Vicente de Paúl, Conferencia 052: Repetición De La Oración Del 4 De Agosto De 1655

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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EXCESOS QUE HAY QUE EVITAR EN EL AMOR DE DIOS

Amor que le hemos de tener a Dios. Forma de mantener este amor en nuestro corazón. Sentimientos de san Francisco de Sales. Pedirle a Dios que nos enseñe a orar.

Tengo que hacerles una advertencia a nuestros hermanos del seminario; he de darles un aviso para que sepan cómo hay que portarse en estas materias (de las que acababa de hablarse). Es verdad que la caridad, cuando habita en un alma, ocupa por entero todas sus potencias: no hay descanso; es un fuego que actúa sin cesar; mantiene siempre en vilo, siempre en acción, a la persona que se ha dejado abrazar una vez por él. ¡Oh Salvador! La memoria ya no quiere acordarse más que de Dios, detesta todos los demás pensamientos y los considera como importunos, los rechaza y admite sólo a los que le representan a su amado y que pueden agradarle; necesita a toda costa hacerse familiar su presencia, necesita que su presencia sea continua en su alma.

De aquí las ansias del entendimiento, su interés forzoso en buscar y rebuscar nuevos medios para conseguir esa presencia. Estos no son buenos, necesito otros; si pudiese practicar eso, lo obtendría; hay que hacerlo; pero yo tengo aún esta devoción, ¿cómo compaginarla con esta otra? No importa, hay que hacer las dos cosas. Y cuando uno se ha cargado con una nueva devoción, busca otra y otra; ese pobre espíritu se abraza con todo y no se contenta con nada, va más allá de sus fuerzas, acaba agotado y cree que no tiene nunca bastante. ¡Oh dulce Salvador! ¿por qué todo esto? La voluntad permanece ansiosa, obligada a producir actos tan frecuentes como está en su poder producir; actos y más actos, duplicados y triplicados en todo tiempo y lugar, en el recreo, en el comedor; los veis siempre enardecidos; no piensan en otra cosa; ni siquiera descansan en el trato y conversación con los demás. En una palabra, por aquí y por allí, por todas partes todo son ardores, fuegos y llamas; actos continuos; siempre están fuera de sí mismos.

¡Oh! ¡Que en estos excesos, en estas ansias y arrobos también hay peligros e inconvenientes! ¿Pues qué? ¿hay inconveniente en amar a Dios? ¿Se le puede amar demasiado? ¿Puede haber excesos en una cosa tan santa y tan divina? ¿Podremos alguna vez amar bastante a Dios, que es infinitamente amable? Es cierto que nunca amaremos bastante a Dios y que nunca nos excederemos en su amor, si atendemos a lo que Dios merece de nosotros. ¡Oh Dios Salvador! ¿quién pudiera subir hasta ese amor extraño que nos tienes, hasta derramar por nosotros, miserables, toda tu sangre, de la que una sola gota tiene un precio infinito? ¡Oh Salvador! No, padres, es imposible; aunque hagamos todo lo que podamos, nunca amaremos a Dios como es debido; es imposible, Dios es infinitamente amable. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que, aunque Dios nos manda amarle con todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas (1), su bondad no quiere que esto llegue a perjudicar y arruinar nuestra salud a fuerza de actos; no, Dios no nos pide que nos matemos por esto.

Algunos, tres o cuatro del seminario, llevados de este deseo y abrasados de este fuego, se han puesto a producir estos actos continuamente, de día y de noche, siempre en tensión, y la pobre naturaleza no ha podido resistir una acción tan violenta; en ese estado, la sangre se inflama y, bullendo con estos ardores, envía vapores calientes al cerebro, que se llena enseguida de fuego; de ahí se siguen mareos y dolores de cabeza, como si a uno se la apretaran con una venda; los órganos se debilitan y se presentan nuevas molestias; se queda uno inútil para el resto de su vida y no hace más que languidecer hasta la muerte, que no tardará en presentarse.

Esto puede parecer deseable, ya que es bueno verse reducido a ese estado por la caridad que se le tiene a Dios; morir de esta forma es morir de la manera más hermosa, es morir de amor, es ser mártir, mártir de amor. Parece que estas almas bienaventuradas pueden aplicarse las palabras de la esposa y decir con ella; Vulnerasti cor meum; ¡tú eres, Dios mío, el que me has herido con tu amor; tú eres el que me has afligido y traspasado el corazón con tus flechas ardorosas; tú eres el que me has puesto este fuego sagrado en las entrañas que me hace morir de amor! ¡Seas bendito para siempre! ¡Oh Salvador, Vulnerasti cor meum!

Entre los sacrificios que se le ofrecían a Dios en la antigua ley, el holocausto era el más perfecto, ya que se quemaba la hostia en reconocimiento de la soberanía de Dios, y se la consumía enteramente sobre el altar, sin reservar nada de ella; todo quedaba reducido a cenizas, a polvo, por la gloria de Dios. Creo que se podría llamar a esas almas victimas de amor, holocaustos, ya que, sin reservarse nada, se consumen y van inmolándose por completo. ¡Dios mío! ¡Qué glorioso es morir de este modo y qué dichoso perecer por estas llagas tan hermosas!

Sin embargo, hay que tener cuidado con todo esto: hay mucho peligro y muchas equivocaciones; vale más, mucho más, no calentarse tanto, moderarse, sin romperse la cabeza por hacerse esta virtud sensible y casi natural; porque al fin, después de todos estos esfuerzos no hay más remedio que relajarse, abandonar la presa; y ¡cuidado! no lleguemos a hartarnos por completo y a caer en un estado peor que el de antes, en la condición peor de todas y de la que uno casi nunca se levanta. San Pablo dice que es imposible que uno que haya amado y saboreado las dulzuras de la devoción, y luego ha perdido estos gustos y se ha aburrido, vuelva a reponerse. Cuando dice que esto es imposible, quiere decir que es muy difícil, que casi se necesita un milagro.

Eso es lo que muchas veces se gana por romperse la cabeza y por querer hacerse la virtud sensible, eso es lo que se gana: queda uno disgustado de toda clase de devoción, disgustado de la virtud, disgustado de las cosas más santas, y cuesta muchos trabajos y fatigas volver a recuperarse. ¡Oh Salvador! Eso es lo que les pasa de ordinario a esas personas, que perjudican y estropean notablemente su salud, pues siempre se ponen enfermas, ya que esta gran violencia que se hacen suele acabar en esto. Es preciso, a pesar de todo, relajarse, ya que no es posible seguir todo ese gran número de actos que hacen cada día; entonces bastará con tres o cuatro; y si hacían cincuenta, que se contenten con hacer uno o dos, y hasta ninguno; es necesario abstenerse de ello hasta haberse recuperado por completo, si es que acaso todavía es posible recuperarse; pues, de ordinario, queda uno estropeado para el resto de sus días y lo que sigue.

Por eso hay que tener mucho cuidado. Les pido a los padres directores que pongan en ello una atención especial. Esto sucede en los comienzos: cuando uno empieza a saborear las dulzuras de la devoción, ya no puede saciarse y se sumerge uno cada vez más, sin tener nunca bastante. ¡Necesito tener esta presencia de Dios, pero continuamente! ¡He de esforzarme en ello! Y uno se empeña en ello, sin dar su brazo a torcer; se apega a ello con una obstinación invencible, hasta ponerse enfermo, como decíamos hace un momento. ¡Es demasiado! ¡Es demasiado!

Muchas veces el demonio nos tienta por ahí; cuando no puede llevarnos directamente a obrar mal, nos incita a abrazar más bien del que podemos, y nos sobrecarga hasta que nos hundamos bajo un peso demasiado grande, bajo una carga demasiado pesada.

Hermanos míos, las virtudes consisten siempre en el justo medio; todas ellas tienen dos extremos viciosos; cuando uno se separa de un extremo, corre el peligro de caer en el vicio contrario; hay que caminar debidamente por el centro, para que nuestras acciones sean dignas de alabanza. Por ejemplo, la caridad de la que hablamos tiene dos extremos que son malos: amar muy poco o nada en absoluto, y amar con demasiado celo y con ansia. No preocuparse nunca de amar, no hacer ningún acto de amor o muy raras veces, es negligencia y pereza en contra de la caridad, que nunca está ociosa; pero también hacer actos hasta quemarse la sangre y romperse la cabeza es excederse en esta materia y caer en el otro extremo vicioso; la virtud está en el medio; los extremos no sirven para nada.

Le ruego, pues, al padre [Delaspiney], encargado del seminario, que tenga en cuenta esto en las comunicaciones; sí, padre, le suplico que se fije bien y ponga la mano en ello, para que no se estropee nadie la cabeza; hay que moderar a los que tienen demasiado fervor, no sea que se excedan, así como también excitar y despertar un poco a los que carecen de él y no hacen ningún acto, con el pretexto de no incomodarse; hay que evitar la negligencia y no ser flojos. Pues bien, estos rompimientos de cabeza provienen de ordinario de un deseo desmesurado de progresar, del amor propio y de la ignorancia, y porque uno quiere hacerse sensibles las virtudes y las cosas espirituales; se quiere de un solo paso llegar a un eminente grado de virtud, desconociendo la debilidad de nuestra naturaleza y la flojedad de nuestros cuerpos, y actúa uno por encima de sus fuerzas; de ahí que la pobre naturaleza se sienta oprimida, agobiada, y se ponga a gritar y a quejarse, hasta obligarnos a aflojar. Hemos de atender a las necesidades naturales, ya que Dios nos ha sujetado a ellas, y acomodarnos a su debilidad. Dios lo quiere así; es tan bueno y tan justo que no nos pide más; conoce muy bien nuestras miserias, tiene compasión de ellas y, por su misericordia, suple a nuestros defectos. Hay que tratar buenamente con él, sin preocuparnos demasiado; su bondad y su misericordia llenarán lo que nos falta.

Me acuerdo, a propósito de esto, de una idea del obispo de Ginebra, que decía con palabras muy divinas y dignas de tan gran hombre: «No me gustaría llegar a Dios, si Dios no viniese hacia mi!». ¡Palabras admirables! No le gustaría ir a Dios, si Dios no fuese primero hacia él. Estas palabras brotan de un corazón perfectamente iluminado en esta ciencia del amor. Si esto es así, un corazón verdaderamente lleno de caridad, que sabe lo que es amar a Dios, no querría ir hacia Dios, si Dios no se adelantase y lo atrajese por su gracia. Esto es estar muy lejos de querer obligar a Dios y atraérselo a fuerza de brazos y de máquinas. No, no, en esos casos no se consigue nada por la fuerza.

Dios, cuando quiere comunicarse a alguien, lo hace sin esfuerzos, de una manera sensible, muy suave, dulce y amorosa; así pues, pidámosle muchas veces este don de la oración, y con mucha confianza. Dios, por su parte, no busca nada mejor; pidámoselo, pero con toda confianza, y estemos seguros de que acabará concediéndonoslo, por su propia misericordia. El no se niega nunca, cuando rezamos con humildad y confianza. Si no lo concede al principio, lo concederá luego. Hay que perseverar sin desanimarse; y si no tenemos ahora ese espíritu de Dios, nos lo dará por su misericordia, si insistimos, quizás dentro de tres. o cuatro meses, o de uno o dos años. Pase lo que pase, confiemos en la providencia, esperémoslo todo de su liberalidad, dejémosle hacer y tengamos siempre ánimos. Cuando Dios, por su bondad, le concede a alguien una gracia, lo que éste creía difícil se le hace tan fácil, que allí donde tenía tanta pena encuentra ahora placer y no tiene más remedio que extrañarse en su interior de este cambio tan inesperado. Hic est digitus Dei, haec mutatio dexterae Excelsi. Entonces uno se siente sin esfuerzo alguno en la presencia de Dios; ésta se hace como natural, sin cesar nunca; y esto se hace además con mucha satisfacción. No es menester esforzarse ni forjar en el ánimo palabras altisonantes: eso es lo que estropea el estómago; Dios escucha muy bien sin que le hablemos, ve todos los rincones de nuestro corazón y conoce hasta el más pequeño de nuestros sentimientos.

¡Oh Salvador!, no tenemos más que abrir la boca para que tú descubras nuestras necesidades; tú oyes el suspiro más tierno, el movimiento más pequeño de nuestra alma, y con un dulce y amoroso impulso obtenemos de ti incomparablemente más gracias y bendiciones que con esas extremas violencias. ¡Oh Salvador!, tú sabes lo que quiere decir mi corazón; me dirijo a ti,. fuente de misericordia; tú ves mis deseos y cómo no tienden más que a ti, no aspiran más que a ti y no quieren otra cosa más que a ti. Digámosle muchas veces: Doce nos orare; concédenos, Señor, ese don de la oración; enséñanos tú mismo cómo hemos de rezar. Es lo que le pediremos hoy y todos los días con confianza, con mucha confianza en su bondad.

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