SOBRE LOS MIEMBROS DE LA CONGREGACION DE LA MISION Y SUS OCUPACIONES
El padre Vicente explica el primer capítulo de las reglas comunes. La compañía está compuesta de eclesiásticos y de laicos. Funciones propias de cada uno y deberes recíprocos. Medios para llegar a este fin.
Hermanos míos, seguiremos esta tarde con el tema de nuestras reglas y terminaremos con el capítulo primero, que contiene tres artículos. El viernes pasado hablamos del primero, y esta tarde hablaremos del segundo y del tercero. Esto es lo que dicen:
«Esta congregación está compuesta de eclesiásticos y de laicos. La ocupación de los eclesiásticos consiste en ir por las aldeas y los pueblos pequeños, a imitación de nuestro Señor y de sus discípulos, partiendo el pan de la palabra de Dios a los pequeños, predicando y catequizando; exhortarles a que hagan confesión general de toda su vida pasada y escucharles en el tribunal de la penitencia; arreglar las diferencias y discordias; establecer la cofradía de la caridad; dirigir los seminarios erigidos en nuestras casas para los externos y enseñar en ellos; dar los ejercicios espirituales; tener y dirigir las conferencias introducidas entre nosotros para otros eclesiásticos de fuera; y otras funciones semejantes que sean de utilidad y estén conformes con nuestro instituto.
Y en cuanto a los laicos, su ocupación consiste en ayudar a los eclesiásticos en todos estos ministerios, haciendo el oficio de Marta, según se lo prescriba el superior, pero además contribuyendo a ello con sus oraciones, lágrimas, mortificaciones y buenos ejemplos.
Y para que esta congregación llegue, mediante la gracia de Dios, al fin que se ha propuesto, tiene que hacer todo lo posible por revestirse del espíritu de Jesucristo, tal como aparece principalmente en las máximas evangélicas, en su pobreza, su castidad, su obediencia, su caridad con los enfermos, su modestia, su manera de vivir y de obrar que luego prescribió a sus discípulos, su conversación, sus ejercicios diarios de piedad, sus misiones y sus otras ocupaciones para con los pueblos. Todas estas cosas están contenidas en los siguientes capítulos«.
Sobre el primero de estos dos últimos artículos diremos quiénes son los que componen esta compañía y cuáles son sus ocupaciones para llegar al fin que se ha propuesto. Esta compañía ha sido suscitada por Dios en la tierra, en estos tiempos, para trabajar por su propia perfección, por la salvación de los pueblos del campo y por el progreso del estado eclesiástico en la ciencia y la virtud.
Y sobre el segundo punto, hablaremos del medio para practicar bien todo esto, que no es otro que revestirnos del espíritu de Jesucristo, tal como se indica en este artículo. ¡Pobre compañía! ¡Pobre compañía que, sin ese espíritu, no es más que un cuerpo sin alma!
Así pues, nos dice la regla que la compañía tiene que estar compuesta de dos clases de personas: primero, los eclesiásticos, como son los sacerdotes, los ordenados in sacris, y los que tengan las órdenes menores o que, por estar aún en el seminario, están esperando recibirlas; y en segundo lugar, los laicos, que no tienen ninguna orden ni lo pretenden. Y que tanto los unos como los otros, aunque de forma diferente, trabajarán por la salvación de las pobres gentes del campo y por el progreso del estado eclesiástico en la piedad y en la ciencia.
Así pues, se pregunta cómo los eclesiásticos y los laicos pueden dedicarse al fin propuesto en relación con el pobre pueblo y con el clero; esto se lleva a cabo mediante los ejercicios de las misiones y la dirección de los seminarios, de los ejercitantes, etcétera; pues parece que hay alguna dificultad en decir que los hermanos se dedican a la salvación de los pueblos del campo y a la instrucción de los eclesiásticos, ya que ni catequizan, ni predican, ni tienen carácter ni capacidad para estas funciones; entonces, ¿cómo pueden contribuir a ello? Sin embargo, es cierto, hermanos míos, que en cierto sentido sí que lo hacen. Ayudan en estas ocupaciones, aunque no prediquen, ni enseñen, ni dirijan; y esta regla dice la verdad cuando dice que contribuyen a ello, no del modo en que lo hacen los eclesiásticos, pública e inmediatamente, sino a su modo, ayudando a los que efectivamente enseñan, exhortan y administran los sacramentos, etcétera; cooperan a todo eso de la misma forma que Marta, ya que esta santa se cuidaba de preparar la comida de nuestro Señor y de atender a su alojamiento. Van a la misión para aliviar a los sacerdotes que trabajan por ganar las almas para Dios, para que éstos puedan dedicarse a este santo ejercicio sin verse distraídos por sus propias necesidades corporales; por eso, es verdad que nuestros hermanos ayudan a instruir a los pueblos, a procurar que se confiesen y se reconcilien entre sí y que se establezca inmediatamente la cofradía de la caridad, de la misma manera con que los miembros inferiores cooperan con los superiores para que el cuerpo desempeñe sus funciones.
Las operaciones del espíritu no se realizan ni mucho menos por medio del espíritu solamente; también ayudan a ello el estómago, el hígado, los pulmones, que sirven al entendimiento, a la recta razón y a las demás facultades intelectuales. Un cadáver no puede realizar las funciones de un hombre vivo, ya que está privado de esas partes que constituyen la sangre y la respiración, principios de vida; pero en un cuerpo animado, en una persona racional, existe cierta concavidad en la cabeza, por donde los espíritus circulan, se forman las imágenes y se produce el razonamiento por medio de las partes inferiores, que envían sus vapores al cerebro, para ayudarle a ello.
De la misma manera, los hermanos, que son los miembros inferiores de ese cuerpo de la compañía, concurren con sus trabajos corporales a las operaciones espirituales de los sacerdotes y a la conversión del mundo; contribuyen a darles a los hombres el conocimiento de Dios, la fe, a excitarles a la penitencia, a administrarles los sacramentos y a hacerlos capaces de la vida eterna; a todo eso no podrían dedicarse los sacerdotes sin la ayuda que reciben de los hermanos. Esto hace ver la comunión que hay en la Iglesia y en las comunidades, en donde todos buscan el mismo fin, donde cada uno contribuye a su consecución, aunque de diversas formas, donde los unos trabajan por los otros. Esto fue lo que hizo decir al real profeta: Particeps ego sum omnium timentium te et custodientium mandata tua; yo participo de todas las obras buenas que hacen los que te temen y guardan tus mandamientos. ¿De qué manera? De la misma forma con que, en una sociedad comercial, cada uno de los asociados se aprovecha según el dinero que ha invertido.
Todos hemos traído a la compañía la resolución de vivir y de morir en ella; hemos traído todo lo que somos, el cuerpo, el alma, la voluntad, la capacidad, la destreza y todo lo demás. ¿Para qué? Para hacer lo que hizo Jesús, para salvar al mundo. ¿Cómo? Por medio de esta vinculación que hay entre nosotros y del ofrecimiento que hemos hecho de vivir y de morir en esta sociedad y de darle todo lo que somos y todo lo que hacemos; de aquí proviene que esta comunión entre los misioneros hace que sean también comunes todos los beneficios, ya. que todos concurren al éxito, de modo que los sacerdotes no logran ellos solos las conversiones, sino que también contribuyen los hermanos, según la regla, por sus oraciones, sus ocupaciones y sus lágrimas, sus mortificaciones y sus buenos ejemplos. El músico que toca el órgano, no lo toca él solo, sino que le ayuda otro que dé aire al órgano; es verdad que éste último no lo toca, sino el músico; pero, al dar aire, contribuye a la armonía; y sin él, el otro no haría mas que mover los dedos, sin lograr ningún sonido.
De la misma manera, tanto si los hermanos sirven a los que trabajan en el evangelio, como si rezan por la conversión de las personas, o hacen penitencia, o lloran y edifican a los demás para la santificación de los eclesiásticos y de los pueblos,. puede decirse que son participantes y cooperadores del bien que se hace en las misiones, los seminarios, las ordenaciones, los retiros y todo lo demás.
Bien, hermanos míos. Vosotros no sois obreros inmediatos, como los sacerdotes, que han recibido el carácter para reconciliar a las almas con Dios y para celebrar los santos misterios; Dios no quiere recibir las hostias por vuestras manos; y si alguno se empeñase en sacrificar, como Saúl, ¡Dios mío! ¡qué sacrilegio!; y si otro quisiera ofrecer incienso, como Ozías, ¡qué crimen! Saúl y Ozías eran reyes, estaban ungidos; pero uno de ellos fue castigado con la lepra, por haber puesto las manos en el incensario, y el otro fue reprobado por haber usurpado el oficio de sacrificador. Los dos perdieron sus reinos, y Samuel, al reprender a Saúl por su temeridad, le anunció las desgracias que caerían sobre él, y que fueron muy grandes, ya que Dios, tras haberlo maldecido, permitió que se matara él mismo lleno de desesperación.
Pues bien, si el Espíritu Santo atribuye todos estos castigos a la presunción de estos reyes, que creían obrar bien, pensad, hermanos míos, cuán elevado será el oficio de los eclesiásticos por encima de las demás dignidades de la tierra, incluso de la realeza, y cómo tenéis que concebir un alto aprecio de los sacerdotes, cuyo carácter es una participación del sacerdocio eterno del Hijo de Dios, que les ha dado el poder de sacrificar su propio cuerpo y de darlo en alimento, para que los que coman de él vivan eternamente.
Ciertamente, debido al honor que han recibido de su divina Majestad, tenéis que honrarlos mucho, aun cuando hayáis sido llamados a contribuir con ellos a la salvación de las almas no ya haciendo lo mismo que ellos, sino según lo que indica la regla, de la forma que el superior lo ordene, fijaos bien, de la forma que el superior lo ordene. Hay que llegar hasta ahí, pero nada más. Tenéis que dar gracias a Dios por encontraros en esta situación de poder contribuir a los designios que tiene Jesucristo sobre la compañía. ¡Dichosos vosotros, que os encontráis en un estado que, aunque sea menor, es más seguro! Por eso, habéis de alabar a Dios porque podéis ayudar al prójimo de la forma que la obediencia os señale, sin peligro de vanidad, ya que no podéis ver ese bien que hacéis, que de ordinario es atribuido a los sacerdotes, aunque quizás vosotros hayáis contribuido más que ellos al fruto de sus acciones públicas por medio de las vuestras, secretas y particulares.
Otro motivo que tenéis, hermanos míos, para dar gracias a Dios, es que habéis sido llamados a una compañía, en la que cada uno tiene por finalidad su propia perfección. Así pues, estáis aquí para trabajar por la vuestra. ¡Qué gracia! ¡Cuánto motivo para humillaros! En esto podéis vosotros llevar la virtud tan adelante como los sacerdotes. Y si trabajáis fielmente en la adquisición de las virtudes, se podrá decir con razón que estáis en un estado perfecto. Y si hay un sacerdote que trabaja en ello de una forma ruin, como yo, que soy un miserable pecador, habrá que confesar que seréis mucho más perfectos que él, aunque sea sacerdote, aunque sea anciano, aunque sea superior. ¿Por qué todo esto? Porque no es la dignidad ni la edad lo que hace que el hombre merezca, sino las obras, que lo hacen más semejante a nuestro Señor. Por ellas es por lo que se perfecciona; es la práctica de las virtudes lo que le salva. Eso es lo que se aprecia en el evangelio del juicio, donde se dice que nuestro Señor pondrá a su derecha a los que hayan trabajado en las virtudes, especialmente en la virtud de la caridad, y que solamente ellos entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, la práctica de las virtudes es lo que nos liga a su amor, y es su amor lo que os lleva a hacer nuevos actos de virtud.
Si amaséis mucho a Dios, obraríais de ese modo. Pues bien, vosotros podéis amar a Dios tanto como los sacerdotes; y una pobre mujercilla, tanto como los sabios. El buen señor Duval me decía un día: «Padre, los pobres nos disputarán algún día el paraíso y nos lo arrebatarán, porque existe una gran diferencia entre su manera de amar a Dios y la nuestra». Su amor se realiza, como el de nuestro Señor, en el sufrimiento, en las humillaciones, en el trabajo y en la conformidad con la voluntad de Dios. Y el nuestro, si es que tenemos alguno, ¿en qué se da a conocer? ¿Qué es lo que hacemos, que lleve el sello de ese verdadero amor?
Ya conocéis la historia del hermano Gil; es muy conocida. Le decía a san Buenaventura que tenía muchos deseos de amar a Dios. ¡Oh, si yo fuese sabio!, decía, ¡si yo fuese sacerdote como usted! ¡Cómo amaría a Dios! Y cuando aquel santo doctor le dijo que, a pesar de ser hermano, sin estudios y sin órdenes sagradas, podía amar a Dios tanto como los más sabios constituidos en dignidad, y que lo mismo podía hacer cualquier mujercilla, respondió: Entonces, ¿puede un pobre ignorante como yo amar a Dios tanto como Buenaventura? Sí Entonces aquel hermano, lleno de alegría, se puso a gritar: «¡Animo, todos los que me escucháis! ¡Animo! ¡Podéis amar a nuestro gran Dios lo mismo que nuestro padre Buenaventura!»
– Así pues, hermanos míos, podéis igualar en esto a los sacerdotes; pero esto hay que entenderlo siempre con la condición de que trabajéis en serio en la virtud y en vuestra perfección; pues si no lo hacéis, si en vez de perfeccionaros según las reglas os hundís en vuestros defectos, seríais un escándalo a los de dentro y a los de fuera; y entonces, en vez de contribuir a la salvación de las almas, seríais en cierto modo un impedimento para ello y, lo que es peor, acabaríais perdiendo la vuestra. Tened, pues, mucho cuidado, hermanos míos.
«Pero, diréis, ¿qué es lo que hay que hacer para llegar a esa perfección?». Acabo de decirlo: guardar bien vuestras reglas, pero sobre todo la que recomienda la santa unión y la caridad mutua entre todos nosotros, pero especialmente entre los eclesiásticos y entre vosotros los hermanos, de forma que vivamos siempre juntos en buena inteligencia y perfecta unión, como miembros que componen un mismo cuerpo, aunque sean más nobles unos que otros. El ejemplo que puse antes de san Pablo nos hace ver esa unión tan hermosa por medio de la que existe entre el cuerpo humano y sus miembros, en que todos están de acuerdo entre sí, cada uno según su oficio, y sin que haya ninguna envidia de los unos contra los otros. Pues bien, así es como nosotros hemos de estar también unidos así es, hermanos míos, como habéis de vivir con los eclesiásticos para poder avanzar en la perfección que vuestra vocación pide de vosotros.
«Pero ¿qué medios, se dirá, son necesarios para tener y conservar esta santa unión entre todos nosotros, especialmente entre los sacerdotes y los hermanos?» La estima y el respeto entre los sacerdotes, entre los hermanos, y de unos para con otros. No hemos de tener consideraciones humanas, según la carne, sino mirarnos como criaturas de Dios, que se han entregado a Dios, que han renunciado a todo lo que no es Dios; y, con esta idea, preferirnos en el honor y la bondad unos a otros, según el consejo de san Pablo: Honore invicem praevennientes. Esto se ha de entender con la distinción y preparación requeridas; pues sabido es que los hermanos coadjutores han de honrar a los sacerdotes más que los sacerdotes a los hermanos. Pues bien, hermanos míos, me preguntaréis cómo tenéis que honrar a los eclesiásticos; os diré que habéis de mirarlos como a vuestros padres; en efecto, los padres son los que engendran, y eso es lo que hacen los sacerdotes cuando perdonan los pecados y nos ponen en gracia de Dios.
Por tanto, hermanos míos, tened mucho cuidado en no querer igualaros a los sacerdotes; no os midáis nunca con ellos, y mucho menos vuestra condición con la suya. Hay tanta diferencia como del cielo a la tierra. Ellos han recibido un carácter divino e incomparable, un poder sobre el cuerpo de Jesucristo que admiran los ángeles y la facultad de perdonar los pecados a los hombres, lo cual es para ellos un gran motivo de admiración y de gratitud. ¿Hay alguna cosa más grande, hermanos míos? ¿Hay dignidad parecida? Ellos son vuestros padres y vuestros guías en la vida espiritual. Tenéis que respetarles y humillaros mucho ante ellos; debéis a los sacerdotes un especial respeto y una gran obediencia, especialmente al superior y a los que tienen cargos. Hablo de los «encargados», hermanos míos, que tienen el derecho de mandaros, e incluso de poneros alguna penitencia, aunque por orden del superior, ya que, si lo pueden hacer con los clérigos y hasta con los sacerdotes, mucho más lo podrán hacer con vosotros. Tenéis unos padres en la compañía: tratadlos como tales, con reverencia y sumisión; en presencia de ellos, tenéis que descubriros. No importa que tengan imperfecciones, lo mismo que las tengo yo, miserable de mí, que estoy cubierto de iniquidades; están constituidos en un estado santo y elevado, y por tanto digno, no sólo de respeto y de honor, sino de obediencia, sobre todo el superior y los encargados.
Hermanos míos, mientras os manutengáis en esa sumisión de verdaderos hijos, mientras cumpláis con vuestro deber ante los sacerdotes, Dios os bendecirá; pero si tenéis la temeridad de igualaros a ellos, que son vuestros padres, seréis semejantes a Satanás, que decía: In caelum conscendam et similis ero Altissimo: subiré hasta el cielo y seré semejante al Omnipotente. Cuando un laico se quiere igualar con los eclesiásticos es como si quisiera elevarse igual que el demonio. El hermano que desea igualarse con un sacerdote, al que Dios ha forjado según su corazón, es un demonio.
Hermanos míos, poned cuidado en esto; acordaos de que, si queréis juzgarlo todo, mezclaros en los asuntos y obrar a vuestro capricho, decaeréis del espíritu de Dios; y si alguno cae en esta desgracia, ya no será un hermano de la Misión sino un esqueleto que dará horror. Eso es lo que tienen que hacer los hermanos con los sacerdotes.
Pero ¿qué es lo que deben hacer los sacerdotes con los hermanos? Les deben amar como a hijos, aunque los traten como hermanos; deben ser además tolerantes y condescendientes con ellos, y compasivos con sus debilidades; sí, padres, debéis amar a los hermanos franca y sinceramente; tenéis que condescender con ellos y compadecer sus debilidades. Y ésta es la manera de conservar a la compañía en esta santa unión: que nuestros hermanos sean respetuosos y obedientes y que ]os eclesiásticos tengan siempre un verdadero amor y mucha paciencia con nuestros hermanos.
Pero ¿cómo podremos conservar esta unión entre los sacerdotes, los clérigos y los hermanos, la unión entre todos nosotros? ¿cómo? Gracias a Dios, actualmente existe esta unión. ¿Qué podemos hacer para no romper nunca este amable y deseable vínculo de la caridad? Voy a hablar ahora en forma resumida de ello y le diré a la compañía que el otro día hablamos de un buen medio para ello; la manera de que contribuyan todos a ello es que practiquen los medios que unen los corazones, como son los que acabamos de decir, a saber, la estima, el respeto y la deferencia de unos con otros y, para ello, combatir incesantemente los vicios contrarios, sobre todo el de la murmuración y hablar de ello con frecuencia en nuestras conferencias, como lo hicimos últimamente al hablar de la murmuración, vicio que es la fuente de la división y el veneno de las comunidades. Por tanto, si queremos conservar esta unión, hay que desterrar necesariamente de la compañía este maldito vicio. Es cierto que, por la gracia de Dios, ya le habéis dado caza, de forma que ya no se nota, o casi no se nota; pero hay que poner cuidado en que no vuelva, y para eso ser fieles en practicar los medios que hemos decidido emplear. Fijaos, hermanos míos, si nos portamos bien en esto, estad seguros de que estamos en el camino, no sólo de mantener esta unión, sino de nuestra misma perfección. Dios bendecirá a esta compañía, aunque compuesta de unos cualesquiera, de pobres hombres en su mayoría. Esperemos que servirá a Dios por amor a Dios mismo, como ese tañedor de laúd del que hablaba ayer la lectura del comedor que, por ser sordo, sólo podía complacerse en su hermosa armonía al ver cómo agradaba al príncipe que lo escuchaba. Esperemos, pues, que su divina misericordia, de una forma que no podemos comprender, cuando no haya entre nosotros críticas ni maledicencias, establecerá este medio para mantener a la compañía en el camino de ]a perfección, para que progresen en él los sacerdotes y los hermanos.
¡Benditas reglas, que expulsan de la compañía este defecto tan contrario a nuestros progresos en la virtud! Si a veces, por fragilidad humana, faltamos en esto, el remedio consiste en ponerse enseguida de rodillas y pedir perdón a Dios y a la compañía. Gracias a Dios, hay algunos que así lo practican; esto contribuye, y no poco, a que nos enmendemos de estos dos vicios; y me parece que noto esta enmienda. Tal es el segundo medio que conservará a la compañía en el espíritu de la regla.
Finalmente, para decirlo con brevedad, un medio soberano para mantenernos en esta unión es la humildad. Si hacemos la anatomía de las antipatías y disensiones, veremos que todo pro-viene de la envidia. Uno tiene éxito en la predicación o en sus tareas, se complace en ello y se pone a presumir, a enorgullecerse. ¿Qué pasa entonces? Se le desprecia, se le humilla, no se puede soportar a un hombre que se eleva sobre los demás; he aquí un motivo de división. Lo contrario, pues, será fuente de paz y de unión, a saber, humillarse, querer que se sepa que somos los peores, y, si nos parece que hemos tenido éxito, reconocer enseguida nuestra impotencia para el bien y nuestra inclinación al mal, por la experiencia de nuestros propios defectos. Fácilmente podremos encontrar muchas faltas en nosotros mismos, para convencernos de que estamos engañados, de que sólo somos capaces de estropearlo todo, y así seremos miserables a nuestros propios ojos y querremos efectivamente ser despreciados. Si tenemos buena opinión y buenos sentimientos, que sea para el prójimo y no para nosotros; que los sacerdotes antiguos atribuyan a los otros la estima y el éxito; que los clérigos se consideren por debajo de los demás, y que ]os hermanos se sujeten al más inferior, según el consejo del príncipe de los apóstoles: «Someteos a toda criatura por amor de Dios». Y entonces no habrá nada tan amable y tan bien ordenado.
Podría decir otras muchas cosas sobre este tema, pero creo que habrá bastante para haceros ver la importancia que tiene el que los sacerdotes y los hermanos estén muy unidos entre sí por una verdadera caridad, de la forma que acabamos de decir, si quieren cooperar útil y meritoriamente con los sacerdotes en la salvación de las almas por los medios que ordena la regla. Me he extendido demasiado sobre este punto, porque creo que es muy importante.
Pasemos ahora al segundo punto, que no será largo, y veamos cuál es el medio que nos indica la regla para llegar al fin propuesto; leamos las palabras exactas de este artículo: «Y para que esta congregación llegue, mediante la gracia de Dios, al fin que se ha propuesto, tiene que hacer todo lo posible por revestirse del espíritu de Jesucristo, etcétera». Hemos dicho que tanto los hermanos como los sacerdotes están igualmente obligados a trabajar en su propia perfección; pero, en lo referente a la salvación de los pobres y al progreso de los eclesiásticos, ya no es lo mismo, puesto que lo propio de los sacerdotes es predicar, catequizar, trabajar en las avenencias, en la fundación de la cofradía de la caridad, en el servicio de los seminarios, ordenaciones y las otras ocupaciones con el prójimo. Esto es evidente. Pero la tarea de los hermanos consiste solamente en proporcionarles la manera de que se dediquen a estas cosas, haciendo el oficio de Marta y contribuyendo a ello con los demás medios que hemos detallado.
Así pues, la regla dice que, para hacer esto, lo mismo que para tender a la perfección, hay que revestirse del espíritu de Jesucristo. ¡Oh Salvador! ¡Oh padre! ¡Qué negocio tan importante éste de revestirse del espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionarnos y atender útilmente a los pueblos, y para servir bien a los eclesiásticos, hemos de esforzarnos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos. Hemos de llenarnos y dejarnos animar de este espíritu de Jesucristo. Para entenderlo bien, hemos de saber que su espíritu está extendido por todos los cristianos que viven según las reglas del cristianismo; sus acciones y sus obras están penetradas del espíritu de Dios, de forma que Dios ha suscitado a la compañía, y lo veis muy bien, para hacer lo mismo. Ella siempre ha apreciado las máximas cristianas y ha deseado revestirse del espíritu del evangelio, para vivir y para obrar como vivió nuestro Señor y para hacer que su espíritu se muestre en toda la compañía y en cada uno de los misioneros, en todas sus obras en general y en cada una en particular.
Pero ¿cuál es este espíritu que se ha derramado de esta forma? Cuando se dice: «El espíritu de nuestro Señor está en tal persona o en tales obras», ¿cómo se entiende esto? ¿Es que se ha derramado sobre ellas el mismo Espíritu Santo? Sí, el Espíritu Santo, en cuanto su persona, se derrama sobre los justos y habita personalmente en ellos. Cuando se dice que el Espíritu Santo actúa en una persona, quiere decirse que este Espíritu, al habitar en ella, le da las mismas inclinaciones y disposiciones que tenía Jesucristo en la tierra, y éstas le hacen obrar, no digo que con la misma perfección, pero sí según la medida de los dones de este divino Espíritu.
Pero ¿qué es el espíritu de nuestro Señor? Es un espíritu de perfecta caridad, lleno de una estima maravillosa a la divinidad y de un deseo infinito de honrarla dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre, para admirarlas y ensalzarlas incesantemente. Jesucristo tenía de él una estima tan alta que le rendía homenaje en todas las cosas que había en su sagrada persona y en todo lo que hacía; se lo atribuía todo a él; no quería decir que fuera suya su doctrina, sino que la refería a su Padre: Doctrina mea non est mea, sed ejus qui misit me Patris. ¿Hay una estima tan elevada como la del Hijo, que es igual al Padre, pero que reconoce al Padre como único autor y principio de todo el bien que hay en él? Y su amor, ¿cómo era? ¡Oh, qué amor! ¡Salvador mío, cuán grande era el amor que tenías a tu Padre! ¿Podía acaso tener un amor más grande, hermanos míos, que anonadarse por él? Pues san Pablo, al hablar del nacimiento del Hijo de D;os en la tierra, dice que se anonadó. ¿Podía testimoniar un amor mayor que muriendo por su amor de la forma en que lo hizo. ¡Oh, amor de mi Salvador! ¡Oh, amor! ¡Tú eras incomparablemente más grande que cuanto los ángeles pudieron comprender y comprenderán jamás!
Sus humillaciones no eran más que amor; su trabajo era amor, sus sufrimientos amor, sus oraciones amor, y todas sus operaciones exteriores e interiores no eran más que actos repetidos de su amor. Su amor le dio un gran desprecio del mundo, desprecio del espíritu del mundo, desprecio de los bienes, desprecio de los placeres y desprecio de los honores.
He aquí una descripción del espíritu de nuestro Señor, del que hemos de revestirnos, que consiste, en una palabra, en tener siempre una gran estima y un gran amor de Dios. Jesucristo estaba tan lleno de él que no hacía nada por sí mismo ni por buscar su satisfacción: Quae placita sunt ei, facio semper; hago siempre la voluntad de mi Padre; hago siempre las acciones y las obras que le agradan. Y lo mismo que el Hijo eterno despreciaba el mundo, los bienes, los placeres y los honores, por ser ésa la voluntad del Padre, también nosotros entraremos en su espíritu despreciando todo eso como él.
Así pues, hermanos míos, hemos de trabajar en la estima de Dios y procurar concebir un aprecio de él muy grande. ¡Oh hermanos míos! Si tuviésemos una vista tan sutil que penetrásemos un poco en lo infinito de su excelencia, ¡Oh Dios mío, oh hermanos míos qué sentimientos tan altos sacaríamos! Diríamos, como san Pablo, que ni los ojos vieron, ni los oídos oyeron, ni el espíritu comprendió nada semejante. Es un abismo de dulzura, un ser soberano y eternamente glorioso, un bien infinito que abarca todos los bienes; todo es allí inabarcable. Pues bien, el conocimiento que de él tenemos, y que está por encima de todo entendimiento, debe bastarnos para apreciarlo infinitamente. Y este aprecio tiene que hacernos anonadar en su presencia y hacernos hablar de su suprema majestad: con un gran sentimiento de humildad, de reverencia y de sumisión; y a medida que lo vayamos apreciando, lo amaremos más; y ese aprecio y ese amor nos darán un deseo continuo de cumplir siempre su santa voluntad, un cuidadoso esmero por no hacer nada en contra suya y un gran alejamiento de las cosas de la tierra, despreciando todos sus bienes.
Dios mío, conserva en nuestros corazones una santa aversión de los bienes y placeres perecederos, que no los busquemos nunca y evitemos con cuidado las propias satisfacciones en donde la naturaleza se introduce imperceptiblemente, como es el querer que los demás se acomoden a nosotros, que todo nos salga bien, que todo nos sonría. ¡Oh Salvador, enséñanos a poner todo nuestro gusto en ti, a amar lo que tú has amado y complacernos en lo que a ti te complace!
¡Dios mío!, la necesidad nos obliga a poseer bienes perecederos y a conservar en la compañía lo que Dios le ha dado; pero hemos de aplicarnos a esos bienes lo mismo que Dios se aplica a producir y a conservar las cosas temporales para ornato del mundo y alimento de sus criaturas, de modo que cuida hasta de un insecto; lo cual no impide sus operaciones interiores, por las que engendra a su Hijo y produce al Espíritu Santo; hace éstas sin dejar aquellas. Así pues, lo mismo que Dios se complace en proporcionar alimento a las plantas, a los animales y a los hombres, también los encargados de este pequeño mundo de la compañía tienen que atender a las necesidades de los particulares que la componen. No hay más remedio que hacerlo así Dios mío; si no, todo lo que tu providencia les ha dado para su mantenimiento se perdería, tu servicio cesaría y no podríamos ir gratuitamente a evangelizar a los pobres.
Permite, pues, Dios mío, que, para seguir trabajando por tu gloria, nos dediquemos a la conservación de lo temporal, pero que esto se haga de forma que nuestro espíritu no se vea contaminado por ello, ni se lesione la justicia, ni se enreden nuestros corazones. Oh Salvador, quita el espíritu de avaricia de la compañía, dale sólo lo que baste para las necesidades de la vida y mira por ella, Señor, lo mismo que miras por todos los pueblos de la tierra y por los animales más pequeños, con una atención general y particular, sin que esas obras exteriores te aparten un solo instante de esas operaciones eternas y admirablemente fecundas que tienes en tu interior. Que los superiores y encargados de la compañía hagan lo mismo, dedicándose con vigilancia y esmero a sus tareas, proporcionando a todo el cuerpo y a cada miembro lo que le conviene, sin apartarse de la vida interior y de la unión cordial que deben tener contigo.
En cuanto a los honores, Dios mío, líbranos de ese humo del infierno, aleja de nosotros esa ambición condenable que echó a los ángeles del paraíso y que convirtió a los hombres en demonios; ese deseo insaciable de honores que le hace a uno tener una buena opinión de sí, de todo lo que hace, que origina el desprecio a los demás y lleva al soberbio a elevarse como un dragón. Es un monstruo sutil y venenoso, que se cuela por todas partes, y que infecta con su aliento emponzoñado a las almas más recogidas. Ese demonio está siempre rondando alrededor de las comunidades y de las personas que están más cerca de la santidad, intentando devorarlas; a esas es a las que busca especialmente el demonio, para llenarlas de propia estima y satisfacción y que les vaya costando cada vez más someterse, para reducirlas finalmente a que no sigan más que sus falsas luces, y hacerlas caer luego en algún precipicio. Qué desgracia! ¡Que desgracia tan grande!
Bien, hermanos míos, esto es lo que tenía que deciros en general sobre el espíritu de Jesucristo; nos queda ahora hablar con mayor detalle sobre lo que dice la regla en concreto; pero, como ha pasado la hora, me contentaré con deciros que esta estima y amor de Dios, y la conformidad con su santa voluntad, y el desprecio del mundo y de nosotros mismos, que hemos de imitar en Jesucristo para revestirnos de su espíritu, no podrá mostrarse mejor en cada uno de nosotros que por medio de la práctica de las virtudes que más brillaron en nuestro Señor cuando vivió sobre la tierra, esto es, las que están comprendidas en sus máximas, en su pobreza, castidad y obediencia, en su caridad con los enfermos, etcétera; de forma que, si nos ponemos a imitar a nuestro Señor en la práctica de todo esto, según señalan ]as otras reglas, hemos de esperar que quedaremos revestidos de su espíritu.
¡Quiera Dios concedernos la gracia de conformar toda nuestra conducta a su conducta y nuestros sentimientos con los suyos, qué él mantenga nuestras lámparas encendidas en su presencia (28) y nuestros corazones atentos siempre a su amor y dedicados a revestirse cada vez más de Jesucristo de la forma que os acabo de decir! Todos los bautizados están revestidos de su espíritu, pero no todos realizan las obras debidas. Cada uno tiene que tender, por consiguiente, a asemejarse a nuestro Señor, a apartarse de las máximas del mundo, a seguir con el afecto y en la práctica los ejemplos del Hijo de Dios, que se hizo hombre como nosotros, para que nosotros no sólo fuéramos salvados, sino también salvadores como él; a saber, cooperando con él en la salvación de las almas.
Acordémonos, padres y hermanos míos, de que no conseguiremos esta felicidad y este honor, si no nos esforzamos en conservar la santa unión que os hemos recomendado tanto; para eso, hay que emplear los medios que os hemos señalado, especialmente la estima y el respeto mutuo entre nosotros, y sobre todo la santa humildad y la huída de toda crítica y maledicencia. Pero en vano nos esforzaremos en gozar de este bien, si no nos ayuda el mismo Dios. ¿Queréis, hermanos míos, que le pidamos ahora que nos conceda esta gracia y que mañana hagamos todos la oración para animarnos en este deseo de parecernos a él en nuestros pensamientos, palabras y acciones, y practicar finalmente todo lo que acabo de recomendaros? No dudo de que ya estáis dispuestos a hacerlo así, pero hay que robustecerse en esta resolución por medio de frecuentes oraciones y nuevos propósitos. Si Dios ha querido proponernos todo esto, no dejará de ser fiel a su promesa, pues él mismo dijo que haríamos las obras que él hizo, y todavía mayores. Y esto es lo que puedo deciros, por ahora, sobre la explicación de esta regla y de la anterior.