LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
El P. Vicente se empleó en un trabajo callado que produjo grandes resultados, los ejercicios espirituales individuales. Aún antes de 1635 algunos cristianos deseosos de cultivar su espíritu habían sido recibidos en San Lázaro. Muchos eran personajes importantes de la sociedad: señores, obispos, sacerdotes y abogados. Otros eran personas corrientes y pobres: unas setecientas u ochocientas por año. Eran recibidos gratuitamente, aunque algunos, los menos, dejaran alguna contribución.
Los ejercicios vicencianos eran una copia de los que daban los jesuitas, siguiendo el plan de San Ignacio. Eso nos dice que el propósito de los ejercicios era centrarse en la vocación personal y ofrecerse a Dios para cumplirla. Esto era hacer como había hecho Vicente mismo al comprometerse con su persona y sus bienes al servicio de los pobres. Él explicaba la importancia de los ejercicios en palabras que manifiestan la doctrina de San Francisco de Sales acerca de la vida devota: «Sé un cristiano perfecto según tu estado de vida: sé buen estudiante si eres estudiante; sé un soldado perfecto si eres soldado; sé un buen juez si tienes la posición de juez; sé un sacerdote tan perfecto como San Carlos Borromeo si eres sacerdote. En una palabra, examina tu vocación y perfecciónate en ella».
Los ejercitantes meditaban en solitario y, dos veces por día, se reunían con su director para ser guiados como convenía a cada uno. Todos los sacerdotes de la casa participaban en esta función y, a veces, también los estudiantes. Todos usaban un libro de meditaciones y aconsejaban a los ejercitantes la oración usando todas sus energías espirituales, es decir, la razón, la memoria, el discurso mental, el deseo y la voluntad. Pero, en realidad, el fruto de los ejercicios provenía de la bondad y de la gracia del P. Vicente y de los misioneros compartiendo con los ejercitantes. Los ejercitantes, lo mismo que los asistentes a las misiones de las parroquias, se aprovechaban del carisma del P. Vicente.
LOS EJERCICIOS DE LOS ORDENANDOS
También existía otra clase de ejercicios cuyo propósito era preparar a los candidatos a recibir las órdenes sagradas del subdiaconado, diaconado y sacerdocio. Tenían lugar por lo menos cuatro veces al año durante los tiempos, apropiados para las órdenes: la Cuaresma, Pentecostés y en los meses de junio y septiembre. Como no se habían creado aún los seminarios mayores, los ejercicios espirituales eran muy importantes para preparar como era debido al candidato para la recepción del sacramento. Todos habían concluido su preparación intelectual pero no habían tenido mucha oportunidad de desarrollar su espiritualidad. Era necesario recordarles incluso los deberes del Sacramento del orden a recibir. Por ello, los ejercicios eran como seminarios de diez o más días de estudio con una parte dedicada a estudiar, otra al rezo y a la confesión. Los ejercicios resultaban caros pero los ejercitantes los hacían sin tener que pagar. Los bienhechores adinerados del P. Vicente, las Damas de la Caridad, donaban contribuciones para subvencionarlos. El P. Vicente les inculcaba la importancia de que los ordenandos vivieran santamente y les aseguraba que el sacerdocio era necesario para el florecimiento de la Iglesia y la salvación de los fieles, explicando que no era posible evangelizar a los pobres sin buenos pastores que los guiaran después de las misiones.
El P. Vicente insistía en que todos sus cohermanos, sacerdotes, hermanos coadjutores y seminaristas compartieran este trabajo con los ordenandos para que todos dieran buen ejemplo de humildad y de aprecio por el sacerdocio. Sin embargo, cada grupo de ejercitantes tenían su director, que determinaba los temas y dividía a los participantes en pequeños grupos para repasar los temas después de las lecciones, y lo mismo se hacía para aprender los usos litúrgicos, por ejemplo, cómo celebrar la santa Misa. Durante la comida, los ejercitantes escuchaban la lectura de un libro sobre el sacerdocio. El propósito de todos los actos era convencer a los asistentes de la importancia de las sagradas órdenes.
El P. Vicente pidió a varios expertos componer un libro para usarlo como manual de estos retiros. El libro, titulado «Instrucciones para Sacerdotes», no se imprimió; estaba escrito a mano. Los conferenciantes de estos ejercicios se escogían de entre los sacerdotes más aptos de las Conferencias de los Martes y, con frecuencia, de entre los misioneros, incluidos los jóvenes. Lo normal era que los asistentes a los ejercicios sacaran mucho provecho, pero no sucedía así con los renuentes a practicarlos. Entre los opositores se hallaban los inclinados al movimiento jansenista que despreciaban al P. Vicente y todo su ideario pastoral. No obstante, religiosos de muchas otras congregaciones copiaron el método del P. Vicente e introdujeron los ejercicios previos a las ordenaciones, y muchas de las casas de la Misión, incluso la de Roma, también los ofrecían.
LOS SEMINARIOS.
Como se dijo, por este tiempo aún no existían seminarios mayores en Francia, aunque habían sido impuestos por el Concilio de Trento. Se habían instituido en algunos países como Italia debido a la iniciativa de San Carlos Borromeo, pero en la Iglesia francesa no se había conseguido. Uno de los problemas era que el Concilio presuponía que el seminario menor y el mayor funcionasen como una sola institución y estaba claro que así no iba a resultar. El P. Vicente experimentó con un seminario en París donde recibía candidatos desde los doce años; nunca dio resultado. Esto le convenció de que se necesitaba otra institución donde recoger candidatos al sacerdocio de entre veinte y veinticinco años. El mismo gobierno deseaba la fundación de los seminarios para mejorar la situación social y varias congregaciones habían tratado de llevarlo a cabo. Pero la estrategia del P. Vicente, y otros preocupados por renovar la iglesia francesa, fue aprovechar los ejercicios de los ordenandos mientras no se fundasen seminarios mayores. Así, los primeros seminarios de este tipo en Francia fueron realmente sesiones de ejercicios espirituales prolongados hasta tres meses e incluso hasta seis. Más tarde esto se alargó hasta llegar a durar dos o tres años. En muchos casos se daban verdaderos cursos de estudio dentro de estos «seminarios» y, otras veces, los seminaristas salían para seguir los cursos en la universidad o en otro instituto.
El P. Vicente, investigando la situación, pensaba que en algunos de los seminarios prevalecía la formación intelectual sobre la del espíritu y que en otros primaba el trabajo pastoral, que se combinaba con los ejercicios corporales del cuidado de la casa. Este segundo tipo le pareció más apropiado porque preparaba a los seminaristas para convivir con la gente corriente con la que trabajarían luego como párrocos celosos y dedicados.
El primer seminario mayor iniciado por el P. Vicente fue el de Annecy, patria de San Francisco de Sales. Después se hizo cargo de dos en París, y luego la realidad fue que todas las casas fundadas en Francia entre 1642 y 1660 hacían las dos funciones: de misionar y de atender seminaristas mayores. En total el P. Vicente estableció no menos de catorce seminarios. Cada uno de ellos solía tener unos treinta y cinco seminaristas. Ésta era, después de las misiones, la ocupación principal de la Congregación. El mismo trabajo de misiones se vio muy favorecido por el buen fruto de los seminarios: buenos sacerdotes para pastorear con eficacia al pueblo de Dios.
EL CONSEJO DE CONCIENCIA
Al morir Luis XIII, la Reina le sucedió como Regente en nombre de su hijo de cuatro años hasta que llegase a los quince. La Reina Regente, Ana, escogió al P. Vicente como consejero espiritual y, también, como miembro del Consejo de Conciencia. El trabajo de este cuerpo colegiado de gobierno era asesorar a la Regenta en materias eclesiásticas, la elección de obispos, abades y otros prelados. El Gobierno francés, tenía entonces el derecho de designar personas para estos cargos según un convenio con el Santo Padre. Otro de los miembros de este consejo era el Cardenal Mazarino, Primer Ministro de Francia. Este, a pesar de ser Cardenal, no tenía órdenes sagradas; era un político seglar con una sola idea: promover los intereses del reino de Francia. Dentro del Consejo el P. Vicente tenía más influencia moral que muchos otros consejeros.
El cometido más importante del P. Vicente en el Consejo era la selección de personas apropiadas para los cargos de obispos y prelados. Insistía, por ejemplo, en la necesidad de que el obispo designado hubiera sido sacerdote por lo menos durante un año, o que las asistentas de las Abadesas de cualquier monasterio hubiesen cumplido no menos de veintitrés de edad y cinco de profesión. Estos requisitos no son difíciles, incluso parecen insignificantes, pero ya eran un adelanto comparándolos con lo que antes se practicaba. Además de esto, insistía en que los designados a los diferentes puestos fueran de buenas costumbres. Como era normal que los que aspiraban a estos cargos fueran solamente de familias señoriales, el P. Vicente llevaba una lista de espera, basada en los méritos de todos los cualificados que tenían aspiraciones a ser designados para servir a la Iglesia.
Como pasa en estas situaciones, muchas personas venían al P. Vicente con peticiones o amenazas. El tenía el corazón justo y valiente para rechazar ambas cosas. Un día una señora, cuya hija anhelaba un puesto en un monasterio, trató de agredirle con una silla por haber rechazado abiertamente su petición. Como consecuencia de esta actitud suya en esta materia, se designaron muchos buenos obispos y abades y la iglesia de Francia mejoró bastante. Incluso después de la designación, muchos de los prelados acudían al P. Vicente para consultarle. Este trabajo del P. Vicente duró hasta su abandono del Consejo de Conciencia en el año 1652, a raíz de ser entronizado el joven Rey, Luis XIV.
EL JANSENISMO
Desde los tiempos del Nuevo Testamento han existido diferencias entre los cristianos en asuntos doctrinales. Con frecuencia estas diferencias surgen entre partidarios de una línea de fe rígida contra otros que son más comprensivos. En el capítulo tercero de la Carta a los Filipenses hay rastros de alguna controversia religiosa de este tipo. En tiempos del P. Vicente, la controversia tuvo lugar entre los seguidores de Jansenio, de una posición religiosa rígida, y sus contrincantes, que incluía a los Jesuitas. El P. Vicente se encontraba, con muchos otros prelados importantes, entre los opositores al jansenismo. Eventualmente, el Santo Padre decidió a su favor.
Brevemente, ésta era una contienda sobre la gracia y la salvación. Los jansenistas mantenían que algunos hombres no pueden salvarse. En cuanto a la acción pastoral, afectaba la recepción de los sacramentos de la confesión y de la comunión. Los jansenistas impedían a los fieles la confesión y la comunión frecuente. Los Padres Jesuitas y el P. Vicente se esforzaban por la práctica de ambas cosas con relativa frecuencia. Así lo había hecho él siempre en las misiones desde que fue párroco de Clichy. En realidad, esta revolución tocaba los fundamentos mismos de su plan pastoral.
El P. Vicente no se quedó en solas palabras y contemplaciones, sino que puso manos a la obra oponiéndose al jansenismo. Empezó por invitar a una reunión en San Lázaro a un grupo de sacerdotes y seglares importantes para preparar una campaña contra los jansenistas. Luego hizo una petición al Gran Consejo Eclesiástico y a varios obispos, individualmente, para que escribieran al Santo Padre que pasase juicio sobre el asunto. Muchos sacerdotes y obispos estuvieron de acuerdo aunque unos pocos no; algunos, amigos del P. Vicente. Éste adiestró a los delegados enviados a Roma sobre cómo llevar la estrategia en los tribunales. Por último, cuando se ganó la partida en Roma, se esforzó por evitar que los vencedores se vanagloriaran de su victoria, para no dificultar la recuperación de los jansenistas. Ya antes del recurso, se había reunido él mismo con uno de los grandes del jansenismo, el Abad San Cyran, y le había escrito para confirmarle con humildad y caridad las ventajas de la actitud compasiva.
Dentro de su comunidad, el P. Vicente estaba vigilante, especialmente de los que enseñaban en los seminarios, y tuvo que usar sus poderes para apartar algunos de la enseñanza. Tenía un gran afán, producto de su fe, esperanza y amor, de defender doctrina del amor salvífico de Dios, que es la base de la de auténtica fe del cristianismo.
LA MISIÓN DE LA CORTE
Los sacerdotes de las Conferencias de los Martes, ayudados por algunos misioneros de la Congregación de la Misión, predicaron una misión a los cortesanos del reino de los alrededores de París. Los asistentes recibieron la doctrina clara y verdadera sobre las buenas costumbres y deberes del cristiano.
Muchos de ellos acudieron a la confesión y a la comunión y un buen número de señoras se apuntó a la Cofradía de la Caridad. Después de la muerte del P. Vicente los sacerdotes de su Congregación fueron requeridos para dirigir allí tres parroquias en la jurisdicción del Rey. Aunque el mismo P. Vicente no hubiera aceptado estos trabajos, él honró siempre la posición de los señores y se preocupó de que tuvieran las oportunidades de la gracia; la mayor parte de ellos tenían que vivir ahora en pobreza vergonzante.
Es cierto que los predicadores y pastores que aprendieron del P. Vicente no se opusieron a las estructuras del país que daban sólo a unos cuantos mucho poder y demasiada riqueza. Los seguidores del P. Vicente no avocaron a la plebe empobrecida a que se hiciera con el poder político. Eso no era concebible en esa época, dado el tenor del pensamiento social de los tiempos. No obstante, en el siglo siguiente, los sembradores de esta nueva ideología de libertad, que empezó a demandar la promoción de los pobres, reconocieron que el P. Vicente era uno de sus primeros precursores.