Vicente de Paúl, Conferencia 091: Repetición De La Oración Del 10 De Agosto De 1657

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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SOBRE LA ORACIÓN

Manera de hacer bien la oración: prepararse a ella, seguir el método acostumbrado: composición de lugar, afectos, resolución.

Se conoce enseguida a los que hacen bien la oración, no sólo en la manera con que dan cuenta de ella, sino sobre todo en sus acciones y en su conducta, por la que dan a conocer el fruto que de ella han sacado; lo mismo hay que decir de los que la hacen mal, de forma que resulta fácil ver cómo aquellos progresan mientras que éstos retroceden. Pues bien, para sacar provecho de la oración, hay que prepararse a ella; cometen una gran falta los que no cuidan de esta preparación y sólo van a hacer oración por costumbre o porque los demás la hacen. Ante orationem praepara animam tuam, dice el sabio: antes de prepararse a la oración, prepara tu alma; porque la oración es una elevación del espíritu a Dios para hacerle presentes nuestras necesidades y para implorar la ayuda de su misericordia y de su gracia. Por consiguiente, es muy razonable que, cuando haya que tratar con una tan alta y tan sublime Majestad, se piense un poco qué es lo que se va a hacer, ante quién nos vamos a presentar, qué es lo que queremos decirle, qué gracia es la que hemos de pedirle. Sin embargo, muchas veces sucede que la pereza y la negligencia nos impiden pensar en esto; o bien, por el contrario, es la precipitación y la irreflexión lo que nos aparta de ello; esto hace que caigamos en esa falta de preparación. Así pues, hemos de poner remedio a esta situación. Hemos de poner además mucho cuidado con nuestra imaginación vagabunda y veloz, para detenerla, y con la ligereza de nuestro pobre espíritu para mantenerlo en la presencia de Dios, aunque sin esforzarnos demasiado en ello, dado que el exceso siempre es perjudicial.

La oración tiene tres partes: todos sabéis ya el orden y el método. Hay que atenerse a él.

He aquí ahora lo que hay que hacer: en primer lugar, ponerse en la presencia de Dios, considerándolo bien sea como está en el cielo, sentado en el trono de su Majestad, desde donde dirige su vista hacia nosotros y contempla todas nuestras cosas; bien sea en su inmensidad, presente por doquier, aquí y allá en lo más alto de los cielos y en lo más profundo de los abismos viendo nuestros corazones y penetrando en los repliegues más secretos de nuestra conciencia; o bien presente en el santísimo sacramento del altar. ¡Oh, Salvador! ¡Aquí estoy yo, pobre y miserable pecador, a los pies del altar donde tú reposas! ¡Oh, Salvador, que no haga nada indigno de esta santa presencia! O bien, finalmente, dentro de nosotros mismos, penetrándonos por completo y alojándose en el fondo de nuestros corazones. Y no vayamos a preguntarnos si está allí; ¿quién lo duda? Los mismos paganos lo han dicho:

Est Deus in nobis, sunt et commercia caeli in nos; de caelo spiritus ille venit.

No cabe duda de esta verdad. Tu autem in nobis es, Domine. No hay nada tan cierto. Es muy importante hacer bien este punto, ponerse debidamente en la presencia de Dios, porque de ahí depende todo el cuerpo de la oración; una vez hecho esto, lo demás va por sí mismo.

Pidámosle a Dios que nos conceda su gracia, para que podamos tratar debidamente con su divina Majestad, reconociendo que por nosotros mismos no podemos nada y conjurándole por el gran amor que nos tiene, por sus méritos infinitos, por la intercesión de la santísima Virgen y de los santos.

El tema de la oración es de una cosa sensible o insensible. Si es algo sensible, como por ejemplo un misterio, tenemos que representárnoslo y poner atención en todas sus partes y circunstancias. Si la cosa es insensible, como por ejemplo una virtud, hay que considerar en qué consiste y cuáles son sus propiedades principales, así como también cuáles son sus señales, sus efectos, y especialmente cuáles son sus actos y los medios para poder practicarla. También es conveniente buscar las razones que nos mueven a abrazar dicha virtud, y detenernos en los motivos que más nos impresionan. Se pueden sacar de la sagrada escritura o de los padres; y cuando nos vengan a la memoria algunos pasajes de sus escritos sobre el tema de la oración, conviene rumiarlos en el espíritu; pero no es necesario ponerse a buscarlos, ni tampoco detenerse en muchos de esos pasajes; pues ¿de qué sirve detener el pensamiento en un montón de pasajes y de razones, a no ser quizá para ilustrar y sutilizar nuestro entendimiento? Pero eso es más bien dedicarse al estudio que hacer oración. Cuando uno quiere obtener fuego, se busca un pedernal; se le golpea, y apenas ha prendido la chispa en la mecha que había preparada, se enciende la vela; haría el ridículo quien siguiera golpeando el pedernal, después de tener ya encendida la vela. De la misma forma, cuando un alma está ya bastante iluminada por las consideraciones hechas, ¿qué necesidad hay de andar buscando otras nuevas y dar vueltas y más vueltas al espíritu para multiplicar las razones y los pensamientos? ¿No veis que es perder el tiempo y que lo que entonces se necesita es procurar inflamar la voluntad y excitar los afectos ante la belleza de la virtud o ante la fealdad del vicio contrario? Y eso no está mal hecho, ya que la voluntad sigue la luz del entendimiento y se inclina hacia lo que se le propone como bueno y deseable.

Pero no basta con esto: no es suficiente sentir buenos afectos. Hay que dar un paso más y llegar a las resoluciones de trabajar con todo interés en el futuro por adquirir dicha virtud, proponiéndose practicarla y realizar sus actos. Este es el punto más importante y el fruto que debe sacarse de la oración. Por eso no hay que pasar ligeramente por encima de las resoluciones, sino repetirlas varias veces y afincarlas dentro del corazón; también es conveniente prever los obstáculos que pueden presentarse y los medios que pueden ayudarnos a conseguir esa práctica, proponiéndonos evitar aquellos y abrazar éstos.

Pues bien, para esto no es necesario, ni muchas veces conveniente, tener grandes sentimientos de aquella virtud que deseamos abrazar, ni siquiera el deseo de tener esos sentimientos; porque el deseo de hacer que nos sean sensibles las virtudes, que son cualidades puramente espirituales, puede a veces perjudicar y hacer daño al espíritu, y la excesiva aplicación del entendimiento calienta el cerebro y da dolores de cabeza; lo mismo pasa también con los actos de la voluntad repetidos demasiadas veces, o demasiado violentos, que agotan el corazón y lo debilitan. Hay que ser moderado en todo, pues el exceso nunca es digno de alabanza en ninguna cosa, pero especialmente en la oración; hay que actuar con moderación y suavidad, conservando siempre la paz del espíritu y del corazón.

Para terminar la oración, hemos de dar gracias a Dios por las luces y las gracias que nos ha concedido en ella, y por las resoluciones que nos ha inspirado; y hemos de pedirle su ayuda para poder poner cuanto antes en ejecución lo que nos hemos propuesto.

¡Bendito sea Dios! Eso es todo. Bien, pongamos todos mucho interés en esta práctica de la oración, ya que por ella nos vienen todos los bienes. Si perseveramos en nuestra vocación, es gracias a la oración; si tenemos éxito en nuestras tareas, es gracias a la oración; si no caemos en el pecado, es gracias a la oración, si permanecemos en la caridad, si nos salvamos, todo esto es gracias a Dios y a la oración. Lo mismo que Dios no le niega nada a la oración, tampoco nos concede casi nada sin la oración: Rogate Dominum messis; no, nada; ni siquiera la extensión de su evangelio y lo que le interesa más a su gloria. Rogate Dominum messis. Pero, Señor, esto te concierne a ti y es cosa tuya. ¡No importa! Rogate Dominum messis. Así pues, pidámosle con toda humildad a Dios que nos haga entrar por esta práctica.

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