Una Experiencia Vicenciana De «Misión Ad Gentes» Entre Los Indios De La Pampa Y Patagonia Argentinas

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

CREDITS
Author: Florentino Meneses, C.M. .
Estimated Reading Time:

Enero de 1874 a diciembre de 1879

Dedico estas páginas:

  • A los lazaristas PP. Fernando Meister, Jorge M. Salvaire, Pablo Emilio Savino y el Hno. Romualdo Pérez, que con sudores, lágrimas y constantes peligros sembraron el Evangelio del Reino entre los indios de la Pampa inmensa, llana y convulsa de finales del siglo XIX
  • Y también a los hijos de San Vicente de Paul PP. José Birot y Juan Cellerier que, con las Hijas de la Caridad sor Isabel Mercier, Delfina George y María de la Cruz Solórzano, llenaron, con el perfume de su caridad evangélica y exquisita, la pequeña isla rioplatense de Martín García, donde el superior gobierno de Buenos Aires había concentrado a los prisioneros de la «Conquista del Desierto» que a ella iban llegando en condiciones morales y materiales archimíseras, además de atacados por la viruela.

Geografía de la misión pampeano-patagónica

Ubiquémonos —como por acá se dice habitualmente— en el lugar exacto de las actividades misioneras de los hombres y mujeres a quienes acabamos de dedicar estas páginas. Los protagonistas de la «misión y caridad» se concentraron en lo que hoy es la inmensa provincia de Buenos Aires, que incluía parte de las actuales Pampa y Río Negro.

La Argentina continental —excluyo la parte que le corresponde de la An­tártida, Tierra del Fuego e islas del Atlántico Sur— tiene una extensión de 2.791.810 kilómetros cuadrados. En tan vasto territorio hay veintidós pro­vincias con una jurisdicción territorial que oscila entre los 22.524 kilóme­tros cuadrados de Tucumán y los 307.521 de Buenos Aires. Además de esta división administrativa está el Distrito Federal bonaerense, que tiene go­bierno propio y autónomo para sus 200 kilómetros cuadrados de superfi­cie. Luego están las otras jurisdicciones de que escribí más arriba que dan un monto de 1.231.064 kilómetros. Sobre todos estos datos concluimos que la República Argentina tiene un territorio soberano de 4.022.874 kilóme­tros cuadrados.

Los mapas que adjunto, correspondientes a la provincia de Buenos Aires, ilustran, mejor que las palabras, el campo y lugar exactos de la tarea misionera de nuestros cohermanos. El lector podrá advertir que esos cam­pos de misión se encontraban al oeste de la Capital Federal, a excepción de la Patagonia que se ubicaba en la punta sur. El marco geográfico de este es­tudio se centra particularmente en la provincia de Buenos Aires, que fue el campo concreto donde trabajó la Congregación de la Misión, al compro­meterse con estas misiones.

Idiosincrasia de los indios argentinos

Resulta extremadamente dificil bosquejar el cuadro que presentaban las tribus y familias indígenas de estas regiones. La documentación es rara y con frecuencia confusa. Existen escollos insalvables, motivados en ocasio­nes por la carencia absoluta de noticias, o por noticias contradictorias, o por el abuso de nombres para designar a las mismas agrupaciones, o por la cos­tumbre de dar el nombre de «naciones» a lo que sólo fueran tribus reduci­das de una gran nación, o por falta de investigaciones antropológicas… El padre Guillermo Furlong, S.J., en su obra Entre los pampas de Buenos Aires, escribe: «Sobre los indígenas que poblaban aquellas inmensas re­giones del centro y sur de Buenos Aires, existe ciertamente un informe múltiple, pero a la vez tan discorde, que desconcierta a los estudiosos». Lo mismo opina el profesor Rómulo Muñiz en su obra Los indios pampas, y el padre Lorenzo Massa en sus estudios Los salesianos en la Pampa y Las misiones salesianas en la Pampa.

Se sabe que durante la colonia dos grandes agrupaciones de indios arau­canos (de Chile) se adueñaron de los campos del centro y norte de la pro­vincia de Bs. As., y del antiguo territorio de la Pampa. Esas dos grandes tri­bus fueron: la de los Vorogas y la de los Ranqueles. Los vorogas eran in­dios araucanos que vivían al sur de Chile. Al emigrar a territorio argentino se establecieron en los parajes más feraces del oeste de la provincia de Bue­nos Aires y este de la Pampa. Los ranqueles eran también araucanos. Todos esos, junto con los querandíes y tehuelches, fueron las tribus indígenas más directamente relacionadas con la acción de los misioneros Vicentinos.

En 1580 —año de la fundación de la ciudad de Buenos Aires, la segunda fundación— los indios eran pocos en la provincia bonaerense. La aparición del ganado vacuno y equino despertó la curiosidad y la codicia de los indí­genas y los atrajo hacia las pampas, abandonando en parte los valles de la Cordillera que antes habían preferido. En el manejo del caballo los indios se hicieron jinetes sumamente expertos. Con tal medio de locomoción se hicieron dueños del desierto y las aterradoras distancias se constituyeron en pistas de competencia y de habilidad: ni malezas, ni montes, ni esteros, ni médanos, ni guadales, detuvieron la velocidad de los indios. Fueron dueños indiscutibles e indiscutidos de las llanuras pampeanas y pudieron competir ventajosamente con el español.

En la literatura de la época, el habitante de las pampas bonaerenses re­cibía los nombres de paisano, campero, gaucho y gaucho matrero. Al «pai­sano» se le identificaba con el hombre de trabajo, el labrador, el conductor de ganados…; «campero» es el hombre habituado a recorrer los campos de­siertos; «gaucho» es un hombre original de la zona del Río de la Plata, que presentaba un carácter particular: el coraje indomable del indígena y la hi­dalguía del español. Es un espíritu fuerte, de ánimo audaz, que no se so­mete a disciplina alguna. Pelea y huye a los montes, cuyos escondites co­noce palmo a palmo, y si es necesario huye a las tolderías y se refugia entre los indios. Es inseparable de su caballo, con su lucido recado, el rebenque y el lazo. Pese a su aspecto semisalvaje es siempre caballero; finalmente, está el «gaucho matrero», producto de la «pampa inmensa», que se deja lle­var por sus instintos y desprecia la ley y para el que valen muy poco los bie­nes o la vida ajena.

No se puede hablar de los indios de la Pampa sin referirse al «malón». El malón era una invasión a tierra de cristianos, hecha por los indios, para incautarse del ganado, incendiar fortines o sorprender una población fronteriza, robando y llevando cautivos y cautivas. Si bien el «malón» se hacía siempre por sorpresa, nunca era improvisado. Los caciques (jefes) de la indiada enviaban espías, que ocultándose tras los médanos o entre los árboles, y actuando de noche, observaban cuánto podía haber de peligro para ellos (recursos, soldados armados, cañones, etc.) o de codiciable (animales, especialmente). En estos malones los indios se llevaban grandes cantidades de vacuno. Se sabe, por ejemplo, que el malón organizado en 1856 por el cacique Calfucurá despojó las estancias de la provincia de Buenos Aires llevándose más de 400.000 animales. Otro tanto sucedió en el ataque de 1870 al fortín de Tres Arroyos. La población fue incendiada, muchos hombres fueron alanceados y los indios se llevaron 40.000 vacunos, gran cantidad de caballos y muchos cautivos. Como última muestra de lo que era un «malón» diré que el que cayó en 1872 sobre la ciudad de Veinticinco de Mayo quemó la población, mató a 300 hombres del Ejército Nacional y se llevó 150.000 animales vacunos y 500 cautivos.

Así las cosas, el 16 de abril de 1879 el general Julio Argentino Roca, ministro de Guerra y Marina, preparó cinco grandes divisiones que, en forma de abanico, invadieron los territorios de la Pampa y de la Patagonia, hasta lograr el exterminio de los indios, a pesar de sus intenciones en sentido contrario. Había comenzado «La Conquista del Desierto». Este equivocado calificativo —»desierto»— geográficamente no era exacto, porque en su interior existían fértiles y productivas regiones, ptincipalmente en los valles de los ríos y arroyos. Más bien se atribuía al desconoeitniento de Ia geografía, como ocurrió casi a finales del siglo XIX. La conquista del desierto concluiría en 1883 con la entrega de Manuel Namuncurá, el «Tigre de la Pampa», como le llamó Roca. Evangelizado, junto con su tribu, por los padres salesianos, fue bautizado y recibió la primera comunión en 1902, a los noventa y un años.

Recordando la primera evangelización

Es de admirar la solicitud de la Iglesia por el bien espiritual y la promoción humana de los indios. La historia es muy rica en datos y realizaciones Hillantes al respecto. ¿Quién no ha oído hablar de las Reducciones Jesuíticas del Paraguay, parte de cuyo terreno es hoy territorio argentino?

Fueron precisamente jesuitas, que por el sur de Chile penetraron en Argentina, los primeros misioneros de la Patagonia. El padre Mascardi estableció allí una Misión en 1670, siendo asesinado después por los indios. A principios de 1700 el padre Van der Mer predicaba en aquella misma zona y después de permanecer cuatro años entre ellos, lo envenenaron. Otro tanto le pasó al padre Elguea.

Resultados tan tristes y dolorosos no desalentaron a los intrépidos mi­sioneros de la Compañía de Jesús. Y así, a mediados del siglo XVIII, tres sacerdotes jesuitas penetraron nuevamente en la Pampa y en la Patagonia, donde fundaron varios centros de misión. Uno de esos sacerdotes, el inglés Thomas Falkner, protestante y médico, primero, y, tras su conversión en Bs.As., jesuita por vocación, fue el que dejó huellas más profundas. Con la expulsión de los Jesuitas por el rey Carlos III (1767), Fallmer tuvo que abandonar Argentina y refugiarse en su Inglaterra natal. Allí escribió una obra titulada Descripción de la Patagonia. El historiador Gálvez dice que esta obra abrió los ojos no sólo a Inglaterra, que comenzó a merodear las costas patagónicas, sino también a los mismos argentinos.

Y llegamos al siglo XIX, que definiremos como etapa de la evangeliza­ción moderna para distinguirla de la «primera», a la que acabamos de alu­dir. Es en esta época cuando la divina Providencia provee a la Argentina de familias religiosas y misioneras para el adoctrinamiento y la evangeliza­ción. Tales familias, nacidas en este país o llegadas de Europa, emprendie­ron la obra misionera bajo la mirada atenta de los obispos, pero sin descui­dar el espíritu propio de cada institución.

Entre esas familias religiosas llegadas de fuera, tres singularmente se consagraron a la obra misionera: los Franciscanos, en el Gran Chaco y la frontera del sur de las provincias de Córdoba y San Luis; los Lazaristas, en la provincia de Buenos Aires, y los Salesianos, a una con las Hijas de María, Auxiliadora, en la Patagonia.

Implantación de la C.M. en Argentina

Con el generalato del padre Juan Bautista Etienne la Congregación de la Misión comienza una nueva andadura misionera. Atrás quedan los años azarosos, convulsos y tristes de la Revolución Francesa, con todas sus se­cuelas de destrucción y muerte y de dispersión de los miembros de la «pe­queña Compañía» de la Misión, que con aquel golpe se había ido achican­do mucho más. Con el joven Superior General llega «la restauración de la C.M. como nueva creación». Como resultado de esa recreación o refun­dación se abre a las Hijas de la Caridad y a los sacerdotes de la Misión (Lazaristas) un nuevo campo misionero y quedan implantados en la recién in­dependizada República Argentina. El contrato de implantación fue firmado en París el 2 de febrero de 1858 ante los superiores generales de la Misión, P. Etienne, y de la Caridad, sor Agustina Devos, y contemplaba el envío de tres Lazaristas y doce Hijas de la Caridad. Cuando llegó el momento del embarque —21 de julio de 1859, en El Havre— fueron solamente dos los misioneros que viajaron con las hermanas. Llegaron a Bs. As. en el barco «Racine», que atracó en el puerto el día 13 de septiembre, desembarcando los pasajeros/as el 14 siguiente.

El padre Revelliere, C.M., describe así los ministerios de los misioneros en sus comienzos: «En los primeros arios el cometido de los misioneros se redujo a imitar más o menos la vida oculta de Nestro Señor. Privados de la capilla que se les había prometido en el contrato, desconocedores del idioma del país y sin ocupación bien determinada, todo el trabajo se redujo a la dirección espiritual de las hermanas… Enseñaban religión a los enfermos del hospital y escuchaban las confesiones de las personas deseosas de ponerse bajo su dirección… Desde 1863 para adelante se aplicarían a la instrucción de la juventud».

En 1872 llegaron a Luján.

La evangelización de los aborígenes

Fue obra principalmente de los PP. Meister, Salvaire y Savino. Los Lazaristas llevaban ya 14 arios en Argentina y el arzobispo de Bs. As. ya se había fijado en ellos para encomendarles el Santuario de Luján.

Ahora los quería para la misión entre los indios. Una misión que fue limitada, por la misma inestabilidad de aquellos arios inmediatamente anteriores a la «conquista del desierto». Tuvo lugar en cinco zonas distintas: Azul, Bragado y los Toldos; luego, un comienzo de misión, que sólo quedó en proyecto: Carmen de Patagones. A éstas hay que añadir la acción misionera llevada a cabo con los indios prisioneros en la isla de Martín García, en la embocadura del Río de la Plata, entre finales de 1878 y agosto de 1879.

Preparativos para la misión indiana

Siendo aún vicario capitular de la Archidiócesis de Buenos Aires, Monseñor Aneiros proponía, en 6 de septiembre de 1872, al ministro de Justicia y Culto, la creación de una asociación o consejo para las misiones entre los aborígenes. Conseguido el visto bueno no sólo del ministro Nicolás Avellaneda, sino del propio presidente de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento, el obispo-vicario dirigía, el 15 de noviembre, sendos oficios: al Papa, al superior general de la Congregación de la Misión y al presidente del Consejo Supremo de la Propagación de la Fe, en Lyon.

Al padre Etienne le pedía colaboración personal. En ausencia del general de los Lazaristas contestaba uno de sus consejeros, prometiendo el envío de algunos sacerdotes para el próximo mes de septiembre; y añadía: «Más tarde, si Dios bendice los primeros trabajos, como lo esperamos, haré todo lo posible para corresponder al celo de Vuestra Señoría Ilustrísima».

El 3 de diciembre, día de San Francisco Javier, el arzobispo reunía por primera vez el «Consejo para la conversión de los indios al catolicismo». Con una doble finalidad: asesorarse y arbitrar recursos. El 24 de julio de 1873 volvió a reunirse el Consejo, que elaboró un proyecto de ley con las modificaciones presentadas a un anteproyecto del ministro Avellaneda. El prelado no actuaba tan sólo desde su despacho o curia diocesana bonaerense. Bajaba al terreno de la realidad, personándose en el propio campo misionero (las ciudades de Azul y Olavarría) para conocer mejor las necesidades de las misiones que planeaba realizar.

El visitador de los Lazaristas en Argentina, padre Jorge Revelliere, escribía el 4 de agosto a su superior general: «Hace dos años que monseñor se ocupa activarnente en esta obra completamente apostólica, esperando ver llegar la hora en que podrá empezar… Desde que sigue esta idea, se ha puesto en contacto con los indios.

En marcha hacia la Misión

La Misión entre los indios está a punto de comenzar. ¡Quiera Dios bendecirla!, escribía el Visitador al Superior General. Mientras tanto, el obispo acepta con gratitud su promesa y las condiciones que pone. Lo único que lamenta es el número tan exiguo de misioneros: dos. El plan de monseñor Aneiros era amplísimo. Por eso «no deja de causar sorpresa la respuesta de los superiores de la Congregación para una obra de tanta envergadura, ¡apenas dos misioneros! Quizá esto explique, parcialmente, el desenlace de la Misión indiana; y también la actitud del arzobispo cuando dos años despues acuda a Don Bosco. Pareciera que éste ya tenía preparado todo un ejército de misioneros ad hoc, comenta el padre Palacios, C.M.

Teniendo en cuenta que la Misión se realiza en distintos tiempos y lugares, al describirla la dividimos en etapas cronológicamente sucesivas. De esta manera facilitamos a nuestros lectores el seguimiento de la acción misionera vicenciana en este período.

Azul era entonces una pequeña villa situada a 340 kilómetros al sur de Buenos Aires (el padre Salvaire anota: «sesenta leguas»). Junto a ella esta­ban acantonados —desde 1852— los indios puelches del cacique Cipriano Catriel.

Al Azul llegaron los misioneros el 2 de enero de 1874. Eran los padres Fernando Meister y Jorge María Salvaire, quienes se instalaron solemne­mente el 25 con la celebración de la misa y el recuerdo familiar del «pri­mer sermón de misión» de su Padre y Fundador. Los primeros pasos de los misioneros fueron, obviamente, el estudio y aprendizaje de la lengua indí­gena. Los indios de la tribu de Catriel, debido a su frecuente comunicación con los cristianos, estaban suficientemente familiarizados con el español, lo que permitió a los misioneros comenzar enseguida la evangelización. Tan bien dispuesto se manifestó el cacique Catriel, que hizo bautizar a sus hijos. Él y su familia dejaron libertad a los misioneros para predicar el Evangelio a la tribu; libertad de abrazar el cristianismo, pese a su inclina­ción en contrario.

Los indios querían, ante todo, escuelas. Y los misioneros levantaron dos, con los recursos que les envió el arzobispo. El padre Revelliere, por su parte, escribe: «… habían pedido establecer la escuela con los aportes del Gobierno».

Los padres Meister y Salvaire catequizaban los domingos en la capilla de la población y entresemana hacían incursiones misioneras por las tolderías de los indios. Tuvieron sus enemigos y contradictores: los masones y protestantes, refractarios a la acción misionera; pero también los propios indios, dados a la bebida, a la poligamia y a una vida moral desenfrenada. Pero la verdadera dificultad les vino de la revolución de 1874, que acabó con la vida del cacique Cipriano Catriel, que les había facilitado la entrada en las tribus de su jurisdicción. Su hermano Juan José no quiso saber nada del proyecto misionero al que «no quería dar su palabra, porque la Misión y cristianización le parecían un sueño».

Ante tal situación, los misioneros decidieron ponerse a disposición del prelado banaerense para que les enviara a la catequización de otras tribus mejor dispuestas. En el momento de su salida de Azul nuestros misioneros estaban componiendo una gramática de la lengua pampa, «sistemática y exacta» y con vocabulario.

Habían estado residiendo en Azul por espacio de dos años: 1874-1875. Con los misioneros, libres ya del compromiso en Azul, el arzobispo deci­dió reforzar la Misión de Bragado.

Intermezzo: El padre Salvaire en Salinas Grandes

El pensamiento predominante en el «Consejo para la conversión de los indios» fue el de «empezar las misiones por lo más interior del desierto». Azul estaba a mitad de camino entre Buenos Aires y Salinas Grandes, y éstas en el sur de la capital federal. La oportunidad de penetrar tierra adentro fue brindada por la necesidad urgente de rescatar cuatro cautivos de la alta sociedad porteña, que habían sido arrebatados por los indios en uno de tantos «malones». Tras recibir la carta del arzobispo Aneiros, el padre Meister, superior de la Misión, designó al padre Jorge Maria Salvaire para ese cometido. Este misionero tenía una cierta ventaja ante los indios: había obtenido tiempo atrás del general Rivas la libertad del preso indio Ignacio Pallán, cuñado del cacique de los vorogas Manuel Namuncurá.

a) Primer viaje

El 16 de septiembre de 1875, Salvaire se ponía en marcha rumbo a Salinas Grandes. El viaje fracasó apenas iniciado. El misionero lo había previsto, al negarse a ir acompañado de militares. Es una anomalía, argumentaba Salvaire al sargento mayor de ingenieros Federico Mekhert, si se com-para este aparato de tantos pertrechos bélicos con la Misión esencialmente pacífica que llevaba él como misionero.

Hubo algunas causas más. Entre las principales fue la decisión del Gobierno de adueñarse de una ciudad importante llamada Carhué sobre la que el cacique Calfucurá, antes de morir, había dejado dicho a los suyos: «No os dejéis arrebatar Carhué». La prensa de Bs. As. había llevado esta información al campo indígena, lo que provocó a los indios, que empezaron a reunirse para resistir.

Luego fue la perversidad de los soldados que vivían en los fuertes de las fronteras. Sus excesos eran tales, que indignaban a los indios. El padre Salvaire comentaba con el arzobispo: «La corrupción entre los cristianos de las fronteras ha llegado a tal punto, que un día le oi a una mujer india recriminar a su hijo: Hijo, eres deshonesto como un cristiano».

Y, finalmente, hubo otra causa más. Ésta coyuntural: en el fuerte del general Lavalle algunos soldados vejaron a la hija del capitanejo Thraipú, de la tribu de Namuncurá, que integraba la escolta de Salvaire. Este lamentable suceso llegó a oídos del Gran Cacique y lo hizo montar en cólera mucho más. «Regresó entonces para Azul —comenta el misionero al arzobispo—, pero envuelta el alma en una nube de tristeza».

b) Segundo viaje

Nuevamente, el 20 de octubre, Salvaire se ponía en marcha hacia los tol­dos voroganos, con escolta de indios enviados por Namuncurá y abundan­cia de regalos, víveres y vestimenta. El 1.° de noviembre llegaba a Salinas Grandes, siendo su intención no sólo rescatar cautivos/as, sino también sondear el ambiente para fundar una Misión Católica en el campo indíge­na.

Se encontró con una sorpresa desagradable, que lo sobresaltó. Revuel­tos los indios por un cristiano de Chile, que le acusó de espía y brujo, qui­sieron alancearlo. Después de un largo parlamento de seis horas con el ca­cique y los capitanejos, expuesto al implacable sol de la Pampa, decidieron «que se le diera muerte». En ese momento surgieron dos valedores del mi­sionero: Bernardo, primo de Namuncurá, y su cuñado Alberito Reumay. Ante aquella turba de indios exaltados, Bernardo se levantó y con vehe­mencia dijo que los enemigos del padre Salvaire eran unos canallas, unos infames, que todo lo dicho por ellos era vil calumnia y que el misionero, lejos de ser un espía del Gobierno, era un amigo sincero de los indígenas. Ignacio Pallán, el capitanejo liberado de la cárcel por Salvaire, que estaba presente en el juicio que se le estaba haciendo al misionero, echó sobre él su propio poncho como signo de amistad y de protección. Había salvado la vida del lazarista.

De los sufrimientos soportados en aquel trance aciago surgió en el mi­sionero lo que los historiadores llaman «el voto de Salvaire». En efecto, al verse condenado a muerte, Salvaire recurrió a la protección de la Virgen de Luján, a cuyo servicio había estado varios años antes, e hizo voto de escribir la historia de su Santuario, propagar su culto y levantar a la Señora una basí­lica majestuosa. Los tres aspectos del «voto» fueron cumplidos, testigo la historia. Además de la decena de autores que tratan el tema: cinco lazaristas, dos salesianos, un laico y dos sacerdotes, y entre ellos el cardenal Collo, co­rrobora la veracidad del mismo la dedicatoria de su autor a la monumental obra, en dos volúmenes, Historia de Nuestra Señora de Luján»: Más tarde yo mismo, dulce Madre mía, experimenté de un modo indecible las maravi­llosas influencias de vuestra tierna protección (…). Trábese mi lengua y se haga incapaz de proferir una sola palabra si jamás en mi vida llegara mi co­razón a olvidarse de vuestra portentosa mediación en mi favor y de la promesa que en lance tan apremiante os hice, de consagrar todas mis facultades a haceros conocer como merecéis. Este libro, amable protectora mía, es el cumplimiento de mi inolvidable promesa».

Liberado de sus enemigos y provisto del salvaconducto pertinente, Salvaire emprendió el viaje de regreso a Azul, donde llegó el 21 de noviembre, a pesar de las constantes insidias de los indios malandrines.

Segunda etapa: Bragado

Bragado es una ciudad que está más cerca de Luján que Azul. Exactamente 146 km, en dirección oeste. Muy cerca de ella habían logrado reunirse los restos de la tribu araucana de Pedro Mellinao.

El año 1874 era su cacique el anciano indio José María Railef, alma naturalmente buena y deseosa del bautismo…

En 1873, por el mes de abril, pasó por Bragado el arzobispo Aneiros administrando la confirmación. Recibió la visita de Railef que lo puso al corriente de sus buenas intenciones en orden a la evangelización de los indios de su tribu. El 12 de abril el prelado recibía una carta en la que se le comunicaba: «El cacique Railef y otros indios más de su pequeña tribu están deseando hacerse cristianos». Estas noticias espolearon el ánimo de Aneiros que envió un sacerdote a la Barrancosa (hoy Olascoaga), al oeste de Bragado. El 19 de julio de 1874 ya estaba allí el misionero lazarista de Azul, P. Salvaire, acompañado del presbítero señor Cercas. Enseguida emprendieron la visita misionera a los toldos de los indígenas. Lograron bautizar al cacique y su esposa e inmediatamente después les administraron el sacramento del matrimonio.

Mientras tanto, los padres misioneros seguían visitando los toldos y sus inmediaciones, y abrigaban la más lisonjera esperanza de que «en lo que queda de mes (se refiere a agosto) conseguirán bautizar todos los indios infieles que discurren por estos pagos…» Así escribía el matrimonio irlandés Kavanagh, benefactor de la Misión: «Entre los pobres indios se ha manifestado como una insuperable corriente que a todos los arrastra al cristianismo», escribía Salvaire al arzobispo el 8 de septiembre. Y cumplida su misión en la Barrancosa se ausentó definitivamente parando en Luján, de donde había salido para aquellas misiones entre los indígenas. El recién bautizado cacique Railef quiso acompañarle hasta Buenos Aires, pero enfermó gravemente en Luján, donde murió el 3 de octubre a las once y media de la noche. Sus últimas palabras, recogidas por Salvaire, fueron: «… acaban de decirme que una Señora venía a llevarme».

Los indios de la Barrancosa no quedaron sin ayuda. A principios de febrero de 1875 llegaba otro lazarista, enviado por el arzobispo Aneiros: el padre Pablo Emilio Savino.

Tercera etapa: En Los Toldos de Coligue°

La misión en Los Toldos de Coligue° fue obra del padre Pablo Emilio Savino. Se hallaba este poblado entre las ciudades Nueve de Julio (hoy cabecera de la diócesis de su nombre) y Junín, perteneciente en la actualidad a la archidiócesis de Mercedes-Luján. Muerto el cacique mayor de manera trágica, sus hijos, amonestados por el padre, se dirigieron al gobernador de la provincia para «que tan pronto como concluyeran las guerras civiles en nuestro país, nos dirigiésemos al Gobierno Superior suplicándole edificara una escuela en nuestro campo, a fin de que pudiéramos educar a nuestros hijos… También nos encargó dirigirnos al señor obispo para conseguir nos hiciesen una capilla; todo esto para que la tribu se civilizara y muriera cristiana».

En este escenario fue donde el padre Savino se movió misioneramente. Había nacido* el 19 de octubre de 1839 en Mascita (Italia) e ingresado en la Congregación de la Misión el 20 de mayo de 1864. «Fue médico antes de ser sacerdote, laureado también en Filosofía y Letras y maestro de música. Actuó como misionero en Constantinopla, en el Perú, donde fue ordenado sacerdote, y en Guatemala». Llegado a Argentina en 1874 fue enviado a Azul en enero del año siguiente. Entre los indios de esta zona continuó la evangelización y catequización iniciadas el año anterior por el padre Salvaire y que la revolución de Mitre (24 septiembre al 2 de diciembre de 1874) había impedido completar. Que así fue lo afirma él mismo cuando escribe: «Durante los meses de febrero, marzo y abril me dediqué a instruir a los indios, a quienes iba a visitar varias veces por semana…»

A pesar de todo, eso de convertirse y bautizarse los indios no lo entendían del todo, ni mucho menos. Savino inquirió las causas de dicha refractaria actitud al adoctrinamiento y constató que eran éstas:

  • No creían conveniente abandonar la religión de sus padres y por el contrario querían vivir y morir como habían vivido y muerto sus progenitores.
  • Eran demasiado viejos para aceptar otra religión, adoptar otras ideas y aprender las oraciones de los cristianos.
  • No sabían el castellano y por consiguiente no podían entenderse.
  • Y, finalmente, eran demasiado pobres y estaban mal vestidos para poder asistir a las ceremonias religiosas de los cristianos.

El padre Savino se las ingenió para poner casa, que no impidiera a los bienintencionados la conversión. Y a esperar —decían los indios— que el Go­bierno nos conceda cuanto antes la capilla y escuela que nos prometió, pues tenernos los mejores deseos de hacernos cristianos y de participar de los pro­gresos de la cristiana civilización. El 7 de marzo de 1875 se comenzó la construcción de la capilla, con escuela. Su inauguración tuvo lugar el 22 de agosto.

Para realizar competentemente su misión Savino estudió la lengua arau­cana y compuso un catecismo bilingüe: castellano-araucano, que fue im­preso en 1876. Sobre este catecismo, el mismo Savino comenta: «Lo com­puse con la ayuda de una vieja gramática sobre la lengua de los indios de Chile, cuyo fondo es el mismo que la lengua india de la Pampa». Gracias a él «pude penetrar en el conocimiento de nuestros indígenas». Esto explica, comentamos nosotros, lo que escribe el padre Meinrado Hux, OSB: «El padre Savino catequizaba a fondo. Exigía un catecumenado largo para ase­gurar una perseverancia mayor».

A finales de 1875 sobrevino el gran malón, que todo lo desbarató. Estos sucesos (el gran malón y la sublevación del cacique contra el Gobierno) sorprendieron al padre Savino estando fuera de la Misión. Cuando el 12 de octubre regresó para reanudar la tarea apostólica, advirtió inmediatamente la inutilidad de sus esfuerzos, en un ambiente como ese, terriblemente con­vulsionado y receloso de nuevas invasiones, por lo que ofreció su persona al arzobispo para otra misión.

El 6 de noviembre de 1876 se despedía de Los Toldos, donde había tra­bajado durante veinte meses, con algunas interrupciones.

Cuarta etapa: En Carmen de Patagones

Ésta de la Patagonia es la cuarta estación misionera de nuestros lazaris­tas. En realidad el padre Savino no llegó a realizar esta misión. Deseoso de tentar nuevas experiencias, sólo llegó a agenciarla o prepararla. Afincado en enero de 1877, se aplicó inmediatamente a conocer las características de la zona. Lleno de optimismo, informaba al arzobispo de Buenos Aires: «Esta Misión, en mi concepto, es de mucho porvenir, si nada ocurre a opo­nerse a su éxito y desarrollo».

a) Preparando la misión

A los seis meses de haber dejado Los Toldos, Savino publicaba en La América del Sur (16 mayo 1877) lo que él consideraba su proyecto sobre la Misión patagónica. Era el fruto sazonado de sus tres años de vida misionera en Argentina.

En el proyecto se excluían, en primer lugar, los tratados que «no tienden en manera alguna a la civilización del indio, ni a afianzar sólidamente la tranquilidad de los pueblos fronterizos, pues tan sólo se limitan a impedir de un modo precario e ineficaz las terribles invasiones». Además, los tratados «se prestan fácilmente a la más indigna explotación tanto de la nación como de los indios». Y aducía ejemplos de «indios que habiendo estado mucho tiempo en contacto con los cristianos no han aprendido más que los vicios más abyectos de la gente civilizada y ninguna virtud». Por otra parte, «el indio naturalmente sagaz comprende muy bien que su suerte no mejora por el hecho de aliarse con el Gobierno».

Savino no se limitó a deplorar el mal. Aportó soluciones para la civilización —promoción, diríamos hoy— de los indios bárbaros. «El único medio —decía— es formar con ellos colonias agrícolas, dándoles en propiedad, para el pastoreo de sus ganados y caballos, cierta extensión de campo y designándoles el sitio más a propósito para que construyan sus casitas y levanten tui pueblo». Como no es tarea fácil la administración de estas colonias, proponía asignarles «comisiones de tres o cuatro vecinos de los más respetables, presididas por los misioneros».

La garantía del progreso en las susodichas colonias estaba en la educación de los niños y los adolescentes. Cada colonia tendría uno o dos misioneros con su capilla y dos escuelas para la educación de los niños de ambos sexos, debiendo imponerse a los padres de familia la rigurosa obligación de hacer educar a sus hijos. Era indispensable —insistía el E Savino—fundar un colegio de indios y otro de indias para que de ellos puedan salir más tarde los maestros y maestras de las diferentes tribus.

El proyecto dio que hablar. Se le juzgó incluso utópico. Por eso el periódico La América del Sur salía en su defensa, considerando «practicable y muy practicable la idea» del lazarista italiano. Hasta el mismo gobierno de la provincia de Buenoes Aires se interesó por la idea y solicitó de Savino otros datos, que el misionero transmitió: Para la educación, lo más provechoso era valerse «de los mismos indígenas». «El indio civilizado es mucho más apto que el blanco para la enseñanza y civilización del indio salvaje». E insistía en la creación de dos colegios con enseñanza religiosa y literaria, instrucción en artes y oficios, agricultura y albañilería, y formación de futuros maestros, hombres de cultura e incluso sa­cerdotes…

El padre Savino iba a lo práctico. «Patagones es el punto más a propó­sito para la fundación de tales establecimientos, por ser el centro del co­mercio de los indios de los valles de la Cordillera de los Andes, de una vasta extensión de la Pampa y del interior de la Patagonia. Estos estableci­mientos, enteramente independientes de toda intervención del Gobierno, serian dirigidos por los padres misioneros, quienes confiarían la educación de las niñas a un instituto de religiosas propias para esta obra».

b) Hacia la realización del proyecto misionero

Cuando el padre Savino presentaba el programa que acabamos de des­cribir, él mismo en persona había estado en Patagones, rastreando el terre­no. En efecto, en octubre de 1876 realizó su primer viaje. Vuelto a Bs. As. y obtenido el beneplácito del arzobispo, disponíase, en enero de 1877, a viajar de nuevo a la Patagonia para establecer allí su residencia. En el en­tretanto escribió al Superior General de la Misión, padre Eugenio Boré: «Dentro de pocos días partiré para el Río Negro, al norte de la Patagonia, e ignoro las dificultades que me sobrevendrán…»

Llegado a Patagones comenzó a relacionarse con las tribus del lugar, que le recibieron muy complacidas. Enseguida inició la fundación de las dos escuelas proyectadas para «educar y moralizar al pobre indio, dándole directores, maestros y sacerdotes de su propia raza…» El proyecto fue acep­tado con aplauso por el Consejo de Misiones de los Indios, que presidía el arzobispo. La financiación de esas escuelas correría a cargo de los Gobier­nos nacional y provincial, del Consejo de Misiones y de la Sociedad de Damas de San José de Bs. As. La dirección estaría en manos de los sacer­dotes de la Misión (la de niños) y de las Hijas de la Caridad (la de niñas).

Hay que reconocer que la preparación de la misión fue meticulosa y es­tuvo bien pensada. A fines de 1877 todo estaba listo para comenzar la mi­sión en Patagones: Los planes de evangelización, el número necesario de misioneros, los lugares o casas ya preparados… Estaba también en marcha la solicitud para la consecución de recursos.

Ahí paró todo. Inesperada, repentina y sorpresivamente el padre Savino —motor y alma de esta Misión— presentaba, el 17 de enero de 1878 la re­nuncia a su misión sureña entre los indios. Este hecho alarmó y disgustó al Arzobispo, al Visitador, E Revelliere, y al Superior General, quien se que­jaba, y con razón, que «el padre Savino hubiera debido consultarme».

Lo que, al parecer, motivó el retiro de Savino fue la falta de personal y de los indispensables recursos. A los sacerdotes ofrecidos por sus superiores el padre Savino los había rechazado por ineptos. En cuanto a la ayuda por parte del Gobierno era tan escasa que no llegaba a solventar los gastos ordinarios… Las consideraciones del misionero («una imprescindible necesidad me ha obligado a dar este paso, que no es efecto del desaliento o precipitación sino de detenidas y maduras reflexiones hechas por mucho tiempo delante del Señor…») no convencieron ni al Arzobispo, ni al Consejo de la Congregación de la Misión.

Analizando la renuncia de Savino, el padre Horacio S. Palacios, C.M., que la estudia en profundidad y extensión, aduce alguna razón más. el genocidio o atropello cometido por el Ejército contra los indios en las campañas preliminares de la «Conquista del Desierto». Para él aquello fue el aniquilamiento de una raza. Por su parte, el padre Meinrado Hux, OSB, escribe: «No hay suficientes estadísticas que pudieran decirnos cuántas vidas de la robusta raza araucana fueron cortadas entonces, y cuánta miseria sufrían los deportados…

Hay algunas otras razones de régimen interno, que atañen a su período de Superior de 1a. Misión. «Todos estos eventos son como un diamante menos en la fulgurante corona del misionero de los indios».

Por el mes de octubre de 1879 el padre Savino regresaba defmitivamente a Bs. As. para no volver ya más a la planeada Misión de Patagones. En la historia de la Misión de la Patagonia se le encontrará más tarde solicitando insistentemente a los superiores salesianos la aceptación de su proyectada misión.

Quinta etapa: Con los prisioneros indios en la isla Martín García

El general Julio Argentino Roca, nombrado ministro de Guerra y Marina por el presidente Avellaneda en junio de 1878, puso inmediatamente en ejecución sus planes ofensivos para resolver el problema del indio, cambiando así la estrategia de Alsina, que había sido defensiva, por la del ataque directo a las tribus indias. En los meses de marzo y abril de 1879 Roca lanzó sus ejércitos desde Mendoza, San Luis, Río Cuarto, toda la provincia de Buenos Aires, como quien quisiera arrear animales hacia el suroeste, casi sobre la Cordillera de los Andes. Las tribus fueron cayendo una tras otra. Imposible oponerse a las balas de los «remingtones».

Sólo se hablaba de las nuevas tierras conquistadas al indio, de nuevos pueblos que se fundaban, de indios que huían… Buenos Aires vio llegar por centenares caravanas de indios cautivos de toda edad y sexo, macilentos, casi desnudos. Muchísimos fiieron cargados en barcos y transportados a la isla de Martín García, en la embocadura del Río de la Plata.

Fue entonces cuando monseñor Aneiros pidió al padre Revelliere, Visitador C.M., que enviara misioneros a la isla para que se ocuparan de los indígenas cautivos. Y allá se fueron los PP. Birot José y Juan Cellerier para desarrollar una obra catequítica y hospitalaria ejemplares en favor de «los pobres indios, medio desnudos o cubierlos de andrajos y careciendo de lo más indispensable».

A los misioneros se unieron las Hijas de la Caridad, con su asistencia personal a los enfermos, que respondían al clamor del Prelado: «Vengan acá tres hermanas de la Caridad…; salgan para la isla lo más pronto posible, mañana si puede ser». La Visitadora, sor Louis, contestó inmediatamente enviando a tres de sus hijas: sor Isabel Mercier, de la casa central; sor Delfina George, de la casa de la Inmaculada de Moreno, y sor María de la Cruz Solórzano, mexicana, llegada a Buenos Aires huyendo de la persecución religiosa en México.

Al informar a la Superiora General sobre el destino de las tres hermanas, sor Visitadora escribe: «Cada buque que llega de la Patagonia trae doscientos o trescientos indios con la enfermedad de la viruela y se los deposita en una isla».

Estos infelices, arrancados para siempre a la vida nómada y desértica, aceptaban resignados la nueva situación gracias a los cuidados de los misioneros y de las hermanas: «Los indígenas han mejorado en sus condiciones materiales y en su educación moral (…) gracias a la inimitable consagración de las hermanas de la Caridad y de los misioneros, que derraman en ellos la semilla fecunda del Evangelio».

El lazarista Birot, siempre en contacto frecuente con Bs. As., comunica que llegarán a la isla Martín García más indios «que no tendrán nada, absolutamente nada, y están en peligro de morir de hambre, como sucedió a algunos de los que llegaron hace tres semanas». Tres días más tarde escribe al obispo para pedirle que le envíe «ollas, jarritas, agujas, hilo para coser. La olla de muchos es un pedazo de lata torcida. En cuanto a ropa: camisas, saco o chaquetas, ropa para varones, ponchos, chiripás, frazadas, mantas; ropa para niños y niñas; no mande medias, porque prefieren andar descalzos, sin embargo los indios que trabajan en los bosques necesitan con qué calzarse; tampoco envíe camisas ni vestidos para mujeres, porque no las usan». Y sigue un listado de cosas que parece de un almacenero. Nada omite, tratándose de sus queridos indios. El arzobispo respondía siempre generosamente. Pronto dispuso de bolsa de azúcar y de yerba, cajones de jabón; hasta cigarros y tabaco en rama. Después de todo esto, el misionero comenta: «Ahora nada les falta, sino un poco de vino generoso para resta­blecerse en la convalecencia; casi todos, después de haber escapado de la viruela, se mueren de debilidad. Mande su Excelencia que nos envíen cinco damajuanas de vino de España, dicho vino carlón». Y vemos a todo un arzobispo bonaerense ocupándose de comprar el afamado «vino carlón» que para sus pobrecitos salvajes ha pedido un ejemplar misionero.

El 29 de febrero de 1879 el padre Birot exultaba de júbilo: «Después que las hermanas están aquí los enfermos no quieren más morir y los con­valecientes andan con rapidez el camino de la salud». El 2 de marzo agre­gaba: «Ahora y después que las hermanas están en la isla los enfermos tie­nen casi la misma asistencia que en los hospitales de la ciudad; y si mue­ren es casi siempre por la fuerza del mal, pero no mueren todos; estos días dieron de alta a bastantes… ya sanados del todo».

Para que el servicio vicenciano fuera completo, los misioneros y misio­neras se dedicaron también a la catequización de los indios. En medio de su abrumadora labor, el padre Birot escribía el 2 de marzo: «Seguimos siempre enseñando, bautizando y, de cuando en cuando, sepultando. Los bautismos alcanzan ya hasta 386». Después de informar, el 13 de marzo, que han bautizado a 500, y, tres semanas más tarde, 537, anuncia que pron­to estarán bautizados todos, pues ya saben gran parte de la doctrina. Que­dan 140 indios, destinados a la Marina, que no han podido todavía ser pre­parados. La labor evangelizadora de nuestros lazaristas con los indios con­tinuó en Bs. As. a su regreso de la isla Martín García.

El broche de oro a estos trabajos apostólicos lo ponían, por el mes de agosto, las ceremonias del bautismo y casamiento de famosos caciques, entre ellos Juan José Catriel, Epumer, Rosas y Pincén. El cardenal Copello, en su libro Gestiones del arzobispo Aneiros en favor de los indios hasta la conquista del desierto, comenta: «En Martín García, como en Buenos Aires, los indios, en su totalidad, abrazaban el cristianismo y se incorporaban a la vida civilizada».

Epilogo

La obra de la Misión entre los indios de la Pampa y la Patagonia, asu­mida por los hijos misioneros de San Vicente de Paúl, fue una verdadera misión ad gentes, aunque transitoria. Apenas duró un lustro: 1874-1879.

Intervinieron diversos factores que eclipsaron en parte la acción misio­nera brillantemente iniciada y contribuyeron a que se desintegrara, como un meteorito al atravesar la atmósfera. Desde la perspectiva de los misioneros, agentes de la evangelización, las causas negativas que concurrieron en su anulación fueron:

Escaso número de misioneros y poca esperanza en conseguir de París nuevas levas. Lo contrario de lo que sucedió con Don Bosco, que envió a sus salesianos a Argentina como en bandadas.

Falta de recursos económicos, no obstante la buena voluntad del arzobispo de Buenos Aires en enviarlos.

Incumplimiento de las promesas hechas por el Gobierno. Esto exacerbó el ánimo del indígena, incitándole a rebelarse. La rebelión generó la disgregación. En este clima la «Misión Vicenciana» no pudo ya realizarse.

La misma idiosincrasia del indio, voluble y tornadizo de suyo, quitó fuerza a los destinatarios de la semilla evangélica.

A nivel interno, la extraña y aún no desvelada actitud del padre Savino de retirarse, de improviso, del campo de acción misionera, con gran sorpresa del Arzobispo, del Superior General y del Consejo de la Prov,incia. Este proceder deja en el ánimo del historiador una nota de nostalgia inquisidora. ¿Por qué?

Nota bibliográfica

Anales de la C.M. (edición francesa).

Atlas de la República Argentina, del Instituto Geográfico Militar, Bs. As. 1965, pp. 8 y 16. AA.VV.: La expedición al desierto y los salesianos, Edición Don Bosco, Argentina 1979, pp. 121-122.

BRUNO CAYETANO, SDB: Historia de la Iglesia en Argentina, 12 tomos. Hemos consultado es-pecialmente el tomo X, pp. 305-308, y el XI, pp. 393-408 y 445-4-54.

Apóstoles de la evangelización en la cuenca del Plata, Ediciones Didascalia, Rosario, Ar-gentina, 1990. pp. 168-171.

La Virgen, Madre de Dios, en la historia argentina, Córdoba 1997, pp. 229-231.

La Iglesia en Argentina, 400 años de historia, Bs. As. 1993. Se trata de un trabajo que com-pendia, en 720 páginas, la obra monumental, en 12 volúmenes, del mismo autor que hemos citado más arriba.

COPELLO, Santiago, L. (cardenal): Gestiones del arzobispo Aneiros en favor de los indios hasta la conquista del desierto, Buenos Aires 1944.

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, tomo III, artículo Balcarce Mariano. DURÁN, Juan Guillermo: El padre Jorge María Salvaire y la Familia Lazos de Villa Nueva, Ediciones Paulinas, Bs. As 1998.

ESPINOSA, Antonio: La conquista del desierto (diario de la campaña de 1879), Editorial Freeland, Bs. As. 1968. Cita al padre Savino en varias ocasiones. Con el padre Salvaire pre-dica una Misión desde enero a abril de 1881, pp. 93-108.

Hux, Meinrado, OSB: «Un gran misionero lazarista en el oeste bonaerense: Rvdo. P. Pablo Emilio Savino, C.M. (1339-1915)», artículo en la revista La Perla del Plata, año 69, núms. 7 y 8, julio y agosto de 1959, pp. 42-13.

—   Una excursión apostólica del padre Salvaire a Salinas Grandes», Ediciones culturales ar­gentinas, 1979.

La conquista del desierto, edición de 1979, pp. 127-129.

María, Reina y Madre de los argentinos, Edit. H.M.E., Bs. As. 1947.

PALACIOS, Horacio S., C.M.: La Congregación de la Misión en la Argentina, 1859-1880, Bue­nos Aires 1983. Es un estudio mecanografiado de gran valor. Sus 348 páginas describen exhaustivamente los primeros 21 años de los misioneros e Hijas de la Caridad en la Ar­gentina. Yo he consultado las páginas 173-330.

PRESAS, José Antonio: Jorge María Salvaire, el apóstol de la Virgen de Luján, 1847-1899, Morón, Bs.As. 1990.

Anales de Nuestra Señora de Luján, 3.’ edición, 1993, pp. 200-202; 205.

SCARELLA, Antonio, C.M.: Historia de Nuestra Señora de Luján, 2.’ edición, 1932, Bs. As. Puede consultarse también la edición 1.’, aparecida el año 1925.

Por: Florentino Meneses, C.M.
Tomado de Anales, año 2001, número 2

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *