Una figura discutida: el P. Vicente Lebbe, C.M. (III)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros Paúles1 Comments

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Autor: Octavio Ferreux · Traductor: Félix Urrestarazu. · Año publicación original: 1964 · Fuente: Anales.
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Últimas actividades del P. Lebee

Después de la consagración de los seis Obispos chinos en Roma el 28 de octubre de 1926, el P. Lebbe suplicó a Mons. Soun que le admitiese en su Vicariato de Nan-Kuo. Al Obispo no le interesaba semejante misionero, que tan­tas perturbaciones había causado en las Misiones del Nor­te. Pero presionado reiteradas veces por altas personalida­des, Mons. Soun cedió. Y en la primavera de 1927, unos meses después que el propio Mons. Soun, el P. Lebbe volvía a China.

Uno de los primeros pasos del P. Lebbe fue el de adoptar la nacionalidad china. A partir de ese momento gozó de plena libertad. Con total independencia y sin autoriza­ción alguna empezó a desplazarse con frecuencia fuera de su Vicariato.

Bien pronto pudo comprobarse que sus viajes tenían por fin el de buscar y reunir jóvenes cristianos de buena voluntad con los que formar una comunidad de hombres a la que daría el nombre de «Hermanitos de San Juan Bau­tista». Más tarde formaría otra comunidad femenina: las «Teresianas».

La primera institución de religiosas indígenas, las Hermanas de San José o «Josefinas», fundadas por Mons. Delaplace en 1872, había sido imitada no sólo por los Obis­pos Paúles, sino por un gran número de jefes de Misión. Así habían ido surgiendo en los diversos Vicariatos Co­munidades religiosas chinas con reglas prácticamente idénticas a las de las Josefinas. Estaba, pues, comproba­do que a poco que se las fomentase, las vocaciones religio­sas femeninas eran abundantes entre los fieles.

¿Podría decirse lo mismo de las vocaciones masculinas? Es necesario ante todo tener en cuenta que los Vicarios Apostólicos, religiosos en su mayor parte, no veían nece­sidad de más Hermanos religiosos que los coadjutores, que en todas las religiones clericales son auxiliares de los misioneros. Cuando los Hermanos extranjeros no eran su­ficientes formaban en su Noviciado provincial a jóvenes que se sentían llamados a esa vocación de entrega y sa­crificio. Pero su número se limitaba siempre a las necesi­dades de las respectivas Misiones. La principal preocupa­ción de los Obispos era el reclutamiento de vocaciones sacerdotales, y, al mismo tiempo, facilitar a los semina­ristas su entrada en las Congregaciones religiosas cleri­cales.

Por otra parte, los dos únicos monasterios de religio­sos de vida contemplativa, los de Nuestra Señora de la Consolación y Nuestra Señora de Liesse, habían probado que el monaquismo era agradable a los chinos. Ambos disponían, en efecto, de numerosas vocaciones.

El P. Lebbe emprendía una obra muy hermosa. Su en­tusiasmo, su elocuencia persuasiva le facilitaron la tarea entre las almas rectas. No hay duda de que muchos jó­venes de ambos sexos encontraron en esas dos sociedades la realización de los ideales de perfección y total entrega que su fe les había inspirado. Por su parte, el fundador se dedicó con toda el alma a su formación. Dejó de usar la larga pipa de los letrados que hasta entonces había lle­vado y se entregó a la fiel observancia de la regla que él mismo había elaborado.

Solicitó por los cauces legales la dispensa de los votos perpetuos de la Congregación. Y como desde hacía mucho tiempo vivía por completo al margen de todo control de los Superiores, éstos se la concedieron de muy buena gana el 11 de julio de 1934.

Si el P. Lebbe se hubiera limitado a su obra, habría po­dido hacer un gran bien. Pero vino la guerra chino-japo­nesa. A Lebbe se le ocurrió entonces que debía intervenir en ella con su rebaño, tomando parte activa en la defen­sa del país, o mejor, de su país… Resulta difícil y doloro­so comprender a qué extremos puede conducir una ima­ginación desbocada. Desde la primera semana del conflic­to se apoderó de él la convicción de que su deber de sacer­dote le obligaba a ser la cabeza visible de un movimiento patriótico. El 18 de julio de 1937 reunió a los Hermani­tos para decirles que la única preocupación debía ser en adelante la de servir a la patria. Todos los que no tuvie­ran en el monasterio un quehacer inaplazable, le acom­pañarían al ejército. Los novicios irían al Shansi, lejos del frente, para continuar su formación hasta el momento en que estuvieran preparados para reforzar el Cuerpo de ca­milleros. Si aún se hubiese limitado a prestar ese hermoso oficio de camilleros a los heridos de guerra…

Pero fué más allá: al año siguiente, mientras se halla­ba en el Shansi, organizó entre los cristianos de la región un Cuerpo de francotiradores de más de 500 combatien­tes. Acompañados en cada grupo por algunos Hermanitos, tenían como misión hostilizar a los japoneses en los pasos montañosos. El P. Raimundo de Jaegher, sacerdote belga de la Sociedad de Misioneros fundada por el P. Boland con el fin de trabajar bajo la dirección de los Obispos chi­nos, era el coronel de aquel ejército.

No nos entretendremos en relatar las peripecias de aquella aventura. Citemos simplemente una página de la «Vida del P. Lebbe», de Leclerc:

«El P. Lebbe se sintió herido muchas veces por la actitud de muchos misioneros e incluso de algunos Obispos. Mientras él se dedicaba a demostrar por todos los me‑
dios que el catolicismo era la más sólida defensa de la patria, mientras ordenaba a los suyos sostener la moral de  los soldados, formar al pueblo en el sano patriotismo y consolar a los refugiados, la única preocupación de muchos misioneros y de bastantes Obispos era no compro­meterse.

A fin de cuentas, les era indiferente que China fuese gobernada por los chinos o por los japoneses. Aquella gue­rra no era la suya: ellos habían venido a China a predi­car el Evangelio, no a hacer política».

¿Han leído bien?… Estos ingenuos misioneros habían venido a China a predicar el Evangelio,, no a hacer polí­tica. En cambio, el P. Lebbe había venido a hacer política. Es la verdad. Nunca hizo otra cosa, a despecho de todos los Papas, que sin cesar han prohibido a los misioneros de todos los países intervenir en la política y les han or­denado una y otra vez no predicar sino el Evangelio.

Más abajo, en la misma página, Leclerc escribe: «El P. Lebbe escribió al Delegado Apostólico repitiendo lo que veinte años antes le había dicho a Mons. Reynaud. Pero también el Delegado Apostólico se preocupaba de preparar el futuro… Se limitó a recomendar que se rezase por la salvación de China y que se trabajase mancomunadamente por aliviar los infortunios…

Siempre la misma cuestión. La capacidad de indignación del P. Lebbe permanecía tan fresca como en su ju­ventud».

iLa indignación del P. Lebbe ante la conducta del en­viado directo del Papa Pío XI! El autor de la apología pa­rt ce pasmarse ante este genial misionero que ve los problemas de la evangelización con más claridad que el Papa y tonos sus delegados.

Efectivamente, desde el principio de la guerra, Monseñor Zanin había advertido a los misioneros de China lo tomasen partido por ninguno de los bandos. Como
si a de suponer, el P. Lebbe hizo caso omiso de esta advertencia. El estaba muy por encima de iniciativas tan miedosas.

No hemos citado más que una de las 347 páginas que empollen el libro de Leclerc. Pero basta para demostrar que la gran mayoría de los misioneros de China tenía razón al reprobar las maniobras de este misionero que de­nigró todo lo que le fue posible la gran obra de los mi­sioneros que le precedieron o coincidieron con él en la evangelización de China.

Pero, hay que decirlo, el P. Lebbe sufrió mucho en sus últimos años. En una ocasión, doce de sus Hermanos fue­ron detenidos, torturados y asesinados, sin que pueda de­cirse si los autores de estas atrocidades fueron japoneses o guerrilleros rojos. El mismo fue maltratado hasta el pun­to de que su salud se resintió gravemente. Gracias a Mon­señor Yu Pin, Vicario Apostólico de Nankín, y al Presi­dente Chiang Kai Chek fue trasladado en avión a Chun­King, residencia del Gobierno durante la guerra. Allí mu­rió el 24 de junio de 1940, después de haber recibido los últimos sacramentos, según escriben los testigos de su fa­llecimiento, muy escasos por otra parte.

Surge aquí una duda importante. Pocos meses después de su muerte corrió el rumor de que el P. Lebbe se había retractado antes de morir y había reconocido sus erro­res… Si ello es verdad, si de hecho confesó públicamente sus faltas, por restringido que fuera el número de testigos, todo habría concluido del mejor modo posible. «Errare humanum est». Pero ahí está el problema: ¿Se retractó de verdad? ¿Reconoció sus faltas? Mons. Zanin se lo asegu­ró así a Mons. Deymier, Arzobispo de Hanchow. Otros tes­timonios confirman esta creencia. Entonces podemos de­ducir dos conclusiones importantes:

  1. Reprobación sin paliativos de ciertos métodos y ciertas actitudes extremistas del P. Lebbe,
  2. Derrumbamiento del mito que se ha querido crear de «Lebbe o el misionero modelo».

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