SOBRE LA SENCILLEZ Y LA PRUDENCIA
(Reglas comunes, cap. 2, art. 4 y 5)
Necesidad de la virtud de la sencillez unida a la de la prudencia. Cuánto estima nuestro Señor esta virtud. Diferencia entre la sencillez según Dios y la sencillez según el mundo.
He aquí, hermanos míos, los artículos cuarto y quinto del segundo capítulo de nuestras reglas a propósito de las máximas del evangelio, que nos servirán para la conferencia de esta tarde.
Este es el primero:
Como nuestro Señor pide de nosotros la sencillez de la paloma, que consiste en decir las cosas con toda sencillez, como se las piensa, sin reflexiones inútiles, y en obrar buenamente, sin artificios ni complicaciones, mirando solamente a Dios, por eso cada uno se esforzará en hacer sus acciones con este mismo espíritu de sencillez, pensando que Dios se complace en comunicarse a los sencillos y en revelarles sus secretos, teniéndolos ocultos a los sabios y a los prudentes del siglo.
Y el segundo:
Pero, como al mismo tiempo que Jesucristo nos recomienda la sencillez de la paloma, nos ordena también que tengamos la prudencia de la serpiente, que es una virtud que nos hace hablar y obrar con discreción, por eso nos callaremos prudentemente las cosas que no conviene decir, especialmente si son d e suyo malas e ilícitas, y recortaremos d e las que en cierto modo son buenas las circunstancias que van contra el honor de Dios o contienen algún perjuicio contra el prójimo o pueden proporcionarnos motivo de vanidad. Y como esta virtud se refiere también, en la práctica, a la elección de los medios adecuados para conseguir el fin, tendremos como máxima inviolable usar siempre de l,os medios divinos para las cosas divinas y juzgar de las cosas según el sentimiento y el juicio de Jesucristo, y nunca según el del mundo ni según los débiles razonamientos de nuestro espíritu. Y de esta forma seremos prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas.
Hablaremos de estas dos virtudes, si el tiempo lo permite.
Hermanos míos, estas reglas hablan por sí mismas y todos vosotros las comprendéis mejor que yo; por eso, si quiero deciros algo para que las entendáis, no haré más que abusar de vuestra paciencia.
Se trata de la sencillez. ¡Oh Salvador! El tema de nuestra charla va a ser, por tanto, el de la sencillez que nos recomienda la regla.
Veamos las razones que tenemos para entregarnos a Dios para practicar esta virtud tan amable. En primer lugar, nos invita a ella cuando dice: Estote prudentes sicut serpentes et simplices sicut columbae. Cuando nuestro Señor les dijo a los apóstoles que los enviaba como ovejas en medio de lobos, les dijo al mismo tiempo que habían de ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Luego añadió: «Tened cuidado; los hombres os citarán ante los tribunales y os azotarán en las sinagogas, y seréis llevados ante los gobernadores y los reyes por mi causa; pero, cuando os hagan comparecer, no os apuréis por lo que hayáis de decir ni cómo tenéis que hablar; ya se os dará entonces lo que tengáis que decir; el Espíritu Santo hablará en vosotros». Habla primero de la prudencia y luego de la sencillez; la primera es para ir como ovejas en medio de lobos, donde corrían el peligro de verse maltratados. «Sed prudentes, les dice, sed avisados; pero sed sencillos»; cavete ab hominibus, tened cuidado de vosotros mismos siendo prudentes; pero si os citan ante los jueces, no os preocupéis por vuestras respuestas. Eso es la sencillez. Veis cómo nuestro Señor relaciona estas dos virtudes, de forma que quiere que las practiquemos en la misma ocasión; nos recomienda que usemos igualmente de ellas y nos da a entender que la prudencia y la sencillez están perfectamente de acuerdo entre sí, cuando se las entiende como es debido. Tal es la doctrina de Jesucristo; y nos la enseña a nosotros, que queremos practicar los consejos del evangelio y que tenemos que abrazarlos con reverencia, amor y resolución decidida, y para ello pedirle muchas veces a Dios estas virtudes que nos recomienda y esforzarnos enérgicamente en adquirirlas.
¡Qué agradable a Dios es la sencillez! Ya sabéis que la Escritura dice que se deleita tratando con los más sencillos, con los sencillos de corazón, que proceden con toda sencillez y bondad: Cum simplicibus sermocinatio ejus. ¿Queréis encontrar a Dios? Está con los sencillos. ¡Oh Salvador mío! Hermanos míos, los que sintáis ese deseo de ser sencillos, ¡qué felicidad! Animo, ya que tenéis esta promesa de que Dios se complace en estar con los hombres sencillos.
Otra cosa que nos anima maravillosamente a la sencillez son aquellas palabras de nuestro Señor: Confiteor tibi, Pater, quia abscondisti haec a sapientibus et prudentibus et revelasti ea parvulis. Te doy las gracias, Padre mío, porque la doctrina que yo he aprendido de tu divina majestad y que he esparcido entre los hombres, sólo es conocida por los sencillos y permites que no la entiendan los prudentes de este mundo; tú les has ocultado, si no las palabras, al menos su espíritu.
¡Oh Salvador! ¡Oh Dios mío! Esto tiene que llenarnos de espanto. Corremos detrás de la ciencia como si toda nuestra felicidad dependiera de ella. ¡Pobres de nosotros si no la tenemos! Hay que tener ciencia, la que sea suficiente; hay que estudiar, pero sobriamente. Otros presumen de tener inteligencia en los negocios, de ser gente espabilada y lista en las cosas de fuera. A esos es a los que Dios les quita la penetración de las verdades cristianas: a los sabios y a los entendidos del mundo. ¿A quiénes se la da entonces? Al pueblo sencillo, a las buenas gentes. Podemos comprobar esto en la diferencia que se advierte en la fe de los campesinos y la nuestra. Lo que me queda de la experiencia que tengo, es el juicio que siempre me he hecho: que la verdadera religión, hermanos míos, la verdadera religión está entre los pobres. Dios los ha enriquecido con una fe viva: ellos creen, palpan, saborean las palabras de vida. No los veréis nunca, en medio de sus enfermedades, aflicciones-y necesidades, murmurar, quejarse, dejarse llevar de la impaciencia; nunca, o muy raras veces.
Lo ordinario es que sepan conservar la paz en medio de sus penas y calamidades. ¿Cuál es la causa de esto? La fe. ¿Por qué? Porque son sencillos y Dios hace abundar en ellos las gracias que les niega a los ricos y sabios del mundo.
Añadamos a ello que todo el mundo ama a los sencillos, a la gente cándida que no entiende de finuras ni de etiquetas, que obra bien y habla con sinceridad, de modo que todo lo que dice responde a lo que lleva en su corazón. Cuando alguno de ellos va a la corte, son estimados por todos, en una comunidad ordenada, todos sienten por ellos un afecto especial, pues, aunque no todos obren con la debida candidez, incluso esos que no tienen ese candor saben apreciarlo en los demás.
Por todas estas razones, hemos de entregarnos a Dios para hacernos agradables a sus ojos por medio de esta virtud de la sencillez. Hay algunos en la compañía, ¡y qué bien se nota!, que se han esmerado en la adquisición de esta virtud y la predican con su ejemplo.
Pero, padre, ¿en qué consiste esa virtud? No sé cómo practicarla. Algunos dicen que hay dos clases de sencillez: una puramente natural e ingenua, que se encuentra en ciertas personas sin juicio ni discernimiento, que tienen más…, no me atrevo a decirlo, que razón. Hablad con ellos y enseguida veréis que son idiotas. Es una sencillez que no vale nada o que, por lo menos, nada tiene que ver con la virtud.
Hay otra que guarda cierta relación con Dios. ¡Qué virtud tan hermosa! Dios es un ser simple, sencillo, que no recibe ningún otro ser, una esencia soberana e infinita que no admite que entre nada en composición con ella; es un ser puro, que no sufre nunca alteración alguna. Pues bien, esta virtud del Creador se encuentra en algunas criaturas por comunicación y está en ellas de la forma que indica nuestra regla.
También hay otra definición, a saber, es una virtud que aparta de nosotros las cosas que no guardan relación con la sencillez de Adán, cuando estaba en gracia, ni con la del segundo Adán, nuestro Señor, la de los apóstoles y los demás santos, cuando vivían en la tierra, cuyas obras y palabras no tenían ningún artificio ni más objeto que a Dios. Según estas definiciones, la sencillez se refiere a las palabras y a las acciones, para hacer que sean rectas y sinceras.
Sé muy bien que la sencillez en general equivale a la verdad, o a la pureza de intención: a la verdad, en cuanto que hace que nuestro pensamiento sea conforme con las palabras y con los otros signos que nos sirven de expresión; a la pureza de intención, en cuanto que hace que todos nuestros actos de virtud tiendan rectamente hacia Dios. Pero, cuando se toma a la sencillez por una virtud especial y propiamente dicha, comprende no sólo la pureza y la verdad, sino también esa propiedad que tiene de apartar de nuestras palabras y acciones toda falsía, doblez y astucia; este es el sentido con que habla de ella nuestra regla y el que le damos en esta charla. Y para que lo veáis con más claridad y utilidad, la dividiremos en dos: la sencillez que se refiere a las palabras y la que se refiere a las acciones.
La que se refiere a las palabras consiste en decir las cosas como las sentimos en el corazón, fijaos bien, como las sentimos en el corazón, como las pensamos. Todo lo que no es esto es doblez, apariencia, falsía, que son contrarias a la virtud de que estamos hablando, la cual quiere que se digan las cosas como son, sin dar muchas vueltas, hablando ingenuamente y sin malicia, y además con la pura intención de agradar a Dios. No es que la sencillez consista en manifestar toda clase de pensamientos, ya que esta virtud es discreta y no va jamás contra prudencia, que nos hace distinguir entre lo que conviene y lo que no conviene decir. Así pues, lo que se ha de decir, lo debe expresar la lengua por fuera lo mismo que lo pensamos por dentro; si no, es preferible callarse. Por ejemplo, se presenta la ocasión en una charla de proponer alguna cosa buena en su substancia y en sus circunstancias; hay que decirla con toda sencillez; pero a veces se trata de decir algunas cosas que pueden ser inconvenientes por alguna circunstancia: entonces, si se dice su substancia, hay que prescindir de esa circunstancia. La sagrada escritura es de suyo totalmente limpia y es posible utilizarla en toda clase de discursos; pero si se la usa en plan de broma, está mal hecho; si se sirve uno de ella para dañar a alguien, está prohibido; y si alguna vez la citamos por orgullo, es vanidad. Utilicemos siempre las cosas buenas para fines buenos, o no digamos una sola palabra. Estas tres circunstancias son viciosas y nos hacen ver cómo no tenemos que decir las cosas como las tenemos en el corazón, cuando van en contra de Dios, en contra del prójimo, o en alabanza propia.
La pobre difunta esposa del general de las galeras me preguntó más de cien veces qué era la sencillez, y era la persona más sencilla que jamás he conocido: no podía abrir la boca ni realizar ninguna acción, a no ser con toda sencillez de corazón; pero tenía la habilidad de separar de la naturaleza de las cosas las circunstancias perjudiciales e inútiles, pues era también de las personas más prudentes. Tenía la sencillez y la prudencia en muy alto grado, pero no se daba cuenta de ello. Es que hay personas que tienen muchas virtudes, pero Dios se las oculta, porque así lo cree conveniente; unos son realmente sencillos, pero no lo saben; por el contrario, algunos creen que lo son, pero no es así.
De forma, hermanos míos, que, volviendo a los actos de la sencillez, cuando hablamos, tenemos que hacerlo con toda sencillez, y nunca en un doble sentido, ni en propio provecho, sensual o temporal, ni para atraer a nadie a nuestro partido, ni en propia alabanza o ventaja, sino siempre para agradar a Dios. Si la Misión obra de este modo, todo esto resultará muy hermoso delante de Dios y delante de los hombres. Esto es lo más indicado para atraer a las buenas personas. Y así es como hemos de hablar.
En cuanto a la otra parte de la sencillez que se refiere a las acciones, consiste, como hemos dicho, en obrar normalmente, con rectitud y siempre teniendo a Dios ante los ojos, en los negocios, en los cargos y en los ejercicios de piedad, excluyendo toda clase de hipocresía, de artificios y de vanas pretensiones. Por ejemplo, una persona le hace a otra un regalo, fingiendo que lo hace por afecto, pero en realidad lo hace para conseguir de ella algo que valga más; según el mundo, esto es lícito, y quizás según Dios; pero va contra la sencillez, que no puede tolerar que atestigüemos una cosa y pensemos en otra. Si esta virtud nos hace hablar según los sentimientos interiores, también nos hace obrar del mismo modo, con franqueza y rectitud cristiana, y por Dios, ya que hemos de tener esta finalidad.
Si esto es así, esta sencillez en las acciones no existe en aquellas personas que, por respeto humano, desean aparentar lo que no son; lo mismo que tampoco son simples o sencillos sus trajes cuando son dobles, esto es, cubiertos de forros y de remiendos. También va contra esta virtud tener unas habitaciones bien amuebladas, adornadas de imágenes, de cuadros, de muebles superfluos, tener un montón de libros para presumir, complacerse en cosas vanas e inútiles, en la abundancia de las necesarias cuando una basta, predicar con elegancia, con un estilo hinchado, y finalmente buscar en nuestros ejercicios otra finalidad distinta de Dios; todo esto va contra la sencillez cristiana en las acciones. En esto consiste esa sencillez que nos pide la regla.
Y pasemos a la prudencia. Ya conocéis las definiciones de los doctores y los diversos sentidos que tiene en la sagrada escritura. No hablaré de ello. Pero, en el fondo, la prudencia es en sí misma tal como nos la describe la regla, sus operaciones se refieren a las palabras y a las obras; es oficio del prudente hablar con prudencia y no indiscretamente de todas las cosas, y sin hacer daño a nadie. ¡Oh Salvador! ¿Dónde encontrar a esas personas que hablan solamente con la debida reserva, cuando conviene y con términos juiciosos? En fin, esta virtud quiere que se diga con discreción y juicio lo que haya que decir.
Es también oficio suyo hacer lo que se hace de una forma sensata y prudente y por un buen motivo, no sólo en cuanto a la substancia de la acción, sino en sus circunstancias, de modo que el prudente obra como es debido, cuando es debido y por el fin que es debido; y el imprudente, por el contrario, no observa las maneras, la oportunidad ni la finalidad que debería observar. Ese es su defecto, mientras que la prudencia, al obrar con discreción, hace todo según peso, número y medida.
Pues bien, si la sencillez tiene por objeto las palabras y las acciones, lo mismo pasa con la prudencia: regula las palabras y las acciones. Y lo mismo que los sencillos no tienen que decir más que las cosas que son buenas en sí mismas y en sus circunstancias, callando las que van contra Dios, o perjudican al prójimo, o tienden a su propia alabanza, también los prudentes, para ser prudentes, tienen que guardar el debido recato, circunspección y discreción.
¿Qué diferencia hay, por tanto, entre estas dos virtudes? Ninguna; son lo mismo en cuanto a su naturaleza y sus efectos. La prudencia y la sencillez tienen el mismo fin, que consiste en hablar bien y obrar bien, y ninguna de ellas puede existir sin la otra. Sin embargo, sé que puede advertirse cierta diferencia entre ellas por distinción de razón; pero, en realidad, no tienen más que la misma substancia y el mismo objeto. La prudencia de la carne y del mundo busca las riquezas, los honores y los placeres, y se opone por completo a la verdadera prudencia y sencillez cristiana, que nos aparta del afecto a esos bienes perecederos y aparentes para hacernos abrazar los bienes sólidos y permanentes; ¡son dos buenas hermanas inseparables! Quien pudiera tratarlas como es debido, alcanzaría grandes tesoros de gracias y de méritos; por tanto, hermanos míos, hemos de ejercitarnos en ellas hasta lograr poseerlas. ¿Y quiénes serán los que lo logren? Los que aspiren sin cesar a seguir a nuestro Señor y se esfuercen en ello; ésos las conseguirán, con la gracia de Dios.
La prudencia tiene además otro objeto, que consiste en escoger los medios para llegar al fin que se pretende. Es objeto de la prudencia cristiana tomar el camino más corto y más seguro para la perfección. Dejemos la prudencia política y temporal, que sólo busca éxitos temporales y a veces injustos, utilizando sólo medios humanos e inciertos; hablemos de esta santa virtud que nuestro Señor aconseja a cuantos desean seguirle; es esta virtud la que nos hace llegar al fin al que él nos quiere conducir, que es Dios. Es misión de la prudencia producir este maravilloso efecto; por medio de ella discernimos lo que es bueno y lo que es mejor para eso, y hace que nos sirvamos de medios divinos para las cosas divinas.
Los hombres pueden escoger los medios proporcionados a los fines que se proponen de dos maneras: la primera es por su razonamiento, proyectando hacer esto o aquello, según les muestra la luz natural; la segunda es por las máximas de la fe, usando los medios que Dios nos ha enseñado en la tierra. Por ejemplo, se trata de un joven que se presenta para ser recibido en una comunidad; antes de entrar, acude a un doctor para pedir su parecer: «Me siento inclinado, le dirá, a entregarme a Dios en tal congregación, pero no quiero dar ningún paso sin aconsejarme». El doctor, para juzgar de su vocación, debe juzgar según los principios infalibles de nuestro Señor, que dice: «Bienaventurados los que dejan padre, madre, hermanos, hermanas, bienes, placeres, etcétera, y me siguen». Si juzga según esto, juzgará según Dios; pero, si según su propia razón, le dice: «Amigo mío, se trata de un deseo impulsivo y eres joven todavía; la congregación esa es muy austera; espera un poco; si dejas a tu padre y a tu madre, se llevarán un disgusto; creo que hay que tomar las cosas con calma». Juzgar de esta manera, según creo, es juzgar según la prudencia del mundo, pasando por encima del evangelio; es decirle al Hijo de Dios: «Tú no entiendes nada, Señor, no has considerado las dificultades que hay en dejarlo todo». Así pues, para juzgar bien de las cosas y obrar con prudencia, hay que formar nuestros juicios sobre las máximas cristianas, siempre seguras, y no sobre las máximas engañosas de los mundanos. «Vended vuestros bienes, dice el Señor, dádselos a los pobres y seguidme». Viene una persona y os dice: «Yo siento esta inclinación; ¿qué es lo más seguro para mí: mirar lo que tengo y seguir como estoy, o abrazar la pobreza y la vida evangélica?»
Para usar bien de nuestro espíritu y de nuestra razón, hemos de tener como regla inviolable la de juzgar en todo como ha juzgado nuestro Señor; repito, juzgar siempre y en todas las cosas como él, preguntándonos cuando se presente la ocasión: «¿Cómo juzgaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y a su ejemplo». Sigamos esta norma, hermanos míos, caminemos por este camino con toda seguridad; es una regla soberana; el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán. Si obramos en contra de las máximas de Jesucristo, si vamos en contra de sus consejos, ahí está el peligro, ahí es donde fracasan miserablemente los que se empeñan en navegar contra viento y marea, guiados por la estrella de su propia razón.
¡Ojalá Dios nos conceda la gracia de obrar de esta manera: no seguir jamás los juicios del razonamiento humano, porque no alcanza nunca la verdad, no alcanza nunca a Dios, ni las razones divinas; jamás. Pero si creemos que nuestro puro razonamiento es mentiroso y obramos según el evangelio, entonces, hermanos míos, bendigamos a nuestro Señor, y tratemos de juzgar como él y hacer lo que él nos recomendó con su palabra y con su ejemplo. Y no sólo esto; entremos en su espíritu para entrar en sus acciones. No basta con hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de nuestro Señor, de quien se dice en el evangelio que lo hizo todo bien: Bene omnia fecit. No basta con ayunar, con cumplir las reglas, con trabajar para Dios; hay que hacer todo eso con su espíritu, esto es, con perfección, con los fines y las circunstancias con que él mismo lo hizo. La prudencia consiste, por tanto, en juzgar y en obrar como ha juzgado y obrado la eterna sabiduría.
Bien, hermanos míos, ánimo: si así lo hacemos, viviremos contentos; si no lo hacemos, será un motivo de tristeza y de enmienda. Las dos virtudes están relacionadas entre sí: casi son la misma cosa. Bendigamos a Dios por habernos llamado a este lugar para que las profesemos de una forma especial. El Hijo de Dios las practicó en todas las ocasiones de un modo excelente; por ejemplo, cuando le trajeron a la mujer adúltera para que la condenase, él no quiso hacer de juez, aunque deseaba su libertad; ¿qué hacer entonces? «El que de vosotros, les dijo a los judíos, esté sin pecado, tire sobre ella la primera piedra».
Fijaos, la sencillez y la prudencia están en estas palabras. La sencillez responde al deseo que tenía su corazón de salvar a aquella pobre criatura y de cumplir la voluntad de su Padre; y la prudencia se nota en la manera con que logra obtener lo que quería; de ese modo supo compaginar perfectamente esas dos virtudes. Lo mismo pasó cuando lo tentaron por el tributo del César: «¿Hay que pagarlo?, le dijeron, ¿qué te parece?». Nuestro Señor, por un lado, quería que se le rindiese el honor debido a su Padre y, por otro, que no se lesionase el del César, aunque sin ordenar que le pagaran tributo, para no entrometerse en las disputas de aquellas gentes, que habrían dicho que favorecía los monopolios. ¿Qué les dirá, pues? Pide que le enseñen la moneda del tributo y, al oír de ellos que traía la imagen del príncipe acuñada en ella, les dijo: «Dad a César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». En esta respuesta es admirable la sencillez, ya que responde a la intención que Jesucristo tenía en el corazón de que se rindiera al rey del cielo y al de la tierra el honor que les pertenece, y evita prudentemente la trampa que aquellos malvados le tendían para sorprenderle.
¡Oh, Salvador, que practicaste estas virtudes en tan alto grado! Concédenos la gracia de entrar en ellas para agradarte, y practicarlas para honrarte. Sabemos, Señor, que por medio de ellas tú glorificaste a tu Padre, y que te son agradables todos los que se esfuerzan en conseguirlas; te pedimos que sean éstas también las virtudes de los sacerdotes de la Misión, y que en sus palabras y acciones reinen el candor y la discreción.
Estas virtudes resplandecen, hermanos míos, en los sacerdotes de la conferencia de los martes, asociados a esta casa, que se portan con sencillez y prudencia y que, habiendo tomado a veces como tema para sus conferencias el espíritu de su compañía, han hecho ver que existe en ella el espíritu de sencillez. Pues bien, hermanos míos, si esos señores, que no están tan ligados a Dios como nosotros, tienen un espíritu tan sencillo y tan prudente; si ellos, que no están tan obligados a tender a la perfección como nosotros, en virtud de nuestra vocación y de nuestros votos, demuestran con su manera de obrar que tienen estas virtudes, con cuánta mayor razón hemos de esforzarnos nosotros en adquirirlas y cómo hemos de esperar de Dios que nos las dará con su gracia, si ponemos todo nuestro interés en practicarlas, ¿Hay algo más fácil y más justo, algo más recomendable que apartarse de esas acciones fingidas, dobles, inconsideradas y tontas? ¿Y cómo? Con la práctica continua de esta sencillez y de esta prudencia, que son su mejor remedio. Y como la humillación, según san Bernardo, es un verdadero medio para llegar a ser humildes, así también, por medio de los frecuentes actos que todos vamos a hacer de estas dos virtudes tan unidas entre sí, pronto llegaremos a ser sencillos y prudentes. Contando siempre, como es lógico, con la gracia de Dios, que tendremos que pedir con frecuencia.
Ahora dirijámonos a la misma sencillez, nuestro Señor, y digámosle todos juntos:
¡Oh benigno Jesús! Tú viniste a este mundo a enseñarnos la sencillez, para destruir el vicio contrario y a educarnos en la prudencia divina, para destruir la del mundo; he aquí una compañía, que sólo desea obtener la gracia de observar tus máximas, amoldarse a tu conducta y progresar en el camino de la perfección que tú le has prescrito: ése es todo su deseo y todo lo que te pide. Concédenos, Señor, una parte en esas divinas virtudes que tú tuviste en un grado tan eminente; llénanos a cada uno de nosotros de ese deseo de ser sencillos y de hacernos más prudentes con la prudencia cristiana. Tal es la oración que te hacemos en unidad de corazón y con la confianza de hijos para con su padre. Presenta a la majestad del Padre eterno nuestros deseos y nuestras intenciones, nuestras palabras y nuestras obras, para que en ellas sea por siempre glorificado. Amén.