Testamento del Padre Etienne

Francisco Javier Fernández ChentoCongregación de la MisiónLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Anónimo · Traductor: Luis Huerga. · Fuente: Anales españoles, 1974.
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Se conocen tres copias del estamento del P. Etienne:

  • La primera está escrita de su puño y letra; consta de cuatro páginas, no muestra ninguna corrección y lleva su propia firma a la que caracterizaba una exuberante rúbrica.
  • La segunda fue hallada a los cuatro años de su muerte y va precedida de una nota que raza: «Testamento del M.H. padre ETIENNE, hallado por el M.H. padre Fiat en una gaveta del despacho generalicio el 19 de octubre de 1878». Y el sobre dice: «Mi testamento y última voluntad».
  • La tercera llegó, en fecha no remota aún, por corre certificado a la casa-madre en un simple sobre amarillo con el membrete de Abbeville (Somme) y la indicación: «Para el archivo de los pa­dres lazaristas.» Consta de seis páginas de un papel amarillento y está escrito en cuidada caligrafía.

París, 25 de octubre de 1871.

A mis cohermanos.

Llegado al término de mi reti­ro anual, puede que el último de mi vida, y representándome la ho­ra de la muerte, me siento apre­miado a estampar aquí el último adiós, dirigido a todos los miem­bros de la pequeña Compañía de la Misión.

Postrado a sus pies, les pide hu­mildemente perdón de los malos ejemplos dados y del sufrimiento que, en cualquier forma, haya cau­sado a algunos de ellos. Les pido igualmente perdón por las negli­gencias en que he incurrido al des­empeñar las funciones y cumplir con los deberes de mi prolongado mandato, y asimismo de todos los agravios inferidos a la Compañía ya en lo espiritual, ya en lo tem­poral. Les suplico, por las entra­ñas de la caridad, que obtengan para mí la misericordia de Dios. Protesto que les amo a todos desde el fondo de mi corazón. El úni­co pesar que llevo conmigo al de­jar este mundo es que me separo de ellos y no puedo contribuir a su dicha tanto como lo desearía. Les pido me guarden su amistad y un buen recuerdo ante Dios. Por mi parte, si, pese a mis muchas faltas, obtengo misericordia ante el tribunal del Juez Soberano, se­rá una de mis satisfacciones más dulces, desde el cielo, pedir para ellos toda especie de bendiciones en recompensa de tantos consue­los como ellos me han deparado durante mi largo generalato.

Les ruego acepten la expresión de mi más vivo agradecimiento por sufrirme durante tantos años al frente de la Compañía. Siem­pre me reconocí, y reconozco, muy indigno de ocupar el puesto de San Vicente por los muchos de­fectos a que estoy sujeto y por lo poco animado que estoy del espíritu de este santo fundador. Me confunden el respeto, confian­za y afecto de que se me ha que­rido rodear. Bien echo de ver en ello el espíritu de fe que mueve a mis cohermanos; ruego a Nues­tro Señor se lo recompense.

Durante el curso de mi genera­lato, Dios ha hecho a nuestra que­rida Congregación grandes favo­res. Las vocaciones se han multi­plicado mucho en ella, y ella mis­ma ha adquirido una extensión que estaba bien lejos de esperar­se; sus obras se han hecho nume­rosas y prósperas. Pues bien, de­claro con toda la sinceridad de mi alma que me sentiría desola­do si se me atribuyese a mí una mínima parte en ello. ¡A Dios sea dada toda gloria! Mi talento me­diano, mi oscuro nacimiento, mi formación incompleta, mi carác­ter débil e indeciso por naturale­za y, más que nada, los numero­sos y enormes pecados de mi vi­da, hubiesen impedido que la Pro­videncia ejecutase tan hermosos designios en los hijos de San Vi­cente. No me explico estas mara­villas de la Divina Bondad si no es comprendiendo que sólo Dios es santo y grande, y el único Se­ñor, «solus sanctus, solus Domi­nus, solus altissimus», y que se complace en emplear los instru­mentos más despreciables, como dice San Pablo, para confundir más la sabiduría de los hombres y para que la carne no se gloríe ante él, «ut non glorietur omnis caro in conspectu ejus».

El único mérito que me atribu­yo, y aún éste tiene a Dios por autor, es que siempre abrigué en el corazón un ardiente amor por la Compañía, que ésta fue siem­pre objeto de mi afición. No he vivido más que para ella, así creo poder decirlo: sus éxitos han sido mis únicos goces en este mundo. Dios había infundido también en mi corazón la certeza de que le reservaba grandes destinos en in­terés de la Iglesia; he ahí por qué me resultaba tan agradable el tra­bajo y por qué me hacían dicho­so las fatigas y la solicitud por ella. Las crisis que ha atravesado y los peligros que ha corrido, ja­más pudieron conmover esa cer­teza, sino que ella me ha sosteni­do hasta hacerme esperar contra toda esperanza.

Otra gracia que Dios me ha con­cedido es la persuasión íntima de que la subsistencia y porvenir de la Compañía, así como la prospe­ridad de sus obras, estriban en la fidelidad al espíritu, a las re­glas y a las máximas de San Vi­cente. En este punto, mi disposi­ción ha sido siempre tal que hu­biese preferido ver la Congrega­ción suprimida antes de que se modificara el menor detalle de su constitución. He gozado con el pensamiento de que la obra de San Vicente haya atravesado más de dos siglos sin experimentar la menor alteración ni el menor cam­bio. Las revoluciones, igualmente, lejos de hacerme temer por ella, nunca me parecieron sino medios providenciales para ampliar su historial y acrecentar su prospe­ridad. La experiencia ha dado ad­mirablemente la razón a esta per­suasión. Para mí tendrá asegura­da la existencia mientras se ob­serven religiosamente sus reglas, constituciones y usos, y si un día sobreviene la decadencia, será cuando ésas se modifiquen o des­cuiden.

Lego a mi sucesor, como la he­rencia más preciosa, estas convic­ciones, que son, en mí, obra de Dios. Suplico a mis cohermanos se unan a él para preservarla y defenderla de toda mengua, cual­quiera que sea la autoridad que atente contra ella. Esa es la sal­vación de la Congregación y la ga­rantía de su porvenir. Estamos en medio de circunstancias muy graves: en cualquier instante pue­den estallar sucesos desastrosos; furiosas tempestades amenazan a la sociedad y a la Iglesia. Si, en medio de las olas, la barca de la Compañía echa este ancla salva­dora, siempre evitará el naufra­gio.

Por respeto a San Vicente y en honor a la Compañía, no quisiera dejar este mundo sin protestar filial amor y dedicación a la se­de del sucesor de San Pedro. Ante la agitación desencadenada por las discusiones de estos últimos tiem­pos en torno al Soberano Pontí­fice, sé que se llegó a poner en duda no mis sentimientos, sino mi celo por una causa tan santa. Me siento obligado a declarar que fue precisamente mi celo el que me inspiró la reserva de que usé en mi comportamiento. Con ella creo haber sido útil a la Congregación y a la Iglesia y seguido la línea trazada por el mismo San Vicen­te. Alimentaba la confianza de que la Providencia me depararía una ocasión de manifestar mi actitud y disipar toda duda y prevención.

Esta ocasión se presentó feliz­mente cuando hube de dar a co­nocer al Santo Padre y al Conci­lio Vaticano mis propias creencias y las de la Compañía en relación con el dogma de la infalibilidad papal. Considero señalado bene­ficio del cielo el habérseme per­mitido demostrarlo así; al descu­brir de ese modo los verdaderos sentimientos de mi corazón, se di­sipaban las nubes con las que po­dría oscurecer mi fe y adhesión inviolable a la cátedra de Pedro, un celo no conforme a la sabidu­ría.

Deposito esta comunicación cer­ca de mis cohermanos y les supli­co la reciban en el espíritu con que yo la hago. Mi corazón per­manece sinceramente unido a ellos; corporalmente les abando­no, pero llevo conmigo la dulce seguridad, más poderosa que los lazos de este mundo, de que la muerte no conseguirá separarme de ellos: «in morte quoque non sunt separata». Cuento con que su caridad me obtenga de Dios, en el cielo, un humilde lugar junto a San Vicente, y les pagaré cien veces todo el bien que me hayan hecho en vida y después de mi muerte.

ETIENNE, i.s.c.m.

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