoya la opinión pública y cuya utilidad reconoce todo el mundo. Catalina se asombra de la facilidad con la que «pudo entrar en aquel santuario».

Se encontró ante unos sesenta individuos, sentados unos alrede­dor de una mesa y los otros armados de fusil, otros comiendo 0 fumando, todos enfajados de bandas rojas que les subían hasta el cuello, escribe la crónica del Diario con cierta exageración.

La Comuna está al tanto del asunto. Apenas empieza sor Catalina a defender la causa de sor Dufés, la acoge una sarta de invectivas. Ella «sufre» la afrenta sin rechistar, todo el tiempo necesario, en pie y tranquila.

Cuando han vaciado el saco y pregunta: ¿Me permiten que me explique?

Había sabido escoger el momento. Instintivamente Catalina sigue la antigua regla del evangelio: ante los tribunales no preocupaos de lo que vais a decir; el Espíritu Santo os lo inspirará. Se explica «con decisión y con pocas palabras». Su laconismo favorece su causa. Según la cronista, su argumento era el siguiente: La superiora había quedado libre de su responsabilidad, ya que había recibido de la misma Comuna pasaportes con sello oficial para los gendarmes, que, naturalmente, habían podido servirse de ellos.

¡Es falso! ¡Es falso! -gritan-. Además, nos lo debíais haber dicho…

La sangre borgoñona de Catalina arde en sus venas. -;Cómo? -responde-. ¿Nos toca a nosotras hacer de policía? Apenas hemos visto un pasaporte, con vuestro sello, ¿debemos sospe­char de él?

La quieren coger. Pero ella apela al orden y a la regularidad de los prestigiosos papeles de que tanto se honra la Comuna: -¡Muéstreme su orden de arresto! ¡Su mandato!, dice con coraje. El comandante del destacamento echa mano del sable: ¡Aquí está mi orden y mi mandato!

La rodean varios hombres con la banda roja. Pero uno de los soldados, al que había estado cuidando en el ambulatorio, un hombre de corazón, se levante más pronto que los demás.

Tomando a la hermana con los dos brazos, la aparta de aquellos locos. La agarró tan fuerte, que la hermana todavía tiene los brazos amoratados, indica la cronista.

Quizá ha sido tratada de un modo brusco.

Pero lo mejor es que puede salir libremente del ayuntamien­to. ¡Ha ganado!

Aquella noche pudieron sacar a los dos guardias nacionales que estaban en la casa de Reuilly.

¿Volverán los comuneros?, se preguntaban temblando las hermanas. El relato del sable desenvainado les impresiona. Y también los brazos «amoratados» que Catalina tuvo que ense­ñarles al regresar…

La Comuna espera durar, tiene, por tanto, que avenirse con las Hermanas que viven tan intrépidamente en este barrio.

Medallas e inseguridad

El 23 de abril se intensifican los combates. Se observa una gran agitación. Se prepara la batalla para el día siguiente. Los comuneros acuden, pero esta vez para pedir medallas Catalina. Las que ella había dado habían demostrado su eficacia. Un joven, blasfemo habitual, quiere una. ¿Adónde va tan corriendo?, le dice sor Tranchemer. ¡A buscar una medalla! ¡Pero si no cree en Dios ni en el diablo! ¿Para qué la quiere? Es verdad, pero mañana vamos a luchar. ¡Ella me protegerá! Vaya, pues: esperemos que ella lo convierta: responde sor Tranchemer.

El otro está dispuesto a todo para conseguir lo que quiere y Catalina distribuye generosamente las medallas, sin acepción de ideas ni de personas. La Virgen reconocerá a los suyos y convertirá a los demás. Catalina se fía de ella.

La vida prosigue en Enghien-Reuilly. Catalina se dedica a sus tareas, más duras todavía porque ha disminuido el número de hermanas en medio de la tormenta. De 33 ahora sólo quedan 14.

Es el sofoco con la carga, la cocina, los víveres, las presiones de la Comuna, la inseguridad de los ancianos y de los niños… Se ha encontrado la manera de enviar a las mujeres ancianas a Ballainvilliers a casa de sor Mettavent, en una zona tranquila. De los huérfanos algunos han ido a casa de sus familiares, más o menos lejanos, los que los tienen. Pero todavía quedan unos treinta. ¿Qué hacer con ellos? El doctor Marjolin, médico del hospital de Santa Eugenia (hoy Trousseau), al ver la situación, «viene espontáneamente a ofrecerles su casa de convalecencia de Epinay-sous-Bois (Seine et Marne)». Sor Millon se los lleva «al abrigo de todo peligro».

Estoy convencida de que debemos a la protección de la Virgen estos felices resultados y que sor Catalina no es extraña a todo ello: dice sor Millon en el proceso de canonización.

Cómo se cumplió la profecía

Entretanto en Versalles sor Dufés, lejos de sus responsabili­dades, se siente devorada por la preocupación. Al día siguiente de su llegada, 11 de abril, comienza la batalla entre versalleses y comuneros. ¿Qué ocurrirá en casa? ¿Y cómo se le habrá ocurri­do llevarse al elemento más sólido y dinámico de la comunidad, sor Angélica Tanguy? ¡Está dispuesta a volver! Afortunadamen­te sor Tanguy le quita de la cabeza este proyecto suicida. Será ella la que vuelva a Enghien. Sor Dufés acepta, aliviada: Envíeme a sor Clara d’Aragon. Y si la situación se prolonga, me iré con ella hacia el sur.

La familia de sor Clara vive cerca de Toulouse. Les ha ofrecido hospedaje. Fue también en Toulouse donde sor Dufés fue destinada a la casa Saint-Michel cuando salió del seminario hace 30 años.

El 17 ó 18 de abril sor Tanguy vuelve a la casa de Enghien. Inmediatamente ordena a sor Clara que vaya a Versalles. Sor Dufés se marchó enseguida a Toulouse con su nueva compañe­ra; llegó el 20 de abril. Estará allí más de un mes. Así se realiza la predicción de Catalina.

-Yo no pensaba ya en aquello, dirá más tarde sor Dufés. Pero luego, aquella relación me impresionó mucho.

Las ciudadanas

Apenas volver, sor Tanguy reanudó la dirección de la escue­la que seguía funcionando, como podía, con el personal que quedaba y con los locales todavía llenos de heridos. El 18 de abril llegan dos mujeres, ciudadanas con banda roja: Venimos a sustituir a las hermanas.

Vienen con una misión. Se trata de educar a los niños en el nuevo espíritu, evitando «todo cuanto pudiera violentar sus jóvenes conciencias». Esto supone que no hay que «hablarles de Dios», «quitar el crucifijo, dejar de darles el catecismo», etc.

Aquel día las ciudadanas no van más allá. Se marchan diciendo: Volveremos.

Y no tardan. Una antigua alumna de sor Angélica se presen­ta para «ocupar el puesto de directora». La antigua maestra increpa a la antigua alumna que ha venido a suplantarla: ¿Cómo? ¿Eres tú, ciudadana? ¿Y aceptas tú ese mandato? ¿No te da vergüenza?

Ella no quiere escuchar. Se instala en el pupitre como había visto hacer a sor Tanguy en otros tiempos y se dispone a mandar un deber a las niñas. Pero una de ellas se pone de rodillas. Las otras hacen lo mismo: Perdón, señora; no hemos rezado. Nuestra maestra nos hacía empezar siempre así.

Una vez más, la solidaridad va contra corriente. Las hijas de María vigilan en la casa para que no roben nada. Van ocultan­do poco a poco lo que parecía más amenazado.

Las ciudadanas se han convertido en la preocupación pri­mordial. Están allí para pisar el terreno a las hermanas. Una de ellas es terrible: la «Valentin», a la que los testigos califican de «monstruosa» sin más precisión.

Catalina y la «monstruosa» Valentin

En la segunda quincena de abril dos comuneros armados atraviesan el huerto de Reuilly, entran en el pequeño comedor de Enghien y preguntan por sor Catalina. Hay allí dos hermanas con pocas prisas por atenderles. Ellos ponen el revólver bajo la garganta de una de ellas. Sor Tranchemer interviene: ¡Desgraciado! ¡Esa no es sor Catalina! Guárdese el arma y yo le diré quién es, si me asegura usted que no le hará ningún daño. Vengo a buscarla para llevarla a Reuilly. La busca el ciudadano Felipe, pero no le haremos daño. Yo mismo la devolveré.¡Aquí está…! Pero guárdese el arma Las hermanas no tienen necesidad de eso para ir, si lo que les piden no va contra su conciencia.

Las hermanas la ven marcharse, con el corazón en un puño. Hablan de rehenes, de ejecuciones… Se ponen a rezar, tienen las «ventanas abiertas» y aguardan el ruido de «un disparo». Pasan dos horas, que parecieron «mortales».

Pero Catalina volvió escoltada por sus dos guardias. Tuvie­ron muchas consideraciones con ella. Si la habían interrogado, no era por el proceso a las hermanas, sino por la «Valentin»…, y como testigo de cargo.La Comuna estaba harta de los abusos de aquella exaltada. Y quería dar un ejemplo. ¿Por qué citar a Catalina? ¿Acaso por la confianza que inspiraba? ¿0 porque era ella la que más había padecido por culpa de la «ciudadana»?

Lo que el tribunal esperaba era una acusación firme de aquella hermana que sabía hablar con justicia. ¡Sorpresa! Se erige en testigo de «descargo» y excusa a la Valentin. ¡Estas monjas desconciertan a todo el mundo! Nunca se sabe de qué lado están. ¡Y los jueces tendrán que tener misericordia!

Última misa en Reuilly

La tarde del 23 de abril, segundo domingo de pascua, el padre Mailly, procurador de San Lázaro, intrépido «metomento­do», viene en busca de noticias. Llevan quince días «sin misa ni comunión». Promete venir al día siguiente y cumple con su palabra. Sabe pasar desapercibido según los sectores que atra­viesa. Y allí está el lunes día 24, por la mañana. Su nuevo disfraz hace sonreír a las hermanas. Parece «un artista decora­dor de tercera categoría» (sic). Pero trae también una sotana envuelta en un paquete. Les celebra la misa, confiesa hasta las 9 y se eclipsa a continuación.

Hace bien, porque esta misa ha sido descubierta. Además, dejó a las hermanas todo un cargamento de provisiones envia­das por los ingleses para las familias pobres. El reparto comienza poco después de su marcha.

Distribución agitada

«A las 10» llegan los delegados de la Comuna. Hay más de 200 personas haciendo cola en la calle. Las hermanas han empezado a repartir las provisiones. Por consejo del padre Mailly, deseoso de evitar la aglomeración, el enfado de los que se quedaran sin nada, les han dicho: Buena gente, ¡sólo habrá para los primeros! La espera es resignada pero ansiosa. -¡Detened la distribución!, ordenan los delegados. Señores, anúncienlo ustedes mismos. Las mujeres del barrio nos sacarán los ojos si las despedimos con las manos vacías. -Bien, dicen los delegados. Dicho y hecho. ¡La comuna requisa todos estos víveres!, anuncian.

Se organiza un lío tremendo. Los delegados tienen que recurrir a un pelotón de guardias nacionales armados para llevarse los toneles de galletas y de salazones. Pero aquel despliegue de fuerzas no soluciona nada. La «irritación popular» toma las proporciones de un motín. Los delegados renuncian: ¡Que siga la distribución!.Ciudadanos, háganla ustedes mismos, dicen cortésmente a las hermanas.

Aquel honor les halaga. Pero no resulta fácil distribuir unos víveres limitados a un montón de gente hambrienta. Deseando reparar la mala impresión, los recién llegados se muestran amables. Intentan «atender» a todo el mundo a la vez. De nuevo cunde el desorden: «la calle parece un concierto de gritos y de chillidos»: ¡Esa es una ladrona!, grita un niño, ¡es la tercera vez que pasa! después de dejar en sitio seguro lo que le habían dado! La agitación aumenta. Nadie se entiende. Desbordados, des­gañitados, los delegados piden consejo a las hermanas para apaciguar a la multitud. Ellas acuden. El orden vuelve con la confianza de la gente. Los delegados se admiran: -¿Es que tienen ustedes muchas escenas de esta clase?, pregun­ta uno de ellos al final de la distribución. -Desde luego, señor. Todos los días en la cocina económica -Bien. Les deseo mucha suerte.

Y se van.

Catalina sigue siempre tan mente: -¡Calma! ¡No pasará nada!

Y sigue atendiendo a los ancianos y a los heridos. La escasez creciente la aflige, pero consigue que la vayan aceptando sin pánico.

Medallas y bandas rojas

Acude con frecuencia a la calle de Picpus n.° 12, al lado de Enghien, que hay que vigilar’. Sus medallas tienen éxito. Los comuneros de guardia hacen que les releven un momento sus compañeros, para venir a buscarlas. Ella se las da a todo el que viene, con unas palabras de estímulo adaptadas a cada uno.Acude incluso Siron, el jefe de los ocupantes, un antiguo conde­nado a galeras que viene a pedir más. Catalina, no hace acepción de personas. Y aquel bandido sin disimular dice abierta­mente: ¡Me quedé totalmente cambiado! Y se convierte en defensor de las hermanas.

El paroxismo

Lo necesitaban. Porque la lucha entre Versalles y París se fue endureciendo. La violencia se exasperaba en aquellos com­bates desesperados. El 28 de abril un club vota la muerte del arzobispo de París.

En Reuilly se lanzan acusaciones contra las hermanas. La imaginación se desboca en aquella hora en que era preciso saciar una de las necesidades más antiguas de la sociedad: encontrar chivos expiatorios. Acusan a las hermanas de haber matado a tres mujeres del barrio. Citan a Catalina ante el ciudadano Felipe para un interrogatorio del que sale airosa a fuerza de calma. El 28 llegan unos hombres encolerizados, con los fusiles cargados. Penetran en la sala de la comunidad. Las hermanas, reunidas en número de 14, se refugian en el primer piso de la lavandería, inmediatamente encima. A través del suelo oyen los gritos y amenazas.

Viático

Al día siguiente, una de ellas temiendo una profanación va a buscar el copón de la capilla. Lo deja sobre una mesita, con dos velas encendidas. Con toda paz adoran al Señor, atentas a lo que pudiera pasar. El sacerdocio de los fieles recobra sus dimen­siones en época de crisis.

Abajo, los ocupantes descubren las botellas de vino destina­das para el ambulatorio. ¿Estaban en aquella famosa «cueva», que será la última morada de Catalina? Aquellas botellas no las habían ocultado las hijas de María. Saltan los tapones. La inspección estimulada por este hallazgo, sigue en medio de una euforia exaltada, con amenazas de muerte contra las hermanas. Los delegados suben armando ruido. Vacilan ante la puerta de la lavandería. Se animan mutuamente: ¿Entramos?

Siron está allí. Los detiene y grita a través de la puerta: No teman, hermanas. Antes de tocarlas tendrán que pasar sobre mi cuerpo.

Allí arriba, se acuesta delante de la puerta y se queda dormido, bajo el efecto de las libaciones. Los demás le imitan. ¿Qué hacer? A medianoche, entre el 29 y el 30 de abril, las hermanas comulgan con sus manos. ¿El viático? Se sienten con fuerzas, como Elías, para caminar 40 días y 40 noches. Vuelve el silencio. Entreabren la puerta. Los comuneros están profundamente dormidos. De puntillas saltan sobre los cuerpos tumbados.

Se juntan en la otra parte de la casa y se preparan a marchar. A Catalina le cuesta dejar a sus ancianos. Si por ella fuese, se quedaría. Pero no es ella la que manda, Hay que obedecer.

La corona

Antes de abandonar la casa va a arrodillarse por última vez ante la estatua de la Virgen. Mañana, primero de mayo, empe­zará el mes de María: ¡Volveremos antes de que acabe el mes!, dice Catalina!

Las hermanas rezan y entonan un cántico. Ni un solo comunero se atreve a intervenir. ¡Ni la «Valentin»! Catalina le quita la corona a la estatua para evitar toda profanación. Te la devolveré: le dice a la Virgen.

Los ocupantes las dejan marchar después de haberlas some­tido a un registro minucioso. Vacían en el suelo sus sacos azules en medio de bromas.

-No os asustéis. No pasará nada grave: dice sor Catalina a las hermanas.

3.- El éxodo

A las 6 de la tarde suben a un ómnibus. Por el camino observan un ambiente enrarecido. La gente, furiosa contra todo lo que se refiere al clero, insulta a las hermanas.Pero el trayecto es directo y rápido. Una hora más tarde, a las 7, llegan a Saint-Denis, a casa de sor Randier.

Saint-Denis

Felipe Meugniot, el sobrino de Catalina, había pasado aquel mismo día por allí Acaba de marcharse, disfrazado de viajante de comercio, con las manos en los bolsi­llos, sin breviario desde luego, confiado en una especie de pasa­porte extraño, que enseña a los «ultranzas».

Con este nombre se designaba a los agentes de la Comuna, «partidarios de la guerra a ultranza» contra los alemanes. Catalina estuvo a punto de encontrarse con su sobrino; pero él marchó para Loos, donde estuvo enseñando casi sin libros.

Sor Randier las acoge con cariño. Había sido la tercera superiora de Catalina en Enghien, de 1852 a 1855. Pero desgraciadamente la administración sólo le autorizaba a alojar a una sola persona.

La comunidad de Reuilly se dispersa, según las ocasiones o relaciones familiares o comunitarias. La mitad ya se habían separado antes de llegar a Saint-Denis. Al día siguiente, sor Angélica parte para Toulouse al encuentro de sor Dufés.

Al día siguiente, 1 de mayo, a las 11 no quedan en Saint­Denis más que las dos antiguas, sor Catalina (65 años) y sor Tranchemer (45 años). En medio de la incertidumbre, de la dispersión y las despedidas, Catalina siente que explota en ella todo el cansancio y la tensión acumulada. Piensa en la muerte, con la preocupación de lo mucho que debe a la Virgen: todo lo que se le ha rehusado aún. En el momento en que sor Angélica, valiente y joven, va a unirse con sor Dufes y todas las demás se desparraman, ella siente la necesidad de no estar sola, pero quizás también la de sostener el espíritu frágil de sor Tranche­mer.

Cuando los versalleses empiezan el bombardeo de la capital, le dice a su compañera: Ya estarnos solas, las dos más antiguas. ¿Qué vamos a hacer? -Sor Randier quiere que nos quedemos. Sí, pero yo sola. Bajan al jardín: No me encuentro bien, le confía Catalina. Tengo muchos años. Puedo morirme. Me gustaría tener una compañera a mi lado. ¿Quiere seguirme usted? ¡Claro que sí, sor Catalina! ¡Estoy a su disposición! -Gracias. No nos separaremos.

Y va a dar las gracias a sor Randier, que les pide se queden a descansar allí aquella noche.

Ballainvilliers (2-30 mayo)

El martes. 2 de mayo, las dos hermanas .salen para 13allainvi­lliers. Catalina le dice entonces a su compañera: Tengo algo que confiarle para el momento de mi muerte. No puedo decírselo a ninguna hermana extraña. Me gustaría tener una compañera para ello… Será usted. ¡Marchemos, entonces!

Se pone en camino con una «sonrisa». Aquel mismo martes, a las 5 de la tarde, las dos quedan «instaladas en el castillo de Ballainvilliers»,en casa de sor Mettavent.

Es una mujer decidida, de unos cincuenta años. Ha bregado por el Medio Oriente: Constantinopla. Alejandría. Conoció allí todo lo peor: cólera (1865), revueltas, calumnias, un océano de miserias, una terrible mortandad. Destinada a Ballainvilliers poco antes de 1870, ya ha fundado allí un asilo de huérfanos, una escuela maternal, una farmacia, además de la escuela que había cuando llego. Durante la guerra ha organizado dos ambu­latorios, ha recogido a los ancianos abandonados. Su interven­ción ante los prusianos ha salvado a muchos condenados, entre ellos a un padre de familia. Un día se encontró con una columna de 300 prisioneros franceses muriéndose de hambre y de frío y ordenó requisar por su cuenta en las panaderías todo lo que pudo. Lo distribuyó ante los ojos de los prusianos, mudos de admiración. Al abrirse las puertas de París después del asedio, marchó con un carro grande de víveres para la casa madre, en donde había sido administradora de 1866 a 1868. Los centine­las alemanes le habían dado el alto como a los demás, pero un oficial prusiano la reconoció: tomó las riendas del caballo y lo hizo pasar con todas sus provisiones. En Ballainvilliers procura salvar ahora a la aldea del pillaje y organiza distribuciones equitativas. Se ha preocupado de ocultar una provisión de trigo, reservándola para la siembra. Se la dará a los campesinos que han huido, cuando regresen.

Catalina y su compañera cooperan con gusto con la valiente superiora de la casa. Es también ella la que había acogido hace algunas semanas a las ancianas de Reuilly: era una de las razones que atrajeron allá a Catalina. Se encuentra entre personas conocidas.

Le escribe a sor Dufés una carta de 8 páginas. Aquella carta, destruida desgraciadamente, ha dejado el recuerdo de una predicción que entonces parecía no tener sentido: ¡toda la comunidad estará en Reuifly para clausurar el mes de María!.

El mes de mayo va avanzando. Las violencias se exasperan cada vez más.

Los sacerdotes no pueden circular con sotana, so pena de arresto. Los lazaristas se visten de paisano, de «pekinés», como se dice entonces: Se creerá que todo está perdido y cerrarán las iglesias, había dicho sor Catalina.

El 16 de mayo se derriba la columna Vendóme en medio de la algazara popular.

El 18 un batallón de «vengadores de la República» saquea Nuestra Señora de las Victorias, sede de una archicofradía mundialmente extendida, que tiene como insignia la Medalla milagrosa. Catalina se entera de la noticia: Han tocado a la Virgen. No llegarán muy lejos.

A Cecilia Delaporte, lavandera de Keuilly, una mujer con la que ha tratado muchas veces, le confirma tranquilamente: La santísima Virgen guarda nuestra casa. La encontraremos intacta.

Muerte del arzobispo

El 21 de mayo las tropas versallesas entran en París por la puerta de Saint-Cloud». Empieza una semana de duros comba­tes. Los rehenes tomados por la Comuna se ven amenazados. El arzobispo de París, monseñor Darboy, es fusilado en la cárcel de la Koquette el 24 de mayo, junto con el párroco de la Madeleine, 5 jesuitas, otros 15 sacerdotes y 45 gendarmes.

Catalina había vislumbrado la muerte del arzobispo hacía 40 años. El padre Chinchon, su confesor, había recogido esta predicción al pasar por Reuilly a finales de marzo. La tenía consignada en una libreta negra. Al volver a Dax el 19 de mayo confió esta predicción a sus hermanos, por la mañana: 5 días antes del fusilamiento de los rehenes, asegura el padre Serpette, joven lazarista (22 años), testigo de aquella conversación. Im­presionado por ese anuncio fue a ver aquella misma tarde al padre Chinchon, confesor de Catalina, que hojeó con él la famosa libreta negra.

Me leyó dos líneas, que predecían la muerte de monseñor Dar­boy.Me dijo que los demás sacerdotes serían también fusila­dos… Corrieron lágrimas por sus ojos… Me despidió, sin darme la bendición, como suele hacerse al final de la comunicación espiri­tual. Estaba muy impresionado. A partir de aquel día, cuando podía hablar con algunos de los padres que leían el periódico, les preguntaba siempre si había noticias del arzobispo de París. Llegaron por fin, terribles.

Desgraciadamente, esa libreta no ha podido encontrarse, ni siquiera identificarse con exactitud.

La protección de la Virgen

El 27 de mayo, sor Tranchemer al volver de Longiumeau ve el resplandor de un incendio en el centro de París. Exclama: -¡’París está ardiendo! ¿Qué va a pasar con la casa-madre? Catalina está imperturbable.

-No tema por nuestras casas. La santísima Virgen las guarda. No pasará nada.

Sin embargo, la comunidad vive en medio de la tragedia. San Lázaro ha sido cercado por los guardias nacionales. El 105° de Ligne ha instalado un puesto permanente en el locutorio. Los últimos hermanos lazaristas dejan la capital para irse a Dax. Les gustaría evacuar también a las hermanas del seminario, pero los delegados se oponen a ello durante toda la jornada. A las 10 de la noche es cuando toman el tren para el Berceau de san Vicente, el 27 de mayo.

En la casa madre ya hace varios días que no se celebra la misa. El padre Mailly sigue celebrando por diversos sitios; el 24 de mayo se arriesga a pasar el muro de los Incurables (hoy Laennec) para celebrar una misa en la capilla de la Medalla milagrosa.

Los obuses llueven. Uno de ellos cae sobre los muros del Seminario y rebota en la puerta del refectorio de San José. No explota. Otro penetra en un dormitorio y prende fuego. Un comando se introduce en el hospital de los Incurables y tirotea a la casa. Los federados responden desde la enfermería, desde las cocinas, desde el huerto. La superiora general reúne a la comunidad en el obrador de S. José y le da sus consignas. En el interior, las hermanas rezan. Fuera los tiros se entrecruzan. El Consejo de estado, las Tullerías, el Louvre están en llamas. Por la tarde se oyen violentas explosiones: es el polvorín del Luxem­bourg que salta. El incendio se propaga toda aquella jornada del 24 de mayo, hasta los muelles del Sena. Los combates prosiguen encarnizados, los cadáveres se acumulan en las aceras. Pero ninguna víctima entre las hermanas.

Sin embargo, todo es drama, todo es urgencia, todo es incertidumbre. En la calle del Infierno se levanta una barricada junto al asilo de niños expósitos, que dirigen las hijas de la Caridad. Los insurrectos, en posición insostenible, dan la orden de evacuar el asilo porque van a incendiar el edificio. En un cuarto de hora habría que llevarse a 700 bebés en pleno combate. ¡Es imposible! La hermana superiora se pone de rodi­llas ante el comandante. El revoca su decisión diciendo: -Hermana, yo creo en Dios, no quemarán su casa.

Da orden a los artilleros que se lleven los cañones que acaban de colocar. Le obedecen. Pero no se revoca impunemen­te una orden desesperada: los insurrectos lo cogen y lo fusilan allí mismo por haber debilitado la resistencia.

¿Cómo es que una vez más las hermanas y sus enfermos salen indemnes en la calle del Bac, del Infierno y en los demás sitios:? El 28 de mayo el ejército de Versalles domina París.

4. Regreso a Enghien (31 de Mayo)

Sor Dufés recibe en Toulouse un telegrama para que vuelva. En Versalles se encuentra con las compañeras de Ballainvilliers: con Catalina y sor Tranchemer. Les hubiera gustado volver aquel mismo martes, día 30, pero necesitan un permiso y les cuesta tiempo obtenerlo. Se deja la marcha para el día siguiente, 31 de mayo.

A las 5 de la mañana asisten juntas a la misa en donde sor Eugenia Mauche, la hermanita de las naranjas al ron, futura superiora general, pronuncia sus votos. Aquella misma maña­na del miércoles, 31 de mayo, sor Dufes está en Reuilly con toda su comunidad, excepto sor Clara, su compañera, que se ha quedado en el sur y no volverá hasta el 4 de junio.

Era la cita para el 31 de mayo que Catalina esperaba con confianza II. La estatua del jardín ha recibido algunos daños; la han revestido con una tela roja y está quizás derribada.Es a la Virgen de la «capilla de Enghien» a la que Catalina devuelve la corona que quitó e130 de abril. No es la estatua lo que importa, sino la que ella representa: Te había dicho, mi buena Madre, antes de finales de mes.

La casa está en desorden, pero los destrozos son insignifican­tes y las hijas de María traen los objetos que habían recogi­do y Sor Dufés piensa en el sueño de Catalina y la promesa de Nuestra Señora: Yo guardaré la casa. Volveréis antes de que acabe el mes de María.

Las dos familias de san Vicente se han visto increíblemente protegidas. Circulan los relatos, innumerables, con acciones de gracias. Aquel mismo año fueron recogidos en gran número en la crónica de aquellos tiempos heroicos.

Algunos jóvenes lazaristas se sienten desconcertados, escan­dalizados: ¿por qué esta protección sobre las dos familias de san Vicente, mientras que otros, incluidos religiosos y religiosas han sufrido hasta la muerte? El padre Fiat tendrá que derrochar ingenio para tranquilizar a aquellos frustrados de la cruz.

Se les comprende, ya que la paz que vuelve es dura y violenta.

En Reuilly algunos comuneros heridos han quedado instala­dos en el dormitorio de los huérfanos trasformado en ambulato­rio, para ser curados allí. Pero mientras se espera un juicio inexorable, sor Dufes los confía a sor Mauche (25 años), muy famosa entre los enfermos durante el hambre por su «buen chocolate y su buen café con leche»… y su buen corazón. Se siente con energías después de los votos que ha hecho esa misma mañana en la misa, antes de volver a Reuilly.

Cuando le confían a los enfermos, le dicen cuál es la suerte que les espera. Hay unos treinta. Estaba un poco asustada de sus rostros desconfiados y hostiles, de sus miradas ansiosas. Y ahora la oprime un temor más hondo todavía, más irremedia­ble. ¿Oué hacer? Recurre a sor Catalina que había repartido tantas medallas entre los insurrectos: ¿Le quedan todavía?

Recibe un puñado de medallas y unas palabras de aliento: -Vaya, hermana, no tenga miedo.

Sor Eugenia tiene miedo de provocar a los blasfemos y de precipitar la impenitencia final. Espera durante dos días el momento favorable. Una tarde se le ocurre una idea. Reúne todo su valor: Amigos, tengo que pedirles una ¿Qué quiere usted? Permiso para rezar una. Récela.

Adivinan muy bien la suerte que les aguarda. Se han quitado la gorra y la han dejado sobre la cama. Sor Eugenia empieza con fervor, pero al final del Padrenuestro estalla en sollozos. Todos la miran, sorprendidos: Mis pobres amigos, ¡es mañana!

Se hace el silencio. La emoción es tal que la hermana no se atreve a ofrecerles la medalla. En una habitación cercana va ensartándolas cada una en un cordón. Llega la noche. Sigue rezando y cariñosamente va dejando una medalla en cada almohada.

Cuando deja el dormitorio a las 4 de la mañana para ir a misa, los heridos duermen. Las medallas siguen sobre la almo­hada de cada uno. Cuando vuelve, se la han colgado al cuello; se la enseñan y le dan las gracias. Entretanto se han confesado, a propuesta de sor Dufés. Ha venido un sacerdote; es un antiguo rehén de la Comuna. Se ha retirado profundamente edificado.

A las 7 de la mañana vienen unos coches y unos carros para llevárselos a Versalles. Están tranquilos. Dan gracias a las hermanas. Fueron ejecutados todos.

El ejército versallés había perdido 877 hombres. Fusiló a 20.000 por la calle sólo durante la semana sangrienta (21-28 de mayo); detuvo a 38.578 sospechosos, entre ellos a 1.064 mujeres y a 614 niños. La vida se reanudó en medio de un baño de sangre.

En Enghien-Reuilly las hermanas ponen en orden la casa. Se reanudan las clases. Catalina vuelve con sus ancianos. Ellos no la han olvidado. Durante el mes de mayo repetían a menudo a los ciudadanos enfermeros: Nosotros haremos lo que hacía sor Catalina.Sólo le quedan 6 años de vida.

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