SOBRE LA PERDIDA DE LA FINCA DE ORSIGNY
Dios envía aflicciones a las compañías virtuosas. La pérdida de esta finca es un beneficio y una señal del cariño de Dios. Frutos que hay que sacar de este suceso.
Desde hace algún tiempo venía pensando, y con mucha frecuencia, que la compañía no tenía nada que sufrir, que todo le iba bien, que gozaba de cierta prosperidad, o mejor dicho, que Dios la bendecía de mil maneras, sin tener que sufrir ningún obstáculo ni fastidio. Empezaba a desconfiar de esta bonanza, sabiendo que es propio de Dios probar a quienes le sirven y castigar a los que ama. Quem enim diligit Dominus, castigat. Me acordaba de lo que se refiere de san Ambrosio que, yendo de viaje, entró en una casa cuyo dueño le dijo que no sabía lo que era la aflicción; entonces, aquel santo prelado, iluminado por la luz celestial, juzgó que aquella casa, tratada con tanto mimo, estaba cerca de su ruina. «Salgamos de aquí, dijo; la cólera de Dios va a caer sobre esta casa»; y en efecto, apenas salió, cayó un rayo que la derribó y arrastró en su ruina a todos los que estaban dentro.
Por otro lado, veía a varias compañías agitadas de vez en cuando, especialmente a una de ellas, de las mayores y más santas que hay en la Iglesia, y que a veces se encuentra con graves contradicciones y actualmente está sufriendo una horrible persecución. Y me decía: «Así es como Dios trata a los santos, y como nos trataría a nosotros si fuésemos de una virtud robusta; pero, como conoce nuestra debilidad, nos alimenta y nutre de leche, como a los niños, y hace que todo nos salga bien, casi sin que nos tengamos que preocupar de nada». Así pues, tenía razón para temer con estas consideraciones que no le agradábamos a Dios, ni éramos dignos de sufrir nada por su amor, ya que él apartaba de nosotros las aflicciones y los golpes con que suele probar a sus servidores. Habíamos tenido algunos naufragios en los barcos para Madagascar, pero Dios nos ha librado; en el año 1649, los soldados nos causaron daños por valor de 42.000 libras, pero no se trató de una pérdida particular, ya que todo el mundo se resintió de las calamidades públicas: el mal fue común, y nosotros fuimos tratados del mismo modo que los demás. Pero bendito sea Dios, hermanos míos, porque ahora ha querido su providencia adorable despojarnos de una tierra que nos acaban de quitar. Se trata de una pérdida considerable para la compañía, pero que muy considerable. Aceptemos los sentimientos de Job cuando decía: «Dios me dio estos bienes, él me los ha quitado: ¡bendito sea su santo nombre!». No miremos esta privación como si procediera de un juicio humano, sino digamos que es Dios el que nos ha juzgado y humillémonos bajo la mano que nos castiga, como David cuando decía: Obmutui, et non aperui os meum, quoniam tu fecisti; me he callado, Señor, porque has sido tú el que lo has hecho. Adoremos su justicia, y creamos que nos ha hecho un favor al tratarnos de este modo: lo ha hecho para nuestro bien. Bene omnia fecit, refiere san Marcos: lo ha hecho todo bien.
Al indicarles el padre Vicente que, apenas tomaron los jueces esta resolución, un,o de ellos vino a verle para convencerle de que hiciera una apelación contra la sentencia, dijo a este propósito:
«¡Oh, Dios mío! No lo haremos». Tú mismo, Señor, has pronunciado la sentencia; si así lo quieres, será irrevocable; y para no retrasar su ejecución, hacemos desde ahora un sacrificio de estos bienes a tu divina Majestad. Os pido, padres y hermanos míos, que lo acompañéis con un sacrificio de alabanza; bendigamos a este soberano Juez de vivos y de muertos porque nos ha visitado en el día de la tribulación. Démosle infinitas gracias, no sólo porque ha apartado nuestro afecto de los bienes terrenos, sino porque nos ha despojado efectivamente de los que teníamos y nos da la gracia de amar esta privación. Quiero creer que todos estamos contentos por la privación de esta cosa temporal; pues, si el Señor dice en el Apocalipsis: Ego quos amo castigo, ¿no tenemos que amar los castigos, como señales de su amor? Pero no basta con amarlos; hay que alegrarse de ellos. ¡Dios mío! ¿quién nos concederá esta gracia? Tu eres la fuente de toda alegría, y fuera de ti no la hay verdadera; por eso te la pedimos a ti. Sí, padres, alegrémonos de que, al parecer, Dios nos ha juzgado dignos de sufrir. Pero ¿cómo es posible alegrarse del sufrimiento, si es algo que naturalmente nos desagrada y huimos de él? Es lo mismo que pasa con los medicamentos: sabemos muy bien que las medicinas son amargas, y que hasta las más dulces repugnan enormemente, incluso antes de tomarlas; mas no por ello dejamos de tragarlas alegremente. ¿Y por qué? Porque deseamos la salud y esperamos conservarla de ese modo o recobrarla por medio de las purgas que tomamos. De esta forma, las aflicciones son de suyo desagradables, contribuyen sin embargo al buen estado del alma y de una compañía; Dios las purifica por medio de ellas, lo mismo que el oro por medio del fuego. Nuestro Señor, en el huerto de los olivos, no sentía más que aflicción, y en la cruz sólo sentía dolores, que fueron tan excesivos que parecía como si, juntamente con el desamparo de los hombres, también lo hubiese abandonado su Padre; sin embargo, en los estertores de la muerte y en estos excesos de su pasión, se alegraba de cumplir la voluntad de su Padre y, a pesar de ser tan rigurosa, la prefería a todas las alegrías del mundo; ella era su comida y sus delicias. Hermanos míos, también nosotros hemos de alegrarnos al ver que se cumple en nosotros su voluntad por medio de las humillaciones, las pérdidas y las penas que nos llegan. Aspicientes, dice san Pablo, in auctorem fidei et consummatorem Jesum, qui proposito sibi gaudio, sustinuit crucem, confusione contempta. Los antiguos cristianos tenían estos sentimientos, según el testimonio del mismo apóstol: Rapinam bonorum vestrorum cum gaudio suscepistis. ¿Por qué no nos vamos a alegrar hoy con ellos por la pérdida de nuestros bienes? Hermanos míos, Dios se alegra mucho al vernos aquí reunidos para ello y para excitarnos a este gozo. Por una parte, hemos sido espectáculo para el mundo, por el oprobio y la vergüenza de esta sentencia que, al parecer, nos proclama como injustos ocupantes del bien de otro: Spectaculum facti sumus mundo et angelis et hominibus; opprobiis et tribulationibus spectaculum facti (16). Mas por otra parte, omne gaudium existimate, fratres mei, cum in tentationes varias incideritis: creed, hermanos, que os ha llegado toda la alegría cuando os veáis en diversas tentaciones y tribulaciones.
Así pues, creemos que hemos ganado mucho con esta pérdida; pues Dios nos ha quitado, con esta finca, la satisfacción que teníamos de poseerla y la que habríamos tenido de poder ir allá de vez en cuando; y ese deleite, por ser conforme con los sentidos, habría sido como un dulce veneno que mata, como un cuchillo que hiere, como un fuego que quema y destruye. Y ya estamos libres de este peligro, por la misericordia de Dios; al estar más expuestos a las necesidades temporales, su divina bondad nos quiere también elevar a una mayor confianza en su providencia y obligarnos a abandonar en ella todas nuestras preocupaciones por las necesidades de esta vida, lo mismo que por las gracias de la salvación. ¡Ojalá recompense Dios esta pérdida temporal con un aumento de confianza en su providencia, de abandono en sus manos, de un mayor despego de las cosas de la tierra y de renuncia a nosotros mismos! ¡Oh Dios mío, qué felices seríamos entonces! Me atrevo a esperar de su bondad paternal, que todo ]o hace por nuestro bien, que nos concederá esta gracia.
¿Cuáles son los frutos que hemos de sacar de todo esto? El primero, ofrecer a Dios todo lo que nos queda de bienes y consuelos, tanto corporales como espirituales; ofrecernos a él en general y en particular, con toda sinceridad, para que él disponga absolutamente de nuestras personas y de todo lo que tenemos, según su santísima voluntad; de forma que siempre estemos preparados a dejarlo todo para abrazar las molestias, las ignominias y las aflicciones que nos vengan y, por este medio, seguir a Jesucristo en su pobreza, en su humildad y en su paciencia.
El segundo es no pleitear nunca, por mucho derecho que tengamos; o, si nos vemos obligados a ello, que sea solamente después de haber intentado todos los caminos imaginables para ponernos de acuerdo, a no ser que el buen derecho sea totalmente claro y evidente; pues el que se fía del juicio de los hombres muchas veces queda engañado. Practicaremos el consejo de-nuestro Señor, que dice: «Si te quieren quitar el manto, dales también la túnica». ¡Que Dios le conceda a la compañía la gracia de aceptar esta práctica! Hemos de esperar que, si es fiel en adoptarla y firme para no apartarse nunca de ella, su divina bondad la bendecirá y, si por un lado le quita, le dará mas cosas por otro.