Una simple ojeada a la prensa diaria nos revela un estado de tensión en la vida del hombre contemporáneo: tensiones políticas, sociales, financieras. Se encuentra esta palabra en los titulares, en las primeras planas. Otras, sinónimas, acentúan el peso que representa la multiplicidad de las causas: conflictos, tirantez, dificultades, luchas, son otras tantas formas de tensiones que nos angustian, pero que son también otros tantos gritos lanzados a la humanidad, signos de un mundo en marcha hacia un orden nuevo.
Para no citar más que un ejemplo: la socialización intensa con sus múltiples consecuencias. Es fácil comprobar que su progreso proporciona al hombre posibilidades de acción y de influencia, de eficacia y dé seguridad; pero también, y por otra parte, mediatiza su libertad, su autonomía. Puede parecer extraño señalar que esa socialización acentúa la soledad del hombre, al mismo tiempo que multiplica sus relaciones. Porque, en efecto, está solo de continuo, en medio de los contactos sociales que sostiene:
— en el plano nacional, su patria no aparece sino como una parcela del mundo, que puede recorrer de un extremo a otro, gracias a la prensa y a la televisión;
— en su ciudad y en su profesión, las estructuras administrativas, la organización, las exigencias de especialización y el trabajo en cadena le aíslan y separan de todo aquello que constituye su mundo;
— en su propia familia, que vive, casi siempre, dispersa. El trabajo de los padres, los estudios y diversiones de los hijos sitúan a cada miembro en el seno de colectividades distintas.
En una situación de aislamiento cada vez mayor, suele, por lo tanto, afrontar y vivir las grandes revoluciones técnicas y científicas de su época y sufrir esa impresión disgregadora de que las afirmaciones científicas de ayer son los errores relativos de hoy. Y sí nuevas conquistas en el plano de la instrumentación técnica le proporcionan el legítimo orgullo del inventor, le descubren también que una máquina puede trabajar lo mismo que él; la automación y la electrónica tienen hondas repercusiones en el mundo del trabajo.
La intervención del Estado para garantizarle contra los distintos riesgos que pueden sobrevenirle, aunque le protege, no deja, sin embargo, de inquietarle y hasta de oprimirle: obligatoriedad de la medicina del trabajo, vacunaciones, seguridad social, pensiones de retiro, de paro, etc. Poco a poco, sus iniciativas y su posibilidad de elección se reducen; su deseo de lograr una segurídad lleva consigo un menoscabo de su libertad. Vive en una especie de dilema:
— entre sus posibilidades de hombre medio y las exigencias científicas y técnicas de una civilización elevada al nivel de un superhombre;
— entre su profunda necesidad de realización y de equilibrio personal y la invasión de una socialización que le esclaviza en todos los aspectos;
— entre las percepciones directas y familiares, humanamente asequibles, y la multiplicación de las grandes llamadas universales que le transmiten las ondas;
— entre sus costumbres ideológicas, ancestrales y sociológicas y las grandes corrientes del pensamiento contemporáneo que se le ofrecen con todos los artificios de la propaganda;
— entre su necesidad natural de serenidad y de silencio y la invasión de ruido y la aceleración del ritmo de vida.
Es el centro en el que resuenan múltiples llamadas que le invitan a arrancarse a una manera de ser, de vivir y de pensar, para superarse a sí mismo. Este estado de tensión vivido evidentemente en grados de muy distinta agudeza, según los individuos y las circunstancias, parece ser una de las características de nuestra época, impregnada aún de una civilización que ha quedado atrás y violentamente atraída hacia una renovación radical de todas las cosas, es decir, de un orden nuevo todavía mal equilibrado.
I. Situado en este mundo, el cristiano participa de esta tensión universal
Vive los conflictos del ambiente con las gentes que le rodean; trabaja por lograr el orden nuevo entrevisto; contribuye a la construcción del mundo técnico y socializado del mañana; pero, al mismo tiempo, se aparta de este mundo materializado por la mirada de fe que anima su acción.
La finalidad que la acción se propone es lo que diferencia al cristiano del no-cristiano Mientras este último lucha y trabaja por la promoción del hombre y la extensión de un reino temporal, considerados como fines en sí mismos, el cristiano trabaja con la mirada puesta en Dios y en un reino eterno. Por eso, a lo largo de la acción común tienen, necesariamente, que producirse conflictos. Por sincera, por total que sea su adhesión al mundo, no puede dejar de separarse de él en muchas circunstancias, si es fiel a la orientación teologal que el bautismo le infundió. Orientado hacia Cristo, su modelo, y a la luz de las Bienaventuranzas, se encuentra en oposición permanente con la prudencia de este mundo, para quien constituye una incógnita.
La vida del cristiano, dividido entre el mundo y Dios por las reacciones que le exige su fe, sirve de escándalo, es un interrogante, una palabra, una serial que Dios hace a los hombres, una llamada que dirige al mundo.
II. Las Religosas, entre las que nos contamos, forman parte del número de estos cristianos
En una posición muy particular, desde luego…, pero observemos la vida de la Religiosa de hoy.
Se ha dicho con frecuencia de las Religiosas, y sobre todo de la Religiosa de acción sanitaria y social, que están sobrecargadas, abrumadas, en una palabra, en tensión. Observación que ha tenido muchas veces el aire de un reproche, como si esta tensión y sobrecarga fueran monopolio de las Religiosas. Es verdad que en algunos casos este reproche se encuentra justificado: hay que hacer frente a situaciones tan nuevas, que exigen una revisión radical del modo de vivir, y no han podido todavía encontrar el punto de equilibrio. Pero, ¿es esto algo exclusivo de la vida religiosa? ¿Existe un obrero, un hombre de negocios, un médico o una madre de familia que no se lamenten con razón de «no tener tiempo para vivir» y que no traten de lograr una existencia un poco «más humana»?
No es, por lo tanto, consecuencia de la vida religiosa, sino que, en función de su inserción en el mundo y lo mismo que el hombre y el cristiano del siglo XX, la Religiosa experimenta las tensiones propias de su época. Se encuentra —al igual que el cristiano— inmersa en el mundo, participa de su evolución y sufre las consecuencias. Dedicada a una profesión, vive sus exigencias, tiene que observar sus leyes y ejercerla con toda la técnica requerida. Asume esta profesión en un mundo socializado y se ve que su acción se mezcla con la de numerosas colaboradoras y con la de otras profesiones colaterales. Está en dependencia y en relación con múltiples organismos públicos o privados. Hay una red de deberes sociales y administrativos que nuestras obras de antaño ignoraban y que hoy pesan sobre ella, lo mismo que sobre sus colegas. Para la enfermera a domicilio, se tratará de las relaciones con el médico, con la asistente social, los militantes de acción católica de la parroquia, etc…
La Religiosa colocada en un hogar infantil no puede llevar a cabo su acción sin tener en cuenta de manera habitual a los educadores, a la asistente social, al equipo médico. Tiene que tomar parte en la vida de los movimientos de Juventud, en las diferentes organizaciones de Educación y Descanso, en los Centros de formación catequística y profesional.
¿Quién no conoce las innumerables relaciones de la asistente social?
En cuanto a la hospitalaria, tiene que presenciar cómo se hipertrofia, cada vez más, el equipo en el que está integrada. Una Religiosa que ocupe un puesto de supervisora en un Hospital clínico de Facultad puede encontrarse con un promedio de 175 personas que esperan de ella, día por día, atenciones, cuidados, consuelo, directivas u orientaciones en su trabajo o bien colaboración.
Ese grupo humano en el que está integrada, puede ser más o menos el siguiente, tomado del caso concreto de un Hospital Clínico Universitario:
125 enfermos, 1 profesor, 4 ayudantes, 10 internos, 12 enfermeras tituladas, 8 enfermeras auxiliares, 15 funcionarios o empleados, 8 alumnas enfermeras de segundo año, 4 alumnas enfermeras de primer año. En total, 187 personas, sin contar a los estudiantes de medicina, el fisioterapeuta, la diplomada en dietética, y las dos secretarias, personas todas ellas con las que también ha de tener relaciones diarias. Y a todo esto hay que añadir los contactos, diarios también, con las familias de los enfermos. De modo que el centro concreto de acción de la religiosa no se limita ya al enfermo, al niño, a la persona que sufre. La constelación, por decirlo así, de personas que gravita en torno reclama también atención e interés eficaz, operante, además de ese no sé qué que siempre se espera de la Religiosa.
Dentro de ese equipo, la Religiosa enfermera colabora como técnica. Existe para ella, como para los otros miembros del equipo, a través de los nuevos descubrimientos, cierto dinamismo intelectual que la orienta hacia lo que se ha llamado el determinismo médico.
A veces se siente la tentación de adoptar posturas sistemáticas frente a ese conjunto de resultados que han dado las últimas técnicas electrónicas y automación. Parece, en efecto, a la generación de hoy en día que existe mayor seguridad de juicio en aquello que se ha despojado de toda subjetividad. Y, sin embargo, dentro de ese conjunto que, respaldado por la ciencia y la técnica, le ofrece toda clase de garantías, el enfermo necesita imperiosamente algo más, otra cosa.
«En un hospital recientemente inaugurado, se ha instalado en la habitación próxima a la sala de reanimación ese aparato moderno que registra a distancia y simultáneamente la temperatura, el pulso y la tensión del enfermo. Si esta última baja, un pitido agudo avisa a la persona que está de guardia. Una noche de vela, la Religiosa responsable no podía resolverse a ser simple observadora de aquel cuadro de mandos, y entró en la habitación del enfermo, que, en principio, debía hallarse en una semi incosciencia. Pero, con gran sorpresa suya, éste tenía la mirada ansiosamente clavada en la puerta. No podía hablar, pero su mano se encrespó asiendo el delantal de la Hermanita y le señaló con los ojos la silla que estaba junto a la cama.»
Esta doble exigencia: preocuparse de la parte técnica profesional y atender a la vez al enfermo, obliga a la Religiosa a permanecer en una tensión continua, en continua vigilancia. Las modificaciones, aun las más ligeras, pueden tener una repercusión insospechada en el enfermo, ya que es una realidad que los progresos de la técnica tienen siempre derivaciones de orden humano.
«Una persona que había sido operada en una clínica donde estaba instalado el «interphone», confesaba que una de las mayores dificultades que había tenido que vencer los primeros días era la molestia que sentía al tener que formular ciertos deseos ante la mecánica impersonalidad de un micrófono, sin el apoyo de la presencia personal, cuyo valor humano compensa la humillación que produce en el enfermo su dependencia absoluta.»
El hecho de que la Religiosa acepte plenamente la evolución científica de su profesión y considere como una obligación de justicia para con sus enfermos capacitarse técnicamente, no debe disminuir en ella su valoración de la persona, humana, sí, pero a la vez hija de Dios. Su actitud modela con frecuencia la de todo el equipo que necesita este punto de referencia para tener siempre presentes las necesidades del enfermo, en lo que al plano biológico se refiere, como es natural, pero también en el psicológico y espiritual. La presencia de la Religiosa sirve de freno a veces y siempre de estímulo y recuerdo; ¿y no constituye esto ya un valor apostólico?
También se ha modificado la forma de trabajar y va siendo cada vez menor la parte de acción personal. La Religiosa tiene que aceptar la necesidad de utilizar técnicas científicas, instrumentos administrativos: ficheros y expedientes, como intermediarios materiales que multiplican su eficacia, es cierto, pero que también deshumanizan su labor. A esta parte administrativa viene a añadirse una infinidad de encuestas y cuestionarios destinados a confeccionar las estadísticas que cada uno desea hacer a escala local, provincial o nacional. Y, naturalmente, es imposible dejar de cooperar a este movimiento de investigación que en nuestros días afecta a todo, se replantea toda clase de problemas, en un loable afán de progreso y avance científico.
La Religiosa se ve solicitada incesantemente hacia un nuevo orden de cosas, por nuevos acontecimientos científicos y debe trabajar sin descanso para elevarse a un nivel cada vez más alto.
«La supervisora del Servicio de Medicina de un Hospital clínico importante fue, por disposición de sus Superiores, a la Escuela de dirigentes y monitores a fin de prepararse para desempeñar mejor el cargo que ya ocupaba. Al mismo tiempo surge la incorporación a su servicio del tratamiento de enfermedades del metabolismo. Se trata de una especialidad concreta que requiere profundizar seriamente en la Patología, renal sobre todo, y en general de todas las enfermedades metabólicas. La supervisora no puede echar sobre sus hombros esta responsabilidad suplementaria sin estar familiarizada con la dietética, tratamientos específicos, métodos de depuración sanguínea, como el riñón artificial, etc., etc. Cuando regrese con su diploma de supervisora tiene que volver a marcharse de nuevo a hacer prácticas a un servicio especializado. Sin esto le hubiese resultado imposible coordinar el trabajo de su antiguo equipo con el nuevo.»
La Religiosa, como todo el mundo en nuestros días, ha de tender continuamente hacia una perfección profesional, cuyo nivel eleva cada día el incesante progreso técnico. Debe estar perfectamente capacitada para el trabajo que realiza, mantenerse al día preocupándose de estar al corriente de los últimos adelantos y no caer en la tentación, sin embargo, de buscar la ciencia por la ciencia; más bien en este mundo moderno que corre el peligro de dejarse dominar por la técnica, ha de saber utilizarla de la forma peculiar que su carácter de Religiosa exige, humanizarla y hacer que vuelva a ocupar el puesto «de servicio» que le corresponde. Para cualquier seglar la profesión tiene un papel primordial, para la Religiosa es el instrumento del amor. Domesticar la técnica poniéndola al servicio del verdadero y único bien del hombre; dar la primacía, en el ejercicio profesional, a la comprensión, a la atención humana hacia los clientes, en una palabra, a la caridad, ¿no supone ya anunciar el reino de Dios?
La Religiosa tiende continuamente, en todos los instantes, a armonizar las exigencias de su vida profesional con las de su vida religiosa, de su vida comunitaria y de su vida de trabajo. Sin embargo, se presentarán alternativas, ante las que se verá forzada a elegir una postura con la sana libertad de un alma habituada a dar la primacía a lo esencial, a Dios.
De un hogar infantil nos ha llegado una anécdota muy expresiva en este sentido:
«Sor María no tiene un minuto libre. Siempre ha tenido fama de educadora innata; ha alcanzado grandes éxitos como tal entre la juventud… Es una Religiosa llena de fervor y de generosidad… Tiene poco tiempo disponible y… debe elegir entre una jornada de estudios de tipo doctrinal y otra sobre dinámica de grupo que se celebran simultáneamente en la única época del año en que tiene unos días disponibles.»
«Primer impulso. Como alma generosa y llena de fervor, el primer impulso de Sor María es pensar que dispone de poquísimo tiempo para equiparse espiritualmente y que por tanto debe inclinarse por las jornadas de perfeccionamiento religioso. Y además, ¿no es la santidad su primer objetivo?»
«Segundo impulso. Sin embargo, Sor María piensa inmediatamente en la obligación que tiene de cumplir bien su deber de estado; es cierto que su oficio marcha bien… que posee medios naturales a los que se suman los sobrenaturales, que la Gracia le ha otorgado, pero si se quiere conservar la eficacia de estos medios, si se quiere ayudarles a seguir la evolución que imponen las exigencias de nuestro tiempo, es preciso cultivarlos… renovarlos… Sor María no tiene habitualmente facilidades para enriquecer, con contactos del exterior, su < formación profesional> y por eso su voluntad se siente vivamente atraída a aprovechar las jornadas de estudio sobre dinámica de grupo».
«Es evidente que la necesidad de decidirse provoca en Sor María una tensión que implica necesariamente cierto malestar. Si pudiera remitir la decisión a la autoridad, ¡qué tranquilidad de espíritu! Pero su Superiora la trata como a una Religiosa con madurez suficiente… conoce su temperamento, su reflexión, su juicio y como valora su personalidad justamente, le deja libertad de elección. Cualquiera que sea la decisión que, después de haber orado, tome Sor María, es indudable que no podrá evitar cierta inquietud que nace de su preocupación por buscar lo mejor, de su deseo de perfeccionarse tanto espiritual como profesionalmente.»
Tensión íntima, interior, en este caso. Pero en muchas ocasiones, ¿no es verdad que en el orden exterior, en nuestras relaciones con los católicos dedicados al apostolado, y lo mismo que ellos, nos encontramos en una cierta oposición, en una especie de distorsión, con el mundo? Nos ponemos en contradicción con él por adherirnos a Cristo, piedra de escándalo. Y, sin embargo, este testimonio cristiano, por esencial que sea, no es aún el específico de la vida religiosa.
El testimonio especial que la Iglesia espera de nosotras, tanto en el mundo sanitario y social como en los ambientes menos favorecidos que son nuestro campo de acción predilecto, es el de la vida consagrada, que se caracteriza por los tres votos, llamados de Religión, vividos en Comunidad. Acentuando el testimonio propio de todo cristiano, la Religiosa lleva hasta los últimos límites la preferencia que al Señor se debe y ha de proclamar con su vida entera en este mundo de sufrimientos, que Dios solo basta a los que le aman y que hay que poner la esperanza en un mundo ultraterreno. Por el mero hecho de verla, se insinúa, tanto en los moribundos como en los más desheredados, una secreta esperanza en el Dios misericordioso y bueno que ella representa y en una vida futura y eterna.
Hay que reconocer, sin embargo, con toda claridad que el lenguaje de los Votos es hoy día muy poco comprendido. Hay que despojarlo de todo lo que el mundo, incapaz de penetrar en su profundo sentido, considera estrecho y mezquino, y presentarlo a través de aquellos valores humanos y cristianos a los que son muy sensibles las gentes de nuestra época. Ya sabemos cuáles son estos valores: lealtad, justicia, disponibilidad, espíritu de colaboración.
Desconfiemos del confusionismo que establecen entre Religiosos y seglares, interpretaciones surgidas de criterios que nos resultan extraños y que desprecian los valores sobrenaturales que constituyen nuestro punto de referencia habitual.
Las condiciones de la vida moderna, de las que tan claramente se nos ha hablado estos últimos días, las nuevas situaciones en que tienen que encontrarse las Religiosas, influyen mucho necesariamente en cómo debe vivirse la vida consagrada si se quiere que sea apostólica. La sustancia de los Votos es inalterable, permanecen intactas sus exigencias profundas, pero se realizan de una manera diferente, de acuerdo con la profunda evolución sufrida por la mentalidad contemporánea, y su expresión debe estar orientada siempre por una preocupación misional.
Así, la manera de observar la obediencia, y por consiguiente de concebir y ejercer la autoridad, es sin duda uno de los puntos clave de la adaptación de nuestras Congregaciones religiosas a una vida apostólica auténtica. ¿Por qué no confesar abiertamente que en las Comunidades existe un cierto malestar en relación con la obediencia? Parece conveniente estudiar a fondo este punto, guiados de una doble preocupación: la de desarrollar las cualidades naturales y sobrenaturales que en cada uno ha depositado la Providencia para el mejor servicio de Dios y de la Iglesia, y la de profundizar en el conocimiento doctrinal de la obediencia religiosa (lo que es y lo que no es), a fin de que cada una la ejerza tan consciente y libremente como la auténtica obediencia exige
La mayoría de las veces, la Religiosa ha de vivir su voto de obediencia ocupando cargos que implican el ejercicio de la autoridad. Cuántas son las que hoy en día deben asumir responsabilidades, tomar iniciativas, en una palabra, ejercer funciones de dirección en su actividad profesional, mientras que dentro de la Comunidad han de someterse a su Superiora hasta en los menores detalles. Así tal Religiosa, que es la jefe indiscutible de su equipo de trabajo, lo mismo que aquella otra que es el centro de coordinación de toda una red de relaciones, como aquella que goza de la admiración y consideración de todo el mundo en el distrito donde trabaja como enfermera, en el seno de la comunidad no se distinguen en nada de sus compañeras. Esta situación, aparentemente paradójica, se comprende perfectamente cuando se examina a la luz de la fe.
La obediencia es el medio de dar la primacía a Dios, libre y definitivamente. Pero Dios, por medio de superiores autorizados, puede disponer que una Religiosa mande, lo mismo que puede disponer que obedezca.
El carácter delegado de la autoridad que se recibe y la sujeción a un control en su ejercicio, salvaguardan el ejercicio de la obediencia. Y bien puede afirmarse que una Religiosa, al tomar iniciativas en el ejercicio de la autoridad que ostenta legítimamente, actúa tan dentro de la obediencia como al hacer un acto de sumisión, ya que en uno u otro caso no hace más que cumplir la Voluntad soberana de Dios.
Mas para que la obediencia tenga valor apostólico, es preciso que dejemos ver su origen sobrenatural, que se transparenten la libertad y plenitud de nuestra adhesión a Dios. La gente tiene un concepto equivocado de la obediencia religiosa; la sitúan en el plano del reglamento de la disciplina interna. El siguiente comentario lo prueba: «Los enfermos no creen que actuamos como adultos; por eso nos dicen a menudo: es la hora; márchese ya, porque si no, le van a regañar».
A las jóvenes les molesta, además, el voto de obediencia, porque ven en él una mutilación de la personalidad. Una joven decía: «Ustedes las Hermanas no están nunca a sus anchas».
«Por el contrario, el ver que se obedece con gusto llega a convencer a las más reticentes. Resulta irresistible el testimonio de la Religiosa que se muestra feliz al obedecer: Al anunciar la llegada de varios heridos a las once de la noche, una Religiosa, monitora de la Escuela de enfermeras y cuya autoridad era reconocida por todas, se dirige hacia el servicio de urgencia acompañada de dos alumnas. Allí se encuentra con la Superiora que ha acudido a hacerse cargo personalmente del trabajo y que indica a la Hermana monitora que es hora de retirarse. La Hermana, sonriente, se limita a dar las buenas noches con toda sencillez, y esta actitud causó un provechosa sorpresa a las alumnas y sirvió de tema a fecundas conversaciones entre todas las jóvenes del curso.»
Preocupémonos de la impresión que acerca de la obediencia producirán nuestras palabras y nuestros actos en aquellos que nos rodean. ¿No es una realidad que la desagradable reputación de infantilismo, que tanto pesa sobre la vocación religiosa, debe imputarse sobre todo a la forma errónea de practicar la obediencia? La Religiosa que practica la obediencia como corresponde a un adulto la deja entrever, más que en sus palabras, en el criterio que orienta sus decisiones; decisiones que revelan siempre que han sido tomadas a luz de la presencia interior de Cristo, a quien todo se subordina, por una adhesión libre y voluntaria.
Esta obediencia de fondo es la que da sentido a los demás Votos.
La Pobreza Religiosa está ligada a la obediencia por vínculos religiosos y jurídicos. La pobreza se vive por y en la obediencia, y constituye uno de los problemas más agudos que se le han planteado a la Iglesia y, por tanto, a nuestras Congregaciones religiosas, parte real de la misma, y a todo el que quiere vivir apostólicamente en nuestros días. El mundo actual se muestra profundamente sensible a las manifestaciones externas de la pobreza y juzga por ellas, a menudo, del valor religioso de una persona o una institución, y la falta de instrucción religiosa hace, de ordinario, más severas sus exigencias; por ejemplo, se comprende muy poco en general la pobreza-obediencia y, en cambio, todo el mundo admira la pobreza-renunciamiento.
Hay que reconocer, sin embargo, que, a pesar de estos errores de apreciación, es un innato y auténtico sentido religioso el que lleva al mundo a valorar la pobreza y a considerarla como manifestación de pertenencia a Dios, y es en este mundo sediento de riquezas y de comodidades y a la vez susceptible y exigente en lo que a la pobreza de la Iglesia y de las gentes de la Iglesia —nosotras por tanto— se refiere, donde las Religiosas hemos de vivir como pobres y dar testimonio de la pobreza de los discípulos de Cristo. A la dificultad intrínseca que esto representa, viene a sumarse la íntima convicción de que no seremos comprendidas, de que aquellos que nos rodean no sabrán ver la pobreza en nuestra vida, por muy real que lo sea. Quizá sea este el punto en que la gente se muestra a la vez más severa y más ignorante.
Ignoran la esencia del voto de pobreza; juzgan la pobreza religiosa por sus manifestaciones externas y en relación con normas sociales que se refieren:
—a la vivienda —a la alimentación —a la seguridad.
Fijándose, por ejemplo, en las comodidades y en el lujo de los centros sanitarios, sin tener en cuenta que los locales de la Comunidad han seguido tan pobres como antes.
Y este mundo, que nos echa en cara la falta de pobreza, nos reprocha con la misma ligereza la insuficiencia de los medios empleados en el apostolado, el que no utilicemos los últimos adelantos para lograr la máxima eficacia y conseguir una irradiación universal. La Religiosa se encuentra en tensión continua, viéndose obligada sin cesar a elegir entre la necesidad de emplear técnicas eficaces, pero caras, y su deseo de dar testimonio real de pobreza, por lo que han de regirse continuamente con espíritu de fe y miras sobrenaturales.
Sólo en la oración encontrará la justa medida en cuanto a los medios aún onerosos, que en justicia son necesarios para cumplir sus obligaciones con aquellos que a ella se dirigen: niños, enfermos, ancianos
La pobreza será más estricta en lo que se refiere al plano individual o comunitario. Una cierta pobreza de medios debe subrayar la primacía que se concede a la confianza en la Providencia.
«En una parroquia de un suburbio de Paris, tanto los sacerdotes como la Hermana que cuidaba de los enfermos a domicilio decidieron, de común acuerdo, renunciar durante dos años al uso de un «2 CV,» que necesitaban sin duda para poder desplegar mayor actividad, pero que constituía un lujo en relación con el nivel de vida de los que les rodeaban. Al cabo de dos años de dar este testimonio de pobreza les ofrecieron espontáneamente el «2 CV»».
Podían citarse muchos casos parecidos. Son muchos los centros mineros, pueblos y suburbios que ofrecen a las Hermanas los medios de locomoción que necesitan y se ocupan también de los gastos que ocasionan estos medios que ven usar únicamente en su servicio. El empleo del automóvil pierde entonces su aire de «objeto de lujo», para convertirse en un instrumento de trabajo al servicio de la Caridad. Pertenece realmente a los clientes de las Hermanas y ellos así lo comprenden y la pobreza queda en evidencia ante el hecho de que el automóvil sigue allí cuando cambia la Hermana y de que únicamente se usa para prestar servicio y nunca para salidas de simple pasatiempo. En esto radica la diferencia entre la pobreza material, que consiste en carecer de todo, y la pobreza religiosa, que usa de todo como si nada poseyese. La población obrera comprende y aprecia con toda claridad esa diferencia. Tocamos el punto, ¡tan de actualidad!, de la pobreza comunitaria, que tanta repercusión tiene en la irradiación apostólica de las comunidades, pero que es tan difícil de poner en evidencia ante los demás. Resultaría muy cómodo y tranquilizador contar con normas generales que reglamentasen la apariencia exterior, fijando de manera terminante el tipo a que debieran ajustarse los edificios y el mobiliario. Puede establecerse algunas líneas generales adecuadas a la vocación particular de cada Congregación, es cierto; pero aun dentro de una misma Congregación, la pobreza ha de presentar facetas diferentes en el gran hospital de una cíudad importante y en el pequeño pueblecito; en un suburbio obrero y en el centro de una gran ciudad.
Hemos de mantenemos al tanto continuamente de las realidades que nos rodean y de su evolución, no sólo para que nuestras fundaciones respondan a las necesidades de la Iglesia y a los fines propios de nuestra vocación, sino también para comprobar el alcance que tiene el testimonio que damos de pobreza en el contexto sociológico del que formamos parte. Nuestra pobreza exterior se valorará según el nivel de vida de quienes nos rodean. Debe acuciarnos una santa inquietud por la pobreza, preocupación que puede llevarnos, si es preciso, a revisar valientemente nuestras instituciones y a preguntamos si realmente constituyen una invitación a seguir a Cristo pobre. Es difícil que en un establecimiento de cierta importancia no haya que plantearse esta cuestión. No es raro oír reflexiones de este tipo: «¿La Casa de las Hermanas? La encontrará usted sin dificultad; ¡es la mejor de la calle!» y ¡hay que oír el tono con que lo dicen!
Por el contrario, el padre de uno de los alumnos de la clase maternal, al encontrar una Hermana en un viaje, hablaba y no acababa, con evidente satisfacción, de la pobreza material de la Casa y del Colegio.
El problema de la riqueza aparente de las Comunidades religiosas está sobre el tapete. Las soluciones surgirán lógicamente cuando se profundice en el verdadero espíritu de pobreza, que ha de ponerse en evidencia en todos los aspectos de la vida, aunque sin descuidar las transformaciones necesarias. No es éste el momento de estudiar la pobreza de espíritu, pero sí entra de lleno en nuestro tema considerar los frutos que de ella espera el mundo con impaciencia. En la manera de vivir, en las manifestaciones externas se pone de manifiesto quiénes tienen corazón de propietarios y quiénes poseen un alma desprendida.
La Religiosa a la que siempre que se le pide un servicio reacciona de manera caritativa, tiene alma de pobre.
La que de buena gana comparte la responsabilidad con sus colegas profesionales, la que sabe desaparecer para no interferir la acción apostólica de otra Religiosa o de una seglar, tiene también alma de pobre.
La que en sus múltiples relaciones con otras personas sabe escuchar, admirar y recibir tanto como da, posee un alma de pobre.
La que sabe aceptar las condiciones apostólicas en que se encuentra: lugares, personas, situaciones, posee alma de pobre.
La Comunidad que, lejos de tratar de actuar aislada, sabe insertarse lealmente en la parroquia aun en los casos en que haya de sacrificar algo de su propio interés, posee alma de pobre.
La que en sus planes de organización, ampliación, reestructuración, actúa en, función de las necesidades apostólicas de su campo de trabajo y de manera coordinada con los responsables de las demás obras de apostolado, tanto sacerdotes como seglares, ésa tiene alma de pobre.
La pobreza lo preside todo, se reafirma o se debilita en todas y cada una de nuestras decisiones.
Sólo en muy contadas ocasiones un acto aislado puede alcanzar valor de testimonio, consiguiendo que se le reconozca como signo apostólico y sirva de llamamiento a la fe. Hay que reconocer, por nuestra experiencia personal y las informaciones que han llegado hasta nosotros, que un solo acto aparentemente contrario a la pobreza, es inmediatamente captado por la opinión que lo anatematiza y se escandaliza precisamente porque esperaba un testimonio de esa virtud; en cambio, se necesita la actuación continua y unánime de todos los miembros de la Comunidad para que se perciba la irradiación del aspecto religioso de la pobreza.
Es diferente cuando se trata de la castidad. Todavía se la considera como algo inherente a la vocación religiosa, pero a pesar de ello constituye para mucha gente su problema, como lo revelan las siguientes palabras:
— «La Religiosa es para nosotras un misterio; ha sacrificado las alegrías del matrimonio y de la maternidad, ¿a quién?, ¿a qué?».
— «¡Parece mentira, hacerse usted Religiosa, con lo buena madre de familia que hubiera sido!».
Lo que más fácilmente son capaces de captar los hombres de nuestro tiempo es la renuncia a crear un hogar y a los goces de la maternidad. Pero sólo ven este renunciamiento incomprensible para ellos, en su aspecto negativo y no en lo que tiene de plenitud y encuentro íntimo con Dios. De hecho se les escapa el aspecto positivo, la unión íntima con Dios en el amor; amando a nuestros prójimos que son tan amados por Dios, y amándoles en El y como El.
No son las Religiosas de corazón seco las que hacen resplandecer la castidad religiosa, sino aquellas que, por la madurez de un renunciamiento plenamente voluntario y por el don total a sus hermanos, revelan una auténtica libertad de espíritu, nacída de que se ven colmadas por una presencia diaria que no les deja ya nada que desear. La Religiosa que está a la cabecera de un enfermo o que se ocupa de ancianos o niños abandonados, se encuentra quizá en una situación privilegiada para transmitir el mensaje del amor de Dios. La Religiosa cuya Caridad sabe ser paciente y personal, comprensiva, desinteresada, imparcial, ha sabido imitar y prolongar el amor que Cristo nos profesó antes que nadie.
El hacer participar continuamente a los demás de lo que ella recibe sin interrupción, manteniéndose unida exclusiva y estrechamente a Dios, pone en tensión el alma religiosa que le ha consagrado todas las fuerzas de su vida en la persona de los que en este mundo padecen.
La verdadera castidad reviste con una característica especial el don de sí a los demás:
«Una joven de veinticuatro años, muy moderna y poco piadosa, respondió así cuando se le interrogó sobre este punto: «Los enfermos encuentran distintas, por su dulzura y por un no se qué, a las Religiosas y a las seglares; por eso, después de reflexionar seriamente, y en contra de lo que antes pensaba, he llegado a la conclusión de que ni los Sacerdotes ni las Religiosas deben casarse. Sus deberes y los del matrimonio no pueden cumplirse bien simultáneamente»».
Esta plenitud de la Caridad en su doble objeto —Dios y nuestros hermanos—, que en realidad se funde en uno solo, se revela en todas las reacciones y actitudes de la vida hospitalaria o de apostolado social, y es una garantía contra ilusiones tales como la abnegación poco prudente, que arrastra a una actividad desordenada; el buscar, aun inconscientemente, la gratitud, la popularidad, la estimación y demás compensaciones humanas.
La actitud de una Religiosa, que sabe vivir su holocausto de amor, impone por sí sola la reflexión.
Una Religiosa se encuentra de prácticas con otras dos alumnas de la misma Escuela en la sala de Medicina de hombres de un hospital. Por las camas de los enfermos aparecen desparramadas toda clase de revistas, más o menos frívolas; los comentarios picantes vuelan de un lado a otro. Una de las alumnas seglares, en su informe de prácticas, hace notar al consignar los hechos: «En el servicio reinaba una atmósfera de ligereza y falta de respeto al pudor y a la moral, pero durante este mes he observado que se saneaba el clima moral de la sala cada vez que Sor B… entraba en ella.»
Fácilmente se podrían citar múltiples casos en que la luminosa intensidad con que una Religiosa vive su consagración obliga a los que la rodean a entrar un poco dentro de sí mismos. Sencillez y rectitud en las relaciones humanas, veracidad en las conversaciones, bondad imparcial, delicadeza en el trato, son otras tantas seriales inequívocas del soberano reinado de Dios en un alma religiosa, que se convierte así en un medio de atracción hacia ese misterio cuya semejanza busca.
¿En qué medida? No lo sabemos; es el secreto de Dios y de la libertad humana. Lo que resulta innegable es la influencia ejercida por las Religiosas en cualquier ambiente, en una sala de hospital, por ejemplo.
No hay que deducir de todo lo que venimos diciendo, que la vida de la Religiosa dedicada al apostolado sanitario o social se deslice en una especie de ostentación continua. Es cierto, sin embargo, que muy pocos de sus gestos o actitudes escapan a las miradas de los demás, tanto en el barrio cuyas calles recorre cotidianamente, como en las familias de cuyos enfermos se ocupa, en la sala del hospital, en las relaciones administrativas y profesionales que necesariamente tiene que mantener. El solo hecho de llevar un Hábito (verdadera profesión de fe sin palabras) atrae la atención y suscita prejuicios, favorables o desfavorables, que buscan una confirmación. En el fondo de las miradas que la observan o que se desvían de ella hay siempre escondida una exigencia.
No podemos menos que evocar aquí, en una especie de paréntesis, a fin de apreciarla más adelante, la extensión y alcance de esta presencia de la vida religiosa en medio del mundo de los que sufren y en sus derivaciones: Comisiones ministeriales, Comités organizadores, diferentes organismos de formación, información y estudio, etc., etc. Todo el mundo sanitario y social queda así dentro de su radio de influencia. Y hay que considerar que el alcance apostólico sobrepasa esta influencia, puesto que con la Religiosa están Dios, la Iglesia y el Evangelio.
No hay vida más pública que la nuestra, y menos valorada en su verdad íntima. La vida religiosa y el verdadero sentido de los Votos son cada vez menos percibidos por nuestros contemporáneos, a pesar de una cierta publicidad; es el gusto por lo misterioso, la curiosidad que despierta lo oculto, más que un auténtico interés religioso, lo que atrae a las muchedumbres hacia las películas, publicaciones y novelas que pretenden esclarecer lo que pasa en el interior de los conventos o en el fondo de las almas, y todo lo que en estas fuentes se conoce, la gente lo proyecta después, «a priori», en mayor o menor medida, sobre las Religiosas que encuentra.
De lo que no hay ninguna duda es del clima de exigencia que rodea toda vida religiosa; exigencia mal entendida, que no procede siempre de la fe, aunque a menudo encierre su añoranza inconsciente; que no enfoca los verdaderos valores religiosos, sino que se centra exclusivamente en algunos puntos que impresionan de manera especial a nuestra época. ¿Dónde, pues, y cómo podrá establecerse una relación verdaderamente espiritual; de dónde podrá surgir una ráfaga de fe? ¿No es éste el misterio de la acción de Dios?
A nosotros nos incumbe solamente evitar los obstáculos, crear condiciones favorables. No hablamos el mismo lenguaje que los que nos escuchan, y lo que nosotros creemos a veces que es un simbolismo muy claro, a menudo a ellos no les dice absolutamente nada. Frente a esta clase de exigencia, no basta hoy con «ser» en el fondo una ferviente Religiosa, hay que preocuparse de expresar este «ser» en un lenguaje y mediante unos signos comprensibles para los que viven a nuestro alrededor.
Estos signos no podrán ser comprendidos más que a condición de que quede fuera de toda duda que la Religiosa vive en el mundo real. Sólo se comprenderán cuando se solidariza con los que la rodean, prestando una atención continua a sus problemas sociales y profesionales: esfuerzo por lograr una promoción social, acción sindical, huelgas, despidos…; mostrándose atenta y sensible a sus problemas humanos: presupuestos, vivienda, porvenir de los hijos…; cuando, más que presentarse como protectora, se convierte en auxiliar, en punto de apoyo, buscando el diálogo, el intercambio, convencida de que tiene que recibir tanto como dar.
Ha de evitar el mantenerse alejada de la gente por cierto distanciamiento sutil, que procede de la forma de hablar, de actitudes o de usos antiguos en desacuerdo con nuestro tiempo y que provocan la extrañeza: «Se hace un misterio de la vida religiosa, dice Monseñor Ménager, y esta actitud no tiene nada de evangelizadora». Una cierta semejanza en la manera de vivir, una aproximación, nacida de esa comprensión que produce la identidad de preocupaciones, una manera de ser profundamente humana, son condiciones indispensables para que la ruptura con el mundo que los Votos suponen adquiera un sentido evangélico. «La presencia del Apóstol, escribe Monseñor Ancel, no es auténtica sino en la medida en que sabe unir el no conformismo con la adaptación sociológica». Nuestro lugar a la cabecera de un enfermo, al lado de los oprimidos, estrechamente integradas en el medio sanitario y social, constituye una situación privilegiada de proximidad a las personas, una presencia visible de la Iglesia.
La Religiosa entregada así lealmente a ese mundo que como ella peregrina en la Tierra y a quien sirve a través de sus actividades profesionales, sabe mantenerse, sin embargo, constantemente separada de él para unirse a lo Absoluto y proclamar su esperanza en su Reino eterno. Vinculada y separada a la vez, no puede menos de sentir dolorosamente esta dualidad de atracciones. Dualidad que es causa de malestar, motivo de asombro para el mundo, que en unos casos rechaza o desprecia a la Religiosa y en otros se siente tentado a imitarla. Aquí reside la misión esencial de la vida religiosa, su razón de ser en el seno del mundo de los enfermos, en los ambientes sanitarios y sociales, lo que, a despecho de circunstancias contrarias, hará siempre necesaria su presencia. Más que asumir la totalidad de las actividades importa suscitar en cada una de ellas el problema evangélico, y en este sentido debemos revisar tanto nuestra vida como nuestras oportunidades de acción comunitaria.
Actualmente en la Iglesia y en el mundo se deja sentir una tensión especial dentro de la vida religiosa femenina, y sobre todo si se trata de Religiosas. Se la discute y se la contradice; en una palabra: se la pone en tela de juicio. La progresiva intervención de los seglares en actividades sanitarias y sociales, ejercidas antes de manera benévola, por caridad, y convertidas hoy en profesión, y su promoción apostólica, que constituyen las características de la Iglesia en nuestros días, hacen a veces pensar si la vida religiosa va a perdurar en el futuro.
Todas nuestras Congregaciones y cada una de las Religiosas que las integran viven más o menos intensamente desde el lugar que ocupan la tensión que suscita la necesidad de adaptarse —adaptación que no debe ser nunca un servilismo— y la necesidad de conservar los valores propios de la consagración que garantizan la pervivencia en el porvenir. Hay que afrontar conscientemente esta situación, no para asustarse, sino para entrar plenamente en los designios de purificación que Dios tiene sobre nosotros.
El campo de acción de las Religiosas se restringe en Francia a consecuencia de la disminución de personal; es preciso decidirse en uno u otro sentido. La presencia de las Religiosas debe mantenerse sólo donde resulta útil apostólicamente. Hay que elegir entre diferentes actividades y diversos puestos de trabajo: cuidado de enfermos a domicilio, servicios sociales, ancianos, infancia en peligro; cargos de responsabilidad que permiten una influencia mayor en los establecimientos, o puestos secundarios, pero de mayor contacto con los enfermos. Sin pretender restar valor al papel de la imaginación creadora, fruto del Espíritu Santo, de la que habló el P. Ranquet, esperamos que nuestros Obispos nos orientarán hacia las actividades más urgentes. Hemos sentido una alegría inexpresable al oír a Monseñor Veuillot exhortarnos a «confiar plenamente en el valor que la Iglesia concede a la actividad apostólica que desarrollamos en nuestro trabajo profesional». La Iglesia de Francia, los hogares cristianos, las jóvenes que desean servir a Dios, no pueden desoír una voz tan autorizada. La vida religiosa no constituye una realidad aislada e independiente; es «Iglesia» y sólo puede existir si la Iglesia la desea de manera decidida.
El primer deber que nos incumbe personalmente, en el actual estado de cosas, es el de valorizar la vida religiosa. Y para valorizar hay que restringir. Una Religiosa mediocre o simplemente de mentalidad poco abierta no puede dar testimonio de Dios. Nuestra época exige a la vida religiosa una calidad muy por encima de lo corriente, y rechaza todo formulismo, rutina e inutilidad. La obligación que tenemos de revisar, de repensar la forma y la expresión externa de nuestra vida religiosa nos obliga a profundizar en lo esencial.
Es indispensable conocer perfectamente la doctrina sobre los Votos y profundizar en su significación apostólica para llegar a vivirlos en toda su intensidad espiritual y a verlos como nuestra aportación específica al plan redentor de Dios y a la obra misionera. Solamente así se unificará la dualidad vida religiosa-apostolado.
No basta hacer un gran esfuerzo de organización ni procurar adaptar los horarios (aunque también esto sea necesario) para que la Religiosa encuentre el equilibrio personal; sólo lo hallará en una perfecta unificación con la Persona de Cristo, a quien, por una Fe vivida, sabe ver en todas las personas y en todos los acontecimientos. Perdonen que cite a San Vicente de Paúl:
— «Una Hermana va diez veces al día a visitar a los enfermos y diez veces al día encontrará allí a Dios. Id a visitar a los pobres forzados, allí encontraréis a Dios; ciudad de los niños pequeñitos, allí hallaréis a Dios. Vais a casas miserables, pero en ella encontraréis a Dios. ;Oh, hijas mías, a cuánto obliga esto! Mucho se complace en los servicios que prestáis a esos pobre enfermos y los tiene como hechos a El mismo». (13 de febrero de 1646).
Sólo de la presencia íntima, del descubrimiento incesante de Cristo en los demás, puede brotar ese misterioso goce que se siente pese a todos los choques y a todas las renuncias: «Una señal de la virginidad perfecta es la alegría en el espíritu, en las palabras y en el trabajo», ha dicho Su Santidad Juan XXIII La unificación de nuestra vida en Cristo se convierte en manantial de alegría, de esa alegría que constituye la fortaleza de toda Religiosa y la mantiene a la vez firme en el mundo y en oposición a él, produciéndole un desgarramiento interior que no hay que minimizar, pero que ella acepta plenamente como participación personal en el misterio de Cristo. La Religiosa, testimonio de una consagración auténticamente vivida, encierra un misterio, da testimonio de Dios mismo.
Pero ¿se percibe este testimonio? ¿Cómo y cuándo brotará la chispa vital? Esto constituye el secreto de Dios, porque sólo El puede dar la vida eterna. Pero a veces nos es dado atisbar algunos resplandores anticipados, como nos lo revelan las palabras de un ateo que se citaban en uno de los informes:
«Cuando veo trabajar a las Religiosas con tan alegre abnegación me planteo el problema de Dios, y llego a la conclusión de que debe de existir, ya que hay tantas personas que sonrientes se entregan por completo a Él».
Porque no es una sola vida religiosa la que propone al mundo el misterio de Cristo, es la vida religiosa misma, en unanimidad de espíritu y a través de la diversidad de vocaciones, la que da ese testimonio de unidad, que es signo evangélico por excelencia.