Vicente de Paúl, un cristiano revestido del espíritu de Cristo (III)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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  1. VICENTE DE PAÚL, EL CRISTIANO

Evolucionaba, ciertamente, en la medida en que descubría su «segundo nacimiento» desde que asumiera el compromiso de despojarse de la vieja condición humana, con sus obras, y reves­tirse de la nueva condición. El cristiano es un discípulo de Cris­to que aspira a vivir adherido totalmente a su persona y a su doc­trina según las exigencias del bautismo, a la luz de la instrucción paulina: «Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27). La aceptación de los compromisos bautismales convirtió a Vicente de Paúl en verda­dero cristiano, al entender según la oración de la Iglesia que debía «rechazar lo que es indigno de este nombre, y cumplir cuanto en él se significa».

Empeñarse ahora en controlar la acción transformante del Espíritu en Vicente es tarea inútil, ya que el Espíritu de Dios no se deja atrapar, ni él mismo nos explicó sino veladamente y en raras ocasiones la acción del Espíritu en su propio ser, no así la narración de múltiples sucesos protagonizados por él y contados en primera o en tercera persona. En él vino a cumplirse lo dicho por Jesús a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (In 3, 8). Concienciado del agua y del Espíritu, el carisma del amor le convirtió en el gran apóstol y tes­tigo de la caridad.

Ni que decir tiene que la oración le mantenía firme en la tarea del revestimiento del espíritu de Cristo. De esta experiencia se valdrá para recalcar ante las comunidades por él fundadas la asi­duidad a la práctica de la oración personal y comunitaria, porque con ella «nos vienen todos los bienes. Si perseveramos en nues­tra vocación, es gracias a la oración; si tenemos éxito en nuestras tareas, es gracias a la oración… si permanecemos en la caridad…, todo esto es gracias a la oración. Lo mismo que Dios no le niega nada a la oración, tampoco nos concede casi nada sin la ora­ción…, no, nada; ni siquiera la extensión de su evangelio y lo que interesa más a su gloria».

El don de la fe recibido en el bautismo no cambió la natura­leza de Vicente ni extirpó sus raíces campesinas, pues siguió siendo el hombre de humor y de fina ironía de siempre, con su inclinación innata a gesticular y a exagerar las cosas como buen gascón, pero sí que transformó «su humor seco y repelente por un espíritu suave y benigno», ya que «la gracia recibida en el bautismo…, el espíritu de Nuestro Señor pone, sí, en nosotros la misma inclinación hacia la virtud que la pone la naturaleza hacia el vicio».

En la fe, dinamizada por el Espíritu (Ga 5, 6; St 2, 14), des­cubre el secreto del amor, a la vez que constata, por experiencia, tina reconciliación progresiva entre la espiritualidad bautismal y la obediencia a la acción del Espíritu. En consecuencia, su antiguo ideal de felicidad cifrado en los bienes temporales lo cambia por la misión del Reino de Dios y el seguimiento radical de Jesu­cristo, por vía del amor. Volviendo al consejo que diera a Portail, fue preciso que nuestro Señor le previniese con su amor para creer en Él. De la misma manera, —comentará— «hagamos lo que hagamos, nunca creerán en nosotros si no mostramos amor y compasión hacia los que queremos que crean en nosotros».

Tenía claro que los llamados a distintas Órdenes, Congrega­ciones religiosas y movimientos apostólicos, no podían aspirar más alto que a ser buenos cristianos. Aplicado esto a su Congre­gación, dirá: «El estado de los misioneros es un estado apostóli­co, que consiste, como los apóstoles, en dejarlo todo para seguir a Jesucristo y hacerse verdaderos cristianos». En la misma idea redundará al dirigirse a las Hermanas: «Si sois fieles en la prác­tica de vivir como Hijas de la Caridad, seréis todas buenas cris­tianas. No os diría tanto si os dijese que seríais buenas religiosas. ¿Por qué se han hecho religiosos y religiosas sino para ser bue­nos cristianos y buenas cristianas?».

Para él, los que entran en una comunidad religiosa, cuales­quiera que sean su carisma y su espíritu, traen ante todo la ilu­sión de alcanzar la plenitud de la vida cristiana y la filiación divi­na adoptiva. No obstante, matizará que, aunque todos los cristianos han recibido el mismo Espíritu y están revestidos de Jesucristo, «no todos los bautizados realizan las obras debidas…» Apoyado en aquella otra enseñanza del Apóstol: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es cristiano» (Rm 8, 9), espolea su celo para realizar las obras debidas y evitar las prohibidas: síntesis de su programa ascético y místico, de su moral y espiritualidad, de su vocación y misión.

La ascética le ayudaba a adquirir hábitos de abnegación. La mística, a penetrar en el misterio insondable de un Dios anona­dado y encarnado en la naturaleza humana. La moral, a huir de las tinieblas del pecado para habitar en la luz de la gracia. La espiritualidad, a centrarse en el espíritu de Cristo. Y la vocación y misión, siguiendo la misma de Jesucristo, que vino al mundo para salvar a la humanidad. Todo ello, renunciando, según el len­guaje de su tiempo, al mundo, demonio y carne, los tres enemigos del alma denunciados por el catecismo más extendido y recomendado en aquel entonces: el Catecismo de san Roberto Belarmino.

No sorprende pues que recuerde a los misioneros: «¿No hemos renunciado los cristianos, por el bautismo, a las vanida­des del mundo?».Y a las Hijas de la Caridad, por medio del P Luis Thibault, a quien tenía bien informado sobre el espíritu de las Hermanas: «Sois cristianas y, por consiguiente, estáis obliga­das a pelear contra el mundo por las promesas que le habéis hecho a Dios en vuestro bautismo». De todo lo cual se deduce que su aspiración más íntima era vivir la mística bautismal, sumergiéndose en el misterio o sacramento, para morir con Cris­to y resucitar con él a una vida nueva y dando testimonio de fe viva, esperanza firme y caridad ardiente: virtudes teologales «que se imprimen las primeras en nuestros corazones». De ahí que dijera: «… La experiencia nos enseña que los predicadores que predican conforme a las luces de la fe impresionan más a las almas que los que llenan sus discursos de razonamientos huma­nos y de motivos filosóficos, porque las luces de la fe van siem­pre acompañadas de una cierta unción celestial, que se derrama secretamente en el corazón de los oyentes».

Jacques Delarue comenta en su obra: «Lo que creía —y espe­raba— el Señor Vicente no se muestra como una doctrina, y no se presenta como una enseñanza. Es una vida que brota, recia y vigorosa, y que se expresa de manera espontánea a merced de las circunstancias… Tal expresión es lo que, según una fórmula hoy en boga, constituye El credo que ha dado sentido a su vida».

A Vicente de Paúl le movía la fe en el cuerpo místico: «Todos somos miembros unos de otros. Nunca se ha oído que un miem­bro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de los demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida o violentada, y que las demás no lo hayan sen­tido. Es imposible. Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados que el mal de uno es mal de los otros. Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miembros entre sí, tienen que padecer juntos».

Su reacción ante el sufrimiento humano interpelaba a cuantos viendo sufrir a enfermos, hambrientos y desnudos, quedaban insensibles, pues no podía por menos de exclamar: «¡Ser cristia­no y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfer­mo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias».

Antonino Orcajo

CEME 2011

Vicente de Paúl, un cristiano revestido del espíritu de Cristo (III)

  1. VICENTE DE PAI1L, EL CRISTIANO

Evolucionaba, ciertamente, en la medida en que descubría su «segundo nacimiento» desde que asumiera el compromiso de despojarse de la vieja condición humana, con sus obras, y reves­tirse de la nueva condición. El cristiano es un discípulo de Cris­to que aspira a vivir adherido totalmente a su persona y a su doc­trina según las exigencias del bautismo, a la luz de la instrucción paulina: «Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27). La aceptación de los compromisos bautismales convirtió a Vicente de Paúl en verda­dero cristiano, al entender según la oración de la Iglesia que debía «rechazar lo que es indigno de este nombre, y cumplir cuanto en él se significa».

Empeñarse ahora en controlar la acción transformante del Espíritu en Vicente es tarea inútil, ya que el Espíritu de Dios no se deja atrapar, ni él mismo nos explicó sino veladamente y en raras ocasiones la acción del Espíritu en su propio ser, no así la narración de múltiples sucesos protagonizados por él y contados en primera o en tercera persona. En él vino a cumplirse lo dicho por Jesús a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (In 3, 8). Concienciado del agua y del Espíritu, el carisma del amor le convirtió en el gran apóstol y tes­tigo de la caridad.

Ni que decir tiene que la oración le mantenía firme en la tarea del revestimiento del espíritu de Cristo. De esta experiencia se valdrá para recalcar ante las comunidades por él fundadas la asi­duidad a la práctica de la oración personal y comunitaria, porque con ella «nos vienen todos los bienes. Si perseveramos en nues­tra vocación, es gracias a la oración; si tenemos éxito en nuestras tareas, es gracias a la oración… si permanecemos en la caridad…, todo esto es gracias a la oración. Lo mismo que Dios no le niega nada a la oración, tampoco nos concede casi nada sin la ora­ción…, no, nada; ni siquiera la extensión de su evangelio y lo que interesa más a su gloria».

El don de la fe recibido en el bautismo no cambió la natura­leza de Vicente ni extirpó sus raíces campesinas, pues siguió siendo el hombre de humor y de fina ironía de siempre, con su inclinación innata a gesticular y a exagerar las cosas como buen gascón, pero sí que transformó «su humor seco y repelente por un espíritu suave y benigno», ya que «la gracia recibida en el bautismo…, el espíritu de Nuestro Señor pone, sí, en nosotros la misma inclinación hacia la virtud que la pone la naturaleza hacia el vicio».

En la fe, dinamizada por el Espíritu (Ga 5, 6; St 2, 14), des­cubre el secreto del amor, a la vez que constata, por experiencia, tina reconciliación progresiva entre la espiritualidad bautismal y la obediencia a la acción del Espíritu. En consecuencia, su antiguo ideal de felicidad cifrado en los bienes temporales lo cambia por la misión del Reino de Dios y el seguimiento radical de Jesu­cristo, por vía del amor. Volviendo al consejo que diera a Portail, fue preciso que nuestro Señor le previniese con su amor para creer en Él. De la misma manera, —comentará— «hagamos lo que hagamos, nunca creerán en nosotros si no mostramos amor y compasión hacia los que queremos que crean en nosotros».

Tenía claro que los llamados a distintas Órdenes, Congrega­ciones religiosas y movimientos apostólicos, no podían aspirar más alto que a ser buenos cristianos. Aplicado esto a su Congre­gación, dirá: «El estado de los misioneros es un estado apostóli­co, que consiste, como los apóstoles, en dejarlo todo para seguir a Jesucristo y hacerse verdaderos cristianos». En la misma idea redundará al dirigirse a las Hermanas: «Si sois fieles en la prác­tica de vivir como Hijas de la Caridad, seréis todas buenas cris­tianas. No os diría tanto si os dijese que seríais buenas religiosas. ¿Por qué se han hecho religiosos y religiosas sino para ser bue­nos cristianos y buenas cristianas?».

Para él, los que entran en una comunidad religiosa, cuales­quiera que sean su carisma y su espíritu, traen ante todo la ilu­sión de alcanzar la plenitud de la vida cristiana y la filiación divi­na adoptiva. No obstante, matizará que, aunque todos los cristianos han recibido el mismo Espíritu y están revestidos de Jesucristo, «no todos los bautizados realizan las obras debidas…» Apoyado en aquella otra enseñanza del Apóstol: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es cristiano» (Rm 8, 9), espolea su celo para realizar las obras debidas y evitar las prohibidas: síntesis de su programa ascético y místico, de su moral y espiritualidad, de su vocación y misión.

La ascética le ayudaba a adquirir hábitos de abnegación. La mística, a penetrar en el misterio insondable de un Dios anona­dado y encarnado en la naturaleza humana. La moral, a huir de las tinieblas del pecado para habitar en la luz de la gracia. La espiritualidad, a centrarse en el espíritu de Cristo. Y la vocación y misión, siguiendo la misma de Jesucristo, que vino al mundo para salvar a la humanidad. Todo ello, renunciando, según el len­guaje de su tiempo, al mundo, demonio y carne, los tres enemigos del alma denunciados por el catecismo más extendido y recomendado en aquel entonces: el Catecismo de san Roberto Belarmino.

No sorprende pues que recuerde a los misioneros: «¿No hemos renunciado los cristianos, por el bautismo, a las vanida­des del mundo?».Y a las Hijas de la Caridad, por medio del P Luis Thibault, a quien tenía bien informado sobre el espíritu de las Hermanas: «Sois cristianas y, por consiguiente, estáis obliga­das a pelear contra el mundo por las promesas que le habéis hecho a Dios en vuestro bautismo». De todo lo cual se deduce que su aspiración más íntima era vivir la mística bautismal, sumergiéndose en el misterio o sacramento, para morir con Cris­to y resucitar con él a una vida nueva y dando testimonio de fe viva, esperanza firme y caridad ardiente: virtudes teologales «que se imprimen las primeras en nuestros corazones». De ahí que dijera: «… La experiencia nos enseña que los predicadores que predican conforme a las luces de la fe impresionan más a las almas que los que llenan sus discursos de razonamientos huma­nos y de motivos filosóficos, porque las luces de la fe van siem­pre acompañadas de una cierta unción celestial, que se derrama secretamente en el corazón de los oyentes».

Jacques Delarue comenta en su obra: «Lo que creía —y espe­raba— el Señor Vicente no se muestra como una doctrina, y no se presenta como una enseñanza. Es una vida que brota, recia y vigorosa, y que se expresa de manera espontánea a merced de las circunstancias… Tal expresión es lo que, según una fórmula hoy en boga, constituye El credo que ha dado sentido a su vida».

A Vicente de Paúl le movía la fe en el cuerpo místico: «Todos somos miembros unos de otros. Nunca se ha oído que un miem­bro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de los demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida o violentada, y que las demás no lo hayan sen­tido. Es imposible. Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados que el mal de uno es mal de los otros. Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miembros entre sí, tienen que padecer juntos».

Su reacción ante el sufrimiento humano interpelaba a cuantos viendo sufrir a enfermos, hambrientos y desnudos, quedaban insensibles, pues no podía por menos de exclamar: «¡Ser cristia­no y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfer­mo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias».

Antonino Orcajo

CEME 2011

 

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