Vicente de Paúl, Conferencia 081: Repetición De La Oración Del 2 Y 3 De Noviembre De 1656

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Reprimenda por haber descuidado el estudio del canto. Hijas de la Caridad enfermas. Piden hermanas de varios sitios. Hay que entregarse a las obras de misericordia. Elogio de los misioneros de Varsovia y de Roma.

El padre Vicente recomendó mucho a los seminaristas y a los estudiantes que aprendiesen a cantar, y dijo que es ésta una de las cosas que debe saber el sacerdote. ¿No es una vergüenza ver cómo saben cantar los campesinos y muy bien? ¡Qué vergüenza para nosotros, que no lo sabemos hacer! Y cuando se enteró de que los estudiantes no aprendían ya el canto y que se había dejado esta práctica, exclamó y dijo:

¡Dios mío! ¡Qué cuenta tendré que darte por las cosas que dejan de hacerse por mi culpa! ¿Cuál es el motivo de que haya dejado de observarse esto? Padre Alméras y padre Berthe, les ruego que se reúnan ustedes y que llamen también al padre Portail, para ver los medios de que nadie salga del seminario y termine sus estudios sin saber cantar.

¡Pues sí que está bien que haya gente y personas que están destinadas a enseñar en los seminarios, y que no sepan cantar’ ¿Cómo van a enseñar a los otros si ellos no lo han aprendido? Un gran prelado me ha hecho el honor de escribirme indicándome sus deseos de fundar en su diócesis no sólo un seminario, sino dos o tres, y me habla de la compañía para este objeto. ¿Y quiénes son esos que él pide? ¡Gentes que no saben cantar! ¡Bendito sea Dios por la idea que acaba de darme de hablar de esto a la compañía, a propósito de la recomendación que me ha hecho el padre Dehorgny de que recemos por su colegio!.

Encomiendo también a las oraciones de la compañía a una buena hija de la caridad, gravemente enferma, buena sierva de Dios. Así como también a otra que ha pedido la reina para el hospital de La Fere, que está igualmente enferma; hay además otra, muy buena sierva de Dios, con la que perdería mucho esa humilde compañía si llegara a morir. No podéis imaginaros cómo las bendice Dios en todas partes y en cuántos lugares quieren tenerlas. El señor obispo de Tréguier me ha pedido ocho para colocarlas en tres hospitales; el obispo de Cahors pide también alguna para dos hospitales que ha fundado en Cahors; el de Agde las pide también, y su señora madre me habló hace solamente tres o cuatro días, insistiendo en ello. Pero no es posible; no tenemos bastantes. Hace unos días le preguntaba a un párroco de esta ciudad, que tiene varias en su parroquia, si hacían mucho bien; me dijo: «¡Ay, padre! ¡Hacen tanto bien, por la gracia de Dios, que…». En fin, padres, no me atrevo a decirles lo que él me dijo.

En Nantes, donde hay algunas, sucede lo mismo desde que se dieron cuenta de la sencillez de esas pobres hermanas. En una palabra, ejercitan la misericordia, que es esa hermosa virtud de la que se ha dicho: «Lo propio de Dios es la misericordia». También la ejercitamos nosotros y hemos de ejercitarla durante toda nuestra vida: misericordia corporal, misericordia espiritual, misericordia en el campo, en las misiones, socorriendo las necesidades de nuestro prójimo; misericordia, cuando estamos en casa, con los ejercitantes y con los pobres, enseñándoles lo que necesitan para su salvación; y en tantas otras ocasiones como Dios nos presenta. En fin, hemos de ocupar toda nuestra vida en cumplir siempre y en todas partes la voluntad de Dios, que nos está marcada por la observancia de nuestras reglas. Y fijaos bien, hermanos míos, la cumpliremos siempre que no hagamos nuestra propia voluntad; y si hacemos la nuestra, nunca haremos la voluntad de Dios.

¿Qué cosa es nuestra vida, que pasa tan aprisa? Yo ya he cumplido los 76 años; sin embargo, todo este tiempo me parece ahora como si hubiera sido un sueño; todos esos años han pasado ya. ¡Ay, padres! ¡Qué felices son aquellos que emplean todos los momentos de su vida en el servicio de Dios y se ofrecen a él de la mejor manera que pueden! ¿Qué consuelo os imagináis que recibirán al final de su vida? Acordaos, por ejemplo, de los padres Desdames y Duperroy, que están en Varsovia: ¿qué es lo que han hecho? Ni los cañones, ni el fuego, ni el pillaje, ni la peste, ni todas las demás incomodidades e incertidumbres en que se encontraban, les han hecho dejar o abandonar su puesto, ni el lugar en donde los había colocado la divina Providencia, prefiriendo exponer su vida antes que faltar al ejercicio de esa hermosa virtud de la misericordia.

Me han escrito de Roma que un alumno del colegio de Propaganda Fide se ha visto afectado por la peste y que los encargados de la salud de aquella ciudad han obligado a cerrar el colegio; y como es nuestra compañía la que proporciona confesores a dicho colegio, le han pedido al superior que enviase a algún sacerdote que quisiera encerrarse allí. El superior de la Misión se lo propuso a la compañía; y el mismo confesor, que es el buen padre de Martinis se ofreció a ir y allí está encerrado con ellos. Bien, padres, ¿qué significa esto sino exponer la vida en servicio del prójimo, que es el acto más grande de amor que se le puede ofrecer a Dios, como dijo él mismo: «No hay mayor amor que dar la vida por el amigo»?. ¡Quiera Dios, padres y hermanos míos, concedernos a todos esta misma disposición!

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