Vicente de Paúl, Conferencia 084: Repetición De La Oración Del 15 De Noviembre De 1656

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Naufragio del barco que llevaba a Madagascar a Francisco Herbron, a Carlos Boussordec y al hermano Cristóbal Delaunay. Lecciones que hay que sacar de este accidente.

El padre Vicente dio la señal para que se le acercaran todos, como si se tratara de hacer la repetición habitual de la oración, y les dijo:

Os ruego que os acerquéis, no para repetir la oración, ya que tuvimos ese ejercicio ayer o anteayer, que era el día de san Martín, sino para hablaros de una gracia que Dios, con su bondad infinita, acaba de conceder a algunos de la compañía, para que se lo agradezcáis; y además para comunicaros el desastre que les ha ocurrido a otras personas. Ayer tarde recibí una carta que me ha escrito el padre Boussordec, en la que me indica que el barco que se dirigía a Madagascar, en el que ellos iban, ha naufragado. He aquí cómo. Ya sabéis el gran viento que se levantó el último día de todos los santos, tan intenso que rompió hasta una de las ventanas de este edificio y derrumbó parte de la chimenea del edificio nuevo. Esa carta nos dice que, cuando estaba ya dispuesto a partir el barco, como os dije uno de estos días pasados, no pudo hacerlo por el cambio de viento que se presentó.

El día de todos los santos, los padres Herbron y Boussordec dijeron la misa en el barco, que estaba en la rada, con mucha dificultad, por culpa del viento que hizo aquel día.

Al día siguiente, día de los difuntos, aumentó la tempestad; y para evitar el peligro, hicieron bajar el barco frente a San Nazario, en la ría de Nantes. Estando allí, los padres, que tenían muchas ganas de celebrar aquel día y que quizás pensaban en sus parientes y amigos que están en el purgatorio y gritaban: Miseremini mei, saltem vos amici mei, juntándose la devoción que tenían de celebrar con la necesidad que el padre Herbron tenía de bajar a tierra, como dice la carta, por no sé qué motivo, el caso es que se decidieron a salir del barco y se fueron a San Nazario, a unas cuatro leguas de allí, para decir la misa. Marcharon y dijeron misa en San Nazario. Acabada la misa, pensaban volver al barco junto con el capitán, que también había desembarcado. Al llegar a la ría de Nantes, donde estaba el barco, no encontraron a nadie que quisiera llevarles hasta él por culpa del temporal que había, pues los marineros no se atrevían a exponerse, y no tuvieron más remedio que quedarse en tierra sin poder pasar. Viendo todo esto y que la tempestad seguía durante todo el día, se volvieron a San Nazario, donde durmieron.

Y he aquí que durante la noche, a eso de las once, el temporal se hizo aún más recio y empujó el barco hacia un banco de arena, donde quedó destrozado. Pero Dios inspiró a algunos la idea instintiva de hacer una especie de balsa con maderos ligados entre sí. ¿Cómo se hizo esto? No lo sé todavía; lo cierto es que subieron allá dieciséis o diecisiete personas a merced de las aguas y bajo la misericordia de Dios. Entre esas dieciséis o diecisiete personas estaba nuestro pobre hermano Cristóbal Delaunay que, con un crucifijo en la mano, empezó a animar a sus compañeros. «¡Animo!, les decía, ¡tengamos mucha fe y confianza en Dios, esperemos en nuestro Señor y él nos sacará del peligro!». Y empezó a desplegar su manto para que sirviese de vela. No sé si los demás tendrían también alguno; el caso es que él desplegó el suyo, dándole quizás a uno que lo tomara por un lado y a otro por el otro; y de esta manera lograron llegar a tierra, librándoles Dios del peligro en que estaban por su bondad y especial protección; llegaron a tierra todos con vida, excepto uno que murió de frío y del miedo que pasó en aquel peligro.

¿Qué diremos de todo esto, padres y hermanos míos? Solamente que son incomprensibles los caminos de Dios y ocultos a los ojos de los hombres, incapaces de comprenderlos. ¡Señor, parecía que tú querías establecer tu imperio en aquellos países, en las almas de aquellos pobres infieles, y ahora sin embargo permites que perezca y caiga en ruinas en el mismo puerto todo lo que parecía iba a contribuir a ello!

Luego, dirigiéndose a la compañía, siguió diciendo:

No, padres y hermanos míos, no debe extrañarnos todo esto. Y que no se desanime por este accidente ninguno de aquellos a los que nuestro Señor les ha dado el deseo de ir a aquellos países, ya que los designios de Dios son tan ocultos que nunca los vemos. Y esto no quiere decir que él no quiera la conversión de aquellas pobres gentes. Si ha permitido este desastre, lo ha hecho por razones que ignoramos. Quizás en aquel barco se cometían ciertos pecados que Dios no ha querido soportar por más tiempo. El padre Herbron me decía, hace unos quince días o tres semanas, que había tales desórdenes y eran tan horribles los juramentos, blasfemias y abominaciones que allí se cometían, que daba verdadera lástima. Había varios a los que había cogido a la fuerza para llevarlos allá. En fin, ¿qué sabemos nosotros de la razón de ese accidente? Por ello no hemos de acusar ni a éste ni al otro; lo que hemos de hacer es adorar la voluntad de Dios.

Y si las cosas han sucedido de este modo, ¿será razonable que a los que han recibido de Dios el deseo de marchar a aquellas tierras se les ponga la carne de gallina, por haber perecido un barco? No quiero creer que haya gente así en la compañía. Mirad, los grandes proyectos siempre se ven atravesados por diversas peripecias y dificultades, que surgen porque Dios las permite. Entonces, ¿es que no quiere que la compañía prosiga esta obra que él ha comenzado? Sí, padres, Dios quiere que la compañía la lleve adelante. Entonces, ¿cómo es que echa por tierra precisamente lo que podía contribuir a ello? No, no penséis de este modo. Al contrario, ¿no os decía anteayer, al hablar de la Iglesia, cómo hasta treinta y cinco papas habían sido martirizados, uno tras otro? ¿Y para qué esto, sino para hacer ver que tenía que cumplirse lo que Dios había decidido y que la Iglesia seguiría en pie a pesar de todas las calamidades, a pesar de todas las persecuciones, que eran tan grandes que los cristianos no se atrevían a salir a la luz del sol y se ocultaban en las cavernas, unos por un lado y otros por otro? Al ver esto, parecería como si Dios no quisiese que siguiera en pie la Iglesia; pero fue todo lo contrario, porque las gotas de sangre de todos aquellos mártires asesinados eran otras tantas semillas que servían para el robustecimiento de su iglesia.

Fijaos, Dios no cambia nunca en lo que una vez ha decidido; aunque suceda todo lo que sea que a nosotros nos parezca contrario. Podemos verlo en Abrahán: Dios le había prometido a Abrahán que multiplicaría su descendencia como las estrellas del cielo. Abrahán no tenía más que un hijo, pero Dios mandó que lo sacrificara, que le cortase la cabeza, a aquel de cuya semilla habría de tomar nacimiento la madre de su propio Hijo. ¿No tenía motivos Abraham para decir: «¿Pues qué, Señor? Tú me has prometido que mi descendencia se multiplicaría como las estrellas del cielo; sin embargo, sabes que no tengo más que un hijo, ¡y me mandas que lo sacrifique!». Pero Abraham espera contra toda esperanza, se cree en la obligación de sacrificar a su hijo (4); Y Dios, como acabo de decir, que no cambia jamás de resolución en los designios que ha decidido una vez, detuvo el golpe.

Del mismo modo, hermanos míos, Dios quiere también probar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro celo con este accidente que acaba de suceder. Dios quiere castigar a todo el mundo; envía el diluvio universal para castigar los horribles pecados que se cometían; pero ¿qué hace? Le inspira a Noé el pensamiento de construir un arca, y Noé estuvo construyéndola durante cien años. ¿Por qué creéis que quiso Dios que se tardara tanto tiempo en construir aquel arca, sino para ver si el mundo se convertía, si hacía penitencia y se aprovechaba de lo que Noé les decía por la ventana de su arca, gritando a pleno pulmón, según algunos autores: «Haced penitencia, pedid perdón a Dios»? Esto nos hace ver una vez más cómo, aunque parecía que Dios deseaba que todo el mundo quedase ahogado bajo las aguas, sus designios eran distintos, ya que quiso que Noé y toda su familia quedasen libres del naufragio, a fin de repoblar el mundo y para que se llevase a cabo lo que él había decidido desde toda la eternidad a propósito del nacimiento de su Hijo.

¿Y no vemos también cómo el Padre eterno, al enviar a su Hijo a la tierra para que fuera la luz del mundo, no quiso sin embargo que apareciera más que como un niño pequeño, como uno de esos pobrecillos que vienen a pedir limosna a esta puerta? ¡Padre eterno, tú enviaste a tu Hijo a iluminar y enseñar a todo el mundo, pero ahora lo vemos aparecer de esa manera! Pero esperad un poco y veréis los designios de Dios; como ha decidido que el mundo no se pierda, por eso, en su compasión, ese mismo Hijo dará su vida por ellos.

Pero, padres y hermanos míos, si consideramos por otra parte la gracia que les ha concedido a los de la compañía de librarse de este naufragio, ¿verdad que estaréis de acuerdo en que Dios protege de una manera especial a esta pobre, pequeña y miserable compañía? Esto es, padres, lo que más debe animarla a que se entregue cada vez más a su divina Majestad de la mejor manera que le sea posible, para llevar a cabo su gran obra: la obra de Madagascar. ¿Quién pensaba antes en ello? ¿Habríamos tenido la temeridad de querer emprender por nosotros mismos esta gran obra, o incluso de pensar que Dios se dirigiría para esta finalidad a la compañía más pobre y miserable que había en la Iglesia? No, padres; no, hermanos míos; nosotros no pensábamos en ello; jamás pedimos ir a Madagascar; fue el señor nuncio del papa el que primero nos habló de este asunto y nos pidió que le proporcionásemos algunos sacerdotes de la compañía para enviarlos allá, atendiendo a las súplicas que para ello le hicieron algunos de los señores interesados y mercaderes que allí trabajan, creyendo dichos señores que a ningún otro podrían dirigirse mejor para tener sacerdotes, tal como se necesitaban en aquellas tierras, que el señor nuncio del papa, que puso en nosotros sus ojos; y así fue como enviamos a los padres Nacquart y Gondrée.

¿No admiráis la fuerza del espíritu de Dios en ese muchacho, nuestro buen hermano Cristóbal, que es un joven tímido, humilde y manso? Sí, es el joven más humilde y más manso que conozco. Y helo allí, con el crucifijo en la mano, gritando a sus compañeros para animarles: «Animo; esperemos en la bondad y en la misericordia de Dios, que nos sacará de este peligro». Les diré de pasada, hermanos míos, que esto debe enseñaros que nunca debéis estar sin crucifijo. No fue él, hermanos míos, el que hizo esto; el que lo hizo fue solamente Dios, actuando por medio de él. Pero, después de todo, aunque ellos hubieran muerto a la cabeza de todos cuantos iban en aquel barco, hay motivos para creer que se hubieran sentido muy felices de morir sirviendo a Dios a la cabeza de sus ovejas, ya que todas aquellas personas habían sido encomendadas a ellos, en lo espiritual, durante toda la navegación.

A propósito de esto, me acuerdo de lo que me ha contado ya varias veces hace quince o dieciocho años, el padre de la señorita Poulallion, el señor Lumague, que era de Tívoli, en Lombardía, donde murió su esposa; este señor me decía que, cuando Dios quiso destruir aquella ciudad, que estaba situada en la ladera de una montaña, hubo algún tiempo antes un gran terremoto, que sacudió toda aquella montaña y derribó muchos árboles. Esto les inspiró a algunos el pensamiento de que Dios estaba irritado contra aquella ciudad por los desórdenes y pecados que se cometían y entre otros, a un párroco de aquel lugar, hombre muy sabio y piadoso, que hizo sonar la campana para llamar a sus feligreses. Oyeron la campana, vinieron a la iglesia; aquel buen párroco subió al púlpito, ]es predicó y les movió a convertirse y a pedir perdón a Dios. Entre los que estaban en aquella predicación había un hombre de bien, al que, durante el sermón Dios le inspiró la idea de salir de la ciudad y de retirarse para evitar el peligro que la amenazaba. Salió, fue a su casa, tomó en una diligencia a su mujer y a sus hijos, llevándose también las cosas más valiosas que tenían; salieron y se marcharon. Cuando estaban ya un poco lejos de la ciudad, se acordó de que no había dejado bien cerrada su tienda y le dijo a un hijo suyo que iba con él: «Mira, ve y cierra bien la tienda, pues me he olvidado de cerrarla». El muchacho se volvió y se encontró con toda la ciudad desolada en un momento; todo estaba derrumbado en un gran desorden.

Todo esto, padres y hermanos míos, nos hace ver cómo Dios tiene cuidado de los hombres y que, si los castiga, lo hace sólo en último extremo y después de haberlos incitado por diversos medios a convertirse a él, y cómo tiene un cuidado especial de quienes le sirven, como veis que lo hizo con ese hombre, al que mandó, como antiguamente a Lot cuando quiso destruir a Sodoma y a Gomorra, que saliera de la ciudad.

Bien, vamos a terminar. Me parece que tenemos que hacer dos cosas: la primera, dar gracias a Dios por la protección que ha tenido de nuestros misioneros, así como también de las demás personas que ha librado de este peligro; para ello, les ruego a todos los sacerdotes que no tengan otra obligación que ofrezcan hoy el santo sacrificio de la misa por esta intención.

La otra cosa que debemos hacer, según creo, es decir una misa solemne de difuntos por el descanso de las almas de los que se han ahogado, que son unos ciento veinte, entre quienes están el lugarteniente del capitán y otra persona importante. Exceptuando a los dieciséis de que he hablado y a otros dieciocho que había en tierra, todos los demás han muerto. Celebraremos mañana esa misa, si Dios quiere. Estamos tanto más obligados a ello cuanto que parece que Dios los había puesto bajo la dirección de los sacerdotes de la compañía, que debían servirles como párrocos durante todo el viaje y después de haber llegado allá. Creo que así será mejor, que vaya por delante nuestra gratitud.

Nota: He sabido también por una persona de la compañía que de este peligro se salvaron 34 personas, esto es, 16 por medio de aquella balsa o tablado del que se habló anteriormente, entre quienes estaba nuestro hermano Cristóbal; y 18 que estaban en tierra, entre ellos los padres Herbron y Boussordec, sacerdotes de la Misión, junto con el capitán del barco; y que todos los demás, 130 personas en total, perecieron con el barco.

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