«Un Santo baja al infierno»

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana1 Comment

CRÉDITOS
Autor: José María Ibáñez Burgos, C.M. · Año publicación original: 1981 · Fuente: Justicia y Caridad.
Tiempo de lectura estimado:

Tal vez a más de un lector, este título le resulte extraño. Pero también más de uno sabrá que está tomado de la famosa no­vela de Gilbert Cesbron: una lúcida penetración en el compro­miso y en la lucha de unos sacerdotes cerca del mundo del pro­letariado y de la marginación. Y si a algún santo le cabe esta bajada al «infierno» de los condenados, ése es Vicente de Paúl.

Me voy a permitir acompañar a este hombre de ayer y de hoy en su arriesgado descenso a las oscuridades del mundo.

El testimonio de un «impío»

Difícilmente imaginamos a Vicente de Paúl en el goce de arrobamientos y de éxtasis. Nuestra imaginación se resiste igualmente a representárnosle en un coro de monjes cantores salmodiando gregorianamente noche y día las alabanzas divi­nas. No, el arriesgado y comprometido Vicente de Paúl está en «otra parte». Con toda naturalidad, y sin hacer ningún esfuerzo imaginativo, le vemos todo él tornado y tendido hacia cualquier ser humano a quien invade y corroe la miseria. Este vigoroso hombre de acción, que es al mismo tiempo un místico profundo y un no-violento, nos lo confiesa apacible, aunque también heri­damente: «Los pobres, que se multiplican todos los días, que no saben adónde ir ni qué hacer, constituyen mi peso y mi dolor».

¿Quién es Vicente de Paúl? Un santo, naturalmente. Uno de esos santos canonizados minuciosamente por la Iglesia. Y uno de esos poquísimos santos canonizados por los impíos y por los increyentes. Testigo privilegiado de la proclamación de se­mejante canonización es la carta de Voltaire, del 4 de enero de 1766, dirigida al marqués de Villette: «Mi santo es Vicente de Paúl, el patrón de fundadores. Ha merecido la apoteosis, tanto de filósofos como de cristianos. Ha dejado más monumentos útiles que su soberano Luis XIII…».

Fascinante e hiriente Voltaire, gracias por haber devuelto a este tu santo la libertad y el dinamismo creador que le arreba­tan sus hagiógrafos de turno; gracias por haberle sacado fuera de los muros que le aprisionan, le enmudecen y le palidecen; gracias por haberle unido a la multitud de los pobres y senci­llos que en su tiempo le adoraban, de los grandes que le con­sultaban, de los maestros de la vida espiritual que le tenían por un «hombre prudente», de los partidos que se le discutían sin conseguir ninguno de ellos encontrarle entre sus partida­rios.

Un pobre y un profeta

Lo que atrae en Vicente de Paúl, lo que me atrae personal­mente, desde hace mucho tiempo, lo que explica a mi entender, eso de ser un santo popular y de dimensión mundial, es su rea­lismo y su encarnación. Realismo y encarnación que le hacen vivir estando muy atento al rostro concreto de los hombres, de sus necesidades, provocadas por el egoísmo y el aislamiento de otros hombres y de la sociedad. Lo que me atrae es esa dis­ponibilidad del corazón: una fidelidad, una delicadeza, una ma­nera de abordar a las personas a nivel de rostro humano, y, por decirlo de alguna manera, de penetrar en el corazón de los de­más cuando quiere entrar en comunicación con ellos.

Por eso, este santo no causa miedo como otros; ni tampoco humilla a los simples mortales. Más bien, cuando se le escu­cha y se mira el mundo con sus ojos, uno se siente a gusto, y, cuando se entra en el dinamismo de su espíritu, uno adquiere la certeza de no fracasar en su vida, ni de malgastarla.

Se olvida con frecuencia que este hombre de apariencia sen­cilla vivió en una sociedad cruel, a veces despiadada, con fre­cuencia dura, constantemente represiva. No se sabe suficiente­mente que este constructor de hombres y este organizador de acción se encontró inmerso en una época terrible, una de las épocas más terribles de la Historia de Francia. En ella causaban estragos el hambre, la peste y la guerra. La inmensa mayoría de sus habitantes llevaban una vida infrahumana. Tan grande era su preocupación por encontrar un trozo de pan, que Pierre Nicole, un jansenista, hablando de la debilidad del hombre, es­cribió en ese tiempo: «estas gentes no piensan en casi nada más durante su vida que en satisfacer las necesidades de sus cuerpos, en encontrar el medio de vivir», de subsistir, habría que decir, para ser más exacto.

Vicente no se resigna a ver a los pobres en esta miseria que les impide ser hombres. Tiene una idea muy alta del hombre y quiere hacer todo lo posible para hacerles artífices de su digni­dad. Ningún paternalismo en él; es un hombre libre, un hombre entregado a los pobres, un profeta de los pobres que se enfren­ta a un Gobierno, instalado en la guerra y en el despilfarro, y quiere sencillamente ayudar a los hombres postergados a le­vantarse por ellos mismos.

De buscador de beneficios

Cuando Vicente de Paúl entra por primera vez en París, en 1608, se encuentra en la miseria. Desde hace ocho años, este sacerdote errante de la diócesis de Dax, persigue la fortuna, pero ésta parece huirle y reírse de él. Para esta fecha, dos de sus cartas, llamadas de la «cautividad», podrían fácilmente cau­tivarnos, más difícilmente podrían tranquilizarnos. Como otros muchos gascones, que abundan y «vegetan, agrupados en bu­hardillas, poniendo en común su arrogancia, su penuria y su suerte», Vicente intenta buscar fortuna. La pobreza, en que se encuentra envuelta su existencia, le impulsa a buscar, como a tantos y tantos clérigos arribistas de su tiempo, un «honorable beneficio», capaz de hacerle deshacerse de esta envoltura mo­lesta. La miseria, en definitiva, no es para él, de 1581 a 1617, más que el resultado de no saber defenderse en la vida y los pobres, estas miserias ambulantes, ni interesan, ni preocupan excesivamente a Vicente de Paúl. Al menos, no interpelan a su existencia ni le plantean un problema.

…a la apuesta por los pobres

Al mismo tiempo que obtiene en el aspecto económico el deseo de su sueño por la acumulación de beneficios y la entra­da en la casa señorial de los Gondi, Vicente, entre 1613 y 1617, se agita en una «noche oscura» del espíritu. Para reestructurar­se en su fe, se esfuerza en testimoniar por sus actos que cree en estas palabras de Jesús: «Cuantas veces hicisteis un servi­cio a uno de estos pequeñuelos, a mí me lo hicisteis» (Mt. 25, 40). Los servicios realizados en favor de los desdichados, en quienes Cristo está presente, apaciguan su espíritu y lo ilumi­nan. En esta situación «se decidió un día a tomar una resolución firme e inviolable para honrar más a Jesucristo e imitarle más perfectamente de lo que hasta entonces lo había hecho, que fue dar toda su vida por su amor al servicio de los pobres».

Vicente descubre el sentido de los pobres, cuando se da a ellos y asume su propia pobreza. El sufrimiento que le causa su propia existencia, le lleva a percibir más profundamente el rostro de los desdichados y esta percepción le hace ser un ex­celente testigo y un cliente privilegiado de los pobres. En este momento, su caminar cambia de ritmo y sus perspectivas de ángulo de visión: Dios transforma a este cazador-de-beneficios eclesiásticos en un profeso de los pobres y hará de él, a través del genio económico y financiero de este intendente general de la caridad parisina, un profeso de la pobreza. A partir de este día, la voz de Vicente de Paúl será el clamor de un profeta de los pobres.

Interesa señalar que esta experiencia de Dios y de Cristo en el pobre termina en la dimensión social de la acción. Una acción, así entendida, resulta ser una dimensión constitutiva de la experiencia del don a Dios. Don a Dios que se alimenta desde las instancias concretas de la vida necesitada de los po­bres. Este don, en definitiva, es la respuesta del hombre al Dios fiel, sorprendente y comprometido en la historia concreta de los hombres y, especialmente, de los más pobres de estos hom­bres.

Abordada en esta perspectiva se puede descubrir la rique­za y la profundidad de la expresión de Vicente de Paúl: «Conti­nuar la misión de Cristo», de ese Cristo que, según la expre­sión de Pascal, «estará en agonía» en cada hombre «hasta el fin de los días».

El juicio de los pobres

Los pobres económica, socialmente hablando, tienen el pri­vilegio de apelar a la justicia de Dios y proclamarla. Más aún: Cristo constituye a los pobres, en quienes está presente (cfr. Mt. 25, 31-46), jueces del juicio de Dios en la historia.

La inspiración verdadera, donde Vicente de Paúl descubre el juicio de los pobres no es otra que la presencia del misterio de Cristo en los pobres. En ella encontramos las directrices que impiden a los pobres convertirse en miserables, al mismo tiem­po que orientan y motivan su estrategia dinámica de la caridad. Una caridad organizada, socializada, inventiva, creadora de jus­ticia hasta llegar a adquirir, en razón de las exigencias de la fe, una dimensión política.

Los pobres, de quienes Vicente de Paúl habla con sus inter­locutores y a quienes quiere introducir en su existencia, no blan­quean con cal la conciencia de nadie. Los pobres no son para él como un slogan, una categoría de análisis, una idea, un ver­tedero de la piedad o de la ideología, deslizador, en definitiva, de un egoísmo nauseabundo y de un ansia de poder insatisfecho. Sino los pobres como una realidad de despojo, explotación, de­pendencia, dolor, desnutrición y muerte.

Al ser testigos e imágenes de Jesús, Este les constituye abo­gados acusadores y defensores de su propia causa. A lo largo del proceso, los pobres se levantan para convocarnos ante el tribunal de Dios y de la sociedad. Pueden condenarnos en cada minuto, pero también tienen poder para liberarnos y salvarnos. Sus argumentos, que son desnudamente un exponente de su vida, constatan nuestro despilfarro con su escasez, nuestro do­minio con su servilismo, nuestra indiferencia con su abandono.

Estos seres, aparentemente despreciables, sin derecho a la mirada de la sociedad, son, en realidad, para Vicente de Paúl, «nuestros amos y maestros». Maestros de vida y de pensamien­to. Junto a ellos el pensamiento se rectifica, la acción se ajusta e interiormente se modela. El poder de los pobres en la pers­pectiva de Vicente es inconmensurable, porque pueden aclarar nuestra mirada miope. Nos invitan a ver las cosas como son en Dios, en Cristo, en la realidad social de cada día.

A la mirada de este hombre profundamente evangélico, que llega a no tener otra ambición más que «hacer efectivo el Evan­gelio», los pobres merecen el más profundo respeto; el mejor servicio, realizado «con alegría, coraje, constancia y amor», has­ta llegar a compartir solidariamente con ellos su dolor, su des­amparo, su marginación. Pero el servicio no trae el poder. El servicio expone, el servicio es un riesgo, cuando pone los sig­nos concretos de liberación de los pobres. Vicente lo sabe por experiencia; él que por defender su causa ante el primer minis­tro y cardenal Mazarino tuvo que permanecer exiliado de París durante cinco meses en 1649 y dejar de pertenecer al «Consejo de conciencia» en 1653.

Iglesia–Pobres

Este hombre comprometido y arriesgado se podía haber de­jado fácilmente seducir por la fuerza jurídica y el poder econó­mico de la Iglesia de Francia en el siglo XVII. Pero un «hugono­te», que desea «convertirse», le recuerda la realidad: el aban­dono en que se encuentran los pobres. Y esto es lo que impre­siona agudamente a Vicente de Paúl. La línea original de la cons­trucción de la Iglesia, Iglesia-Pobres, parece olvidada, abando­nada.

La Iglesia de Cristo no es para él, en consecuencia, una pro­mesa de poderío, sino la «Iglesia pobre», la «Iglesia de los po­bres». El fracaso esencial de la Iglesia —la de ayer y la de hoy— sería no dar la «preeminencia» en ella a los pobres. Y mucho más no encontrarles en sus filas. Consciente de ello, Vi­cente lanzará su consigna: «Vayamos, pues, hermanos míos, y dediquémonos con nuevo amor a servir a los pobres e, incluso, busquemos a los más pobres y a los más abandonados; reco­nozcamos delante de Dios que son nuestros señores y nuestros maestros y que somos indignos de ofrecerles nuestros peque­ños servicios». En esta misma línea de pensamiento nos pone enfrente de nuestra responsabilidad: «¡Ah, tendríamos que ven­dernos a nosotros mismos para sacar a nuestros hermanos de la miseria!». Ansioso de hacer cobrar conciencia a los hombres y de agudizar su responsabilidad social ante la miseria de los desheredados de esta tierra nuestra, proclama: «Dios nos con­ceda la gracia de conmover nuestros corazones para con los po­bres y de pensar que ayudándoles ¡practicamos la justicia y no la misericordia!». Finalmente, exclama: «somos culpables de to­do lo que sufren si no sacrificamos toda nuestra vida para ins­truirles».

En este clima de responsabilidad, de solidaridad, de com­promiso con los pobres, se destierra para siempre el convertir­les en instrumentos de proselitismo de cualquier signo. Se po­dría afirmar que el fondo de la cuestión consiste en expresar la verdad de la fe en actos y no traducirla en palabras. Esta fe, que Vicente de Paúl la vive en el amor a Dios y a los hombres —se ama o se traiciona a Dios en el hombre— no es un discur­so sobre el mundo, sino una práctica en el mundo, en el com­promiso con la «causa de los pobres».

«Mi infierno son los otros», escribió Sartre. Vicente de Paúl desciende hasta los abismos de este «infierno» para entrar en la miseria de los condenados de este mundo y desde ellos y con ellos luchar contra toda pobreza que les degrada y les convier­te en marginados de la sociedad. Los pobres no intentan dar lástima, sino ser testigos de la injusticia de que son víctimas. «Es poca cosa oír y leer estas cosas, sería menester verlas y comprobarlas con los propios ojos», escribió Vicente de Paúl al Papa Inocencio X, el 16 de agosto de 1652, para informarle de los estragos causados por la guerra.

Si admiramos estas palabras de Gandhi: «Cada uno de nos­otros miraría entonces a los demás como igual a sí mismo»; si Bossuet proclama en el púlpito: «En la Iglesia, los pobres son ri­cos y los ricos sus servidores», preferimos la declaración de Lno de los primeros clientes de los pobres, Vicente de Paúl: «El Hijo de Dios, que quiso ser pobre, nos es representado por los pobres». «Nuestra herencia son los pobres».

Juez y profeta, Vicente continúa su obra, aún hoy, al lado de todos los que sufren de una ausencia de Dios o/y de una ca­rencia de vida y en compañía de todos los que se unen para im­pedir enterrar a los seres todavía vivos.

One Comment on “«Un Santo baja al infierno»”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *