Vicente de Paúl, maestro de sabiduría (VII)

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COMO CRISTO, SER

La imitación de Cristo

El más poderoso motivo para vivir, al estilo evangélico, la verdade­ra relación con los más necesitados de este mundo, es el mismo Cristo. La imitación de Cristo es un principio mayor en san Vicente. Su discípu­lo estima que ha de servir como él ha servido. Cristo «quiso experimen­tar en sí mismo todas las miserias…; tomar sobre su inocente persona todas nuestras pobrezas». «Hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra» «continuar el ejercicio de su Hijo en la tierra», «expresar al vivo la vocación de Jesucristo», trabajando por la salva­ción de las pobres gentes. Y sobre todo, testimoniar con la propia vida y la propia misión la misericordia del Padre al modo de Cristo:

Espíritu de misericordia

«Cuando vayamos a ver a los pobres, hemos de entrar en sus senti­mientos para sufrir con ellos y ponernos en las disposiciones de aquel gran apóstol que decía: Omnibus omnia factus sum (1 Cor 9, 22), me he hecho todo para todos; de forma que no recaiga sobre nosotros la queja que antaño hizo nuestro Señor por boca de un profeta; Sustinui qui simul mecum contristaretur, et non fuit (Sal 68, 22), «esperé a ver si alguien se compadecía de mis sufrimientos, y no hubo nadie». Para ello es preciso que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capa­ces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu pro­pio de Dios: pues, como dice la iglesia, es propio de Dios conceder su misericordia y dar este espíritu…

Así pues, tengamos misericordia, hermanos míos, y ejercitemos con todos nuestra compasión, de forma que nunca encontremos un pobre sin consolarlo, si podemos, ni a un hombre ignorante sin enseñarle en pocas palabras las cosas que necesita creer y hacer para su salvación.

Vivir interiormente «a lo san Vicente»

Hay un modo de vivir, «a lo san Vicente». En el plan interior y a nivel institucional. Cada uno está invitado a practicar las virtudes según su estado y condición. En número de cinco para los Misioneros, y de tres para las Hijas de la Caridad. Nos vamos a parar en las de los Misioneros que parecen recapitular el pensamiento y la acción de san Vicente. Se dicen «fundamentales». La elección del adjetivo es revelador: caracte­rizan y forman al Misionero, digamos al vicenciano.

El texto más general y apropiado es la conferencia del 22 de agos­to de 1659 sobre las cinco virtudes fundamentales explicando las Reglas Comunes, Cap. II, art. 14. El párrafo concerniente dice:

«Aunque hemos de hacer todo lo posible por guardar todas estas máximas evangélicas, por ser tan santas y útiles, hay algunas de ellas que son para nosotros más apropiadas que las demos, o sea las que reco­miendan especialmente la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo de las almas; por eso, la congregación se aplica­rá a ellas de un modo más especial, de forma que esas cinco virtudes sean como las facultades del alma de toda la congregación y las accio­nes de cada uno de nosotros se vean siempre animadas por ellas».

El primer argumento de Vicente que aboga en favor de la elección de las cinco virtudes, como se puede esperar de él, es Cristo. Para hacer la voluntad de su Padre, anunciar su benevolencia y enseñarla a los hom­bres, ha legado «el consejo de las máximas evangélicas». La expresión merece nuestra atención, dado que san Vicente nos indica, de paso, que estamos aquí en el dominio de los consejos y que hemos de tener un gran interés espiritual tanto en recibirlos como en vivirlos. Invitación y proposición que nos conducen hacia la perfección deseada desde el pri­mer párrafo de las Reglas Comunes. Además Cristo practicó «estas máxi­mas evangélicas», esto es, «la sencillez, la humildad, la dulzura, la mortificación y el celo por las almas». Vicente afirma con fuerza: «Esa fue su finalidad, su gloria y su honor; de ahí hemos de deducir que, como nuestra intención no debe ser otra más que la de seguir a nuestro Señor y conformarnos enteramente a él…”

Nosotros tenemos un gran interés en vivirlas para el cultivo de la santidad como acabamos de decir. Nos apartan de la mediocridad, nos alejan «del afecto a las cosas terrenas109» y «de tres poderosos enemi­gos: la pasión de tener bienes, de tener placeres y de tener libertad»11°. ¡Gran beneficio, según san Vicente, llevar a la práctica estas máximas evangélicas! Nos conducen a la libertad cristiana. De esclavos henos aquí libres, nada nos podrá retener como cautivos; «la mortificación de vues­tros placeres y la sumisión a la voluntad de Dios os hacen triunfar».

Como son muchas las máximas evangélicas, sería aconsejable leer todo el capítulo segundo de la Reglas Comunes de la Congregación de la Misión; el fundador se centra en cinco y mantiene la proa fija en ellas. Mirad su insistencia: las cuales —ya que son muchas en número… he escogido especialmente las que son más propias del misionero; ¿cuáles son? Siempre he creído y he pensado que eran la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo».

Solo Dios

La sencillez consiste en hacer todas las cosas por amor de Dios, sin tener otra finalidad en todas las acciones más que su gloria. En eso es en lo que consiste propiamente la sencillez. Todos los actos de esta vir­tud consisten en decir las cosas sencillamente, sin doblez ni artificio; ir derecho a nuestro propósito, sin rodeos ni andar con recovecos. La sen­cillez consiste, por tanto, en hacerlo todo por amor de Dios rechazando toda mezcla, ya que la simplicidad es la negación de toda composición. Por eso, como en Dios no se da composición alguna, decimos que es un acto purísimo y un ser simplicísimo. Por consiguiente, hay que desterrar cualquier mezcla, para buscar solamente a Dios. Pues bien, hermanos míos, si hay personas en el mundo que deben tener esta virtud, son los misioneros, ya que toda nuestra vida se emplea en ejercer actos de cari­dad para con Dios o para con el prójimo. Y en ambos casos hemos de pro­ceder sencillamente, de forma que, si se trata de cosas que hemos de hacer, que se refieren a Dios y dependen de nosotros, hay que huir de los artificios, ya que Dios se complace y comunica sus gracias solamente a las almas sencillas. Y si miramos a nuestro prójimo, como hemos de asistirle corporal y espiritualmente, hemos de evitar parecer cautelosos, taimados, astutos, y sobre todo no decir nunca una palabra de dos sen­tidos. ¡Qué lejos ha de estar todo eso de un misioneron.

En un mundo lleno de astucia y doblez, ¡la sencillez! En una encues­ta hecha en el momento del aggiornamento postconciliar, se puso de manifiesto que lo que más agradaba a los seminaristas dirigidos por los vicencianos franceses (esto es muy perceptible en el cuerpo de profeso­res de los Grandes Seminarios y de las Escuelas Apostólicas), es justa­mente la sencillez. Pienso en rostros muy concretos y les rindo homena­je. La práctica ha alcanzado el deseo de san Vicente. Me encanta esta corta pero divertida admonición: «¡Adiós la Misión, adiós su espíritu, si no tiene sencillez!”.

En diversos lugares, Vicente da testimonio de su propia forma de actuar: «La virtud que más aprecio y en la que pongo más atención en mi conducta… ». Y añade en otro lugar: «Dios me ha dado un aprecio tan grande de la sencillez, que la llamo mi Evangelio». He aquí una perspectiva llena de sentido, ir directamente a Dios y a los demás, en coherencia con uno mismo.

La segunda máxima es la humildad: anonadarse ante Dios, cambiar uno mismo (nos damos cuenta que la primera expresión suena mal hoy en día, ya que nuestra sociedad propugna la realización de todo el ser), pero la búsqueda es positiva; se quiere «colocar a Dios en el corazón». En el primer lugar. La razón de este trabajo de anonadamiento será necesario quizás llamarlo kenosis, y es apostólico:

«Nuestra finalidad son los pobres, la gente vulgar del pueblo; si no nos acomodamos a ellos, no podremos servirles en nada; el medio para que podamos aprovecharles es la humildad, porque la humildad hace que nos anonademos y nos pongamos en las manos de Dios, soberano ser… Pero yo diría que es ése el estado que conviene a la Misión; y entonces hemos de temer que, si no somos así, no tenemos el espíritu de verdaderos misioneros»118.

Con estas palabras, expresiones de su tiempo, se nos invita a hacer­nos pequeños con los pequeños. Tenemos aquí una argumentación que­rida por san Vicente: todos los valores fundamentales tienen una finali­dad misionera. Ellos dignifican nuestra vocación, son útiles a nuestro trabajo apostólico y nos permiten vivir como testigos. Sin contar que estimulan y alimentan nuestra vida espiritual, como lo recomienda la Regla de los Misioneros:

El nudo de toda vida espiritual

Pues bien, esta humildad, que tantas veces nos recomienda Jesu­cristo con su palabra y su ejemplo y en cuya adquisición debe trabajar la compañía con todas sus fuerzas, ha de tener tres condiciones: la pri­mera, juzgarnos con toda sinceridad dignos de desprecio; la segunda, sentirnos contentos de que los demás conozcan nuestros defectos y nos desprecien por ellos; la tercera, ocultar el poco bien que Dios haga por medio de nosotros o en nosotros, pensando en nuestra propia bajeza, y, si esto no es posible, atribuirlo totalmente a la misericordia de Dios y a los méritos de los demás. Aquí es donde está el fundamento de la per­fección evangélica y el nudo de toda la vida espiritual. Quien tenga esta virtud obtendrá fácilmente todas las demás; y el que no la tenga, se verá también privado de las que parece que tiene y vivirá en continuas preocupaciones.

La tercera máxima es la mansedumbre, de origen muy salesiano. Tiene el mismo objetivo: soportar a aquellos que evangelizamos a pesar de sus limitaciones y de su carácter rudimentario en todos los aspectos, principalmente en el nivel cultural. Porque nuestro apostolado nos acerca o nos debiera acercar a los pequeños y a la gente a veces frus­trada y simple, debemos aceptar esta camaradería y adaptarnos a su temperamento, a su educación, a su estilo de vida mediante la manse­dumbre. Esta virtud permite aproximarse a la realidad sin ser agresivos ni despectivos, sino en estado de servicio. Mansedumbre rima con res­peto; nosotros aceptamos a las personas tal como son y las amamos por lo que son.

El testimonio de san Vicente es convincente en esta cita de gran ins­piración:

Compadecer

Los mismos condenados a las galeras, con los que estuve algún tiempo, se ganan por ese medio; cuando en alguna ocasión les hablé secamente, todo se perdió; por el contrario, cuando alabé su resignación, cuando me compadecí de sus sufrimientos, cuando les dije que eran felices de poder tener su purgatorio en este mundo, cuando besé sus cadenas, cuando compartí sus dolores y mostré aflicción por sus des­gracias, entonces fue cuando me escucharon, dieron gloria a Dios y se pusieron en estado de salvación.

He aquí el esquema que se establece: la sencillez nos asemeja a Dios, la humildad nos reviste de Él y la mansedumbre nos pone en situa­ción de servidores.

Queda por decir que estas tres virtudes presuponen un medio radi­cal que es la mortificación. Para vivir en comunidad «sin estar siempre con rencillas»122 y siempre disposición de evangelizar. Ascesis, austeri­dad, penitencia, exigencia, todas estas palabras aproximan a la virtud solicitada. Se comprende aquí el sustantivo «muerte» y esto no es exul­tante, pero Cristo no se ha dado un placer viniendo «para servir y no para ser servido». Vivimos y trabajamos en su escuela, y hemos apren­dido que hay que morir a uno mismo para vivir en Él. Dejemos que san Vicente nos dé una lección.

La ascesis de los Misioneros

Es tan necesaria esta virtud que no podríamos vivir sin ella; lo repi­to, no podríamos vivir unos con otros, si nuestros sentidos interiores y exteriores no son mortificados; y no sólo es necesaria entre nosotros, sino también con el pueblo, con el que hay tanto que sufrir. Cuando vamos a una misión, no sabemos dónde nos alojaremos, ni qué es lo que haremos; nos encontramos con cosas muy distintas de las que esperá­bamos y la providencia muchas veces echa por tierra todos nuestros pla­nes. Por tanto, ¿quién no ve que la mortificación tiene que ser insepa­rable de un misionero, no sólo para trabajar con el pobre pueblo, sino también con los ejercitantes, los ordenandos, los galeotes y los escla­vos? Porque, si no somos mortificados ¿cómo vamos a sufrir lo que hay que sufrir en todas estas tareas? El pobre padre Le Vacher, del que no tenemos noticias, que está entre los pobres esclavos con peligro de peste, y probablemente su hermano, ¿pueden esos misioneros ver cómo sufren las personas que les ha encomendado la providencia, sin sentir ellos mismos sus penas? No nos engañemos, hermanos míos, los misio­neros deben ser mortificados.

¡Será preciso también mostrarse celosos, es decir, llenos de ardor, inflamados! «El celo consiste en un puro deseo de hacerse agradable a Dios y útil al prójimo. Celo de extender el reino de Dios, celo de pro­curar la salvación del prójimo. ¿Hay en el mundo algo más perfecto? Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama; si el amor es un sol, el celo es su rayo. El celo es lo más puro que hay en el amor de Dios».

Para Vicente todo está encadenado. Así lo pone de relieve en nume­rosas ocasiones y lo dice en una síntesis magistral donde cada uno puede extraer el soplo y el impulso misionero:

El espíritu de la Misión

Bien, ¡bendito sea Dios! ¡Dejemos ya el pasado! Tomemos nuevas resoluciones de adquirir este espíritu, que es nuestro espíritu; porque el espíritu de (a Misión es un espíritu de sencillez, de humildad, de mansedumbre, de mortificación y de celo. ¿Lo tenemos o no lo tenemos?

Pero, padre, ¿qué hacer para ello? Es menester que esas cinco vir­tudes sean como las facultades del alma de toda la congregación; es menester que así como el alma conoce por el entendimiento, quiere por la voluntad y se acuerda por la memoria, también un misionero obre por estas virtudes. Se trata, por ejemplo, de hacer esto o aque­llo; hay que predicar; tengo que hacerlo, pero sencillamente y por Dios; nada de finuras ni de fanfarrias; que cada uno hable como quie­ra, con tal que la predicación sea según el espíritu de sencillez. Pero entonces nos llenaremos de confusión en nuestras predicaciones. Pues bien, un verdadero misionero dirá enseguida: «Yo acepto esta confu­sión; con ella podré vencer mi orgullo»; porque, fijaos bien, querer obrar de otra manera es querer aparentar y hacer el fanfarrón. Hablar sencillamente, ésa es la naturaleza de nuestro espíritu; de la bondad de la Misión se juzgará por la sencillez, por la humildad, y así en lo demás. Esa es la manera con que hemos de juzgarnos; por eso es por lo que tengo que obrar, si tengo que hacer alguna cosa; en una palabra, todo lo que Dios pide de nosotros en las máximas evangélicas se encuentra en estas cinco virtudes.

La conclusión de Vicente es imperativa y nos alcanza más allá de los siglos: «Procuremos cada uno encerrarnos en estas cinco virtudes lo mismo que los caracoles en sus conchas, y hagamos que nuestras accio­nes sean expresión de estas virtudes».

El pensamiento vicenciano sobre estas actitudes fundamentales es tan rico que merece al menos una modesta tentativa de síntesis.

Vicente nos invita a focalizar nuestra mirada en Cristo. Sus orienta­ciones son ante todo cristológicas. Vicente nos pide que contemplemos al Cristo sencillo (verdadero), humilde (servidor), manso (con perfecto dominio de sí), mortificado (eligió salvar al mundo en la cruz), y lleno de celo, digamos, ardiente. El celo de Dios lo devora: «He venido a pren­der fuego a la tierra”, dice en Lc 12,49.

La vocación «a lo san Vicente» conduce a los pobres; adoptar el comportamiento vicenciano, es revestirse de las actitudes funcionales, prácticas. La finalidad de las cualidades morales fundamentales es apos­tólica, pastoral, misionera; alguien ha dicho «profesional». Intento ser pobre para mejor servir a los pobres.

Somos sencillos, humildes, mansos, mortificados y con celo entre nosotros para serlo mejor entre aquellos de los que somos responsables. No comprenderían que nosotros seamos, por vocación, llamados para estar cerca de ellos por la motivación de Cristo, y de hecho, lejos de ellos, por nuestro comportamiento cotidiano. Es la fractura más amena­zante que desafía a toda vida vicenciana.

Estos cinco puntos fuertes han de ser vividos en comunidad para que ésta sea mejor evangelizadora. Nuestro primer compromiso es el testi­monio. Las gentes comprenderán mejor que tendemos hacia estas acti­tudes si comenzamos por vivirlas entre nosotros.

Con la definición de estas orientaciones de vida vemos aparecer pun­tos de insistencia que pueden reagruparse en torno a la idea de compromiso, de energía, de fuerza. Parece que el comportamiento vicenciano de las cinco virtudes requiere ante todo de nosotros la voluntad. Como persona de acción, el vicenciano asume riesgos, se atreve, emprende. Se mantiene firme después de haber tomado la decisión que cree que es la mejor. Tiene esta voluntad porque en él habita la fuerza del amor.

Esto implica una cierta no-violencia en provecho de la verdadera violencia. Hay como un desplazamiento de la voluntad de poder. Nues­tras energías son empleadas en una lucha contra nosotros mismos con el fin de llevar a cabo buenas obras para evangelizar a los pobres. Es necesario hacerse violencia para dominar la cólera y ser manso; es necesario hacerse violencia para ser sencillo en el estilo de vida, en nuestra manera de pensar y de comunicar, cuando es más fácil apare­cer sabio o importante; es necesario hacerse violencia para ser humil­de, al nivel de los pequeños, cuando es más gratificante vivir con los ricos y de tener cierto poder; es necesario hacerse violencia para optar por la cruz en nuestra vida cuando es mucho más fácil huir del esfuer­zo y del sacrificio; en fin, es necesario hacerse violencia para optar resueltamente por el avance del Reino de Dios cuando nos tienta la pereza o la insensibilidad. Este es el verdadero sentido aceptable de la mortificación.

La práctica de «las virtudes fundamentales» no puede existir sin la gracia de Dios. Solo el Espíritu da la fuerza para ser sencillos, humildes, mansos, mortificados y con celo. Para vivir de este modo es preciso actuar en esta dirección y orar para obtenerlo. En este sentido, el hom­bre de oración es capaz de todo.

Estas cinco virtudes nos sitúan en el camino de La Bienaventuran­zas. No será difícil encontrar puntos de convergencia con cada una de las Bienaventuranzas. Hay en ellas una especie de condensación del Evangelio. Vicente dice: «La sencillez, este es mi evangelio», nosotros podemos decir; «Las cinco virtudes, he aquí nuestro evangelio».

Se ha hecho notar que las cinco virtudes son «virtudes de equili­brio». La expresión es del padre Juan Morín, poco antes de su muerte, en 1987. Es preciso decir que Vicente es el santo del justo medio. En él nada había de excesivo. Situándonos en la verdad con relación a Dios, en la mansedumbre con relación a los otros y poniéndonos en el camino del Crucificado (por la mortificación bien comprendida), nos convertimos en apasionados del Reino, llenos de celo, digamos de ardor.

Vicente es un apasionado. Es un meridional que ha puesto toda su energía al servicio de Dios en los pobres. Estaba habitado por el entu­siasmo, la fogosidad, la llama. Me parece que esta pasión por el Reino está muy presente en el texto que nos puede servir de meditación final y que tiene valor de testamento:

La intensidad ante todo

En Madagascar los misioneros predican, confiesan, catequizan con­tinuamente desde las cuatro de la mañana hasta las diez, y luego desde las dos de la tarde hasta la noche; el resto del tiempo lo dedican al ofi­cio y a visitar a los enfermos. ¡Esos sí que son obreros! ¡Esos sí que son buenos misioneros! ¡Quiera la bondad de Dios darnos el espíritu, que los anima y un corazón grande, ancho, inmenso! Magníficat anima mea Dominum!: es preciso que nuestra alma engrandezca y ensalce a Dios, y para ello que Dios ensanche nuestra alma, que nos dé amplitud de entendimiento para conocer bien la grandeza, la inmensidad del poder y de la bondad de Dios; para conocer hasta dónde llega la obligación que tenemos de servirle, de glorificarle de todas las formas posibles; anchu­ra de voluntad, para abrazar todas las ocasiones de procurar la gloria de Dios. Si nada podemos por nosotros mismos, lo podemos todo con Dios. Sí, la Misión lo puede todo, porque tenemos en nosotros el ger­men de la omnipotencia de Jesucristo127.

Oremos:

«¡Oh Salvador, Señor, Dios mío! Tú trajiste del cielo a la tierra esta doctrina, la recomendaste a los hombres y la enseñaste a los apóstoles, a quienes, entre los consejos que les diste, les dijiste que esta doctrina es como la base del cristianismo y que todo lo que no se cimiente en ella estará cimentado sobre arena; llénanos de este espíritu. Señor Dios mío, que has sellado con este espíritu a esta pequeña compañía, espíritu tan necesario para que responda a su vocación, tú eres su autor; me atrevo, Señor, a decir que sólo tú serás el culpable de que no lo tengamos, ya que todos nosotros ardemos en el deseo de poseerlo. Dispón nuestros corazones a recibir este espíritu… Este es el fin por el que nos hemos hecho misioneros: ser sencillos, humildes, mansos, mortificados y celo­sos por la gloria de Dios. Es lo que hemos de pedirle y lo que hemos de esperar de su divina bondad… ¡Qué Dios nos conceda esta gracia.

La profusión de los valores vicencianos

Las virtudes aconsejadas a las Hijas de la Caridad son tres: senci­llez, humildad, caridad; desde su punto de vista, ellas son también ele­gidas a causa del servicio a los pobres. Las Constituciones las presentan así: «Depender del Espíritu Santo es dejarle crear en sí mismo la seme­janza con el Cristo, manso y humilde de corazón. Este espíritu evangé­lico es el que, según san Vicente, debe animar a la Compañía: «Dios quiere que las Hijas de la Caridad se dediquen especialmente a la prác­tica de la humildad, la sencillez y la caridad».

La humildad las lleva a dar gracias de Dios, en la aceptación de sus limitaciones y las mantiene en el espíritu de sirvientes. La sencillez las pone en armonía con Dios, las hace amar la verdad y actuar con trans­parencia y coherencia. Como acaba de escribir Benedicto XVI, la caridad se realiza en la verdad, la verdad de las cosas y las situaciones en gene­ral. Entonces las hermanas están obligadas a vivir la caridad: «La cari­dad de Jesucristo crucificado nos apremia», según la divisa dejada por la fundadora, santa Luisa de Marillac.

Esta caridad presenta tres caras, a imagen de la santísima Trinidad. Amar a Dios, vivir en comunión entre ellas e ineludiblemente servir. Podemos multiplicar las citas, pero nos contentaremos con ésta de her­mosa inspiración, dirigida a todos:

Nuestros amos y señores

Vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de haceros agradables a su divina Majestad, tiene que ser servir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad, compadeciéndoos de su mal y escuchando sus pequeñas quejas, como tiene que hacerlo una buena madre; porque ellos os miran como a sus madres nutricias y como a personas enviadas por Dios para asistirles. Por eso estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos .Pues bien, como esta bondad se comporta con los afligidos de una forma dulce y caritativa, también vosotras tenéis que tratar a los pobres enfermos como os enseña esa misma bondad, esto es, con dulzura, con compasión y con amor: pues ellos son vuestros amos, y también los míos. Existe cierta compañía, cuyo nombre no me viene ahora a la memoria, que llama a los pobres nuestros señores y nuestros amos; y tienen razón, pues ellos son los grandes señores del cielo; a ellos le toca abrir sus puertas, como se nos dice en el evangelio.

Esta caridad es también el motor de la vida y de la espiritualidad de las Voluntarias de la Caridad. Las voluntarias, herederas de las Damas de la Caridad, son invitadas a vivir solidariamente unas con las otras y con las mujeres y los hombres a los que sirven. Han sido instituidas «para honrar el amor que Nuestro Señor siente por los pobres». Su servicio no es otra cosa que entrega y bondad para con ellos, pero procede del amor mutuo, según la hermosa expresión que aparece con frecuencia: «Se querrán mutuamente como personas a las que Nuestro Señor ha unido y ligado con su amor».

La palabra «amistad» es incluso pronunciada, mientras que las tres virtudes dadas más tarde a las Hijas de la Caridad aparecen a partir del 8 de diciembre de 1617, cuando se estableció la Cofradía. Más tarde, la misma instancia se verificará en el Reglamento de las Damas del Hótel-Dieu. Es preciso actuar «por puro amor de Dios, mirando únicamente al bien mayor que pueda hacerse (¡ágape!). Estamos en la cima de la vida de Vicente y de su espiritualidad: ¡Todo por Dios y sus pobres!

Los miembros de la sociedad San-Vicente insisten sobre dos virtudes forjadas en la escuela del bienaventurado Federico Ozanam y que Vicen­te no habría desaprobado.

Ante todo la alegría. Evitar los rostros ceñudos, las miradas tristes, los pensamientos y actos amargos; disolver las nubes que ensombrecen la vida y la vocación, todo esto no es más que obedecer la consigna renovada de Vicente a Luisa: «Manténgase muy alegre». Todo vicenciano gustará poder repetir la respuesta de sor Andrea a esta pregunta: «Entonces, hermana, ¿no hay nada en el pasado que le cause temor?», ella me respondió: «No, Padre, no hay nada, a no ser que sentía mucha satisfacción al ir por esos pueblos a ver a esas buenas gentes; volaba de gozo por poder servirles».

La cordialidad, «esa exultación del corazón», es algo natural. Comunica alegría a los demás y muestra la unión de corazones: «Nada de diferencias, sino un mismo afecto, un mismo aprecio de la virtud, un mismo horror al mal». Estar siempre contento del otro, he aquí el mejor efecto de la caridad y de la alegría. El vicenciano hace suya la célebre frase: «Si la caridad fuera una manzana, la cordialidad seria su color». Nunca debe recurrir a la mezquindad ni a la división. Es el hombre de todas las paciencias y de todos los diálogos, siempre en unión con la gran familia vicenciana, viviendo e irradiando el espíritu de san Vicente.

Quiere ser en fin equitativo y amante de la justicia, en nombre de los pobres. Por esto, presta especial atención a los disminuidos, respeta por encima de todo a la persona, se niega a todo espíritu de partido, recordando que, en nombre del derecho natural, «los deberes de justi­cia son preferibles a los de la caridad».

Oremos:

¡Salvador de nuestras almas! Tú, por amor, quisiste morir por los hombres y dejaste en cierto modo tu gloria para dárnosla y, por este medio, hacernos como otros dioses, tan semejantes a ti como era posi­ble. Imprime en nuestros corazones esa caridad, a fin de que algún día podamos ir a unirnos con esa hermosa Compañía de la Caridad que hay en el cielo. Tal es la súplica que te hago, Salvador de nuestras almas… Haz pues, Señor, que todas ellas se sientan llenas de amor hacia ti, hacia el prójimo y hacia sus otras hermanas.

  1. Renouard

Ceme

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