Vicente de Paúl, Conferencia 103: Conferencia Del 17 De Mayo De 1658

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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SOBRE LA OBSERVANCIA DE LAS REGLAS

Conferencia tenida en San Lázaro sobre la observancia de las reglas, con ocasión de su distribución.

Aunque los misioneros están siempre obligados a recoger, si es posible, todas las palabras del padre Vicente, ya que no hay ninguna de ellas que no contenga alguna instrucción para ellos y para sus sucesores, esta obligación sin embargo es mucho más particular cuando les habla como padre y les trata como a hijos suyos muy queridos, tratando de algún asunto especialmente importante. Por eso, como el discurso que les dirigió en la conferencia del viernes 17 de mayo de 1658, en que les distribuyó el libro de nuestras reglas, estaba lleno no sólo de enseñanzas buenas y provechosas, sino sobre todo de los sentimientos paternales que él siente por la compañía, algunos procuraron recoger sus palabras con la mayor fidelidad que pudieron, e incluso describir todo lo que pasó en aquella ocasión, para que todos los que estuvieran ausentes pudiesen participar de la edificación y del consuelo especial de quienes tuvieron la dicha de estar presentes.

El tema de la conferencia era la observancia de las reglas y contenía dos puntos: en el primero, los motivos; en el segundo, los medios para observar debidamente nuestras reglas. El padre Vicente llegó a la sala de conferencias cuando estaba hablando un hermano, el cual dijo sobre el primer punto que, si ahora no se observaban bien las reglas, con mayor razón no se observarían debidamente dentro de cien o doscientos años; el padre Vicente hizo que repitiera esto y, dejando que acabase, empezó a hablar él mismo más o menos de esta forma.

Padres y hermanos míos, Dios no me ha concedido la gracia de presentarme motivos más urgentes para observar bien nuestras reglas, ni medios tan buenos, como los que se han dicho y acabo de escuchar. ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea siempre su santo nombre!

Se detuvo aquí un poco de tiempo.

Un motivo que debe impulsarnos, padres y hermanos míos, a observar bien nuestras reglas es que me parece que, por la gracia de Dios, todas las reglas de la Misión tienden a apartarnos del pecado e incluso de la imperfección, a procurar la salvación de las almas, a servir a la Iglesia y a dar gloria a Dios. Me parece que todas, por la gracia de Dios, tienden a eso, de forma que todo el que las observe como es debido estará en el estado que Dios pide de él, libre en su persona de vicios y de pecados, será útil a la Iglesia y dará a nuestro Señor la gloria que él espera. ¡Qué motivo tan poderoso, padres, para que la compañía observe bien las reglas, estar libre de defectos, en la medida que puede permitirlo la debilidad humana, glorificar a Dios y hacer que sea servido y amado en la tierra! ¡Oh Salvador, qué felicidad! No es posible considerarlo suficientemente.

Un buen siervo de Dios me decía en cierta ocasión del libro de la Introducción a la vida devota: «Mire, el que observe bien todo lo que está contenido en este libro llegará a una gran perfección, aunque parezca que todas las prácticas son familiares y adecuadas a la debilidad humana» ¿No podría yo decir esto mismo de nuestras reglas, a pesar de que en apariencia sólo nos prescriben una vida bastante común, pero con la fuerza suficiente para llevar a quienes las practiquen a una elevada perfección, y no solamente a eso, sino incluso a destruir el pecado de la imperfección en los demás? En efecto, padres, quienes no las observen ¿podrán trabajar en su propia perfección y en la del prójimo? ¿Qué gloria podrán dar a nuestro Señor? Por el contrario, si, por la gracia de Dios, la compañía ha conseguido algún progreso en la virtud, si todos han salido del estado de pecado y avanzado en la perfección, ¿no es la observancia de las reglas la que ha hecho todo esto? Si la compañía, por la misericordia de Dios, hace algún bien en las misiones y con los ordenandos, ¿no son nuestras reglas las causantes de esto? Y sin nuestras reglas, ¿cómo habríamos podido hacerlo? Por consiguiente, tenemos grandes motivos para observarlas con toda fidelidad, ¡y qué feliz será la compañía si es fiel en esto!

Otro motivo por el que debemos ser fieles a la observancia de nuestras reglas es que todas ellas están sacadas del evangelio, como veréis; sí, como veréis; y todas ellas tienden a conformar nuestra vida con la que nuestro Señor llevó en la tierra. Vino nuestro Señor y fue enviado por su Padre a evangelizar a los pobres. Pauperibus evangelizare misit me, Pauperibus, a los pobres! ¡Padres, a los pobres! ¡cómo por la gracia de Dios, trata de hacer la pequeña compañía!

¡Qué gran motivo para que nuestra compañía se llene de confusión al ver que nunca ha habido ninguna otra compañía pues esto es inaudito, que haya tenido la finalidad de hacer lo que nuestro Señor vino a hacer al mundo: anunciar el evangelio a los pobres solamente, a los pobres abandonados: Pauperibus evangelizare misit me! Pues esta es nuestra finalidad, fijaos bien, de la que Dios ha querido desde hace poco dejar como un monumento en la compañía y un memorial para la posteridad.

Una vez que la reina oyó hablar de la poca fe y de los abundantes desórdenes que reinaban en la ciudad de Metz, incluso entre el clero, tuvo la idea de mandar hacer allí una misión, y me mandó decir por medio de dos prelados que fuese a hablar con ella sobre esto. Fui y su majestad me dijo que tenía este piadoso proyecto y que deseaba que la compañía fuese a Metz para tener allí la misión; yo le respondí: «Señora, su majestad no sabe que los pobres sacerdotes de la Misión están solamente para las pobres gentes del campo; pero tenemos otra compañía de eclesiásticos que se reúnen en San Lázaro todos los martes y que podrán cumplir, si le parece bien a su majestad, este deseo más dignamente que nosotros». Entonces la reina me respondió que no sabía que la compañía no desempeñase esas funciones en las ciudades, que no deseaba apartarnos de la finalidad de nuestro instituto y que aceptaba de buena gana que los sacerdotes de la conferencia de los martes tuvieran la misión de Metz. Así lo han hecho, gracias a Dios, con mucha bendición. Están ya a punto de volver.

Así pues, padres y hermanos míos, nuestro lote son los pobres, los pobres: Pauperibus evangelizare misit me. ¡Qué dicha, padres, qué dicha! ¡Hacer aquello por lo que nuestro Señor vino del cielo a la tierra, y mediante lo cual nosotros iremos de la tierra al cielo! ¡Continuar la obra de Dios, que huía de las ciudades y se iba al campo en busca de los pobres! En eso es en lo que nos ocupan nuestras reglas: ayudar a los pobres, nuestros amos y señores. ¡Oh pobres pero benditas reglas de la Misión, que nos comprometen a servirles, excluyendo a las ciudades!. Se trata de algo inaudito. Y serán bienaventurados los que las observen, ya que conformarán toda su vida y todas sus acciones con las del Hijo de Dios. ¡Dios mío, qué motivos tiene la compañía en esto para observar bien las reglas: hacer lo que el Hijo de Dios vino a hacer al mundo!: Que haya una compañía, y que ésta sea la de la Misión, compuesta de pobres gentes, hecha especialmente para eso, yendo de acá para allá por las aldeas y villorrios, dejando las ciudades, como nunca se había hecho, yendo a anunciar el evangelio solamente a los pobres! ¡Y eso es precisamente lo que nos mandan nuestras reglas!

Pero ¿cuales son esas reglas? ¿Son las que la compañía ha tenido en sus manos hasta ahora? Sí; pero se ha creído oportuno explicarlas un poco y mandarlas imprimir, para que todos pudieran tenerlas con mayor comodidad. Esta misma tarde las distribuiremos a la compañía. Ya hace tiempo que las esperabais y hemos tardado mucho en entregároslas, por buenas razones. En primer lugar, para imitar la conducta de Jesucristo, que empezó a hacer antes de enseñar: coepit Jesús facere et docere. El practicó las virtudes durante los treinta primeros años de su vida y ocupó solamente los tres últimos en predicar y enseñar. Además la compañía tiene la tarea de imitarle, no solamente haciendo lo que él vino a hacer a la tierra, sino además haciéndolo de la misma forma que él lo hizo; pues la compañía puede decir que ella ha hecho primero y ha enseñado después: coepit facere et docere. Hace más o menos treinta y tres años que la empezó Dios y desde entonces hasta ahora siempre ha cumplido, por la gracia de Dios, las reglas que ahora os vamos a dar. Por eso no encontraréis en ellas nada nuevo, nada que no llevéis practicando con mucha edificación desde hace varios años.

En segundo lugar, si hubiéramos dado las reglas desde el principio, habría sido difícil evitar ciertos inconvenientes, que habrían podido seguirse; y el retraso, por la gracia de Dios, nos ha preservado de ellos. Si se le hubiesen dado a la compañía unas reglas sin practicar todavía, habrían podido surgir algunas dificultades; pero al darle lo que ya llevaba practicando tantos años con edificación, y sin ninguna dificultad en el pasado, no hay nada que no le deba resultar igualmente fácil y posible en el futuro. Se ha hecho lo mismo que hicieron los recabitas, según testimonio de la sagrada Escritura, que guardaban por tradición las reglas que les habían dejado sus padres, aunque no estuviesen escritas. Ahora que tenemos las nuestras escritas e impresas, la compañía no tendrá que hacer otra cosa más que mantenerse en lo poseído durante muchos años y continuar haciendo siempre lo que ha estado haciendo y practicando hasta el presente.

En tercer lugar, padres, si hubiésemos dado las reglas desde el principio y antes de que las hubiese practicado la compañía, habría motivos para pensar que en ello había más de humano que de divino, que había sido este un proyecto concebido y ejecutado humanamente, y no una obra de Dios. Pero, padres, todas estas reglas y todo lo que estáis viendo se ha hecho sin saber cómo, pues yo nunca había pensado en ello; todo se ha ido introduciendo Poco a poco, sin que pueda decirse cuál ha sido la causa. Pues bien, es una regla de san Agustín que, cuando no se puede encontrar la causa de una cosa buena, hay que atribuírsela a Dios, reconociendo que él es su principio y su autor. Según esta regla de san Agustín, ¿no es Dios el autor de todas nuestras reglas, que se han ido estableciendo sin saber de qué forma, de manera que yo no sé deciros cómo y por qué?

¡Oh Salvador! ¡Qué reglas! ¿Y de donde vienen? ¿Había pensado yo en ellas? Ni mucho menos; jamás pensé en nuestras reglas, ni en la compañía, ni siquiera en la palabra Misión. Nunca pensé en ello. Dios es el que lo ha hecho todo. Los hombres no hemos tenido parte alguna. Por lo que a mí se refiere, cuando pienso en la forma con que Dios quiso dar origen a la compañía en su Iglesia, os confieso que no sé qué parte he tenido en ello, y que me parece que es un sueño todo lo que veo. ¡Todo esto no es humano, sino de Dios! ¿Llamaréis humano a lo que el entendimiento del hombre no ha previsto nunca, a lo que su voluntad no ha deseado ni buscado en lo más mínimo? El pobre padre Portail nunca había pensado en esto; yo tampoco; todo se hizo en contra de mis esperanzas y sin que yo me preocupase de nada. Cuando pienso en esto y veo todas las tareas que ha emprendido la compañía, realmente me parece un sueño, me parece que estoy soñando, no os lo sabría decir. Me pasa como al pobre profeta Habacuc, al que tomó un ángel por los pelos y se lo llevó muy lejos para que consolara a Daniel, que estaba en el foso con los leones; luego el ángel volvió a traerlo al lugar de donde lo había tomado, y él, al verse en el mismo sitio de donde había salido, pensaba que todo había sido un sueño y una ilusión.

¿Diréis que es obra humana el origen de nuestras misiones? Un día me llamaron para ir a confesar a un pobre hombre gravemente enfermo, que tenía fama de ser el mejor individuo o al menos uno de los mejores de su aldea. Pero resultó que estaba cargado de pecados, que nunca se había atrevido a manifestar en la confesión, tal como lo declaró él mismo en voz alta poco más tarde, en presencia de la difunta esposa del general de las galeras, diciéndole: «Señora, yo estaba condenado, si no hubiera hecho una confesión general, por culpa de unos pecados muy grandes que nunca me había atrevido a confesar». Aquel hombre murió, y aquella señora, al darse cuenta entonces de la necesidad de las confesiones generales, quiso que al día siguiente se tuviera la predicación sobre aquel tema. Así lo hice, y Dios concedió su bendición de tal manera que todos los habitantes del lugar hicieron enseguida la confesión general, y con tanta urgencia que hubo que llamar a dos padres jesuitas para que me ayudaran a confesar, a predicar y a tener la catequesis. Esto dio origen a que se siguiera con el mismo ejercicio en otras parroquias de las tierras de dicha señora durante varios años, hasta que se le ocurrió la idea de mantener a varios sacerdotes que continuasen estas misiones, y para ello nos dio el colegio de Bons-Enfants, donde nos retiramos el padre Portail y yo; tomamos con nosotros a un buen sacerdote, al que entregábamos cincuenta escudos anuales. Los tres íbamos a predicar y a tener misiones de aldea en aldea. Al marchar, entregábamos la llave a alguno de los vecinos o le rogábamos que fuera él mismo a dormir por la noche en la casa. Sin embargo, yo no tenía entonces más que un solo sermón, al que le daba luego mil vueltas: era sobre el temor de Dios.

Eso es lo que hacíamos nosotros, mientras que Dios iba haciendo lo que había previsto desde toda la eternidad. Dio su bendición a nuestros trabajos; y al verlo, se juntaron con nosotros algunos buenos eclesiásticos y nos pidieron que les recibiéramos. ¡Oh Salvador, oh Salvador! ¿Quién hubiera pensado jamás que las cosas llegarían a la situación en que ahora las vemos? Si entonces me hubieran hablado de ello, habría creído que se burlaban de mí; sin embargo, así era como Dios quería dar principio a lo que ahora veis. Bien, padres, bien, hermanos: ¿llamaréis obra humana a la obra en que nadie había pensado? Pues ni yo, ni el pobre padre Portail lo habíamos pensado; ¡Ay! no lo habíamos pensado, ¡Ay!; estábamos muy lejos de pensar en esto.

¿Habíamos pensado alguna vez en las tareas de la compañía, por ejemplo, en los ordenandos, que son el depósito más rico y más precioso que la Iglesia podía poner en nuestras manos? Nunca se nos había ocurrido. ¿Habíamos pensado alguna vez en la cofradía de la caridad? ¿Cómo llegamos a la idea de recoger a los pobres niños abandonados? No sé cómo se hizo todo esto; por mi parte, no puedo daros ninguna explicación. Aquí está el padre Portail, que os puede asegurar que en lo que menos pensábamos era en todo esto.

¿Y cómo se fueron introduciendo las prácticas de la comunidad? Lo mismo: poco a poco, y sin saber cómo. Las conferencias, por ejemplo, de las que quizás sea ésta la última que yo tenga con vosotros; no pensábamos en ellas. Y la repetición de la oración, que era antes algo nunca oído en la Iglesia de Dios, y que luego se ha introducido en varias comunidades observantes, en las que se practica ahora con mucho fruto, ¿cómo se nos ocurrió? No lo sé. ¿Cómo se nos ocurrió la idea de todos los demás ejercicios y ocupaciones de la comunidad. Tampoco lo sé.

Es algo que se fue haciendo ello solo, poco a poco, una cosa tras otra. Fue aumentando el número de los que se juntaban con nosotros; todos se esforzaban por ser virtuosos; y al mismo tiempo que iba creciendo el número de misioneros, se iban también introduciendo las buenas prácticas, a fin de poder vivir todos juntos y llevar cierta uniformidad en nuestras tareas. Esas fueron las prácticas que se observaron siempre y se siguen observando hoy todavía, gracias a Dios.

Finalmente hemos creído oportuno ponerlas por escrito y convertirlas en reglas, que son las que ahora distribuiremos a la compañía. Pues bien, hay dos clases de reglas: unas son especiales para el superior, para el asistente y para los demás oficiales; éstas sólo deben darse a los que tienen esos cargos, tal como se hace en todas las comunidades bien reguladas. Hay otras que sirven para todos, para los sacerdotes, para los estudiantes y para los hermanos; esas son las que hemos mandado imprimir y las que os vamos a dar. Espero, padres, que como la compañía siempre las ha observado con toda su buena fe y sinceridad, espero repito que las recibirá también ahora, que las hemos recogido por escrito, con esa misma buena fe, sinceridad y sencillez que le son habituales, y que no las mirará como procedentes de los hombres, sino como venidas. de Dios y emanadas de su espíritu, a quo bona cuncta procedunt, y sin el cual non sumus sufficientes cogitare aliquid quasi ex nobis.

¡Salvador mío! ¡Oh Padres! ¿Estaré durmiendo? ¿Estaré soñando? ¡Que yo dé unas reglas! No sé qué es lo que hemos hecho para llegar a este punto; no puedo comprender lo que ha pasado; me sigue pareciendo todavía que estamos en el comienzo; y cuanto más pienso, más alejado me parece todo esto de la invención de los hombres, y más me doy cuenta de que solamente Dios ha podido inspirárselo a la compañía; sí, padres, a la compañía. Y si yo he contribuido en algo, tengo miedo de que haya sido solamente para impedir que sean bien observadas y que no produzcan todo el bien que deberían producir ¿Qué nos queda, padres, sino imitar a Moisés cuando, después de haber dado la ley de Dios al pueblo, les prometió a cuantos. la guardasen toda clase de bendiciones en sus cuerpos, en sus bienes y en todas sus cosas? También nosotros, padres y hermanos míos, hemos de esperar de la bondad de Dios toda clase de bienes y bendiciones para cuantos observen fielmente las reglas que él nos ha dado: bendición en sus personas, bendición en sus proyectos y en todas sus tareas, bendición en sus entradas y en sus salidas, bendición de Dios finalmente en todo cuanto les atañe.

Pero también, lo mismo que Moisés amenazó con la venganza y la maldición de Dios a los que no guardasen sus santos mandamientos, hay motivos para temer, y temer mucho, que los que no observen estas reglas, que Dios ha inspirado a la compañía, incurrirán en su maldición: maldición en sus cuerpos. y en sus almas, maldición en todos sus proyectos y empresas, maldición finalmente en todo cuanto les atañe.

Pero yo tengo confianza en la gracia de Dios y en vuestra bondad, padres y hermanos míos, de que renovaréis todos en esta ocasión la fidelidad con que las habéis guardado, incluso antes de estar escritas; de que el que hasta ahora las observaba hasta el tercer grado, ahora las observará hasta el cuarto,. y el que las observaba hasta el cuarto, en adelante las observará hasta el quinto y el sexto. En fin, padres, espero que esta.fidelidad pasada con que habéis observado las reglas, y vuestra paciencia en esperarlas por escrito durante tanto tiempo, os alcanzarán de la bondad de Dios la gracia de observarlas toda-vía con mayor facilidad en el porvenir.

Pidió entonces que le trajeran los libros de las reglas y prosiguió de este modo:

¡Oh, Señor, que has dado una bendición tan grande a muchos libros, por ejemplo al que estamos ahora leyendo en la mesa, de forma que las almas que están bien preparadas sacan de ellos mucho provecho para deshacerse de sus defectos y progresar en la perfección! Concede, Señor tu bendición a este libro y acompáñale la unción de tu espíritu, para que opere en las almas de cuantos lo lean el alejamiento del pecado, el desprendimiento del mundo con todas sus vanidades y la unión contigo.

Después dijo que distribuiría los libros de las reglas solamente a los sacerdotes antiguos, que se los daría mañana a los estudiantes y que dejaría uno o dos ejemplares en el seminario, para uso común, a fin de que todos pudieran leerlos; que para los hermanos coadjutores, ya que no saben latín, mandaría imprimir las reglas en francés y que también se las daría. Luego, pidió a los antiguos que se acercasen a tomarlas, diciéndoles que, si él pudiese, les dispensaría de esa molestia y se acercaría a llevárselas a cada uno en su sitio. Y concluyó.de esta forma:

Venga, padre Portail, venga usted, que ha soportado siempre mis debilidades; ¡que Dios le bendiga!

Luego se las dio al padre Alméras, al padre Becu y al padre Gicquel, que eran los que estaban más cerca de él a una parte y a otra, y dijo que se fueran acercando los demás según el orden en que estaban sentados. Cada uno las iba recibiendo de rodillas, con mucha devoción besando por respeto el libro y la mano del padre Vicente, y luego el suelo. El padre Vicente les iba diciendo a cada uno algunas palabras: «Venga, padre; ¡que Dios le bendiga!»

Una vez acabada la distribución, el padre Alméras se puso de rodillas y le pidió la bendición en nombre de toda la compañía, que se puso también de rodillas. Entonces el padre Vicente se arrodilló también y dijo estas palabras:         ¡Oh, Señor, que eres la ley eterna y la razón inmutable, que gobiernas con tu sabiduría infinita todo el universo! De ti emanan todas las normas de las criaturas y todas las leyes del bien vivir, como de su propia fuente. ¡Bendice a aquellos a los que tú mismo has dado estas reglas y que las reciben como procedentes de ti! ¡Concédeles, Señor, la gracia necesaria para observarlas siempre e inviolablemente hasta su muerte! Con esta confianza y en tu nombre, yo, pecador y miserable, pronunciaré las palabras de la bendición: Benedictio Domini nostri Jesu Christi descendat super vos et maneat semper, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.

Después de acabar, empezó la oración Sancta María, etcétera, y la compañía se retiró.

Estas palabras del padre Vicente fueron pronunciadas en un tono de voz suave, humilde, dulce y devoto, y de tal forma que hacía resonar en el corazón de todos los que le escuchaban el afecto paternal del suyo. Todos los que le escuchaban creían estar con los apóstoles, oyendo hablar a nuestro Señor, especialmente en aquel último sermón que tuvo antes de su pasión, en el que también él les entregó sus reglas, dándoles el mandamiento del amor y de la caridad: Mandatum novum do vobis; hoc est praeceptum neum ut diligatis invicem, sicut dilexi vo. Muchos no pudieron contener las lágrimas, y todos sintieron en sus almas diversos movimientos de gozo al ver y escuchar todo lo que se decía, de amor a su vocación, junto con nuevos deseos de progresar en la virtud y un firme propósito de ser fieles a la observancia de sus reglas. Si se lo hubieran permitido, aquella tarde todos se hubieran dicho mutuamente aquellas palabras del evangelio de san Lucas y de san Mateo: Beati oculi qui vident quae vos videtis, et aures vestrae, quia audiunt. Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis y los oídos que lo oyen.

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