SOBRE LA OBRA DE LOS ORDENANDOS
Importancia de la formación sacerdotal. Dios ilumina a los que se encargan de los ordenandos. Frutos de la misión de Metz. La virtud se manifiesta externamente en la modestia.
¡Dios le bendiga, hermano! Ha hecho muy bien en pedirle a Dios que nos dé buenos obispos, buenos párrocos, buenos sacerdotes: es lo que todos debemos pedirle. Como son los pastores, así son los pueblos. A los oficiales de un ejército se les atribuyen los buenos y los malos resultados de la guerra; y puede decirse del mismo modo que, si los ministros de la Iglesia son buenos, si cumplen con su deber, todo irá bien; por el contrario, si no lo cumplen, son causa de todos los desórdenes.
Todos hemos sido llamados por Dios al estado que hemos abrazado; para trabajar en una obra maestra; pues es realmente una obra maestra en este mundo conseguir buenos sacerdotes; no hay nada tan grande y tan importante como esto. También los hermanos pueden contribuir a ello con su buen ejemplo y con sus ocupaciones exteriores; pueden desempeñar su oficio por esta intención, o sea, para que Dios les conceda su espíritu a los ordenandos. Todos los demás pueden hacer también lo mismo, y todos deben esforzarse en edificarles mucho con su conducta; si fuera posible adivinar sus intenciones y sus deseos, habría que adelantarse a ellos para satisfacerlos en cuanto fuera razonable. En fin, los que tengan la dicha de hablarles y asistan a sus conferencias tienen que elevarse a Dios, cuando les hablen, para recibir de él lo que tengan que decirles. Pues Dios es una fuente inagotable de sabiduría, de luz y de amor; en él es donde hemos de buscar lo que les digamos a los demás; hemos de aniquilar nuestro propio espíritu y nuestros sentimientos particulares para dar lugar a las operaciones de la gracia, que es la única que ilumina y calienta los corazones; hay que salir de sí mismos para entrar en Dios; hay que consultarle para aprender su lenguaje y pedirle que hable él mismo en nosotros y por medio de nosotros. De esta forma él llevará a cabo su obra, sin que nosotros la estropeemos. Nuestro Señor, cuando trataba con los hombres, no hablaba por sí mismo: «Mi ciencia, decía, no es mía, sino de mi Padre; las palabras que os digo no son mías, sino de Dios». Esto nos demuestra cómo hemos de acudir a Dios, a fin de que no seamos nosotros los que hablemos ni los que actuemos, sino que sea Dios. Quizás, si Dios quiere que se alcance algún fruto, esto se deba a las oraciones de algún hermano, que no se haya acercado a esos señores: estará ocupado en su tarea ordinaria y, trabajando, se elevará frecuentemente a Dios para pedirle que tenga a bien bendecir a esos ordenandos; y quizás entonces, sin que él mismo se dé cuenta, Dios hará el bien que desea, debido a las buenas disposiciones de su corazón. En los salmos se dice: Desiderium pauperum exaudivit Dominus.
El padre Vicente se detuvo entonces, sin acordarse de la otra parte del versículo, y preguntó: «¿Cómo sigue este texto?». Entonces su asistente lo acabó, diciendo: Praeparationem cordis eorum audivit auris tua.
¡Dios le bendiga, padre!, le dijo con un gran sentimiento de alegría, al considerar la belleza de este pasaje, que repitió varias veces con mucha devoción para inculcárselo a sus hijos. ¡Maravillosa manera de hablar, añadió, digna del Espíritu Santo! El Señor ha escuchado el deseo de los pobres, se ha fijado en la preparación de sus corazones, para hacernos ver que escucha a las almas bien dispuestas, incluso antes de que le pidan alguna cosa. Esto nos puede llenar de consuelo; y ciertamente tiene que animarnos en el servicio de Dios, aunque no veamos en nosotros más que miserias y pobrezas. ¿Os acordáis de aquellas cosas tan hermosas que leían ayer en el refectorio? Nos hablaban de que Dios les oculta a los humildes los tesoros de gracias que ha depositado en ellos. Hace algunos días uno de vosotros me preguntaba en qué consistía la sencillez. El no conocía esa virtud, pero la tenía; cree que no la tiene, pero sin embargo es una de las almas más cándidas de la compañía.
Algunos me han hablado de que, cuando fueron a trabajar a un sitio donde había muchos eclesiásticos, resultó que son casi todos inútiles: dicen su breviario, celebran su misa, aunque muy pobremente, algunos administran los sacramentos de cualquier manera, y eso es todo; pero lo peor es que están llenos de vicios y desórdenes. Si Dios quisiera hacernos muy espirituales y recogidos, podríamos esperar que se sirviera de nosotros, a pesar de nuestra ruindad, para hacer algún bien, no sólo con el pueblo, sino también y especialmente con los eclesiásticos. Aunque no digáis ni una sola palabra, si estáis muy llenos de Dios, tocaréis los corazones sólo con vuestra presencia. Los señores abades de Chandenier y los demás sacerdotes que acaban de tener la misión de Metz, en Lorena, con mucha bendición, iban de dos en dos, con sobrepelliz, de su residencia a la iglesia y de la iglesia a su residencia, sin decir una palabra, y tan recogidos que cuantos los veían admiraban su modestia, no habiendo visto nunca nada parecido. Así pues, su modestia era una predicación muda, pero tan eficaz que ha contribuido tanto y quizás más que todo lo demás, según se dice, al éxito de la misión; lo que los ojos ven impresiona más que lo que los oídos escuchan, y creemos más fácilmente lo que vemos que lo que oímos. Y aunque la fe entra por el oído, fides ex auditu, las virtudes que vemos practicar causan más impresión en nosotros que las que se nos enseñan.
Las cosas físicas tienen todas ellas sus especies distintas, por las que se las puede distinguir. Cada animal, y el propio hombre, tiene sus especies, que lo hacen conocer por lo que es, y distinguirlo del otro del mismo género. De igual modo los siervos de Dios tienen sus especies, que los distinguen de los hombres carnales: cierta compostura exterior, humilde, recogida y devota, que procede de la gracia que llevan dentro, y que produce sus efectos en el alma de quienes los miran. Hay aquí algunas personas tan llenas de Dios, que no las miro nunca sin quedarme impresionado. Los pintores, en las imágenes de los santos, los representan rodeados de rayos; es que los justos que viven santamente en la tierra derraman cierta luz a su alrededor, que sólo es propia de ellos. En la santísima Virgen brillaba tanto la gracia y la modestia, que inspiraba respeto y devoción en quienes tenían la dicha de verla; y en nuestro Señor todavía se veía esto mucho más; y esto mismo, en la debida proporción, se vislumbra en los santos.
Todo esto nos hace ver, padres y hermanos míos, que, si trabajáis en la adquisición de las virtudes, si os llenáis de las cosas divinas, y si cada uno en particular tiende continuamente a la perfección, aunque no tengáis ningún talento exterior que pueda aprovechar a esos señores ordenandos, Dios hará que vuestra sola presencia lleve la luz a sus entendimientos y caliente sus voluntades para hacerlos mejores. ¡Quiera Dios concedernos esta gracia! Se trata de una obra tan difícil y tan elevada, que sólo Dios puede conseguir algo en ella; por eso hemos de pedirle continuamente que dé su bendición a los pequeños servicios que les hagáis y a las palabras que les digáis. Santa Teresa, al ver en su tiempo la necesidad que tenía la Iglesia de buenos obreros, le pedía a Dios que mandara buenos sacerdotes, y quería que las monjas de su orden pidiesen muchas veces por esta intención; quizás el cambio y la mejora que se advierte actualmente en el estado eclesiástico se deba en parte a la devoción de esa gran santa, ya que Dios siempre ha empleado instrumentos débiles en sus grandes designios. ¿No escogió en la fundación de su Iglesia a unas pobres gentes, ignorantes y rústicas? Sin embargo, por medio de ellos nuestro Señor derribó la idolatría, puso bajo la Iglesia a los príncipes. y potencias terrenales y extendió nuestra santa religión por todo el mundo. También puede servirse de nosotros, a pesar de nuestra ruindad, para ayudar al progreso del estado eclesiástico en la virtud. En nombre de nuestro Señor, padres y hermanos míos, pongámonos en sus manos para contribuir a ello con todos nuestros servicios y buenos ejemplos, con nuestras plegarias y mortificaciones.