IX. Algunas virtudes muy simples
El Señor Vicente creía más en las virtudes más sencillas que en los grandes sentimientos. Uno de los aspectos más atrayentes de su pensamiento se sitúa justamente en este sabroso equilibrio entre la solidez de un buen sentido que no se paga de palabras, y la acogida humilde y confiada de la gracia que él sabe puede esperar de Dios. En apariencia dice cosas muy simples y bien sabidas; habla de mansedumbre y de humildad, de sencillez y de pobreza, de alegría y de mutua tolerancia. Pero esas realidades tan simples raramente se viven a fondo, y él sabe, para recordárnoslas, hallar unos acentos muy propios de él y totalmente penetrados de espíritu evangélico. Esas sencillas verdades son buenas para todos, no son facultativas para nadie que se desee verdaderamente cristiano. No solamente valen para las Hijas de la Caridad o los sacerdotes de la Misión; valen para las damas de la corte y el pobre pueblo del campo, y en primer lugar para él, Vicente, miserable, que está confuso por practicarlas tan mal.
Pero si sabemos escucharle, él nos ayuda a hacer las cosas bien. A decir verdad, a medida que se ha ido presentando ocasión, hemos ido aludiendo una y otra vez a sus sencillas virtudes, a un mismo tiempo humanas y cristianas. Pero antes de dejarle, será bueno que las recojamos en un ramillete.
Dejemos, para comenzar, que nos haga el agradable retrato de la mujer cristiana, tal cual se desprende de sus primeras cartas a Luisa de Marillac.
Sed sencilla:
«Dios es amor y quiere que se vaya a él por amor». «Reflexionáis demasiado sobre vos misma. Hay que andar buena y sencillamente». «Descargad vuestro espíritu de todo lo que os causa pena, Dios se encargará de ello. Fiaos de él, y tendréis el cumplimiento de lo que vuestro corazón desea».
Sed libre:
«Andad, pues, y haced en el nombre del Señor lo que os parezca que nuestro amable y siempre adorable Señor pida de vos». «Sed, pues, su querida hija, del todo humilde, del todo sumisa y llena de confianza, y esperad siempre con paciencia la manifestación de su santa y admirable voluntad».
Estad tranquila:
«En nombre de Dios, Señorita, amad vuestra indigencia y estad tranquila. Es el honor de los honores el que ahora podéis tributar a Nuestro Señor, que es la tranquilidad misma».
Estad muy alegre:
«Os lo ruego, Señorita, estad muy alegre, en la disposición de querer lo que Dios quiere. Y ya que es su beneplácito que se permanezca siempre en la santa alegría de su amor, permanezcamos en ella y adhirámonos a él inseparablemente en este mundo». «Estad alegre y contenta, Señorita, os lo ruego, pues place a Dios que lo estéis».
Sed confiada. El santo responde a una larga carta, llena de múltiples preguntas; al margen de cada párrafo, responde con dos palabras. Como, en conclusión, su corresponsal le adjura a que la visite, añade él simplemente:
«Intentaré muy tarde ir a veros, diciéndoos entre tanto que sois mujer de poca fe, y que yo soy vuestro servidor».
Pobreza y sencillez
«¡Quién querrá ser rico, después que el Hijo de Dios quiso ser pobre!».
Esta exclamación del Señor Vicente nos hace comprender que, entre las virtudes evangélicas, coloca él a la pobreza en el primer rango:
«Esa fue la virtud del Hijo de Dios; quiso él que le fuese muy propia; fue el primero en enseñarla; quiso ser el maestro de ella. Antes de él, no se sabía qué era la pobreza; era desconocida. Dios no quiso enseñárnosla por los profetas: se la reservó y vino a enseñárnosla él mismo».
El santo recobra, viviendo la pobreza, la fidelidad a sus propios orígenes:
«Hermanas mías, procedemos de pobre gente, vosotras y yo. Yo soy hijo de labrador, me crié rústicamente, y ahora que soy superior de la Misión ¿voy a crecerme y hacer se me trate como a señor? ¡Oh, hermanas mías!, acordémonos de nuestra condición y veremos el motivo que tenemos de alabar a Dios».
Hace una aplicación muy simple al alimento cotidiano, pero, como siempre, comedidamente:
«Se cesa de ser Hija de la Caridad si, cuando se está enferma, se desea recibir un trato delicado. ¿Qué dais a los pobres a quienes servís? Huevos y caldos. Cuando se os trata de esa misma manera, sois iguales a vuestros amos, y es todo cuanto se puede conceder. Cuando están mejor, les dais carne y pan; y ¡una Hija de la Caridad querría regalarse con perdiz, chocha y otras carnes delicadas! No es esa vuestra condición; eso está bien en las señoras… Pero no está prohibido tomar alguna pequeña golosina cuando se la necesita mucho; cuando se tiene el ánimo decaído y desganado hasta el extremo, es justo tomar alguna golosina; pero ha de ser una vedadera necesidad».
La regla es aquí muy sencilla:
«Hay que cuidar con esmero a las hermanas enfermas y servirles con tanta devoción como a los pobres».
La pobreza concierne en primer lugar al empleo del dinero:
«Los bienes son medios, pues no se los quiere sencillamente para tenerlos, sino para adquirir con ellos alguna otra cosa; quienes los buscan, quieren pasar el tiempo, divertirse, acomodarse, formarse. Quien tiene el espíritu de pobreza en todo, lo puede todo, de nada se apropia». «Jamás ocurre que alguien quiera tener un bien, si no es para adquirir honor y placeres. No piensa más que en satisfacer su pasión y procurarse placer al precio que sea. No hay mal en el mundo que no proceda de esta maldita pasión de poseer. Nada hay que un hombre picado de este deseo no sea capaz de hacer, si se le acosa; tiene en sí cuanto necesita para cometerlo todo sin reparo; no hay crimen tan enorme, tan extraño, tan horrible, del que un hombre apegado a sus intereses no pueda fácilmente hacerse culpable».
De ahí que el Señor Vicente se mostrase tan exigente con quienes de él dependían:
«Nosotros no somos lo bastante virtuosos como para poder llevar el peso de la abundancia y el de la virtud apostólica, y temo que jamás lo seamos, y que lo primero arruine a lo último».
Y a un sacerdote que, bajo pretexto de caridad, intentaba desviar una suma del destino para el que se la había entregado, le da esta regla capital:
«No hay caridad que no vaya acompañada de justicia».
El mismo espíritu anima los consejos que da a la superiora de la Visitación de París, que quería disponer de un legado para adquirir una bella y cara mansión para su monasterio:
«No puedo sino deciros aquí, mi querida hermana, que vemos en París cantidad de comunidades arruinadas, no por falta de confianza en Dios, sino por haberse hecho magníficos edificios, que no sólo les agotaron sus fondos, sino que les obligaron a comprometerse; y como el espíritu religioso debe dirigirse a Nuestro Señor, que quiso practicar en la tierra una pobreza ex – trema, hasta no tener una piedra en la que apoyar la cabeza, de esa suerte las personas religiosas se alejan tanto más de ella, experimentan tanta mayor dificultad en sostenerse, cuanto que Dios no gusta de los hermosos edificios, tan poco apropiados a su profesión. Dios no quiere más que lo que podáis hacer. Quiere que os contentéis por ahora con una casa razonable, a un precio moderado, pues eso tenéis con qué pagarlo, con qué adaptarlo y con qué cubrir sus necesarios gastos. Y no quiero que vayáis más lejos, pues no tenéis medios para ello, ni puede sufrirlo la pobreza que habéis abrazado».
«Dios me da una estima tan grande de la sencillez que la llamo mi Evangelio».
Para el Señor Vicente, esta sencillez consiste esencialmente en decir las cosas como son, como uno las ve:
«Cuando tengáis que hablar, hablad con toda sencillez. La sencillez y el candor hacen que no se emplee el refinamiento, ni palabras de doble sentido, ni engaño, ni que se digan jamás las cosas más que como se las piensa; pues lo otro es tan contrario a la sencillez, como el fuego al agua».
No nos engañemos en ello, sin embargo. La sencillez no es esa simpleza
«que se halla en algunas personas sin juicio, sin discernimiento. Habladles y veréis lo estúpidas que son. Es esa una simplicidad que nada vale, o que al menos no es una virtud».
La sencillez de la que habla el santo
«tiene cierta relación con Dios. Dios es un ser simple que no encierra a ser otro alguno; es un ser puro, que no sufre alteración».
Para conseguir esta virtud, la pide él a Nuestro Señor, que es la sencillez misma.
«Oh bondadoso Jesús, vos vinisteis a este mundo a enseñar la sencillez para aniquilar el vicio opuesto y enseñarnos la prudencia divina, que destruye la del mundo. Hacednos partícipes, Señor, de estas divinas virtudes, que tan eminentes fueron en vos; llenad a cada uno de nosotros de esta afición a lo sencillo y a hacernos más prudentes según la prudencia cristiana».
Mansedumbre y humildad
El Señor Vicente no tenía una mansedumbre espontánea; tenía la vivacidad de un temperamento meridional; nos dice su primer biógrafo, que le conoció bien, que era de un natural bilioso y de un espíritu pronto, y por consiguiente muy propenso a la cólera. De hecho le vemos reaccionar contra el hermano portero, que le anuncia una visita:
«¡Dios mío! ¿Qué hacéis, hermano mío? Os tenía dicho que no debía hablar con nadie».
Pero es él mismo quien nos cuenta el incidente; y corre luego pasillo adelante tras el hermano para pedirle perdón de rodillas. Sabe que la mansedumbre es necesaria:
«La acritud jamás sirvió más que para agriar».
Pide a Dios que le convierta.
«Me dirigí a Dios y le rogué instantemente que me cambiase este humor seco y repelente, y me diese un espíritu dulce y benigno; y por la gracia de Nuestro Señor, con un poco de atención que puse en reprimir los hervores de la naturaleza, algo he logrado corregir mi negro humor».
Lo atestigua más tarde al declarar
«no haber empleado más que tres veces en la vida palabras ásperas para reprender y corregir a los demás, en la creencia de tener cierta razón para hacerlo, y que siempre se había arrepentido luego, pues le había resultado muy mal, y que, por el contrario, con la mansedumbre había obtenido lo que había deseado».
Ahora bien, no tenía costubre de jactarse.
Si cree en la mansedumbre es porque le permite una mayor lucidez:
«Pienso que se concede a las almas que tienen mansedumbre el discernir las cosas; pues así como la cólera es una pasión que enturbia el juicio, tiene que ser la virtud opuesta la que dé el discernimiento».
Es sobre todo una delicadeza de la caridad, particularmente necesaria para con los sujetos frágiles:
«Los espíritus débiles tienen mayor necesidad de que se les mire con delicadeza y caridad que los corporalmente débiles».
Pero aún ahí precisa observar la justa medida:
«Ha de ser uno firme, no rudo, en su proceder, y evitar una dulzura floja que de nada sirve. De Nuestro Señor aprenderemos que la nuestra tiene que ir siempre acompañada de humildad y de gracia, para que le atraiga los corazones, y no le aleje a ninguno».
Cuando falta a la mansedumbre, el santo repara la falta con la humildad:
«Aconteciome ayer que hablé a un sacerdote de nuestra Compañía con sequedad, acritud, rudeza. Lo que le dije, se lo debí haber dicho con más dulzura. Me apercibí de ello después y, como sabía que saldría esta mañana, hice se le dijese en portería que no fuese a la ciudad en tanto yo no le hubiese hablado. Vino, y le pedí perdón con toda humildad».
En materia de humildad, nos da tal vez la impresión de exagerar, cuando constantemente se trata de miserable, gran bribón, pobre escolar de cuarta, o cuando habla de las abominaciones de su vida. Sabe que la virtud consiste en un justo medio difícil de mantener, piensa que vale más inclinarse hacia lo demasiado que hacia lo demasiado poco. Es tan fácil exagerar en el sentido del orgullo, que cree preferible exagerar en el sentido de la humildad. Pero su pensamiento permanece profundamente equilibrado.
Y reprocha precisamente a uno de sus sacerdotes que exagera:
«No habéis de extrañaros si tenéis movimientos de impaciencia en el confesonario y de vanidad en la predicación y el estudio, pues sois hombre, y por consiguiente pecador; pero exageráis también algo las cosas; pues hay diferencia entre el acto, el consentimiento y la tentación, y tomáis lo uno por lo otro. En cuanto al comer, ningún escrúpulo debéis haceros de los deseos que os acometen, ni creer que hacéis excesos; tengo información de lo contrario. A este respecto, os ruego os alimentéis mejor de lo que lo hacéis».
Esa humildad por él recomendada a un sacerdote que parece tener éxito, no la cree menos necesaria a quien no tiene éxito alguno:
«¿Qué motivos tenemos nosotros, pobres hombres, para pretender tener siempre éxito?».
En unas máximas muy sencillas, nos dice por qué cree en la humildad:
«La verdad y la humildad se avienen bien entre sí». «La humildad conserva la caridad. Cuanto más humilde sea uno, tanto más caritativo será para con su prójimo». «Un médico enfermo no se trata a sí mismo, sino que llama a otro médico». «No sois ni infalible ni incorregible». «Humillarse es lo más difícil que hay en el mundo, pues nada hay más difícil que eso ni que tanto nos cueste».
Tolerancia mutua
Las verdades tan sencillas que el Señor Vicente nos recomienda están todas al servicio de la caridad, son necesarias a la caridad, no son posibles sino con la caridad. Una caridad que acepta a los demás tal como son. Se podría desear legítimamente que fuesen menos imperfectos, pero no hay lugar a hablar de sus defectos ni a permitir que se habla de ellos:
«Si no hubiese oyentes, no habría maldicientes».
Y si se cree deber intervenir cerca de otro para advertirle sus defectos, hay que escoger el momento:
«No se da medicamento, sin grave necesidad, a los que tienen fiebre».
Y existe la manera:
«Decid la verdad como queréis que se os diga a vosotros».
A menudo, por otra parte, es preferible abstenerse:
«Pienso que no conviene descargarse de los pequeños sentimientos que nos sacuden, ni en una tercera ni en una cuarta persona.
Un buen estómago lo digiere todo, mientras que el delicado convierte cuanto toma en mal humor y hasta vomita a veces. ¡Oh, lo bueno que es digerir los asuntos entre Dios y nosotros!».
Tanto más
«cuanto que ha de tenerse por máxima indudable que las dificultades que tenemos con nuestros prójimos proceden más de nuestros humores mal mortificados que de cosa otra alguna».
Tal es la condición humana:
«No ha de extrañarse uno de las dificultades, ni menos aún dejarse abatir por ellas. Se las halla por todos lados. Basta con que dos hombres vivan juntos con el fin de entregarse al ministerio, para que cuando estéis solo, seáis una carga para vos mismo y un motivo de paciencia; tan verdad es que nuestra vida es miserable y está sembrada de cruces».
Las pláticas a las Hijas de la Caridad ilustran con ejemplos muy sencillos la manera de conducirse:
«Señor, dijo una hermana, hay veces que quiere una pedir perdón a una hermana y ésta se burla o se irrita más; ¿qué hay que hacer entonces? Hermana mía si véis que la hermana, ya porque se haya enojado mucho, o porque no está de buen humor o tiene en el espíritu otro motivo de descontento, ¡oh! no ha de pedírsele perdón entonces; eso sería echar leña al fuego: la pondríais en peligro de agriarse aún más. Esperad a que esté algo mejor dispuesta; pedid luego perdón, reconociéndoos ante Dios como causante del mal quo ella ha hecho. Veis, hermanas mías, ¡basta tan poca cosa para enojarse! A veces se tienen aversiones mutuas sin que se sepa por qué. A menudo, un poco de envidia y de celos. La aversión contra una hermana viene de que se la oye comer, de verla hacer cualquier otra cosa…».
Idénticas reglas de sabiduría
«cuando uno piensa ante Dios que está obligado a advertir a los superiores los defectos de una hermana». «Hay que cuidar de hacerlo caritativamente, sin exagerar. Bueno sería ver si no hay ciertos celos que hagan aparecer el mal mayor de lo que es; y si tenéis la sensación de que hay alguna antipatía, por no ser ella de vuestro mismo talante, y eso os impide juzgar bien la cosa, en ese caso, hermanas mías, hay que suspender la advertecia y esperar uno a estar libre de su pasión; pues no se puede hacer la advertencia por aversión. En fin, hay que advertir humildemente, pensando que vosotras cometéis faltas mayores. No agrandar el mal y no excusarlo, sino decir la verdad, como quisiérais que se dijera, si fuéseis vos quien hubiese cometido la falta».
Celo misionero y amor a los pobres
Para el Señor Vicente, no hay más existencia cristiana que la misionera:
«Debemos correr a las necesidades espirituales de nuestro prójimo como a un incendio».
Con tanto mayor motivo vale eso para aquellos que, por vocación, consagraron su vida a la misión.
Hay que estar presto a dar la vida por el Evangelio como lo hacen otros por ganancias perecederas:
«Estaba yo el domingo con uno que vino a verme, el cual me decía que se le había ofrecido un viaje a las Indias y que estaba resuelto a ir, y ello con la esperanza de ganar algo. Preguntéle si había grandes peligros; y me dijo que sí, que los había grandes, pero que existía una persona conocida suya que había vuelto, aunque, en verdad, otra había quedado allí. Entonces me dije a mí mismo: esta persona, por una pequeña ganancia, para traer alguna piedra, se expone así a tantos peligros, ¿con cuánta mayor razón no debemos nosotros hacerlo para obtener la piedra preciosa del Evangelio?».
Pero aquí, como siempre, el pensamiento del santo es comedido:
«Los obreros del Evangelio son tesoros que merecen ser cuidadosamente conservados».
Y cuando la peste hace estragos en Génova y el cardenal de la ciudad exhorta a los sacerdotes de la Misión a darse por encima de sus fuerzas, les escribe el santo:
«Cuidad de que os conservéis, por el amor de Nuestro Señor, y sufrid que os invite a la moderación en el trabajo, mientras otros os empujan al exceso».
Pero hay un punto en el que el Señor Vicente no teme el exceso, y es el amor a los pobres. Y si por ahí hay que terminar, es que, en nombre del Evangelio, ahí encontramos una dominante obstinada de su pensamiento.
Los pobres son los primeros destinatarios de la Misión. El santo recuerda incansable
«aquellas hermosas palabras de Nuestro Señor: El Señor me envió a evangelizar a los pobres. Veis, hermanos míos, cómo lo principal para Nuestro Señor era trabajar por los pobres… Cuando iba a otros, no era sino de paso».
Vicente mismo confía a las Hijas de la Caridad su alegría y su fidelidad a veces difícil en el servicio de los pobres.
«Para mí, hermanas mías, os confieso que jamás hubo un consuelo mayor que cuando tuve el honor de servir a los pobres… Y si tuviésemos que escoger, antes debiéramos querer y buscar a los pobres que nos lanzan injurias que a quienes nos alaban».
Servir y salvar a los pobres, en efecto, no es tan sólo anunciarles el Evangelio, que les está con preferencia destinado; es asimismo, y a menudo en primer lugar, trabajar porque cambie su situación:
«Si hay entre nosotros quienes piensan que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para aliviarles, para remediar sus necesidades temporales, respondo que debemos asistirles y hacer se les asista bajo todos los aspectos, por nosotros mismos y por otros, y eso es lo más perfecto y eso es asimismo lo que practicó Nuestro Señor».
Cuanto más haya uno participado en alguna miseria, tanto mejor sabrá uno aliviar las miserias y sufrimientos.
«Quienes sufrieron la pérdida de los bienes, de la salud y del honor, están mucho mejor preparados para consolar a las personas que están en esas penas y en esos dolores que otros, que no saben lo que son».
Puede decirse que, predicando con el ejemplo, a su manera, san Vicente de Paúl tomó sobre sí todas las miserias de su tiempo. Intervino cerca de Richelieu para obtener la paz en la devastada Lorena:
«Monseñor, dadnos la paz, tened piedad de nosotros, dad la Paz a Francia».
Multiplica sus esfuerzos para apaciguar la Fronda y aplacar el cortejo de miserias que arrastra en perjuicio de los más pobres. Obtiene el traslado de los forzados, que «se pudren vivos», de la infecta cárcel de Saint-Roch a la Tournelle, en la que organiza su asistencia material y espiritual. Envía misioneros a los esclavos cristianos en las prisiones de Berbería, Argel y Túnez. Confía los niños abandonados a las Hijas de la Caridad:
«Si hay personas del mundo que se honran de servir a los hijos de los grandes, ¡cuánto más vosotras de que se os llame a servir a los hijos de Dios!».
En cualquier campo que sea, no se contenta con socorrer las necesidades individuales. Organiza de forma duradera, prefigurando gran número de realizaciones sociales, de las que algunas no serán más que la continuación de lo que él inició. Enfermos y enajenados, huérfanos y ancianos, mendigos y hambrientos, prisioneros y galeotes, y sobre todo el pobre pueblo pecador e inconsciente del amor con que Dios le ama: no hay miseria de su tiempo a la que no intentara poner remedio.