SOBRE LA INDIFERENCIA ANTE LAS TAREAS
Motivos para ser indiferentes ante las tareas. Objeciones que se pueden hacer para dispensarse de ellas. Cualidades requeridas para un buen superior. La petición de misiones lejanas y la indiferencia. Dos medios para adquirir la indiferencia.
El primer motivo que algunos viejos como yo, miserable de mí, en medio de los achaques propios de la ancianidad, tienen para ponerse en un estado de indiferencia ante las diversas tareas, si no lo han hecho todavía, consiste, padres y hermanos míos, en la gloria que se le da a Dios en ese estado de indiferencia.
El que no se encuentra en ese estado de indiferencia, sino todo lo contrario, está en un estado de demonio. Para guardar bien el voto de obediencia que se ha hecho, hay que permanecer en el estado de indiferencia en todas las cosas.
Otro motivo es que uno es desgraciado si no está en ese estado de indiferencia a las tareas, a obedecer a cualquier clase de superiores que nos pongan.
Pero, me dirá alguno, yo ya soy viejo. ¡Usted es ya viejo! ¡Bien! ¿Tendrá que ser por ello menos indiferente, menos virtuoso?
Pero yo soy sabio. Fijaos un poco: ¡es sabio! Y porque es sabio, ya no tiene que ser indiferente, ni estar dispuesto a hacer lo que desee de él un superior o un encargado. Ved si es razonable esta objeción y si debe salir de la boca de una persona que hace profesión de servir a Dios.
Pero, padre, es un hombre tan santo. Admito que es: un nombre muy santo. Pero ¿es ésta una razón que lo exima de hacer lo que se desee de él, lo que se le ordene, de obedecer a un superior que, si lo queréis, es menos perfecto y menos sabio que él y que, incluso, tiene no pocos defectos? ¿Creéis que es ésta una objeción válida? Ni mucho menos. Esto no debe eximirlo de la obligación de ser indiferente frente a las tareas: ir al campo, si se lo mandan; quedarse en casa, si se lo dicen; dirigir un seminario o ir a una misión; quedarse en esta casa o marchar a otra; ir a países lejanos o no; obedecer a este superior o a otro, puesto que Dios lo quiere y ha sido juzgado idóneo para el gobierno y la dirección.
Pero, padre, ¿puede usted citarnos algún ejemplo? Sí, por cierto. He aquí uno muy adecuado para nuestro tema y que se encuentra en la sagrada Escritura. Cuando Judas cometió aquel abominable pecado de traicionar y vender a su buen Maestro y se llenó luego de desesperación, los once apóstoles se reunieron para elegir a otro que sustituyese a Judas; pusieron para ello los ojos en dos de los discípulos de nuestro Señor, uno de ellos llamado Barsabas, por sobrenombre el justo, y el otro Matías, luego procedieron a la elección y la suerte cayó en Matías en lugar de Barsabas, llamado el justo por causa de su vida santa. El era justo, pero la suerte cayó en Matías, del que no se dice nada. Fijaos, padres, Dios vio que él era apropiado para gobernar, y por eso quiso que la suerte cayera sobre él. Hay algunos que son santos y viven santamente, pero que no tienen el don de gobernar. La santidad es una disposición continua y una conformidad completa con la voluntad de Dios; mientras que el gobierno reside en el juicio, esto es, requiere un buen juicio para dirigir y regular las cosas.
La ciencia no es absolutamente necesaria para gobernar bien; pero, cuando en un mismo sujeto se encuentran a la par la ciencia, el espíritu de gobierno y el buen juicio, entonces, ¡Dios mío!, ¡qué tesoro!
No siempre es preciso considerar la vejez para el gobierno, pues a veces hay jóvenes con más espíritu de gobierno que muchos viejos y ancianos. Tenemos un ejemplo de ello en David, que fue escogido por Dios para dirigir a su pueblo, a pesar de ser el más joven de sus hermanos. Fijaos, un hombre con mucho juicio y mucha humildad es capaz de gobernar bien, y yo tengo la experiencia de que los que tienen el espíritu contrario a esto y ambicionan los cargos nunca han hecho nada que valga la pena.
También tengo la experiencia de que el que ha tenido algún cargo y guarda en el ánimo este espíritu y deseo de gobernar nunca ha sido buen inferior, ni buen superior.
Aquí el padre Vicente se humilló según su costumbre. Al volver de la ciudad, nos dijo, vi a diez o doce mulos cargados. a la puerta de una cantina, esperando a los arrieros que seguramente habían entrado a beber en la cantina; yo miraba a aquellos pobres animales, con la carga al lomo, sin rechistar, aguardando a sus amos y conductores.
Una cuestión que se puede plantear es si es más excelente pedir que le manden a uno a los países más lejanos para trabajar allí por la salvación de las almas, o bien permanecer en la disposición continua de ir allá, pero sin pedirlo, siguiendo esta máxima: no pedir nada ni rechazar nada, permanecer en el sitio en que nos ha puesto la obediencia, hasta que ella nos saque de allí. ¡Ay, padres, qué felicidad sienten los que poseen esta disposición! ¡Dios les concede la gracia de estar siempre preparados y dispuestos a ir a los países lejanos para dar allí su vida por Jesucristo! La historia nos habla de muchos martirios de hombres sacrificados por Dios; y si vemos que, en el ejército, muchos hombres exponen su vida por un poco de honor o quizás con la esperanza de una pequeña recompensa temporal, con cuánta más razón debemos nosotros exponer nuestra vida por llevar el evangelio de Jesucristo a los países más alejados a los que nos llama la providencia. Mirad, en el asedio de Montmédy, de los treinta mil hombres, más o menos, que allí había, se dice que sólo han quedado unos veintidós mil. Pues bien, si esos hombres tuvieron el coraje de exponer así su vida por la conquista de una ciudad, ¿por qué no la vamos a exponer nosotros por la gloria de Dios y por conquistar almas a Jesucristo?
De los medios para ponernos en este estado de indiferencia, en el caso de que no lo estemos todavía, el primero es la humildad y el desprecio de nosotros mismos, creyéndonos unos irracionales y unos incapaces para el gobierno y para tener cualquier cargo o tarea.
El segundo: cuando nos den algún cargo, si vemos que tenemos alguna indisposición para poder ejercerlo, acudir a los pies de nuestro Señor en el santísimo sacramento para pedirle la gracia de que nos dé a conocer si hemos de proponérsela al superior; y después que nos haya dado a conocer que es su voluntad que se la propongamos, hacerlo y cumplir luego con lo que el superior nos ordene.