Ejercicios espirituales a Hermanas Sirvientes. Instrucciones. Ascensión-Pentecostés, 1967
En la charla de esta mañana quiero hablarles de sus deberes como Hermanas Sirvientes porque la finalidad de los Ejercicios es una finalidad de orden personal. Cuando se hacen los Ejercicios, se hacen ante todo y sobre todo para una misma: es el caso más indicado para aplicar el adagio tan conocido de «La caridad bien ordenada empieza por uno mismo».
Nuestra primera responsabilidad de cara a Dios es la de darle, de consagrarle por entero nuestra alma. Por consíguiente, el trabajo de los Ejercicios es un trabajo espiritual y personal: nuestro caminar hacia Dios. No podemos olvidarlo. En nuestra época, la costumbre de vivir, orar, pensar juntas, de hacerlo todo juntas, acabaría por hacemos salir de nosotras mismas, con el riesgo de hacemos olvidar que de lo que se nos va a pedir cuenta ante todo es de nuestra relación personal con el Señor.
Es cierto también que ese caminar nuestro hacia el Señor se realiza en un contexto; no somos únicamente responsables de nosotras mismas, sobre todo a partir del momento en que una Hermana recibe el nombramiento de Hermana Sirviente. Entonces, su responsabilidad se acrecienta con relación a sus Compañeras, a las obras de la casa y, fuerza es decirlo, a la Compañía toda y aún, desde su humilde puesto, a la Iglesia.
Por eso, en esta primera instrucción, quisiera situar su trabajo personal de Ejercicios en el contexto del gran trabajo actual de la Iglesia y de la Compañía, y situarlo, de una manera muy concreta, de frente a la cuestión tan importante que domina en estos momentos nuestro quehacer e inquietudes: la Asamblea general de 1968.
Saben ustedes, porque se repite hasta la saciedad, que la Iglesia vive actualmente horas muy graves: se trata de poner en obra, de llevar a la práctica los principios y directrices emitidos por el Concilio. Después de cada uno de los Concilios, se ha dado en la Iglesia un período de agitación, de turbación, de dificultades, porque, aun con la mayor sinceridad, cada uno, con su mentalidad, toma según esa mentalidad y según su propio temperamento, los principios establecidos y las directrices dadas y los aplica de formas a veces muy diversas.
Todas sabemos que en todos los países en que nos hallamos establecidas existe la tendencia a que se introduzcan desviaciones, por ejemplo, tocante al culto de la Sagrada Eucaristía, a la forma de comprender y situar el papel de la Santísima Virgen en la Iglesia y en nuestras vidas, a la vida religiosa propiamente dicha…, etc. Los más fuertes embates vienen especialmente del clero y de los militantes católicos; tenderían a adaptar de tal modo la vida religiosa a la vida seglar, que ambas acabarían por confundirse totalmente.
Creo que debemos ser conscientes de tal peligro de desaparición de la vida religiosa en la Iglesia. Sería una desaparición episódica, porque el Señor tiene sus designios y la vida religiosa es necesaria a la Iglesia. El Concilio nos ha recordado que pertenece inseparablemente a la vida y a la santidad de la Iglesia. Pero si no estuviéramos vigilantes, podríamos llegar a presenciar una especie de desaparición momentánea de la vida religiosa que se diluiría sencillamente en el laicado, y, por otra parte, una desaparíción de las características de los Institutos religiosos que se mezclarían unos con otros, a fuerza de comunicarse, llegando a formar una masa informe, incolora, inodora, insípida, sin mayor razón de existir en la Iglesia.
Así pues, son dos los peligros que acechan en estos momentos; el primero, el de una desaparición pura y simple: llegar a convertirnos en laicos, que no serían buenos laicos porque los religiosos no podrían adoptar absolutamente todo lo que es propio del laicado. El segundo, llegar a hacernos de tal manera semejantes a los demás institutos religiosos, que no tuviéramos ya razón de ser.
Sí, tenemos que saber que en la Iglesia de Dios se perfilan actualmente grandes peligros, pero también —y esto es admirable— que existe el paso de un verdadero impulso de conversión. El Concilio ha sido como un examen de conciencia de la Iglesia que, después de haberse considerado a sí misma, trata de renovarse para hacerse más semejante a lo que Cristo quiso de Ella.
La Iglesia se ha interpelado a sí misma y su voz ha llegado a lo concreto de cada una de las realidades que la componen. Esto es lo admirable del Concilio. Dos textos principales lo dominan «Lumen Gentium», ¿qué soy yo? se pregunta la Iglesia; y el segundo: «Gaudium et Spes», ¿qué soy yo en el mundo? ¿qué soy yo para el mundo? ¿qué debo ser en ese mundo para atraerlo a Cristo? Todo el Concilio está ahí. Lo demás son detalles, ¡detalles que felizmente tenemos! La Iglesia, en cierto modo, ha perfilado y concretado sus llamadas y deseos en los otros Documentos del Concilio, por ejemplo, el cargo de los Obispos, «Christus Diminus»; la vida y el ministerio de los sacerdotes, la renovación de la vida religiosa, la actividad misionera, el apostolado de los laicos, la enseñanza cristiana… Todo esto son particularidades, son detalles, explicaciones de ciertos puntos ya incluidos en principio en la doctrina de los dos monumentos que se refieren a la Iglesia y que acabamos de citar: Lumen Gentium y Gaudium et Spes.
Casi se podría reducir toda la enseñanza del Concilio a esa magnífica frase que encabeza Lumen Gentium: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura, con la claridad de Cristo que resplandece sobre la faz de la Iglesia… Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, consigan también la unidad completa en Cristo».
Todo el Concilio está ahí. Si lo asimiláramos y lo hiciéramos pasar a nuestra vida personal, a nuestra vida de comunidad, a nuestra vida apostólica, el Concilio habría tenido éxito en lo tocante a la Compañía de las Hijas de la Caridad.
«Iluminar a todos los hombres con la claridad de Cristo», es exactamente lo que se propone nuestra vocación, lo que nos especificó Pablo VI en la entrevista que concedió a las Visitadoras hace dos años: «Hacer a Dios presente en el mundo de los Pobres», iluminar a todos los hombres con la claridad de Cristo que resplandece sobre la faz de la Iglesia.
Pero es preciso que esa claridad de Cristo resplandezca, efectivamente, en el rostro de la Iglesia. Y ahí está la obra de renovación que hay que emprender. Conseguir que verdaderamente seamos una especie de espejo de Cristo, y que en nosotras, en nuestra vida, en nuestras palabras, en nuestras acciones, en todo lo que emane de nosotras, en la Compañía toda, en cada una de nuestras cosas, se revele de forma luminosa (la luz tiene que ser luminosa) la presencia de Cristo, que pueda llegar hasta el corazón de los hombres y llevarlos a Dios.
Insistamos en el final de la frase: «… que todos los hombres que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos, culturales (i es la situación actual del mundo!) consigan también la unidad completa en Cristo». Esa unidad que se está constituyendo en el mundo a nivel humano, social, ¡quiera Dios se constituya también a nivel cristiano’
«Iluminar con la claridad de Cristo», «conseguir la plena unidad en Cristo», son las dos finalidades de la renovación que hemos de emprender si queremos responder a la llamada del Concilio, esa llamada que ha sido orquestada por la voz del Papa Pablo VI. Nunca les aconsejaré lo bastante que lean y relean su encíclica «Ecclesiam Suam» que es espléndida. Creo que es el fondo real del pensamiento, del corazón, del alma de Pablo VI en esta hora. En ella expresó su deseo profundo de soberano Pontífice acerca de la Iglesia y del mundo. «Un gran deseo nos apremia: que la iglesia sea tal y como Cristo la quiere: una, santa, totalmente orientada hacia la perfección a la que El la llama y para la que le da los medios».
Esta es, pues, la época en la que vivimos, una época en la que resuena una potente llamada de la Iglesia, primero a todos sus miembros, después, al mundo. Quizá no haya habido otra tan potente desde los tiempos de Cristo. Vivier en esta época es una gracia de Dios, tenemos que comprenderlo. En ciertos momentos, por la fuerza de las cosas, se ve uno como hundido en una especie de rutina de la que es muy difícil salir, porque bien sabemos todos que no es fácil resistir a las corrientes sociales, al clima que nos rodea. El medio ambiente nos condiciona a todos. Ahora, con la renovación emprendida, al querer aplicar las fichas del consuetudinario, por ejemplo, nos damos cuenta, nosotras, personalmente, de cómo nos condicionan las personas y todo lo que nos rodea, las leyes, el estilo, el temperamento de aquellos con quienes convivimos.
Pues bien, ahora nos encontramos cogidas como a pesar nuestro (no somos las autoras de ello, es una gracia que nos viene de Dios, que El toroga a cada una de nosotras y a la Compañía en esta época) en un inmenso movimiento de renovación y de conversión. Nos vemos obligadas a caminar, no podemos hacer lo contrario; aun sin querer, nos damos cuenta que quedarnos paradas significa la muerte a breve plazo.
La llamada de Dios está ahí, sobre nosotras, sobre cada una en particular, pidiéndonos que avancemos, obligándonos casi a convertirnos. Por todo esto, hemos de vivir en acción de gracias y no detenemos a lamentar las miserias de este tiempo. Porque las hay, es innegable, siempre las ha habido y quizá éstas de nuestra época no son mayores que las que existían en tiempos de San Vicente o en otros períodos. En todo caso, no impiden que vivamos en un tiempo de gracias: veamos, pues, lo positivo. Nadie puede negar que es un tiempo de gracias en que el Espíritu habla de manera extraordinariamente perceptible y en que la luz se nos brinda de manera esplendorosa.
La vida religiosa ha sido objeto de varias y apremiantes llamadas conciliares. Tenemos que leer y meditar, personalmente, «Lumen Gentium» la primera Constitución sobre la Iglesia. Contiene una doctrina admirable que debe ser alimento para nuestra vida espiritual. Leamos y meditemos Lumen Gentium. Ya hemos visto que es la base de todo lo demás.
Tenemos también, dedicado a la vida religiosa, «Perfectae Caritatis», seguido, como saben, por el Motu Proprio «Ecclesiae Sanctae». Hay otros Decretos que también nos conciernen de manera especial, el de la actividad misionera, el de la enseñanza, por ejemplo. La Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy es muy importante para nosotras, Hijas de la Caridad, porque nuestra vocación es estar «en» el mundo, «con» el mundo, vivir «como» el mundo. No tenemos que olvidarlo. Leamos los escritos de San Vicente, ya que tenemos la suerte de poseerlos, y veremos hasta qué punto quiso que estuviéramos en el mundo y como el mundo.
Todo esto es para nosotras una enseñanza de gran precio, y somos responsables de llevarla a la práctíca.
¿Y cómo va a hacer la Iglesia su renovación? Por medio de cada uno de sus hijos. La Iglesia ha hablado, continúa, por la voz del Papa, denunciando las desviaciones, apremiando a todos a que trabajen, animándonos a ello, tratando de guiarnos, iluminamos, darnos lo que ahora se llama normas de aplicación, directrices prácticas… Pero el verdadero trabajo tiene que operarse en cada uno.
Cada uno en su puesto, cada una de nosotras en nuestra esfera, somos todos responsables de la renovación de la Iglesia. Dicho de otro modo: dentro de la misma Compañía de las Hijas de la Caridad, tenemos la responsabilidad de que la Iglesia consiga lo que se propone. La Iglesia se renovará, llegará a ser lo que el Papa y el Concilio desean, si cada uno de los que la componen llega a ser lo que debe ser según las consignas conciliares Si cada uno de los Institutos religiosos, si cada uno de los Movimientos de Acción Católica, si cada una de las organizaciones cristianas, si todos los individuos que viven en la Iglesia dan éxito al Concilio renovándose según las directrices del Vaticano II, la Iglesia se presentará tal y como Cristo la vio, la quiso y la amó; éste es el deseo de Pablo VI. Su rostro resplandecerá como la imagen de su divino Fundador.
Decimos, pues, que lo que importa es hacer que el Concilio prospere entre nosotras y dar a esa pequeña porción, esa pequeña célula de la Iglesia que es la Compañía el verdadero rostro de Cristo. Esa es la óptica de nuestra renovación. No basta con que, partiendo del Motu Proprio y con pretexto de que en él nos dice la Iglesia: «tienen que proceder a su renovación, en el término de los tres años próximos, mediante un capítulo general», nos precipitemos a preparar el capítulo general. Obedeceríamos, sí, pero la obediencia verdadera requiere que se entre en las razones profundas de lo mandado. No se trata de limitarse a poner en orden algunas cosas de menor importancia que han dejado de ser lo que tenían que ser, a cambiar, por ejemplo las oraciones (el hábito ya se ha modificado), a ver si hay algo más que organizar, a preguntarnos si nuestros reglamentos son aceptables ahora… todo eso es material, es exterior.
Entonces, ¿qué es lo importante? Lo importante es que lleguemos a ser verdaderamente miembros de Cristo que puedan reflejarle ante el mundo, mostrar su rostro al mundo. ¿Por qué vamos a intentar renovarnos, renovar nuestras Constituciones? Sí, por supuesto, es un acto de obediencia a la Iglesia. Pero la razón profunda no es la de lograr unas constituciones de lectura amena, concretas, que no dejen ninguna duda en nuestra mente y que sirvan de guía a nuestra conducta. No. Lo que hace falta es que, con esas constituciones y nuestra forma de vida renovada, podamos transformarnos personalmente, individualmente, en Cristo, llegar a ser una imagen de Cristo en el mundo.
Mucho tenemos que cuidar de no quedarnos en un plano puramente natural, en un plano humano. Tenemos que orientarnos de continuo hacia ese plano sobrenatural de la vida en Dios, de la edificación del Reino, de la recapitulación de todas las cosas en Cristo. Tenemos que llegar, todas, a que Cristo nos absorba, a dar vida al Señor en nuestra época. Los primeros cristianos dieron vida a Cristo, prolongaron a Cristo con su caridad mutua. Nosotros tenemos también que prolongar a Cristo, hacerle presente en nuestro tiempo. Somos responsables de que Cristo sea visible para las personas que nos contemplan.
Así pues, los artífices de esta renovación somos nosotras, cada una de nosotras. La verdadera renovación —lo hemos dicho y repetido— es una conversión interior. Comprendamos lo que tenemos que hacer. La conversión interior nos lleva muy lejos… Acaso no revisemos bastante nuestras posturas interiores.
Acabo de salir de un trabajo de ocho días, en Roma, en la Comisión Pontificia «Justicia y Paz», que acaba de ser organízada por el Santo Padre para promover en el mundo el pleno desarrollo del hombre, la justicia social, la caridad total. Y he podido darme cuenta hasta qué punto tenemos que convertir nuestras mentalidades. Las enseñanzas de la Iglesia contenidas en la encíclica «Populorum Progressio» son de extraordinaria importancía; tendremos que tomar conciencia de ellas para poder traducirlas en nuestra conducta.
En fin de cuentas, la Comisión decía que lo irnportante en la hora actual era la conversión de los espíritus, que había que empezar por llegar, por hacer impacto en los espíritus para que pudieran asimilarse las nociones. La doctrina de la propiedad ha evolucionado (aunque no fundamentalmente), con Populorum Progressio. Pablo VI ha hecho resaltar algunos aspectos de la propiedad, que habrán de tener obligatoriamente repercusiones en nuestra forma de actuar. No quisiera exagerar, porque no he estudiado bastante a fondo la cuestión. La intención de Dios es la de que todos los bienes de la tierra estén debidamente repartidos para que puedan responder a las necesidades de todos los hombres, y que el derecho de propiedad tenga un límite en el momento en que tropiece con personas que no tienen lo necesario para vivir. Hay que hacer una justa repartición de los bienes, que condicionará y limitará el derecho de propíedad.
Tenemos que operar una conversión de espíritu en nuestra forma de proceder. Voy a tocar un punto que es siempre muy delicado. Desgraciadamente, en casi todas nuestras casas estamos en situación de lo que se llama empresarios, es decir, que tenemos personas a las que pagamos un salario. Pues bien, somos responsables de ejercer con ellas una justicia. La justicia social regula las tarifas de los sueldos que tenemos que pagar a las personas que tenemos empleadas, regula las previsiones de los riegos que pueden correr: enfermedad, vejez… Tenemos que contribuir con las prestaciones previstas a las cargas sociales que nos corresponden para conceder a nuestros empleados todas las ventajas a las que tienen derecho.
Ultimamente, he recibido una carta de una Provincia que me decía: «En nuestro país las leyes son verdaderamente injustas en cuanto a la condición de los obreros y creo que tengo que pagar a nuestros empleados más que lo previsto por la ley». Ahí tenemos un gesto que todas podemos seguir para hacer prosperar la idea de justicia social.
Tenemos que saber convertir nuestro espíritu, nuestra mentalidad, a todos los principíos que nos da el Concilio en este plano de la justicia social, lo que resulta muy difícil porque toca a nuestros intereses. En general, las Hijas de la Caridad no están apegadas al dinero, pero tienen que hacer funcionar sus obras, sus instituciones, y, a veces, tropiezan con dificultades muy grandes. Tengamos el valor de apostar por Dios, de contar con El, y no permitirnos «nunca» ir en contra de la justicia social Suelo decír y repetir que si una casa no tiene con qué pagar honradamente a sus empleados, hay que cerrarla, porque no puede hacerse la caridad con detrimento de la justicia. Eso es siempre un error.
Conversión, pues, del espíritu. Pero esta conversión del espíritu tiene que ser al mismo tiempo una conversión del corazón: tenemos que estar convencidas de lo que tenemos que hacer, tenemos que comprender, que poner nuestro corazón en esa búsqueda de la justicia y de la caridad. Esta conversión del espíritu tiene que ser, por fin, una conversión de la vida, es decir, tenemos que obrar según las convicciones de nuestro espíritu y las inclinaciones de nuestro corazón.
Esta conversión requerida por la renovación es una conversión al Evangelio. Es preciso llegar a hacer lo que Cristo hizo en la tierra, a reproducirle, no sólo a seguirle. Con frecuencia se dice, y es verdad, que la vida religiosa es un seguimiento de Cristo. Sí, pero es mucho más que eso. A mi juicio, esa expresión le quita un poco de fuerza a la cosa. La vida religiosa es algo más, porque es una verdadera reencarnación de Cristo. Por supuesto, no se trata del misterio de la Encarnación, pero sí es hacer nacer y vivir de nuevo a Cristo en nuestra vida. Tal es la doctirna de San Pablo. Somos miembros de Cristo, prolongamos su vida y su pasión. En ese plano se sitúa la vida religiosa y tendríamos que tomar conciencía de ello en nuestras meditaciones y oraciones para que, poco a poco, fuera pasando a nuestras vidas.
¿Cómo vivió Cristo en la tierra? Exactamente como los hombres de su tiempo. Estuvo cercano a ellos. Fue pobre entre los pobres y profundamente sencillo y auténtico. Pues esto es lo que tiene que encarnarse en nuestra conducta. «Todos» los actos concretos de nuestra renovación deberán brotar de una conversión profunda del espíritu y del corazón. Y con ellos, toda la vida debe transformarse.
Hay una cosa que temo por encima de todo: la llegada a las diferentes Provincias de los cambios que hemos introducido y que quizá tendremos todavía que introducir. Estamos elaborando en el Consejo ciertas modificaciones que deben aplicarse para responder al espíritu del Concilio, a los deseos expresados por la Asamblea de 1965 y para tratar de adaptar la Comunidad, tratando de que sea, verdaderamente, en este mundo, una reproducción de Cristo, fácil de captar por los hombres. Hay que «ser» y dar testimonio. Si se «es», pero de una forma antipática o tan misteriosa que nadie lo comprenda, no servirá de mucho para la extensión del Reino.
Tenemos que ser lo que debemos ser, y la gente tiene que comprender lo que somos. Siempre es a eso a lo que tienden las diferentes modificaciones. Cuando lleguen a las diversas Provincias, a las diversas casas, es posible que se las tome como una especie de debilidad, como cierto alivio. Podrá decirse (según los temperamentos) la Comunidad se hace más humana, ahora se abre verdaderamente y permíte hacer muchas cosas; o bien, otras dirán: ¡pobre Comunidad! ¡ cómo decae!… Y no es en absoluto nada de eso. Siempre que llegue a su conocimiento una modificación, pónganse de cara a Díos y díganse: ¿Por qué? Y siempre, siempre es con miras a una profundización mayor de la vida interior, a una mayor autenticidad en nuestra conducta. Un cambio se concibe siempre en función de un progreso interior, personal o comunitario, pero nunca, nunca para proporcionar un alivio. Eso no entra en nuestros cálculos, y si esas directrices se comunicaran o recibieran con espíritu de relajación, de blandura incondicionada, no cumplirían su finalidad.
Con gusto diría yo, como San Vicente a sus primeras hijas cuando se estaban preparando las Reglas y las hacía reflexionar acerca de un punto o de otro, por ejemplo, el acto de levantarse a las cuatro, la manera de hacer la oración u otras cosas: «hagan oración dos veces sobre esto y, después, redacten lo que quieren decir». Cuando reciben ustedes una modificación, cuando se les pide su parecer, empiecen por hacer oración para ver delante de Dios qué llamada espiritual se les dirige en tal circunstancia.
Vamos, pues, a tratar de proceder a esta renovación que debe ser la conversión personal de cada una de nosotras y, por cadauna de nosotras, la conversión de la Comunidad al Evangelio, en el que radica el verdadero espíritu de San Vicente.
Podemos decirles que la Asamblea General en sí es la primera respuesta de la Compañía a esa llamada de la Iglesia, y que lo es en primer lugar por la forma en que va a desenvolverse, porque marca un nuevo giro de extrema importancia en la vida de la Compañía. Pienso que en la Compañía de las Hijas de la Caridad no ha habido hasta ahora acontecimiento histórico más importante que la Asamblea de 1968. ¿Por qué? Sencillamente porque su forma canónica ha sido modificada por un rescripto de Roma de fecha febrero último, rescripto que habíamos solicitado porque, precisamente, nos parecía que era el primer acto de obediencia ante las directrices del Santo Padre y del Concilio.
Ya saben que se ordenan dos cosas a cada Instituto religioso. La prímera es proceder a su propia renovación y la segunda, hacerlo por medio de un capítulo general, al que se considera como órgano supremo de la renovación de los Institutos. Ahora bien, en la Compañía de las Hijas de la Caridad, la Asamblea general no poseía ningún poder; no tenía otra finalidad que la de proceder a las elecciones, constituir la Curia generalicia, que era la que debía ejercer el gobierno de la Pequeña Compañía. Nos parecíó, después de haber orado mucho, de haber reflexionado mucho, que esta situación no podía prolongarse en adelante, y que’ el Concilio ordenaba, y por consiguiente era obligatorio para nosotras, dar a las Asambleas generales el verdadero poder legislativo, el poder de decidir en los asuntos de la Compañía y que no tuvieran sólo un poder consultivo; por medio de sus miembros debían poder decidir del porvenir, de la orientación de la Compañía.
Creo que se dan ustedes cuenta del giro extraordinario que en estos momentos va a dar la Compañía de las Hijas de la Caridad, saliendo de una forma de gobierno hasta ahora estrictamente personal, para pasar a una forma de gobierno comunitaria, mediante una Asamblea General con poder legislativo. Ni qué decir tiene que la Sagrada Congregación acogió con agrado nuestra petición y que nos dio el rescripto sin ninguna dificultad, señalándonos el espíritu que actualmente anima el gobierno de los Institutos. Puso, además, de relieve que esta decisión valía para la próxima Asamblea que debía proceder a la revisión de las Constituciones, pero que la decisión definitiva y la organización de las futuras Asambleas, con los poderes que deben ser los suyos eran de la competencia de esta misma Asamblea. Es decir, que el poder de decisión corresponde en adelante a la Asarnbleá General.
Es cierto que podemos decír que con ella toda la Compañía se hace responsable y toma a su cargo su propio destino. Cuando pensamos en la organización de esta Asamblea (había que tomar las cosas con tiempo) nos preguntamos: ¿respondemos de manera simplista a la orden de Roma de que se consulte a las Hermanas de la Compañía, o procedemos a una consulta que haga llegar, por vía comunitaria, la voz del individuo a la casa, la voz de la casa a la Provincia y la voz de la Provincia a la Asamblea?
Después de haber reflexionado mucho, mucho créanlo, pensamos que lo mejor era utilizar las dos formas de consulta. Por eso, la preparación de la Asamblea va a separarse en dos períodos distintos.
El primero, es un período de consulta individual. El segundo será un período de consulta comunitaria. La primera nos permitirá auscultar a la Compañía, saber en qué estado se encuentra en conjunto, a nivel universal, tomar conciencia del pensamiento de las Hermanas, conocer sus deseos, saber a través de ellas qué llamadas dirige la Iglesia a la Compañía, sentir la vida de la Compañía por todas partes donde se encuentra. Todo esto nos ha parecido de la mayor importancia.
Voy a decirles sólo una palabra acerca de la segunda consulta: la consulta comunitaria, porque se les hablará más extensamente cuando llegue el momento de hacerla. Ahora, nos hallamos en el período de la consulta individual.
En líneas generales, la segunda consulta se hará de manera muy concreta. En cada una de las casas, las Hermanas deberán reunirse bajo la presidencia de la Hermana Sirviente. Esa pequeña reunión, que se llamará Asamblea doméstica, tendrá dos finalidades. La primera será la de presentar a la Asamblea Provincial, que es el nivel superior inmediato, los deseos concretos de la casa. No habrá que decir, por ejemplo: yo deseo que tengamos una vida más equilibrada. Eso no quiere decir nada en absoluto, no sirve de nada. Con un papel semejante no hay otra cosa que hacer más que echarlo al fuego. Habrá que decir: deseamos… tal casa desea que se tengan diez horas de sueño todas las noches. Una petición así, no se echa a la lumbre; se la examina primero. Lo más probable es que no se acepte… pero no se hará sin antes haberlo examinado.
Quiere decir que lo que hay que hacer son peticiones concretas. Deseamos que en vez de dos recreos diarios no tengamos más que uno. Cosas así son las que hay que pedir. Y conste que no les estoy dando consejos. Cada casa tendrá que redactar lo que se llaman postulados y los enviará para que los estudie la Asamblea Provindal.
Segunda responsabilidad que incumbe a la Asamblea doméstica: nombrar las delegadas para la Asamblea Provincial. Esta tendrá que componerse de todas las Hermanas Sirvientes de la Provincia, del Consejo Provincial 37 de tantas Hermanas delegadas como número de casas hay en la Provincia. Si la Provincia consta de cien casas, habrá que nombrar cien delegadas, más las cien Hermanas Sirvientes. Esto es también una obediencia a Roma. Roma quiere que haya tantas personas miembros, por derecho de la responsabilidad que ejercen, como personas elegidas, delegadas por las Hermanas. Ya se dan cuenta de qué espíritu anima todo esto: que las Hermanas que no ejercen un cargo puedan verdaderamente expresarse a través de sus delegadas, y que del mismo modo la autoridad pueda expresarse a través de las Hermanas Sirvientes.
La Asamblea Provincial se pronunciará a través de los postulados que hayan enviado las casas, clasificará los que hayan de transmitirse a la Asamblea General y verá si ella misma tiene otros ‘Postulados que añadir a los enviados por las casas.
Por lo tanto, la Asamblea Provincial tendrá que examinar los postulados de las casas, preparar los postulados que quiera enviar a la Asamblea General y además nombrar una delegada para que acompañe a la Visitadora a la Asamblea General. Tal es el procedimiento: La Visitadora más una delegada. Las Provincias que cuenten con más de 1.000 Hermanas podrán enviar dos delegadas. Así, la Asamblea General estará constituida de forma que —eso esperamos— pueda deliberar con serenidad y prudencia acerca de los asuntos de la Compañía.
Ya recibirán ustedes directivas que les explicarán con toda minuciosidad y exactitud lo que tendrán que hacer en cada una de sus casas y también cómo se procederá en las Asambleas provinciales.
Estamos, pues, ahora, en el momento de las consultas individuales. Quizá unas u otras hayan ya recibido los cuestionarios que deben entregarse a cada una de las Hermanas en particular. Estamos en el período en que cada una de las Hermanas es responsable individualmente de expresar su opinión y su pensamiento. Ahora no se trata de la Comunidad, se trata de cada una de las Hermanas. Queremos saber lo que cada una piensa, no porque vayamos a fijarnos especialmente en el sentir de cada una para apuntarlo en su ficha: Sor Fulana piensa… De ninguna manera. De ese pensamiento individual, vamos a satar cuál es el verdadero estado de la Compañía. Cuando se hace una consulta comunitaria, se atiene uno a la mayoría. Se llega a saber lo que piensa la mayoría, pero no se sabe lo que se «cuece» en el pensamiento de la minoría. Y a veces son las minorías las que tienen ideas de mejor calidad, de mayor gravedad o importancia para el futuro, las más interesantes o también las más peligrosas. Es por lo tanto muy importante, que podamos desprender en toda su verdad y no en una apreciación aproximada el pensamiento de la Compañía.
Pienso que ustedes, Hermanas Sirvientes, pueden desempeñar en esta consulta individual un papel a la vez de gran discreción y de gran «animación». Les incumbe a ustedes hacer que sus compañeras tomen la cosa con la mayor seriedad. Por lo tanto, ¡por favor se lo pido! nada de recreos en torno a los cuestionarios. No es el recreo, no es bromeando como tenemos que trabajar en cosas tan serias. Los cuestionarios deben entregarse a cada una. No voy a explicarles cómo, porque a todas se les manda una hoja explicativa. Léanla, medítenla, antes de poner en práctica lo que tienen que hacer. Perderíamos el tiempo explicándolo ahora. Lo que a ustedes les incumbe es dirigir el espíritu, por decirlo así, de la consulta: hacer que cada una de las Hermanas torne conciencia de que es verdaderamente responsable de expresar lo que el Espíritu Santo le inspire con relación a la Comunidad. El Espíritu Santo no habla sólo a los Superiores. Se revela, a veces, a los muy pequeños, a los últimos, quienes no lo creen, pero ven, sin embargo, las cosas con gran claridad porque, por ser humildes, viven muy cerca de Dios y muy cerca de la realidad. Esa vida, eso que viven esas Hermanas es lo que queremos percibir. Por lo tanto, traten ustedes de que todas tomen en serio la responsabilidad que les incumbe. Invítenlas a la oración, recen comimitariamente antes de que cada una rellene su propio cuestionario.
En segundo lugar, dirijan los intercambios comunitarios sobre los problemas de que los cuestionarios tratan. Ya les digo desde ahora que hay bastantes preguntas sobre cada tema. En los intercambios, no tendrán que tratar pregunta por pregunta, porque de ese modo se vería en seguida lo que cada una piensa contestar. No es de eso de lo que se trata, sino de que entre ustedes estudien el problema. Por ejemplo, una de las primeras cuestiones que se presentan es la vida espiritual. En el intercambio pregúntense si el rezo de Laudes o de Completas les ha aportado una ayuda para hacer la oración o en su vida espiritual personal; pregúntense si no habría algo que añadir o, al contrario, que quitar en nuestros ejercicios de piedad; pregúntense si las nuevas formas de preparar la oración han sido fructuosas o sí, por el contrario, no lo han sido; busquen la forma de dar vida a la conferencia del viernes, etc. Hablen de ello entre ustedes. Pero no tomen el cuestionario punto por punto.
El papel de ustedes es el de hacer que sus compañeras tomen la cosa en serio; el de hacer rezar, el de organizar los intercambios comunitarios y dirigirlos.
Además, garantizar la perfecta discreción de las respuestas y de los envíos. Después de haber tenido los intercambios en la comunidad, no en torno a todo el cuestionario, pero sí en torno a cada uno de los problemas, en general, recuerden ustedes a las Hermanas que tienen que contestar en particular sin comunicárselo unas a otras. No deben intentar —y ustedes tampoco, en manera alguna— saber lo que cada una ha contestado en conciencia en la presencia de Dios, para bien de la Compañía.
Ahora bien, que las respuestas se den de tal forma que atañan sólo a la Hermana interesada o a la casa. No es de su incumbencia dar una apreciación general del estado de la Provincia o del estado de la Compañía: «opino que la Compañía es fiel a su vocación»… ¿Cómo puede saberlo esa Hermana? «Juzgo, por el contrario, que la Compañía no es fiel a su vocación, o a la pobreza…», Una vez más, ¿qué sabe ella? Con ello da una impresión suya, una impresión variable con los días, porque uno se está de buen humor y otro de malo. Lo que importa es que diga: «Yo, he vivido la pobreza, o yo, estimo que en mi casa no practicamos verdaderamente la pobreza, y no la practicamos por tal motivo…». Eso es lo que interesa. Eso es algo objetivo, es decir, algo que se vive, se conoce.
Nosotros nos encargamos de desprender el estado en que se halla la Compañía, al unir todas las respuestas en su totalidad. Entonces podremos ver, por ejemplo, que las tres cuartas partes de las Hermanas de la Compañía estiman que sobre tal punto, todo marcha bien; al contrario, una cuarta parte entiende que no marcha. Veremos que esa cuarta parte se sitúa en tal lugar, y las otras tres en tales otros. Así podremos desprender el espíritu del conjunto y el estado de la Compañía en general. Pero por lo que se refiere a la Hermana, ellas tienen que contestar, cada una, lo que a ella y a su nivel local se refiere.
Ahí tienen ustedes la responsabilidad que les incumbe. Dirijan las consultas que hagan y diríjanlas en el sentido de su finalidad profundad, haciendo que se tome conciencia de esa finalidad, sin perderla de vista. Bien saben ustedes que si se quiere que una idea se abra paso, hay que insistir en ella de continuo, empezar por vivir de esa idea uno mismo, y repetirla a los demás.
EL FIN ULTIMO, PROFUNDO, ES LA CONVERSION DE CADA UNA DE NOSOTRAS, Y POR ESA CONVERSION DE CADA UNA, LA DE LA COMPAÑIA.