VICENTE DE PAUL EN GANNES-FOLLEVILLE (X)

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4.3. LAS MISIONES POPULARES Y LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN EN LA ACTUALIDAD

Pretendo afrontar, finalmente, tanto la presencia de las misio­nes populares y la misma Congregación de la Misión en el inundo actual y en la situación actual. ¿Son factibles? ¿Tienen sentido? ¿Se requieren cambios o estrategias nuevas, diferentes a las de tiempos pasados? ¿Habrá que reconocer que el tiempo le las misiones populares ha pasado y, por lo tanto, la razón de ser y existir de la Congregación de la Misión ha desaparecido? , A tubas realidades están ya muertas? Porque, si estuvieran ya Muertas, no quedaría más que oficiar su entierro. Pero, si, por el contrario, están aún vivas y tienen posibilidades de seguir existiendo, ¿qué habría que hacer?

Antes de responder a todos estos interrogantes, comencemos por precisar un poco más los conceptos, principalmente en cuanto lo que son las misiones populares y lo que es la misma Congregación de la Misión. Por una parte, una misión popular es una predicación extraordinaria y sistemática, cuyo objetivo es convertir, instruir y enfervorizar comunidades ya evangelizadas, amigue sólo superficialmente». Por otra, se sabe que la Congregación de la Misión fue fundada y organizada por Vicente de Paul para remediar la miseria religiosa, moral y material de las pobres gentes del campo mediante las misiones populares. Nos encontramos, pues, con un sistema de profundización en la fe y en la vida cristianas, las misiones populares, y con una organiza­ción cuyo fin principal de la misma es dedicarse a hacer factible ese sistema de profundización en la fe y en la vida cristianas. Por lo tanto, la Congregación de la Misión existe para dar misiones populares y está en función del trabajo que es necesario hacer en ellas y, también, después de ellas.

Pero, se puede afirmar que, en la actualidad, apenas se piden y se dan misiones populares. Sin embargo, las causas por las que tales misiones populares nacieron y pervivieron siguen vigentes en la actualidad. Podríamos decir incluso, mutatis mutandis, que son las mismas o muy semejantes. ¿Por qué han desaparecido del calendario pastoral en general, y de la Congregación de la Misión en particular? En estos momentos, son muy pocos los obispos y párrocos que piden misiones populares para sus dióce­sis y parroquias. Hay escasez de demanda, por tanto, y, a su vez, penuria de oferta. Las provincias de la Congregación de la Misión, al menos en España, no destacan por tener un gran número de sus miembros dedicados a las misiones populares. Y dificultosamente se logra juntar algún equipo dedicado a prepa­rarlas y a darlas. Por esa razón, no hay facilidad ni disponibili­dad para ofertarlas a los posibles interesados en tenerlas. ¿Por qué? ¿Qué es lo que está fallando al respecto, cuando encontra­mos a la inmensa mayoría del pueblo oficialmente cristiano hambrienta de la palabra de Dios y necesitada de instrucción y formación en lo que respecta a los temas de la fe y de su vivir conforme al evangelio de Jesucristo?

Algunos aspectos de la definición que hemos ofrecido anterior­mente pueden ayudamos a encontrar algunas pistas en lo que andamos buscando, aunque no sean esas todas las causas existentes. La definición manifiesta que las misiones populares ofrecen, en pri­mer lugar, una predicación extraordinaria. ¿Qué se entiende por predicación? Y, ¿qué se entiende por extraordinaria? En nuestro contexto lingüístico, la predicación es una acción, la de predicar. También se aplica dicho término a la doctrina que se predica o a la enseñanza que se ofrece con ella. Pero, si contemplamos los significados de esa acción, predicar, encontramos los rasgos siguientes que nos la describen: «publicar, hacer patente una cosa; pronunciar un sermón; alabar con exceso; reprender agriamente a alguien de algún vicio o defecto; amonestar o hacer observaciones; afirmar o negar algo del sujeto». ¿Qué se ha hecho en nuestras predicacio­nes? ¿Sermonear, reprender, amonestar? Si sucedió así, no es de extrañar que hoy nadie quiera saber nada de una acción con esos tintes, con ese cariz. Lo que tenía que haber sido una proclamación de la persona de Jesucristo, para hacerlo presente en medio del inundo, en bastantes de esas predicaciones se convirtió en un tro­nar desde el púlpito contra esto o aquello, lo de acá y lo de más allá. ¿Quién puede estar escuchando algo no agradable y que desenfoca la función primera y principal de la predicación: el anuncio gozoso y salvífico del evangelio del reino de Dios, y su realización? Además, se dice de dicha acción que es extraordinaria. Con esta expresión decimos de algo, en este caso de la predicación, que o está «fuera del orden o regla general o común» o que es «mejor o mayor que lo ordinario». Esto no requiere mayor clarificación. Se entiende, pues, que una misión popular consiste en una predicación no ordinaria, que se tiene en algunos momentos, pocos y cortos, de la vida de una feligresía o de una población.

Se considera que una predicación es extraordinaria cuando se tenía únicamente en algunos momentos excepcionales y puntua­les de una comunidad parroquial, y en un período bastante corto de tiempo. Es decir, era una predicación que no podía durar muchos días. De hecho, no llegaban al mes de trabajo y de dura­ción. Por lo tanto, pueden haber sido estos dos aspectos unidos, negativo generalmente el primero, los que hayan hecho desapa­recer el gusto por las misiones populares en unos y en otros, en los que las daban y en los que las recibían. Y, por esa razón, han dejado de ser ese tiempo bueno, útil y necesario para convertir de nuevo a la vida cristiana a las poblaciones. Quizás sea por eso por lo que hayan dejado de ser útiles, eficaces y necesarias las misiones populares en la actualidad. Además, en la definición que hemos dado de misión popular se dice que el objetivo de dicha predicación extraordinaria era el de convertir, instruir y enfervorizar a las comunidades ya cristianas. La conversión, de hecho, es un proceso más bien largo. Difícilmente puede lograr­se y asentarse mediante una predicación de pocos días. A su vez, en pocos días es muy poco lo que puede hacerse en cuanto a ins­trucción religiosa. Por eso mismo, ¿las misiones populares no habrán decaído por provocar únicamente un entusiasmo pasaje­ro? Es decir, ¿no se habrán convertido las misiones populares en una especie de fuegos artificiales que duran un instante, que sólo afectan superficialmente y que se enfrían a los pocos días? ¿No habrán sido todos estos factores juntos la causa del decaimiento y desaparición de nuestras misiones populares?

Por otra parte, la Congregación de la Misión nació para dar misiones populares, su razón de ser eran las misiones populares. ¿Qué está pasado en la actualidad? Los misioneros vicencianos, ¿en qué han parado?, ¿dónde se encuentran? Y, allá donde están, ¿son misioneros?, ¿hacen la misión?, ¿su vivir se ajusta a la razón de ser del fin principal y original de la Congregación de la Misión? Hace tiempo que las misiones populares son escasas, y las que hay ocupan a un número muy reducido de misioneros y por muy poquito tiempo al año. A su vez, los misioneros han tenido que ir abandonando el ministerio de los seminarios, tan unido, en los orígenes, al de las misiones populares. ¿Dónde están los misioneros vicencianos en estos momentos? ¿Dónde los encontramos? Si desciframos los catálogos generales y provinciales, descubrimos que la inmensa mayoría de los misioneros hoy se encuentran ocupados en atender parroquias, unas parro­quias fijas, estables, permanentes. Pero, ¿esas parroquias regen­tadas por los misioneros serán, al menos, parroquias-misión? Mucho me temo que no, o, a lo sumo, sólo algunas pocas. El misionero ha dejado atrás el duro trabajo de las misiones populares y ha encontrado en la vida parroquial otro más cómodo y, aparentemente, más llevadero. La ausencia de demanda misionera ha llevado a una actividad más acomodada, más tranquila, menos dura. Una actividad que ha dejado bastante de lado la for­mación en la fe de las comunidades cristianas parroquiales y ha entrado más las energías en las celebraciones sacramentales y litúrgicas. Todo eso, no me cabe la más mínima duda, ha enfria­do la pasión misionera, ha llevado a una relajación en la forma­ción y ha convertido a los misioneros en simples curas parro­quiales. Evangelizar y hacer efectivo el evangelio de Jesucristo han quedado como elementos muy superficiales o simplemente nominales.

Sin embargo, en los tiempos actuales las misiones populares también tienen sentido, son útiles y son necesarias. Fueron váli­das ayer, y deben serlo hoy. En el pasado, más o menos reciente, y en tiempos de Vicente de Paúl, mediante las misiones se pretendía instruir a las gentes, principalmente las del campo y los pobres, en las verdades religiosas y morales necesarias para su vivir cristiano y para llegar convenientemente a la vida eterna. Y servían, a su vez, para conseguir una reforma moral de las poblaciones, devolverlas a la vida de la gracia y establecer entre ellas unas relaciones de amor, de armonía y de paz, tanto en el orden lo temporal como en el de lo religioso. En pocas palabras, trataban de hacer accesible el reino de Dios entre ellos, iniciarlo y encauzarlo. En la actualidad, no podemos perder de vista el gran desconocimiento que del Dios de Jesucristo tiene la inmen­sa mayoría de la población. Dicho desconocimiento hace que sea imposible que las gentes lo amen, y que se amen los unos a los otros tal y como es debido y mandado por el mismo evangelio. Por esta razón, las misiones populares se admitieron como nece­sarias en el pasado. En la actualidad, tendrán sentido y serán apreciadas si con ellas se pretende luchar contra la ignorancia religiosa y también humana que sufren, padecen y soportan los pueblos y las naciones de la tierra, estén evangelizados ya o todavía no lo estén. Si no se conoce bien a Jesucristo, no se le puede amar; si no se lo ama es imposible que el ser humano se regenere y encuentre una vida digna; si no encuentra su vida digna, renegará de este mundo y vivirá en él con violencia e imponiendo la ley del más fuerte, ley que trae consigo la injusti­cia, la guerra y, también, la muerte.

Las misiones populares, pues, tuvieron sentido, y fueron necesarias y útiles, en tiempos de Vicente de Paúl. De ello no nos cabe, en la actualidad, la más mínima duda. Que fueron necesa­rias y útiles, y que tuvieron sentido, en tiempos de Vicente de Paúl se encarga de recordárnoslo L. Abelly:

«El señor Vicente estaba demasiado convencido por su propia expe­riencia de la extrema necesidad que los pueblos tenían de instruir­se en las cosas necesarias para la salvación, y de estar preparados para hacer una confesión general. Y como era en las misiones cuan­do se les ofrecían estos servicios con más fruto y más éxito, esa era la causa por la que el Sr. Vicente se entregaba a ellas con todo su poder, y a las que solía invitar y orientar, en cuanto podía, a todos los que veía aptos para trabajar en ellas tanto de la Congregación como de otros».

Vicente de Paúl estaba convencido de la validez de las misio­nes para regenerar la vida cristiana de aquellas gentes del campo. Y, además, de su utilidad, porque alcanzaban la meta propuesta. Fueron un servicio fructuoso y proporcionaron éxito. Mediante Lis misiones populares, aquellas gentes se regeneraban en todos los aspectos de su vida, se encontraban con la misericordia de Dios y se sentían salvadas y amadas. Alcanzaban, de alguna manera, la felicidad de la vida según Dios. ¿Por qué nosotros hoy no estamos tan convencidos de ello? ¿Por qué nuestras misio­nes no consiguen lo que deberían conseguir? Sin embargo, las gentes de hoy, necesitan también instruirse respecto al evangelio, que desconocen casi en su totalidad, y necesitan formarse para vivir con dignidad y valentía su vida cristiana. Unas buenas ilusiones, justa y profundamente renovadas, pueden ofrecer ese tiempo necesario para llevar a cabo con fruto y éxito tales tare­as ¿Nos lo creemos? ¿Estaríamos dispuestos a afrontar una reforma de las misiones populares en la dirección en la que hoy se necesitan, y para que puedan lograr los objetivos y metas que se debe esperar de un medio de tal importancia evangelizadora?

Ni en tiempos de Vicente de Paúl ni en los momentos actua­les, las misiones populares se podían llevar a cabo sin duración, sin tiempo suficiente. Una vez más, L. Abelly se encarga de recordárnoslo:

«El Sr. Vicente no quería que sus misioneros hicieran los trabajos aprisa y corriendo; sin que les dedicaran el tiempo disponible y necesario para llevarlas bien a cabo, y para conseguir el fruto que se proponían, que era la instrucción de los ignorantes, la conversión de los pecadores, la santificación de las almas y el restablecimien­to del servicio de Dios y a tal fin, cuando trabajaban en algún sitio, no se marchaban hasta que todo el pueblo hubiera quedado bien ins­truido y puesto en estado de salvarse».

Según L. Abelly, Vicente de Paúl no quería que sus misione­ros trabajaran en las misiones de manera acelerada y pasaran por ellas velozmente. Al contrario, debían dedicarles el tiempo sufi­ciente para poder madurar bien el trabajo y sacar el fruto que cabía esperar de las mismas. La instrucción de los ignorantes, la conversión de los pecadores y su santificación, y el restableci­miento del servicio de Dios no eran tareas de unos pocos días y menos de unas pocas horas; requerían, como mínimo entre quin­ce días y un mes, según el tamaño de las poblaciones. Y aún así, había que formar a los pastores para que fueran ellos los que con­tinuaran esta ardua labor. Probablemente suene a hipérbole, pero convendría tener hoy muy en cuenta, esta afirmación: «No se marchaban hasta que todo el pueblo hubiera quedado bien ins­truido y puesto en estado de salvarse».

Una planificación nueva y correcta de las misiones populares en la actualidad tendría que contar con un tiempo suficientemen­te largo y capaz para dar buenos frutos. Los escasos quince o veintiún días que duraban las misiones populares, ¿no habrá sido, también, causa del deterioro que han ido padeciendo y que las ha llevado casi a desaparecer? Estoy convencido de que si, en la actualidad, se les dedica un tiempo suficientemente largo, estable y duradero, las misiones populares ofrecerían el fruto que de ellas se espera. El tiempo tendrá que ser necesariamente largo para poder ofertar una buena formación cristiana rica y abundan­te, y poder consolidarla, después. Si queremos que la vida cris­tiana de las parroquias renovadas y transformadas muden el ros­tro de la sociedad, no podemos dedicarnos a trabajar en las mismas únicamente un mes; serán necesarios varios meses, qui­zás algún año o más de uno.

Las misiones populares requieren de sus agentes itinerancia y encarnación. No de una itinerancia voluble y veloz, sino cons­tante y duradera; ni de una encarnación exterior e insustancial, sino sustancial e interior. Jesús de Nazaret fue un misionero iti­nerante, pero permanecía entre las gentes todo el tiempo que éstas necesitaban. Y su mensaje no era etéreo, sino que calaba en lo más profundo del ser humano y lo sanaba. Por eso se dedicó a las gentes de los campos antes que a las de las ciudades, por­que eran éstas las que tenían más necesidad de liberación y porque conservaban mejor que otras las raíces más profundas y significativas como pueblo de Dios. Así describe un autor de nuestros días la misión de Jesús en Galilea, que podríamos designar como una amplia y auténtica misión popular:

«Jesús descubría en ese pueblo campesino las raíces más originales y profundas del Israel ancestral y el representante más significativo del pueblo humillado y oprimido que necesitaba la liberación. Él era, en efecto, el pueblo pobre, despojado de su derecho a disfrutar de la tierra, la heredad donada por Dios. Él era el representante del Israel enfermo y endemoniado, dominado por los poderes esclaviza-dores que le condenaban a una vida degradada, indigna de un pue­blo libre elegido por Dios. Él era, en definitiva, el pueblo que sufría los efectos de la maldad desencadenada por el pecado y que había que liberar. Si el acontecimiento del reino de Dios quería ser buena noticia y acción de esperanza para el Israel oprimido, tenía que comenzar precisamente allí donde estaba la base de ese pueblo humillado: en los poblados».

Vicente de Paúl, al igual que Jesús de Nazaret, trabajó entre los campesinos para liberarles de todas las esclavitudes que destrozaban sus vidas. Y les dedicaba un tiempo prudencial, de quince a treinta días, para transformar sus vidas. Según los evangelios sinópticos, Jesús se pasó unos tres años entre las poblaciones de Galilea para comunicarles la misericordia de Dios, su amor, y su acción liberadora. Es cierto que su acción terminó en fracaso. Dicho fracaso no hay que atribuírselo a Jesús ni a su tra­bajo, sino a la cerrazón de corazón de las gentes. El misionero tiene que trabajar, sembrar la palabra de Dios y tratar de hacer efectivo el reino de Dios, dedicando todo el tiempo que sea nece­sario para realizar esa siembra de forma adecuada, sin preocu­parse del éxito o del fracaso de su labor. Trabajar por la construc­ción del reino, pero sin preocuparse por gastar tiempo y esfuerzos en la tarea, y sin desmayar en el empeño.

La actividad central de las misiones populares, para Vicente de Paúl, era la de la explicación del catecismo. Con dicha explicación o instrucción, se buscaba la reforma moral de las gentes del campo. De esta manera se nos describe esta actividad en tiempos de Vicente de Paúl:

«La explicación del catecismo es el centro de la acción misionera, ya que el objetivo último de la misión vicenciana es cristianizar a los campesinos por medio de la instrucción religiosa, llegando así al conocimiento de las verdades de la fe. Con la instrucción de las verdades religiosas y morales se pretende una reforma moral de la población, volver a la vida de la gracia y encaminarla hacia la sal­vación eterna».

Aunque en el día de hoy es necesario explicar el nuevo cate­cismo e instruir a los feligreses en él, habría que encaminar las misiones populares por los derroteros de la formación bíblica, en primer lugar, y después por los de la moral y dogmática cristia­nas. Dedicar un tiempo amplio a instruir en cómo leer la Biblia, cómo entenderla y cómo descubrir en ella lo que Dios entrega a cada uno y le pide, haciendo así posible el cambio de su corazón y llegar a ser verdadero seguidor de Jesucristo, pienso que es la tarea más necesaria y urgente en la actualidad. La gran necesidad de las gentes bautizadas en la actualidad y, por lo tanto, la gran carencia de las mismas tiene que ver con el conocimiento de Dios, y la respuesta en amor para con él a través del servicio a los demás. Evangelizar hoy consiste en dedicar tiempo suficien­te, y por lo tanto abundante, para formar en el conocimiento y discernimiento de la Palabra de Dios. Enseñar a conocer la Pala­bra de Dios, es educar en el amor, en el amor a Dios y al próji­mo. Por esta razón, cabe afirmar una vez más que, en la actuali­dad, siguen siendo tan necesarias las misiones populares, unas misiones populares ocupadas, de manera prioritaria y básica, en formar en el conocimiento bíblico y de Dios. Éste será el cami­no para renovar la vida cristiana de las gentes del campo y de las ciudades, bautizadas en otros tiempos, y para transformarlas como personas y como miembros de la sociedad.

Ya san Vicente enseñaba que era más necesaria la formación catequética que la predicación misma. Y se mostraba intransigente al respecto, pues la razón de ser de las misiones y de la misma Congregación consiste, expresamente, en eso. Estaba tan convencido de ello que llegó a afirmar lo siguiente: «todo el inundo está de acuerdo en que el fruto que se realiza en las misiones se debe al catecismo». Si es preciso, —escribía Vicen­te de Paúl— se suspenden los sermones de misión, pero de ningu­na manera se debe prescindir del tiempo dedicado a la formación cristiana con la enseñanza del catecismo. Así pues, «la pasto­ril de la catequesis es el método preferido de san Vicente para evangelizar a los campesinos, e insiste en que también a los ser­mones se les dé un matiz catequético en su estilo, contenidos fundamentales, lenguaje sencillo y familiar»228. Teniendo en cuenta la experiencia de Vicente de Paúl y su enseñanza, en nuestras misiones populares y en nuestras actividades parroquiales, ¿no sería más factible y más útil emplear el tiempo de misión en esta­blecer catecumenados de adultos y en suscitar la formación de comunidades cristianas renovadas, y no malgastarlo en predica­ciones obsoletas y en sermones poco convincentes, que mueven más los traseros en los bancos de las iglesias que convierten los corazones? La respuesta se cae por su propio peso, sin la más mínima duda.

Las gentes necesitan ser evangelizadas. Y evangelizar es el encargo que ha recibido de Dios la Congregación de la Misión. Para Vicente de Paúl, el misionero debe hacer suya la misión de Jesucristo y continuarla. En eso consistía, para él, hacer efectivo el evangelio, contribuir a construir el reino de Dios, hacer posi­ble en este mundo el proyecto de Dios para la humanidad. Es decir, evangelizar era para Vicente de Paúl «traducir a la prácti­ca el Evangelio, vivir el Evangelio, creer al Evangelio, es decir, creer a Jesucristo, vivir en Jesucristo, seguir a Jesucristo». El misionero evangeliza, en primer lugar, con su vida; después, con su palabra. Sólo cuando se es capaz de transmitir la vivencia per­sonal de fe y vida en Jesucristo se siembra evangelio, se constru­ye evangelio. Por eso mismo, las misiones populares, que tienen sentido en la actualidad, deben cambiar de estrategia. El cambio de estrategia viene exigido por la necesidad de la nueva evange­lización que se le ha propuesto a la Iglesia. Una evangelización con ese cariz sólo se podrá realizar convenientemente si se hace con ardor nuevo, con palabras nuevas y con medios nuevos. No nos queda más remedio que ser inventivos. Indagar y buscar. Para ello, es imprescindible echar una mirada atenta a los orígenes de las comunidades cristianas y de la Congregación de la Misión, y aprender de esos momentos originarios a ser transmisores de evangelio, constructores del reino de Dios. Para realizarlo bien hoy, será totalmente necesario conocer bien las condiciones de vida actuales de las gentes, sus necesidades materiales y espiri­tuales; analizarlas bien; buscar y encontrar las respuestas más apropiadas para satisfacerlas. Vicente de Paúl fue, en todo esto, inventivo, creador. ¿Cómo lo consiguió? Descubrimos que él se entregó de lleno a las pobres gentes del campo y que acertó en los medios y en las actitudes que descubrió para dar satisfacción ade­cuada a sus necesidades materiales y espirituales. Por eso mismo, enunciar el evangelio hoy y hacerlo efectivo, deben constituir una y la misma actividad para los misioneros vicencianos.

Para evangelizar según las exigencias del momento, Vicente de Paúl orientó su misión y la de la Congregación de la Misión en tres direcciones, actitudes u objetivos. ¿En qué consistió esa misión? Se puede contestar a esta pregunta con palabras de J. Mª Ibáñez Burgos: misionar a los pobres ignorantes y abandonados, iniciar­les en la vida cristiana adulta y organizar para ellos una catequesis más adecuada mediante el anuncio del misterio de Dios, la pastoral de los sacramentos y el testimonio de la caridad. Estas tres vías, para Vicente de Paúl, realizan el evangelio. En la actualidad, para plasmar convenientemente el evangelio, tendríamos que realizar nuestra misión o vocación de misioneros paúles optando radicalmente los más pobres, dando a nuestro trabajo una orientación catequética o formativa, facilitando una renovación real de la sociedad y, finalmente, formando misioneros laicos locales.

En primer lugar, hay que hacer una opción radical por los pobres. La opción por los pobres es un elemento constitutivo de luda evangelización en la actualidad. Esto es lo que se desprende de la Exhortación Apostólica de Pablo VI, Evangelii nuntiandi. Vicente de Paúl lo concebía, también, de un modo muy semejan­te. Pues, evangelizar era para él no sólo instruir y anunciar la palabra de Dios, sino hacer efectivo el evangelio, esto es, «reali­zar las cosas predichas por los profetas». Si cabe, esta opción radical por los pobres es mucho más urgente en la actualidad, pues esta sociedad se encuentra saturada de palabras y de prome­sas incumplidas, en todos los sentidos y en todos los órdenes, incluido el religioso. Por eso va a la deriva, arrastrada por la increencia y el neopaganismo.

La opción por los pobres es, todavía hoy, una asignatura pen­diente en la pastoral ordinaria y en la mal llamada extraordinaria o misionera. Suscribimos, al respecto, el pensamiento que ya hace unos años dejó por escrito el misionero A. Arregui. La opción por los pobres o el compromiso por evangelizarles y libe­rarles de su situación es una de las pocas acciones que pueden suscitar interrogantes de sentido y de admiración y, por eso mismo, posibilitar la acogida del anuncio explícito. El hugo­note de Montmirail se convirtió porque vio en Vicente de Paúl y los misioneros esa opción hecha realidad, vivida y realizada con todas las consecuencias. La problemática y los interrogantes que propuso a Vicente de Paúl siguen vivos en la Iglesia de hoy. Son muchos los que los plantean con la misma crudeza y en la misma dirección. Si hoy la Iglesia y la Congregación de la Misión igno­ran el mundo rural, los barrios periféricos de las ciudades y las bolsas de pobreza; si no acuden a ellos y los asisten; si no se encarnan en ellos y hacen efectivo el evangelio en medio de ellos, carecerán de credibilidad, se convertirán en un antisigno del evangelio y del mismo Jesucristo.

¿Qué hacer, pues? ¿Cómo actuar? Para llevar a cabo una misión popular con garantías, será imprescindible estudiar con todo detalle la realidad social del campo de misión, sensibilizar y motivar a todas las comunidades cristianas que él se encuen­tren con una visión nueva de los evangelios y de otros escritos principales neotestamentarios, organizar la caridad y la acción social antes de dar por terminada la misión.

Había señalado como segundo paso la orientación catequética y formativa que deberían adquirir las misiones populares. Es uno de los aspectos más característicos de las misiones popula­res en sus orígenes. Después de una primera y rápida evangelización, la Iglesia primitiva se dio cuenta de que era imprescindi­ble asentar la fe provocada, suscitada al contacto con la palabra y el testimonio de los primeros evangelizadores. Pronto surgió la necesidad de catequizar y de consolidar la siembra inicial. Nacieron los ministerios correspondientes y la pedagogía adecuada. Por una parte encontramos a los «maestros» o «doctores», llamados así porque se dedicaron a la enseñanza. Por otra, la enseñanza misma. Ésta, llamada también mistagogia, tuvo dos vertientes, la catequesis y la dogmática. «La catequesis se propo­nía suscitar un compromiso vital». Era una etapa de discerni­miento personal y de conocimiento de Cristo y de las exigencias del cristianismo. Este discernimiento y este proceso de conoci­miento llegaron a ser muy importantes, porque «los cristianos eran sumamente exigentes en el reclutamiento de los nuevos miembros». Se tomaron muy en serio esta etapa de formación inicial, pues «llama la atención la seriedad y el rigor con que en todas las comunidades se llevaba el catecumenado exigido antes del bautismo». La consolidación de esta formación primera no le fue a la zaga. Hablamos de la formación dogmática. Ésta se alimentaba de dos fuentes». Una, el comentario bíblico; la otra, el Símbolo de los Apóstoles o Credo. Dos pilares sólidos para levantar el edificio de la fe cristiana y de la vida cristiana. Sobre la importancia que tuvo la catequesis en los orígenes de las misiones populares y en el propio Vicente de Paúl ya hemos hablado. Nos remitimos a lo dicho anteriormente. No merece la pena volver de nuevo sobre ello.

Hoy, sin embargo, el panorama es más bien otro. ¡Y eso que se ha mejorado algo al respecto! Hay escasez de momentos catequéticos y formativos. Señala A. Arregui que «al cristiano cató­lico actual se le ofrecen muchas oportunidades para celebrar los sacramentos, pero no se le presentan cauces evangelizadores ni muchas ofertas catequéticas motivadoras y serias«241. Y tiene toda la razón. Hay exceso de culto, y poca, muy poca, formación catequética, dogmática y moral. Se palpa una fuerte inflación de misas, rosarios, celebraciones sacramentales, pero hambre famé­lica en cuanto a profundización y enseñanza bíblica y dogmáti­ca. Es necesario invertir el orden. En el trueque de este orden pueden decir y hacer mucho unas misiones populares nuevas y renovadas. A conseguir esto deben apuntar los objetivos de las nuevas misiones populares: «uno de los objetivos de la misión popular hoy ha de ser el sensibilizar, motivar y organizar grupos de reflexión cristiana y de diálogo que deriven en catequesis de adultos, de jóvenes, etc.«. Es imprescindible que las misiones populares vicencianas recuperen ese carácter catequético que ya tuvieron en sus orígenes, pues «las misiones, hoy, tendrán vali­dez en la medida en que se respete esta orientación». Esta orientación formativo y catequética y, también, otras, como la opción por los pobres de la que ya hemos hablado y la renova­ción social de la que hablaremos a continuación.

Las misiones tuvieron en sus orígenes repercusiones socia­les. Es decir, incidían en la vida privada de las personas y en la vida social de las poblaciones. Sirvieron para renovar y regene­rar a los individuos y las colectividades locales. Sus resultados Fueron, sustancialmente, dos: la reconciliación y las caridades. La predicación y la formación catequética, apoyadas sobre el temor de Dios y sobre el amor y la esperanza cristia­nos, producían fruto acercando a las familias rotas y disgrega­das, y a las gentes de los lugares. Los misioneros se encontra­ron en todo momento y lugar con odios que deponer, homicidios que perdonar y olvidar, uniones que restablecer, escándalos y convivencias que regular. Con la gracia y ayuda de Dios, lograron restañar dichas heridas tanto en lo per­sonal como en lo social y comunitario. Las reconciliaciones no eran objeto únicamente de confesonario, tenían su momento solemne y público.

La renovación social de las personas y de las poblaciones se alcanzó, también, mediante las fundaciones de las caridades. Una misión popular vicenciana tenía que concluir con una fun­dación de las cofradías de la caridad. Éstas, no sólo atendían necesidades materiales puntuales y coyunturales de algunas per­sonas necesitadas o de poblaciones destrozadas por las pestes, tierras u otras calamidades del tiempo. Las cofradías de cari­dad lograron configurar un modo nuevo de entender la vida cristiana. Y no sólo la vida cristiana, muchas de ellas quedaron comprometidas a proveer un contrato para un maestro de escue­la en el pueblo correspondiente. Proporcionaban, así, un ali­mento religioso y cultural. Procuraban formar buenos cristianos y ciudadanos honrados y honestos. En la actualidad, unas misio­nes populares, dignas de este nombre, deberían incidir y propiciar una renovación social como las de antaño. Hoy son muchos los problemas y múltiples las dificultades que configuran la vida religiosa y social. A esos problemas y a esas dificultades, las misiones populares deberían dar soluciones satisfactorias. Si no fuera así, tales misiones populares no tendrán la más mínima cre­dibilidad y no serán requeridas nunca.

Un aspecto más habrá que tener en cuenta en las misiones populares vicencianas en la actualidad. Es, como en los orígenes, el de la formación. Pero ahora la formación no estará orientada tanto a los sacerdotes, misión que habría que mirar si se puede recuperar, sino a los laicos principal y esencialmente. Este aspec­to de la formación preocupó y ocupó a Vicente de Paúl. La per­manencia de los frutos logrados durante la misión dependían de que al frente de esas comunidades hubiera buenos, bien prepara­dos y dispuestos, y santos sacerdotes. El 20 de julio de 1650 escribía a Filiberto de Brandon, Obispo de Périgueux, exponién­dole su pensamiento al respecto:

«Usted tiene ante la vista el seminario, mientras que nosotros sen­timos la obligación de las misiones; nuestro fin principal es la ins­trucción del pueblo del campo, mientras que el servicio que le hacemos al estado eclesiástico es algo accesorio. Sabemos por experiencia que los frutos de las misiones son muy grandes, ya que las necesidades de las pobres gentes campesinas son extre­mas; pero, como sus espíritus son rudos y mal cultivados de ordi­nario, fácilmente se olvidan de los conocimientos que se les han dado y de las buenas resoluciones que han tomado, si no tienen buenos pastores que los mantengan en la buena situación en que se les ha puesto. Por eso procuramos también contribuir a la for­mación de buenos eclesiásticos por medio de los ejercicios de los ordenandos y de los seminarios, no ya para abandonar las misio­nes, sino para conservar los frutos que se siguen en ellas. Así pues, señor obispo, es de desear, puesto que usted quiere tener misioneros, que tenga usted por lo menos cuatro para esas dos funciones…”.

Para la Congregación de la Misión, el fin principal es el de las misiones, la instrucción del pueblo del campo. Las otras activi­dades son accesorias o complementarias. Así deberá entenderse el servicio que los misioneros prestaban al estado eclesiástico. Este servicio tiene pleno sentido porque ayuda a mantener y conservar los frutos de las misiones dadas. Si las parroquias de los pueblos y aldeas no estuvieran regidas por buenos pastores, pronto se perdería lo logrado entre los campesinos durante el período de la misión. La preocupación por formar, también, a los pastores de las parroquias llevó a Vicente de Paúl a trabajar en algunos seminarios y, sobre todo, a tener en las comunidades vicencianas momentos de retiro y de formación para los sacerdotes diocesanos. No pretendía que sus misioneros dejaran las misiones para dedicarse a la formación, sino que compartieran in ibas tareas.

¿Quién mantendrá los frutos de las misiones populares en la actualidad? ¿Los sacerdotes, que cada día son menos y, muchos, son ya de edad avanzada? ¿No podrían, —y, quizás, deberían—, ocupar esa misión laicos de las localidades misionadas? ¿Y si, como factor complementario —y, quizás, fundamental—, de las misiones, los misioneros vicencianos se dedicaran a formar «entes laicos locales, estarían errando su vocación, falsificán­dola? En la actualidad son bastantes los que se inclinan a pensar que no. Es más, piensan que ése sería un buen camino y una tarea adecuada para los hijos de Vicente de Paúl. De esta opinión es Arregui, de quien extraemos algunas ideas al respecto. Él sostiene que en la actualidad habría que tener en cuenta tres aspectos fundamentales para ofrecer y dar una misión popular. El primero sería no plantear la misión al margen y menos en con­tra de los sacerdotes y seglares comprometidos del lugar donde se pretende misionar, acordar pasos y objetivos e integrar la misión en la pastoral ordinaria del lugar o de la parroquia. Otro aspecto que cuidar sería el incorporar a los agentes laicos del lugar en la tarea evangelizadora antes, durante y después de la misión. Y, finalmente, habría que ofrecer cauces de forma­ción y de apoyo a los seglares del lugar para que éstos puedan asumir sus responsabilidades, tanto durante la misión como durante la postmisión.

El primer paso parece obvio, y no ofrece mucha novedad. Pero es bueno recordarlo, y mantenerlo: para dar misiones en un lugar, es necesario contar con el ordinario del lugar y el párroco correspondiente; no dándolas contra la voluntad de ambos. Vicente de Paúl debió de hablar con alguna frecuencia de ello. De alguna manera, este principio quedó recogido en las Reglas Comunes de los misioneros. En cambio, sí es más novedoso y más actual considerar las nuevas misiones como parte de una pas­toral ordinaria en vez de extraordinaria. Se ajusta más y mejor a lo que de hecho es o debería ser una comunidad cristiana.

El segundo paso se ha venido aplicando últimamente, aunque no en plenitud de sentido. Es decir, se ha contado con los agen­tes laicos locales para preparar la misión y para desempeñar alguna que otra actividad misionera, pero más bien en tareas logísticas, y no tanto como evangelizadores. Pero, la propuesta apunta a que también se les tenga en cuenta como misioneros y evangelizadores. Y para que puedan trabajar convenientemente, habrá que prepararlos. En las misiones que se han venido tenien­do después del Concilio Vaticano II han participado ya algún que otro seglar y algunas personas de vida consagrada, principal­mente Hijas de la Caridad. Mas, unos y otras llegaban de fuera, no pertenecían a la población en misión.

La que resulta novedosa, de verdad, es la tercera propuesta, ya que apunta a la formación de los agentes laicos locales para trabajar en misión, tanto en el momento de prepararla, como en el de darla y, principalmente, después que ha concluido la misma para prolongar sus frutos y efectos. Vicente de Paúl habló de retiros para ordenandos, de conferencias para sacer­dotes, de seminarios. ¿No podría institucionalizarse algo pareci­do para seglares? Muchas de las cosas posibles están inventa­das, no habría más que ajustarlas y utilizarlas para la formación de estos agentes laicos. Por enumerar algunas, podríamos señalar las siguientes: talleres de oración y de catequesis, lectio divina, catequesis bíblicas, enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia, catecumenados de adultos ya cristianos, cateque­sis sacramentales para adultos no cristianos, escuelas de padres, iniciación y afirmación familiar cristiana y educación de los hijos, etc.

Esta manera de dar misiones, formando a los agentes laicos locales, sería la forma de autentificar y validar las misiones populares en la actualidad. Se convertiría en el modo más pro­picio y eficaz para renovar las parroquias, las personas y las poblaciones. ¿Nos atreveremos a acometer esta tarea? A. Arregui concluye el artículo que hemos venido citando con estas palabras:

«Como conclusión final, podemos afirmar que las Misiones Popu­lares vicencianas son un instrumento pastoral válido para acometer con decisión, en nuestro país, la segunda evangelización. Pero esto a condición de que se tengan en cuenta los tres elementos clave en los orígenes. Aún más, hoy por hoy no se encuentra otro medio para dinamizar las parroquias globalmente y pasar de una pastoral de conservación a una pastoral de misión».

Diez años han pasado desde que se escribieron estas pala­bras y se publicaron. ¿Qué hemos hecho al respecto los misio­neros paúles? Me temo que nada o, -quizás para ser más jus­tos—, casi nada. No nos estamos caracterizando por la inventiva ni por la osadía en cuanto a renovar las misiones, a dar comien­zo la segunda o nueva evangelización. Pienso que la propuesta no presenta grandes dificultades para llevarla a cabo. Se trata de actualizar nuestro pasado, los orígenes de nuestra existencia y lo que dio sentido a la misma. Actualizar y reestructurar. ¿Por qué no caminamos en esa dirección? ¿Por qué no tratamos de ser pioneros en este aspecto, como lo fue Vicente de Paúl en su tiempo? ¿Nos pesa la comodidad? ¿Estamos derrotados antes de empezar? ¿Preferimos dar por muerta a la Congregación de la Misión y enterrarla definitivamente? ¿No nos estará ofre­ciendo Dios un momento precioso para salvar un instrumento de evangelización que se ha mostrado eficaz y válido en todos los tiempos?

Lo que hay que hacer lo sabemos ya. ¡Pongámoslo en mar­cha! Hemos señalado los tres carriles del cambio, de la actuali­zación, de la renovación ¡Trabajemos con ellos! Renegamos de la pastoral de conservación o sacramentalización, pero hacemos muy poco por cambiarla. ¡Pasémonos, de una vez por todas, a la pastoral de misión! Las parroquias se rejuvenecerán en lo físico y en lo espiritual. La Iglesia, en general, adquirirá un nuevo rostro y reflejará con más nitidez el rostro de Jesucristo. ¡Ya es hora de actuar!

Santiago Barquín

CEME, 2008

 

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