Quisiera terminar esta seríe de instrucciones hablándoles de lo que en general suele llamarse «las virtudes propias de nuestro estado», porque son especialmente necesarias para nosotras. Es verdad que lo son también o deben serlo para todo cristiano, ya que la simple vida cristiana supone la presencia en el alma de esas virtudes de las que la principal es la caridad.
De ella apenas diremos nada, porque en el transcurso de esta semana hemos tenido muchas ocasiones de hablar acerca de la caridad. Todo, todo, en la vida religiosa y en la vida cristiana está en relación con la caridad. En cualquier tema que se trate o se intente profundizar, siempre hay que referirse a la caridad, ya sea bajo un aspecto, ya bajo otro; a esta caridad, que es Dios mismo, no lo olvidemos, sobre todo nosotras que, por designio de la Providencia somos Hijas de la Caridad.
Reflexionemos de vez en cuando en estas palabras que sitúan la caridad en su auténtica realidad: «Dios es Caridad», la Caridad es Dios mismo, vivir en caridad es hacer a Dios presente. Si la caridad mora en nuestra alma, si vivimos en el amor de Dios, del prójimo, de los hombres, si ese amor anida en nuestro corazón y en nuestro espíritu, Dios está en nosotros. Si vivimos fuera de la caridad, Dios no está en nosotros.
Si en nuestras relaciones con el prójimo nos dejamos impulsar por la caridad, hacemos a Dios presente. Si, por el contrario, son sentimientos de rencor, de antipatía, los que nos arrastran, si utilizamos malos procederes, en cierto modo echamos a Dios, Dios no está ahí.
Hay algo en que deberíamos reflexionar incesantemente. Nuestras disposiciones interiores de caridad deberían ser siempre el primer punto de nuestros exámenes de conciencia. ¿Reina en nosotras la caridad?
Si todas juntas, en la Compañía de las Hijas de la Caridad, formásemos el propósito de fomentar en nosotras la caridad interior, de trabajar en ella de manera pei’manente, animosa, perseverante (es decir, sin desanimarnos por las caídas), la renovación de la Comunidad se llevaría a cabo casi sin sentir, sin esfuerzo. Hasta en los más pequen’ os detalles exteriores, porque la Caridad es todo, ya que es Dios.
Tomemos esa resolución de mantenernos en una caridad universal, profunda para con Dios y sobre todo para con el prójimo. Y digo «sobre todo», porque aludiendo a una palabra bíblica: «No es difícil amar a Dios a quien no se ve», no cuesta demasiado. No es mucho peso ese Dios a quien no vemos y sabemos que es bueno y nos ama. Pero la forma bajo la que Dios pesa más, es el Prójimo. Sólo que es Dios a quien, en ese prójimo se lleva o no se lleva, a quien se acepta o no se acepta, o se rechaza.
Es también una mirada de fe lo que debemos pedir, de lo que debemos penetrarnos. Ese continuo interrogante, esas incesantes llamadas que Dios nos dirige por los labios de los que nos rodean o que se cruzan en nuestro camino Que toda nuestra vida quede poco a poco penetrada por esa caridad, que esa caridad llegue a dominar nuestra vida toda por dentro y por fuera.
Pero esta caridad no puede existir si no se basa en las otras dos virtudes que se nos proponen como específicas de nuestro estado, pero que lo son sencillamente del cristianismo bien comprendido; la sencillez a la que yo equiparo con la verdad y la humildad que podemos muy bien unir, en la realidad, con la pobreza.
Estos aspectos van unidos y coinciden:
Sencillez–Verdad
Humildad–Pobreza
Son los dos puntos esenciales de nuestras actitudes espirituales que han de orientar toda nuestra vida interior profunda, así como todos los gestos, actitudes y decisiones de nuestra vida exterior, de la que pueden percibir los hombres.
Son puntos esenciales de nuestro testimonio evangélico y de nuestra acción apostólica. No nos imaginemos que podemos tener cualquier tipo de influencia sobre una persona si no obramos con sencillez y verdad, en humildad y pobreza, en caridad. Todo el alcance evangélico de nuestra vida reside ahí. No se trata de pequeñas virtudes de adorno que nos hemos acostumbrado a enumerar como cuando decimos, por ejemplo: las virtudes cardinales son cuatro… Las virtudes teologales son: Fe, Esperanza y Caridad. Haríamos así pequeños compartimentos y escogeríamos las virtudes que más nos gustaran de la enumeración. No es eso. Es el conjunto de todas esas virtudes el que tenemos que practicar. En primer lugar, las virtudes teologales, pero luego éstas también: caridad, sencillez, humildad. Es ese bloque entero el que hace que pertenezcamos a Dios o bien que nos pertenezcamos a nosotras mismas si no lo practicamos, si nos dispensamos de esas virtudes.
Si pensamos y consideramos lo que es la base misma de la Sencillez: la Verdad, podemos decir de ella, como de la Caridad, que la verdad es Dios. Por lo demás de cualquier virtud de ese orden podríamos decir lo mismo: «Es Dios». Dios es el resumen de todas las perfecciones, o mejor Dios es la perfección completa, y para comprenderle, nosotros, en la debilidad de nuestra inteligencia humana, nos vemos obligados a detallar esa perfección infinita que es Dios y que lo abarca todo.
La sencillez es, pues, la irradiación de la verdad; no es otra cosa. La Verdad no es vulgaridad en el porte, ni derta simpleza de espíritu que hace pensar a los demás: «no es muy completa», ni ausencia de inteligencia. No, la sencillez es la irradiación en toda una vida de la verdad. Por eso, esa sencillez es luminosa, lleva consigo a Dios.
San Vicente tiene una expresión magnífica para explicar esto. Pocas veces explica lo que dice con un desarrollo teológico, pero suele emplear palabras muy expresivas y gráficas que superan cualquier razonamiento Palabras que se graban y no se olvidan en la vida. La sencillez, díce, yo la llamo mi evangelio. Dicho de otra forma: con ella llega hasta Dios, con ella lleva a Dios consigo. Eso es el Evangelio. El Evangelio es Palabra de Dios, que nos revela a Dios, es Palabra que lleva consigo a Dios.
Ser verdadero. Porque siempre hay que empezar por SER antes de decir, de hacer, de expresar. Antes de la acción, el estado: SER.
Seamos lo primero verdaderas interiormente, antes de tratar de ser verdaderas y santas exteriormente.
Seamos verdaderas en nuestras actitudes interiores. Con Dios, en primer lugar. Tenemos que repudiar todo lo que pudiera parecer amanerado, artificial, todo lo que pudiera ser forzado. Esto entra muy dentro de la línea actual, hasta el punto de que a veces llega a extralimitarse en este sentido.
Seamos ante Dios lo que somos exactamente. Si al llegar a la oración, empezamos por repetir una fórmula de amor ardiente, inflamado, que hemos sacado de la vida de un santo, pero que no corresponde en absoluto a nuestro estado interior, pues yo diría que no nos hemos colocado en la verdad. No es eso verdadera sencillez. Por supuesto, puede hacerse. Fíjense que puede servirnos para despertar nuestro fervor. Ahora, quizá sea mejor decirle sencillamente al Señor: «Dios mío, aquí me tienes tal como soy, mírame. No ha sído muy brillante que digamos el día de hoy, pero por lo menos, aquí estoy, vengo en tu busca, y te pido de todo corazón la gracia de que te reveles a mí, de que restablezcas el contacto entre Tú y yo». No hay nada más hermoso que esto.
Vean cómo la oración de la Iglesia es más sana, más verdadera que toda otra oración personal de los grandes santos.
Esas oraciones respondían a estados de alma pasajeros, particulares…
La oración de la Iglesia que rezamos en los Salmos, podría decirse casi siempre que corresponde a lo que pensamos (a parte de ciertos pasajes un tanto extraordinarios cuya explicación podemos pedir a especialistas en Sagrada Escritura). Hay una verdad; en esos versículos de los Salmos que permite que podamos siempre aplicamos directamente uno u otro de ellos y ponernos en el estado de alma del Salmista cuando elevó aquella oración el Señor. Hay una verdad que se desprende de esta oración de los Salmos y que difícilmente encontramos en otro lugar Seamos muy sencillas en nuestras relaciones con Dios.
Yo diría más: seamos muy sencillas en nuestras relaciones con nosotras mismas. No nos sobreestimemos. Siempre tenemos que repetírnoslo, sobre todo cuando nos hallamos en situación de superioridad: no nos imaginemos que un cargo, cualquiera que sea, añade una sola pulgada a nuestra estatura espiritual. Somos sencillamente, humildemente, verdaderamente, lo que somos ante Dios. Así lo dice la «Imitación de Cristo». Nada más en absoluto. Somos lo que son nuestros pecados de cada día, y bien sabemos, por poco sinceras que seamos, que todos los días pecamos y que todos los días podemos decir como San Pablo «Hago el m» al que no quiero y no hago d bien que quiero». Bien sabemos que predicamos a los demás y que nosotros no cumplimos lo que decimos: cuando nos tropezamos con la verdad, sucumbimos.
Tenemos que saberlo y ponérselo constantemente delante de los ojos; tenemos que mantenernos en esa actitud de verdad.
Tenemos que conocemos tal cual somos con nuestros defectos y nuestras cualidades también. No es un acto de orgullo reconocer lo que Dios nos ha dado. Nos ha dado, pongamos por ejemplo, un carácter bueno, afable. Recibir bien a las personas, es algo espontáneo en nosotras. No está mal, pero no es una virtud, porque acaso no es más que una disposición natural,
que no requiere de nuestra parte muchos esfuerzos para dominarnos. Pero quién sabe si como contrapartída de ese buen natural que Dios nos ha dado, no tendremos valor para reprender a una Hermana como deberíamos hacerlo, o sencillamente de imponernos cuando sea necesario. Tenemos que saberlo, tenemos que conocernos para tratar de remediarlo, entablando la lucha.
Pongámonos ante Dios como somos y procurernos enseñar también a nuestras Hermanas a que se miren y conozcan en la verdad. No hay que desalentarse uno mismo ni dejar que se desalienten nuestras compañeras porque se vean con un defecto imposible de vencer. En fin de cuentas, hemos de ver esas tendencias naturales que tenemos como una disposición de Dios respecto a nosotras y como el punto exacto de la lucha que tenemos que entablar por su servicio y su Amor. Y así, ayudarnos unas a otras a corregirnos para llegar a ser lo que Dios quiere de cada una. Tenemos que llegar a lo que debemos ser.
Hay que tener cuidado, sobre todo siendo Hermana Sirviente, del buen ejemplo. Tenemos que edificar. Ahora se emplea menos esta expresión, antes se hablaba mucho de ello: «esa Hermana me edifica mucho», «tengo que edificar a los demás» La Hermana Sirviente tiene que edificar a sus compañeras. Es exacto si se toma en buen sentido. La Hermana Sirviente tiene que edificar a sus compañeras, es decir que, a través de sus virtudes verdaderas, de sus esfuerzos personales por responder a la voluntad de Dios, tiene que trabajar en la construcción, en la edificación de su propia personalidad espiritual, y trabajar también en la construcción, en la edifícación del ser espiritual, de la perfección espiritual de sus compañeras. Es en ese sentido en el que se tiene que edificar, que nuestra ,vida personal de esfuerzos, de tensión hacia Dios ayude a los demás a construir su propia vida espiritual. Eso es edificar. La edificación no e’s una especie de ostentación exterior que pretendiera mostrar unas virtudes inexistentes. Eso sería hipocresía. Tampoco quiere decir que haya que hacer confesiones públicas, desvelar una falta que no se ha cometido y que, todo lo contrario, podría ser causa de desedificación. No; el buen sentido es necesario para todas las cosas. No hay que empeñarse en aparentar ser mejores de lo q4e somos. No creo que eso edifique, porque la gente descubre enseguida a la personalidad espiritual que tiene ante los ojos.
No son sólo los hechos concretos los que hablan a nuestro favor. El valor espiritual, sobrenatural, de una persona se revela por imponderables que los que la rodean perciben natural y sobrenaturalmente. Vivamos en la verdad, dejémonos de la manía de edificar, pero tengamos la preocupación constante de ser lo que debemos ser, aun cuando nadie nos vea; aun cuando estemos solas, seamos lo mismo que si nos estuvieran observando cien pares de ojos, o veinte, treinta, cincuenta o no sé cuántas compañeras esperaran de nosotras ayuda para la construcción de su edificio espiritual.
Precisamente es quizá el valor de lo que hacemos estando solas ante Dios lo que mayor alcance tiene para la edificación, la construcción de la personalidad espiritual, del ser espiritual de las compañeras que tenemos a nuestro cargo. Eso es vivir en la verdad, tenemos que repetírnoslo continuamente. Es algo muy exigente vivir en la verdad al servicio de Dios, vivir en sencillez.
Seamos sencillas y verdaderas también en nuestras palabras: que jamás pase por nuestros labios la más pequeña mentira, aun en las cosas más insignificantes de nuestra vida. No hablo de grandes mentiras ni siquiera de encubrir la verdad, no podríamos hacerlo, sembraría un malestar. Cuando la Hermana Sirviente no es plenamente sincera, verdadera en todas sug actitudes, un malestar se instala en la Casa. Tienen que ser de tal manera sinceras, que todas las Hermanas que se dirigen a ustedes, estén plenamente seguras de haber escuchado la verdad, cuando hayan hablado con ustedes, esa verdad a la que tienen derecho.
Y veo que no hemos hablado mucho de la discreción.
La discreción
Es ciertamente una de las virtudes más importantes que tiene que practicar una Hermana Sirviente: saber callar lo que no debe decir, saber callar, sobre todo, lo que no le pertenece, lo que pertenece a las compañeras.
Hay que tener tal delicadeza de alma y de corazón —no digo, precisamente, de conciencia— para comprender todo lo que atañe a cada una de las compañeras, sus dificultades de oficio, con mayor razón, sus dificultades personales, sus defectos, sus caídas. Aun cuando sean visibles a todo el mundo, no nos pertenece airearlo, es una propiedad ajena que debe quedar rodeada de la mayor discreción; tenemos que conservar, preservar, guardar, mantener en la discreción más completa lo que pertenece a los demás. Hay en ello, es una exigencia, la necesidad de una gran delicadeza de conciencia, y yo añado, de corazón.
La discreción tiene casi la misma importancia que el secreto. Cuando una Hermana Sirviente no es discreta, desaparece la alegría de la casa, porque cada una se siente como una presa de las demás: es algo muy penoso. Es preciso que cada una de nuestras compañeras se sienta en total seguridad con relación a nosotras, no sólo por lo que se refiere al hecho de lo que han de saber los demás, sino también a lo que hemos de saber nosotras mismas.
Hay cosas que una Hermana. Sirviente tiene que aceptar no saber. Por ejemplo, si se encuentran ante una Hermana que saben ustedes se ve acechada por una tentación interior o de otra clase, el deber de ustedes es sencillamente asegurarse de que cuenta con la ayuda necesaria para el caso.
Por ejemplo, sugerirle que se abra al Director de la Provincia, a la Visitadora, a un confesor o director de conciencia. Cuando estén seguras de que cuenta con el tutor necesario para llevar su estado interior, no tienen ustedes que intentar sustituirle, ni dejarse llevar por un sentimiento de frustración interior, diciéndose: «Mi Compañera no tiene confianza conmigo». Eso no es verdad. Es que existe cierto pudor de alma, cierta
reserva que son perfectamente legítimos y comprensibles, y, en ese momento, no pueden ustedes demostrar a su compañera mayor afecto, prestarle mejor ayuda que respetar profundamente su dificultad y las relaciones que tenga con los que la ayudan y sostienen de rnanera legítima. Su actitud debe ser, especialmente, la de no hacerle sentir ningú.n rencor porque no es a ustedes a quien se confía. Que, por el contrario, pueda comprender que la ayudan con su silencio, que corresponden ustedes a esa necesidad que ella siente de silencio.
Hay una comprensión de los demás, hasta lo más profundo de su ser, que debe caracterizar a la Hermana Sirviente. Queda claro, pues, que la verdad no consiste en penetrarlo todo, en decirlo todo: eso sería más bien una exageración, una deformación de la verdad y de la sencillez.
Por otra parte, lo que es objeto de discreción es tan secreto, que no existe. Ni siquiera debe percibirse que la Hermana Sirviente lleva el secreto de una Compañera, o la dificultad de otra. De tal manera debe no existir, que nadie, alrededor de ustedes, tiene que darse cuenta de ello. Todo debe seguir claro, sin afectación, sin la menor sombra de que ustedes guardan un secreto. Por lo demás, ésta es la única forma de guardar un secreto. Cuando se deja traslucir o sospechar que existe ese secreto, se ha revelado ya parte del mismo.
De modo que, fuera de esas cuestiones de discreción y secreto, nuestra verdad tiene que ser patente para todo el mundo, pura como un cristal, sin excluir el reconocer que podemos equivocarnos, que somos falibles. Podemos haber incurrido en faltas o errores en el plano profesional o inclusive en el plano de la dirección de la casa. Sepamos sencillamente reconocer un error: «Me he equivocad.o»; no vacilar en decir: «he hecho mal». A veces, hacemos mal, lo sabemos muy bien y nuestras compañeras lo saben veinte veces mejor que nosotras. Sepamos, pues, decir sencillamente, en la verdad y ante Dios: «en esto, he hecho mal». En ese momento, yo diré que se trata de un acto de humildad, pero de una humildad verdadera que no hace perder a la autoridad nada de lo que debe conservar, porque es situarse en la verdad. Tengamos o no autoridad, no dejamos de ser, delante de Dios, seres sometidos a error.
Reconocerlo no disminuye para nada la presencia de Dios, la gracia de estado, la acción divina en el mandato que se nos ha confiado. Y eso podemos mantenerlo muy alto ante nuestras compañeras, aun cuando hayamos tenido que confesar: «me he equivocado, he hecho mal». Aun psicológicamente hablando será cien veces mejor que querer sostener que tenemos razón cuando todo el mundo sabe perfectamente que no es así.
Hay que saber reconocer también, fuera de las faltas, un fallo de memoria, un olvido, aceptar que no estamos preparadas en una ciencia que otra de nuestras compañeras posee. Cada vez menos son las Hermanas Sirvientes personas universales.
Una Hermana Sirviente no puede ser la especialista de todo lo que se hace en la casa, sobre todo si esa casa es polivalente. En un hospital, no puede ser especialista en todos los servicios del centro sanitarío. Puede, además, no tener todas las aptitudes que tienen todas sus compañeras. Hay Hermanas Sirvientes, por ejemplo, que siendo muy inteligentes, muy preparadas en otros campos, no tienen, sin embargo, el don de la contabilidad. Pues que sepan hacerse ayudar en ese terreno, que reconozcan lo que les falta y lo suplan por medio de otra persona. Que digan sencillamente: no entra dentro de mis conocimientos, no estoy bastante preparada para ello, voy a pedir a alguna que me ayude. Y hay otros ejemplos, quizá más difíciles de reconocer. Acaso no sea necesario publicarlo a los cuatro vientos, pero sí reconocerlo de hecho para suplir la falta.
Ser educadora
Ser educadora es un don, un don natural. Hay Hermanas Sirvientes que no tienen por qué ser educadoras con las niñas; que no saben por dónde empezar como vulgarmente se dice.
Que tengan la humildad, ante Dios, de saberlo reconocer, de decirse: «pues no, no soy educadora, el Señor no me ha dado esa cualidad». Que se preocupen de que sus compañeras se formen, que sepan discernir cuáles son las más aptas para ponerlas con los niños, y que ellas se reserven una tarea de supervisión, de apoyo moral a las que actúan. Pero que encomienden a una compañera con las aptitudes requeridas esa misión para la que ellas no son aptas. No es (¿cómo decir?) no es un fallo tan grande el no tener esas aptitudes. Reconocerlo es sencillamente la verdad, y la verdad salva, la verdad libera siempre. Sepamos ver sencillamente, humildemente, con mucha lucidez lo que hay en nosotras y tratemos de compensarlo. Situémonos siempre de cara a Dios y de cara a nuestras compañeras en un clima de verdad.
La Hermana Sirviente que en su casa llega a crear, a exigir ese clima de verdad, es una Hermana Sirviente feliz y sus compañeras son felices también.
Sé muy bien que no siempre es fácil y que hay situaciones en las que es punto menos que imposible conseguir ese clima de verdad y de sencillez totales. Hay temperamentos contrarios a tal clima. Pero, en fin, en la medida en que lo podamos, hagámoslo. Ese clima de verdad se manifestará en cosas pequeñas: cosas pequeñas que no sólo lo manifestarán sino que también lo crearán.
Por ejemplo, tenemos que tener cuidado, en nuestra vida, con los pequeños fraudes. A la base de esos fraudes siempre hay una mentira. ¡Cuidado! Seguramente les vienen a ustedes al pensamiento algunos ejemplos (a mí no se me ocurre ninguno). Pero añado también: ¡Cuidado con los grandes fraudes!. Hay cosas que no son tan pequeñas, que tienen importancia; pongamos por caso —y no haré Atás que aludir a ellas— las dedaraciones que debemos hacer a la Seguridad Social con respecto a los empleados: en caso de enfermedad, por ejemplo, no debemos efectuar declaraciones que no sean absolutamente exactas; no debemos hacer certificaciones falsas. Bien sabemos que, en un momento u otro, a todas se nos ha solicitado algo por el estilo, que la gente encuentra muy normal.
Citemos un hecho: Una Hermana va a cuidar a un anciano en su casa. La nuera, allí presente, le dice: «Hermana, ¿quiere usted firmar esto? Voy a cargar estos cuidados a mi cuenta para que nos los puedan reembolsar, porque el abuelo no tiene Seguro y yo tengo el de mi marido». No podemos hacer eso. La Hermana quizá vacile y se diga «¿no me obliga la caridad a ayudar a estas personas? O, por el contrario, la justicia y la verdad ¿me prohíben firmar ese certificado?»
No hay vacilación posible.
La caridad no puede existir si no es dentro de la finticia y la verdad. Sería cometer una falta, una injusticia, una mentira. Y no se puede hacer. Me dirán ustedes que esas personas no lo comprenderán. Es verdad. No lo comprenderán y se mostrarán quizá desagradables con la Hermana, a la que darán un buen disgusto de momento; pero pueden estar seguras de que, en adelante, tendrán confianza ciega en las Hermanas. Si cedieran, aunque fuera por darles gusto, más aún, por hacerles un favor, en su fuero interno y para el resto de sus días, pensarían que las Hermanas, que pertenecen a Dios, son como los demás.
No nos damos cuenta del alcance tan grande que pueden tener ciertas cosas, que a veces calificamos de pequeñas, y que, sin embargo, son ¡tan sumamente importantes! No es raro que, en el mundo actual, la opinión de los mejores esté falseada en ese sentido. Lo que pertenece al Estado —dicen— después de todo, es nuestro; marchamos hacia el comunismo y por consiguiente podemos considerarlo como tesoro común del que podemos beneficiarnos. No, nosotras debemos conservarnos en actitudes de verdad, en actitudes de sencillez.
Llegaré a decir (y es una pequeña observación que hago de paso) que hasta en nuestros locales debe reinar como una verdad ambiental. Ya saben ustedes que, antes, todo era estuco, disimulo de lo que había debajo. ¿No han oído decirlo? Nuestros altares, por ejemplo, ostentaban oro falso, cirios que no lo eran,
flores artificiales. Todo simulado,.. el mármol no era tal. Ahora, se opera un retorno hacia la verdad en el arte y la decoración. El aspecto exterior de un edificio muestra el material que se ha empleado en su construcción; se ve lo que el edificio es en verdad. Antes parecía que se contemplaban bellos mármoles y si se miraba por detrás era argamasa, ladrillo, un horror. Ahora, a veces queda al descubierto cemento puro, desnudo. Pues si las líneas son bellas, puede ser hermoso. Pero es preferible ver el material mismo y no esa simulación que antes se daba. Pienso que esto no deja de tener importancia.
Guardemos nuestra sencillez, nuestra hermosa verdad en todas partes, en los locales, en el material que usamos. Parezcamos lo que somos, que nuestras casas parezcan sencillamente lo que son. Entonces, rodeadas así de ese ambiente de sencillez, de verdad, en todos nuestros actos, podremos tratar de ser sencillas exteriormente. Pero, «antes», hay que intentar garantizar la verdad profunda de todas las constantes de nuestra vida.
Tratemos de evitar toda afectación exterior. En general, las Hijas de la Caridad suelen ser sencillas. Hay que decirlo: es como una gracia que el Señor nos ha concedido. Un día, alguien me dijo: «Es curioso, viajo mucho por el mundo entero y por todas partes donde voy, cuando rne encuentro con una Hija de la Caridad, siempre me aborda de la misma manera que otras, en otros países, se han dirigido a mí: sin afectación, sin timidez, con amabilidad, sencillamente, pero sin una apertura exagerada». Y añadía: «Es muy bonito y me agrada mucho». También a mí me agradó.
Conservemos, por favor, esa gracia; sigamos siendo esas personas sencillas, que lo son «sencillamente» porque no tienen nada que ocultar, porque todo es verdad en ellas. No hay por qué sentirse cohibido cuando se es, se trata de ser, interiormente, lo que se aparenta en lo exterior.
Presentérnonos con sencillez en nuestra ropa, en nuestro porte y, añado también, en nuestra uniformidad. Actualmente, con la ola de cambios, de ¿cómo diré? de iniciativas personales que corre por el mundo y por la Iglesia, se llegan a ver las extrañezas más extrañas germinar en los cerebros cual la estrella que ha de conducir a toda la Compañía. ¡No, por favor!
Atengámonos a esa hermosa unidad cuando se trate del amor fraterno entre nosotras y de nuestro amor filial a nuestros Santos Fundadores y a la Compañía, para lograr la semejanza o igualdad entre todas.
Lo primero, en el espíritu que ha de caracterizarnos: caridad, humildad, sencillez; después, en nueStra manera de ser externa.
No inventemos peque’ñas mejoras en el hábito, que acabamos de reformar. El Espíritu Santo puede soplar, puede inspirarlas que hay que poner un automático aquí en vez de allí. Y puede que esté muy bien, pero dígannoslo. No rechazamos en absoluto ninguna sugerencia: envíennoslas y… esperen en paz aunque tardemos un poco, porque tienen todas una imaginación fecunda y son muchas las sugerencias que llegan y hay que considerarlas todas, o porque nos vemos obligadas a aplazar el examen de la cuestión… esperen en paz y un día se les dará la solución; pero entre tanto, se lo ruego, quedémonos todas iguales.
¡Ha sido —me gusta repetirlo— un ejemplo tan hermoso el que hemos dado en la Iglesia con el cambio de hábito, hecho el mismo día, a la misma hora puede decirse, en todos los países del mundo! No puedo decirles cuántas personas, prelados, obispos, cardenales me han dicho cómo habían admirado, sorprendidos, ese gesto, que era a la vez obediencia y búsqueda de la unidad.
Sí, efectivamente, han sido las dos grandes motivaciones que dominaron ese gesto, considerado como un hermoso ejemplo en la Iglesia y en el conjunto de las Congregaciones. Parece ser que un Obispo dijo: Cuando pienso que en mi diócesis hay 1.400 ó 1.500 sacerdotes que no son capaces de obedecer y hacer todos lo mismo, mientras que 45.000 Hijas de la Caridad de todo el mundo, han obedecido el mismo día y a la misma hora… Es una gracia de Dios hecha a la Comunidad, es una gracia que la ha acompañado desde sus comienzos, desde su nacimiento, y que con nuestros esfuerzos, nuestra voluntad hemos de conservar.
Permanezcamos sencillas, claras, limpias en nuestros vestidos, en nuestro porte, y tratemos de conservar la uniformidad.
Hablemos con sencillez cuando nos encontremos en una reunión, en una visita en un contacto cualquiera. Si queremos ser sencillas y humildes, no se trata de que nos callemos siempre. Ser sencilla y humilde no quiere decir ni guardar un mutismo persistente ni ser unas charlatanas. Hablar sencillamente cuando se tiene algo que decir. Eso es todo.
La humildad no consiste en estar ausente; la humildad cónsite en estar sencillamente donde se tiene que estar y decir y hacer lo que se tiene que decir o hacer.
Dicho de otro modo: no tener una en cuenta su propia persona. Porque el meternos en un rincón, el callarnos, el querer desaparecer son otras tantas formas de manifestar la preocupación por nosotras mismas.
Seamos sencillamente, muy sencillamente, lo que tenemos que ser, como una Hija de la Caridad sierva de los Pobres, que habla sin afectación y sin complejos.
Y hemos llegado a la cuestión de la humildad.
Precisamente es la humildad interior la que nos facilita vivir en sencillez porque cuando se falta a la sencillez es corrientemente por una reacción de orgullo, una especie de temor a parecer menos inteligente, poco apta, a hablar equivocadamente… Si nos mantenemos en la humildad interior, toda suerte de temores, toda suerte de complejos desaparecen y ya no nos cuesta tanto parecer lo que en realidad somos.
La humildad fue, bien puede decirse, la virtud de San Vicente, ¿por qué? Porque su defecto, su tendencia dominante era el orgullo, y entonces con valor y también con lucidez de espíritu, puesto que sabía que la humildad es la base de toda santidad, fundó los comienzos cte su vida espiritual en esa virtud.
Hablando de Santa Luisa, dice «la que ama en alto grado la pobreza». «Ahí tenemos esas dos bases que coinciden: la humildad y la pobreza». Santa Luisa centró más su humildad en la pobreza y San Vicente más en la propia virtud de la humildad. Y los dos se dieron a los Pobres en la Pobreza.
Esta actitud de humildad y esta actitud de pobreza snn las que hemos de mantener en nuestras relaciones con Dios. Llegan hasta el corazón del Señor. Son las que nos inspiran arrepentimiento, nos sitúan en nuestro verdadero puesto y a Dios en el suyo. Crean el deseo, alimentan la oracíón.
Cuando uno se persuade de que tiene en sí toda suerte de recursos de inteligencia, de cultura, de virtud, de penetración de las situaciones, de dones naturales, se apoya en cierta confianza, aborda los acontecimientos, aborda la vida con la seguridad de lo que cree tener. Sí, se pueden poseer dones, cultura, inteligencia; con todo, es un mezquino bagaje para emprender el trabajo.
Pero si una se siente vacía de virtud, convencida de sus deficiencias vistas a la luz de la verdad, entonces nace en nosotras la necesidad de asirnos a Dios, de recurrir a El. Entonces vivimos en el deseo y la oración. Sabemos que cuando vamos a nuestro trabajo, cuando reflexionamos en lo que tenemos que hacer, sabemos que no podremos responder de ello si no es uniéndonos continua y fuertemente al Señor.
Y entonces también nos establecemos en la verdadera esperanza, la esperanza cristiana, úníca actitud del espíritu propia para recibir la gracia de Dios. No recuerdo quién ha dicho esto, pero es más o menos así: «Cuando Dios ve en un alma el vacío producido por la humildad, se precipita en él para llenarlo». Así es. Pero si estamos llenas de nosotras mismas, ya no queda lugar para el Señor, y estamos en peligro. Si San Pedro hubiera ahondado en él ese vacío de la humildad, si oyendo la predicación del Señor hubiera quedado convencido y atemorizado de su miseria, la gracia de Dios hubiera penetrado en él y no hubiera caído, no habría negado al Señor. Como estaba lleno de confianza en sí mismo, cierto del amor que en su sensibilidad profesaba a Jesús, no rogó, se contentó con protestar: «no, no, yo seré fiel».
Esa actitud de conocimeinto propio, inspirada por la humildad, atrae a nosotras la gracia de Dios. Puede decirse que la luz no se concede más que a los corazones humildes. Hay que querer, desear, pedir a Dios que nos establezca en la humildad y en la pobreza. (Es cierto que de la pobreza habría otras cosas que decir porque tiene aspectos, sobre todo exteriores, aspectos que recaen en el ámbito del voto de pobreza, de los que no podemos tratar ahora). Aquí nos referimos a la pobreza de espíritu.
Tenemos que entregarnos, que ofrecernos a Dios para que El ahonde en nosotras el abismo de la humildad. El Señor tiene sus caminos que no son los nuestros. Sabe muy bien cómo llegar a establecernos así en esa humildad de espíritu. Por más que nosotras trabajemos no lo conseguiremos, pero el Señor sabe cómo hacerlo; por eso, a veces, vemos cómo se llegan hasta nosotras, enviadas por El, pruebas diversas.
Esas diversas pruebas siempre nos sentimos tentadas de atribuirlas a las criaturas. ¿Qué pruebas? Me refiero, por ejemplo, a los cambios de destino en nuestra vida de Comunidad, a las habladurías que pueden correr sobre nosotras, quién sabe si calumnias, a ciertas incomprensiones, a ciertas desgracias.
Frente a esas pruebas que, indudablemente son muy penosas para la naturaleza, surge a veces la tentación a decir: «ha sido fulano o fulana quien lo ha hecho», y ya nos cegamos, no vemos sino a la criatura, no distinguimos ya, no descubrimos la acción de Dios. Entonces, en lugar de entrar en los planes del Señor, que lo ha permitido, aun si la criatura es culpable de ello (porque no es imposible que éste o aquel nos hayan hecho una «faena», aunque, por otra parte, no siempre es así, crean que muchas veces nos imaginamos lo que no es), aun puestos en lo peor de que se nos haya perjudicado gravemente, no es menos cierto que esa persona que ha actuado ha sido instrumento de Dios.
Es la acción del Señor en nosotras para hacernos entrar en el verdadero conocimiento de nosotras mismas, en la humildad profunda y ponernos en esa actitud de espíritu de pobreza y humildad que le permita entrar plenamente en nosotras. Es el medio por el cual Dios repara los caminos por donde ha de pasar. Es aquí donde tenemos que hacer actuar nuestra fe.
En este punto quisiera que terminaran los Ejercicios.
Cualesquiera que sean las dificultades, las pruebas que nos ocurran, no busquemos nunca la acción de las criaturas, aun cuando sea patente a nuestros ojos. Sepamos, a través de la fe ver y reconocer la acción de Dios, y una vez conseguido esto, entremos, por nuestra aceptación, en cooperación con El. Entonces, esa aceptación voluntaria, esa cooperación sincera, nos harán entrar en la alegría.
2 Comments on “Susana Guillemin: Virtudes características de las Hijas de la Caridad”
Excelente articulo que nos ayuda a comprender que nuestra vida debe estar marcada por el amor que hace visible a Dios en el pobre y entre nosotras.
Fantástico