Susana Guillemin: Del equipo humano a la comunidad religiosa

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Susana GuilleminLeave a Comment

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Autor: Susana Guillemin, H.C. .
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Susana Guillemin, H.C.
Susana Guillemin, H.C.

Conferencia a las directoras de serninarios, reunidas en encuentro internacional

Hermanas, no voy a darles esta mañana una conferencía propiamente dicha, sino a hacer con ustedes una serie de reflexiones sobre uno de los elementos más importantes de la vida religiosa y de nuestra vida de hijas de la caridad, es decir, sobre la comunidad, la vida en común.

Actualmente es difícil percibir que el pensamiento, la idea de comunided va adquiriendo un lugar preponderante en el mundo, y no sólo la idea o el concepto, sino la realidad. En la hora actual puede decirse que presenciamos dos tomas de conciencia: una, la de la dignidad de la persona humana, de la importancia que debe darse a cada persona en su destino personal y también en el lugar que ocupa en la realización del plan de Dios; otra, la de la comunidad, la indispensable necesidad que existe de reunirse en comunidad para la construcción del reino de Dios y aún, sencillamente, a nivel de mundo, para la construcción de la sociedad humana.

Puede decirse que el pensamiento conciliar está todo él impregnado de estas dos realidades:

  • dignidad de la persona humana, y
  • carácter comunitario de la vocación humana.

Son dos verdades fundamentales sobre las que descansa todo el edificio de la Gaudium et Spes. El hombre no se realiza sino en comunidad, tiene un carácter esencialmente social. Y aquí cito un párrafo de Gaudium et Spes:

«La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mútuamente condicionados».

En relación con esto, voy a evocar con ustedes un recuerdo de nuestras peregrinaciones a Chartres. Ustedes ya saben lo que es una peregrinación a Chartres (la suya la ha dirigido el Hermano Ricardien). Conocen al Hermano, su ardor, su entusiasmo y también su penetración de las cosas espirituales.

Pues bien, un día, ante esa espléndida torre de Chartres, la más antigua, que es una maravilla de arquitectura, yo le decía: «Pero ha tenido que haber en aquel tiempo arquitectos de gran talento, dibujantes de primera categoría, artistas de gran talla; y ¿no se ha conservado siquiera alguno de aquellos nombres? ¿No se sabe quién ha sido el artífice de esta maravilla?» Y el me contestó: «No. Y precisamente es ésta la mayor maravilla: la que construía la catedral era la comunidad. Comunidad en la que había simples peones, y en la que había grandes artistas, grandes arquitectos, pero todos se fundían en una comunidad».

Es exactamente la imagen de la relación personacomunidad. Si la comunidad del pueblo de Chartres no hubiera contado con algunas personalidades eminentes, no habría podido realizar la catedral. Si esas personalidades eminentes de Chartres no hubieran contado con todo el pueblo reunido en comunidad orante y operante, tampoco se habría realizado la catedral.

Es también el ejemplo de la progresión o promoción de la comunidad por el individuo, y de la progresión, del apoyo o respaldo dado al individuo por la comunidad: uno llega a realizar gracias a la otra y puede dar al mundo esas obras únicas que son las catedrales de piedras, como la que hemos visto ayer, y esas otras catedrales menos visibles, más interiores, que son las que intentamos edificar en nuestras comunidades.

Actualmente, existe, pues, en el mundo el sentido de la comunidad, y las jóvenes que vienen hasta nosotras—las que componen nuestros seminarios— tienen muy agudizado ese sentido de la comunidad, ese sentido de la vida en comunidad. Han crecido en un clima que es comunitario y que tiene, podríamos decir, dos polos de atracción: el de la comunidad próxima, es decir, el equipo de trabajo, el de diversiones, el de deportes… todas ellas han estado encajadas en alguno de esos equipos, en esa especie de comunidad de vida y de realizaciones. Y, por la extensión que ofrecen los medios de comunicación, han vivido también con esa otra comunidad remota que es la familia humana universal.

Ahora ya no se vive encerradas en el propio país, ni menos en el propio pueblo, ni en el propio rincón; se vive a nivel universal. Todas las tardes, todas las gentes de todos los paises del mundo vibran ante el último bombardeo de VietNam del norte, con la última catástrofe aérea…Sí, vivimos en una comunidad próxima y en una comunidad remota que es el universo.

Las jóvenes de ahora están acostumbradas a esto: no saben ya vivir solas, vivir en un clima restringido y en un radio de pensamiento cerrado, limitado a los alrededores inmediatos. Tienen un sentimiento muy vivo de la solidaridad comunitaria y de la responsabilidad fraterna, lo que no quiere decir que sean ya aptas, de inmediato, para realizarlas. Y con esto surge la primera dificultad. Tienen el sentido, el deseo, la voluntad de la vida en comunidad, y no están lo bastante desprendidas de sí mismas, no son lo suficientemente maduras, para ser un elemento excelente de esa comunidad.

Aquí encontramos el primer desacuerdo; pero vemos también que esas disposiciones, esa preparación de espíritu constituyen como una especie de base natural para el edificio sobrenatural que hemos de construir, es decir, la comunidad religiosa.

Han adquirido esa costumbre y sueñan con vivir en comunidad, lo desean sinceramente, aunque, a veces, se equivoquen acerca del sentido y de la realización de esa comunidad. Pero quieren vivir en comunidad, tienen un gran sentido de su responsabilidad de cara a esa comunidad.

No sé si ocurre lo mismo en todos los paises, pero aquí es bastante frecuente que una joven llegue al seminario, incluso al mismo postulantado, ya con ese sentimiento grande de su responsabilidad de cara a la comunidad, y no me refiero a una comunídad cualquiera, sino a la comunidad de la Compañía de las Hijas de la Caridad.

A veces, dan ganas de sonreir al escucharlo; sin embargo no se debe sonreir porque en la mente de ellas es completamente serio. Vienen sabiendo que tienen algo que aportar a la Comunidad, queriendo contribuir a su desarrollo, a su renovación. Con frecuencia, el error aparece en el momento de la aplicación de ese deseo, porque están persuadidas de que poseen toda la verdad y no es mucho lo que tienen que recibir.

Sí, ese es su primer error juvenil; pero no cabe duda de que su voluntad, su pensamiento, su ideal encierran algo excelente; no vienen sólo para recibir: vienen para dar y desean colaborar al desarrollo, a la construcción de la comunidad, como se lo inspiraron en sus equipos de Acción Católica, insistiendo en su responsabilidad en la construcción del reino de Dios.

Son éstas, bases sobre las que tenemos que apoyarnos; no son restos de pilares que hay que destruir, sino bases sólidas en las que hay que iniciar la construcción del edificio de la verdadera comunidad religiosa.

Ahora bien, al enfocar la cuestión «comunidad religiosa» propiamente dicha, tenemos que convencernos de que hemos de buscar y enseñar una verdadera, sólida y sana doctrina acerca de lo que es la comunidad religiosa. Porque nos encontramos con esta contradicción de que, en un mundo en el que se ensalza la comunidad, en el que al unísono se siente la necesidad de constituir comunidades: de trabajo, de pensamiento, de cualquier otra clase, eclesial, parroquial… se ataca a la vida en común.

No sé si en todos sus países es así, pero en Francia y países europeos vecinos, no es infrecuente que nos digan: «la vida comunitaria de las religiosas es un obstáculo… ¡Sean más independientes unas de otras!.. Es un obstáculo a la verdadera expansión de la personalidad, un obstáculo para el verdadero rendimiento apostólico, porque están ustedes atadas. Atadas por los horarios, por los lugares, por las reuniones necesarias con sus. Hermanas… Por consiguiente, la vida comunítaria es un obstáculo».

Ya ven qué contradicciones se dan en el mundo.

Por lo que se refiere a las Hermanas jóvenes que tienen a su cargo, puesto que están ustedes al frente de los seminarios (y yo pienso también en las de más edad, que no están acaso preparadas para afrontar las corrientes de pensamiento actuales, que a veces se encuentran desarmadas ante la vida, desconcertadas en su vida consagrada, dada a Dios, por las utopías que cunden por el mundo actualmente), tenemos que llegar a destacar una verdadera doctrina de la vida comunitaria y a enseñarla, para que las Hermanas sepan el por qué de vivir en común; el por qué la vida común es parte integrante de la vida religiosa, el por qué es parte integrante de nuestra vida de Hijas de la Caridad.

San Vicente nos clijo siempre: no sois religiosas; y es así: el P. Lloret se lo repitió el otro día, no somos religiosas. Pero San Vicente quiso también darnos todo el alcance sobrenatural y apostólico de la vida religiosa y quiso siempre para nosotras la vida en común y la uniformidad.

Así fué desde el principio: tuvo especial empeño en la vida en común y en la uníformidad; no es algo que se haya añadido después, fueron como los cimientos de la Comunidad. Religiosas, no; pero, sin embargo, vida en común y uniformidad, aún antes de los mismos votos. Fueron las bases de los comienzos.

No voy a darles un curso: no es mi cometido y, además, no soy teóloga. No voy a darles un curso de teología de la vida comunitaria, pero, sí vamos a considerarla juntas, por una parte, como un elemento esencial de la vida religiosa y, por otra, como una especie de participación, de reproducción, de imagen de la vida trinitaria. El fundamento de la vida religiosa lo hallamos en las relaciones de las Tres Personas Divinas entre Sí en el seno de la Trinidad; también en la unión de los miembros del Cuerpo Místico en Cristo y en el pensamiento de Cristo que presentó siempre la unión entre los hermanos como signo evangélico por excelencia.

Esto no es exclusivo de la vida religiosa, pertenece a la vida cristiana. El cristiano debe vivir en comunión con sus hermanos como las tres Personas Divinas viven entre Sí en relación contínua. El cristiano debe vivir unido a sus hermanos, en Cristo, formando su Cuerpo Místico, y la unidad de los cristianos entre ellos es el signo que llevará a los pueblos a creer.

Jesus nos dice en el Evangelio:

«Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti (en la familia trinitaria), para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado», aquí tenemos el alcance apostólico.

Tenemos que comprender que la vida en común no tiene por objeto, en lo que a nosotras se refiere, mayor comodidad. Por ejemplo, es más cómodo vivir juntas, porque una hace la cocina para 10 o 12, mientras que, de otro modo, cada una tendría que guisar para ella; o es cómodo vivir juntas porque basta una sola casa —se necesita menos sitio— o supone menos gastos… Nada de todo esto entra, en absoluto, en la cuestión de la comunidad religiosa.

La comunidad religiosa se basa en fundamentos teológicos; se basa también en ciertos aspectos psicológicos que resaltan muy bien en la correspondencia de San Vicente y Santa Luisa, cuando discuten el caso:

«¿Mandamos a una joven sola a una aldea o a una parroquia para servir a los pobres?»

En los comienzos, así lo hicieron repetidas veces. Una Hija de la Caridad estaba sola en una aldea, ocupándose de servir a los pobres y de enseriar el Catecismo, porque estos son los dos puntos de partida: cuidar a los pobres en sus casas y enseriar la Doctrina, el Catecismo

Y vemos a Santa Luisa, que sentía en su corazón de madre el sufrimiento de esas hijas suyas, aisladas, presentar la cosa al Consejo, escribir a San Vicente y llegar, finalmente, a la conclusión de que ya nunca se dejaría a una Hermana sola:

«porque —dice Santa Luisa— podría tener mucha pena y no saber a quién confiarse».

Es un motivo, una razón, salida del corazón. También hay razones teológicas, pero estas razones del corazón no pueden olvidarse.

Creo que en los Seminarios debería dedicarse bastante tiempo (o quizá no es una cuestión de tiempo y no sea necesario tanto como otras enseñanzas requieren)… debería hacerse pasar esta doctrina de la vida comunitaria a través de toda la enseñanza, de suerte que las hermanas salieran del seminario persuadidas de que la vida en común es algo esencial, esencial para su caminar hacia Dios, por una parte, y, por otra, esencial para el alcance apostólico de la misma comunidad.

Antes de que intentemos descubrir, a través de PERFECTAE CARITATIS, cuales son las características de la verdadera vida en comunídad, bueno será que denunciemos, muy rápidamente, algunas falsificaciones de la comunidad religiosa.

Tenemos en primer lugar —y, desgraciadamente, esta deformación acecha a cierto número de nuestras casas—, lo que podría llamarse la colectividad o la yuxtaposición de las personas.

Hay algunas casas en las que las hermanas habitan juntas, tienen cada una un oficio, una responsabilidad, se encuentran a las horas de las comidas u otros actos de comunidad, pero viven yuxtapuestas, sin comunicarse apenas; no se comunican nada de su vida religiosa personal, no comparten las preocupaciones de oficio, no ponen en común la responsabilidad apostólica de la casa; es una yuxtaposición de personas. Se reunen para comer, para dormir bajo el mismo techo, algunas veces para recrearse un poco juntas, pero el corazón, la mente, el pensamiento, el esfuerzo o interés de cada una, está ausente: eso es una colectividad, pero no una comunidad.

Hay otro tipo de comunidad que puede, a veces, hacer creer que se trata de una verdadera comunidad religiosa, pero que es una falsificación muy peligrosa de la misma: es la comunidada la que podría llamarse utilitaria: comunidad de amistades puramente naturales, comunidad de trabajo pensando en mayor eficacia, comunidad de rendimiento o de satisfacción personal. Eso es una comunidad natural.

Esas comunidades pueden a veces llamarnos a engaño, vistas desde fuera. Parece que todo marcha bien porque una amistad natural puede dar impresíón de caridad, pero cuando llega la prueba, cuando de esa comunidad se quiere extraer una persona, una de las hermanas, por ejemplo, que lleva la voz cantante, cuando se presenta una dificultad o sufrimiento cualquiera, inmediatamente surge el desconcierto, la rebeldía traducida a veces en falta de obediencia. Eran lazos completamente naturales los que unían a esas Hermanas, no era en absoluto el amor de Dios.

Por último, hay un tercer ejemplo de comunidad (sin duda ustedes podrían encontrar otros, pero me parece que estos tres son los más característicos), que es también una falsificación de la verdadera comunidad religiosa: es la comunidad cerrada, replegada en ella misma, que llega a constituir su propio objetivo Existe en ella una especie de pequeño circuito, que hasta puede ser de caridad —pero una caridad no completa, no plena—, que circula entre los miembros; se vive para sí, para sus obras, para el desarrollo de su casa, para el bien de cada uno de los miembros de la comunidad; hay amor mútuo… pero no se ve absolutamente nada más allá, no se sabe lo que pasa fuera de las cuatro paredes.

Comunidades como éstas no dan tampoco el verdadero testimonio evangélico. Sólo la comunidad unida a la gran comunidad eclesial es la que puede dar un verdadero testimonio evangélico.

Veamos ahora cómo nos presenta Perfectae Caritatis la comunidad según el concilio, según el pensamiento conciliar.

La primera frase del artículo 15, que es el dedicado a la vida en común, nos dice esto:

«La vida común…, nutrida por la doctrina evangélica, la sagrada liturgia y, señaladamente, por la eucaristía, debe perseverar en la oración y en la comunión del mismo espíritu».

Según el pensamiento del Concilio, el primer acto, pues, de la comunidad es orar juntas; creo que esto debe retener nuestra atención, porque muchas veces rezamos al mismo tiempo, pero no rezamos juntas.

Se da una unión de cuerpos, aún de voces, en un mismo lugar, se repiten las mismas palabras, pero la comunidad de oración no se ha constituido realmente.

Es ésta una de las grandes responsabilidades de la Hermana sirviente en una casa, y ciertamente la de la Directora en el Seminario donde las Hermanas están en periodo de formación: La de acostumbrarlas a la oración JUNTAS; una oración que constituya verdaderamente una comunidad interior que se eleva hasta Dios.

Tenemos, por lo demás, medios que nos permiten llegar a crear esa comunidad de oración, pero es muy difícil mantenerlos en estado de vitalidad, si cabe la expresión.

Uno, que se nos ha dado últimamente y que es un medio por excelencia, es el rezo en común, juntas, de Laudes y Completas, es decir, de una parte del oficio divino.

Cuando decidimos, en la Asamblea General, adoptar este rezo de Laudes y Completas, tuve, algún tiempo después, ocasión de ver al Cardenal de París. Le dije: «Eminencia, vamos a cambiar algo muy sustancial en la comunidad. Vamos a adoptar el rezo de Laudes y Completas». Entonces , me dijo él: «¡Ah! ¿sí?… y ¿en qué lengua lo van a rezar?» «En la lengua vulgar de cada país», le dije. «¿De qué libro se van a servir?» «Del Oficio Romano, el libro que se ha editado». Le cité el editor de aquí y le dije que en todos los demás países se servirían de las ediciones encargadas por el Episcopado de hacer la traducción de los salmos. «¿Van a rezar Laudes y Completas individualmente o en común?» «En común, por supuesto». «Bien, entonces, le digo: está bien». Pero ya ven cuánta pregunta hasta llegar a ese: está bien.

Pienso que formar a las hermanas para este rezo del Oficio en común, no sólo en común en la comunidad local, sino en común, de espíritu, con la gran comunidad derramada por el mundo y sobre todo con la Iglesia, ha de ser uno de los objetivos de la formación que ha de darse en el Seminario, y que podríamos completar —pero sería demasiado largo— detallando toda la formación para la Misa Comunitaria, para la oración…

¿Por qué hacer la oración en común? pienso que —y es también ésta una de las cuestiones más debatidas actualmente—, pienso que en las contestaciones a los cuestionarios de la Asamblea General, nos vamos a encontrar con cierto número de peticiones para que la oracíón —al menos una de las dos diarias—se haga en particular y no en común. Es también una de las ideas generalizadas que corren por el mundo en la hora actual. Evidentemente, será una cuestión que habrá que estudíar.

Sea como quiera, la oración hecha en común tiene esta razón de ser: que descansa en una palabra evangélica. Nuestro señor ha dicho: «… donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Cuando se hace la oración en común, creo que hay una corriente, una especie de corriente espiritual que se establece entre las Hermanas, una unión de la Comunidad, que es ya un homenaje a Dios y, por esa fidelidad de las Hermanas en reunirse para orar, sobre todo en ciertos países, un testimonio para los que nos contemplan.

He podido apreciarlo a menudo, en casas donde hay muchachas jóvenes o bien en determinados países, por ejemplo en paises árabes: el hecho de ver a las Hermanas reunirse para la oración en común, sobre todo cuando se hace regularmente a las mísmas horas, de manera visible, es un testimonio, es una presencia de Dios para los que las rodean.

Tenemos otros medios para llegar a mantener esa oración en común, con unas intenciones comunes, y esos medios, bastante difíciles de practicar, son: la preparación de la oración y la repetición de la oración.

Me parece que en sus puestas en común, podrían ustedes estudiar el alcance de la preparación de la oración y el de la repetición, en los Seminarios ¿Cómo se practican ahora esos ejercicios? ¿con qué método? ¿tienen ustedes la impresión de que verdaderamente aportan algo a la oración personal de cadauna de las hermanas? ¿Esas repeticiones y esas preparaciones cumplen el fin para el que están concebidas, es decir, una comunicación de fervor; por supuesto, una comunicación de pensamiento también, pero una comunicación de fervor: el fervor de unas debe caldear y animar al de otras…?

Recuerdo unas palabras, creo que del P. Samson, que tuvieron mucho éxito: «Las almas se encienden en las almas como una antorcha en otra». Es muy cierto: hay una comunicación de la llama interior que pasa de unas a otras.

En la Asamblea General de Superioras Mayores, se hablaba de la revitalización de la Conferencia o Capítulo de Culpas, y se hizo una reflexión que me impresionó mucho. Una Superiora General hablaba de una experiencia, por lo demás excelente, que habían hecho en su congregación (podría exponérsela, pero para no alargarnos, lo dejamos para otro momento). Decía: desde hace un año lo venimos practicando así y estamos muy contentas. Las Hermanas dicen que verdaderamente les ha ayudado a adelantar, que ha sido muy provechoso para su vida personal. Pero —añadía— ahora empiezan a decir que vuelve de nuevo la rutina.

¡Qué quieren ustedes! pienso que siempre podremos cambiar la forma de hacer nuestros ejercicios, la manera como ir a Dios, como encontrarnos en la oración; pero, a la postre, el acto mismo de la oración, el encuentro comunitario tendrán que que ser el fruto de los esfuerzos personales; siempre necesitaremos esa tensión hacia la santidad, esa tensión hacia Dios.

No creamos que vamos a encontrar métodos que nos dispensen del esfuerzo personal. Es preciso hacer comprender a las Hermanas que ese esfuerzo personal es insustituible; que todos los métodos que se les puedan proponer deberán ir sostenidos, verse de continuo revitalizados, por el esfuerzo personal de cada una y que, por muy perfecto que sea ese método, la rutina estará siempre al acecho para instalarse.

Por consiguiente, no creamos que todo consiste en cambiar nuestras formas de hacer: lo más importante es darles fuerza y vigor desde dentro por medio de nuestro fervor y del fervor de todas. Pero, ¿cómo?

Entra siempre dentro de la responsabilidad de la que está al frente, ya sea la directora, en el Seminario, ya la hermana sirviente, en una casa; es a la autoridad a la que corresponde ser cabeza de la oración; en torno a ella, se va a constituir, a caldear, a llenar de fervor, día tras día, la oración de las demás.

La Hermana sirviente, por su parte, la Directora por la suya, son responsables de la oración de la Comunidad, aunque más adelante diré que responsable de la oración de la comunidad no lo es únicamente la Hermana Sirviente, sino cada uno de los miembros de la misma.

Sería muy de desear que ese sentimiento de responsabilidad de cara a las demás que tienen las hermanas jóvenes fuera el de todas, que cada una comprendiera que es responsable de comunicar un poco de lo que Dios le da, no para aburrir a las demás (las hay que siempre estarían dispuestas a predicar, lo que no es difícil), sino comunicar en la verdad y sencillez lo que Dios les ha dado en la oración.

Saben ustedes como yo, que decir cosas bonitas, frases bien preparadas, no es difícil: se puede abrir un libro, buscar, escribir en un trozo de papel lo que se quiere decir en la repetición; pero eso no conmueve a nadie, a nadie en absoluto: es intelectualismo y nada más.

Pero si, al reunirse después de la oración, dicen espontáneamente, con toda sencillez, en una frase breve, pero salida del alma: esto es lo que he pensado delante de Dios, eso que realmente han pensado con el Señor, eso causará impacto: es el tesoro común.

Creo que tendríamos que convencernos de que lo que Dios nos da no es nunca para nosotras solas; lo que Dios nos da, nos lo da para la Comunidad, para la Comunidad de las Hijas de la Caridad en la que estamos, a la que pertenecemos, y también para los demás, para todos aquellos a quienes tengamos la posibilidad de comunicárselo.

Con frecuencia se da en las comunidades religiosas una especie como de pudor mal entendido que hace que se hable de todo, menos de la vida espiritual y de las realidades interiores; es un pudor que causa muchos estragos, aunque no dejemos de respetarlo.

Tenemos el deber de comunicar lo que Dios nos da, comunicarlo, ya se lo he dicho, no para aburrir a los demás, pero si (me parece que les he dicho que tenemos que llegar a esto) para dejar transparentarse la vida interior que llevamos con Dios; de lo contrario, no salimos del marco de lo humano.

Si cada vez que nos reunimos es para hablar de algo material: oficio, profesión, casa, y aún apostolado, no es suficiente. Caminamos juntas hacia Dios y tenemos que ayudarnos a ir hasta El; por eso, tenemos que dejar que se manifieste en nuestra vida personal que pensamos en Dios, que buscamos la vida interior, que nuestra oración ocupa un lugar importante en nuestra vida.

En el interior de la Comunidad debe darse una comunicación de vida a vida, en la oración, para la oración. Y pienso que es la autoridad la que debe favorecer esa comunicación. Tenemos que ser muy sencillas y muy sinceras. El respeto humano nos impide hablar de las cosas de Dios y es muy de lamentar que en una Comunidad no se hable de Dios, ¡ si es algo que debe subirnos espontáneamente a los labios! Cuando se ama a Dios, es normal que nos guste hablar de El.

Así es como, sin hacer grandes discursos, en las sencillas conversaciones de cada día y también gracias a los ejercicios de Comunidad: conferendas, repeticiones, preparadón de la oración, debe establecerse una especie de actitud de oración común, que nos lleve a reunirnos para, juntas, caminar hacia Dios.

Esta frase que estamos comentando y que hemos condensado en «orar juntas», comprende también la animación del pensamiento comunitario. No se trata sólo del pensamiento religioso, interior, propiamente dicho, el que tenemos que compartir entre nosotras. Se trata también de la manera de pensar de la comunidad.

Ciertamente, uno de los grandes medios para crear una forma de pensar comunitaria, es la lectura en común. Creo que si, con motivo de la revisión de las Constituciones y de las peticiones que pudieran hacer las Hermanas, llegáramos a prever cierto tiempo de lectura personal para cada una, sería algo posible, más aún, provechoso.

Pero no creo que tengamos que suprimir nunca por lo menos un momento de lectura en común, sea en el refectorio, sea a las 2, porque la lectura común crea pensamientos comunes, inquietudes comunes y puede llegar a fomentar un pensamiento común de la comunidad.

También es esta una de las responsabilidades de quien ostenta la autoridad: orientar el pensamiento común por medio de la elección de lecturas.

El P. Ranquet, a quien han escuchado ustedes aquí y a quien yo he oido otras muchas veces, decía que, en el momento actual, toda religiosa debería tener una cultura espiritual bastante desarrollada, porque no se podía ir verdaderamente a Dios si no se cultivaba el espíritu. Y añadía:

«Tranquilícense, porque no estoy hablando de intelectualismo; lo que yo llamo cultura es la posibilidad de interesarse por cierto número de conocimientos, exteriores a uno, pero en medio de los cuales vivimos.

Hay religiosas muy poco instruidas pero sí cultivadas, porque tienen, por el ambíente en que han vivido, un conocimiento amplio de las realidades del mundo, un sentido social que les hace comprender las preocupaciones de otros ambientes y de otros hombres, porque son capaces de acoger el pensamiento de los demás, entrar en sus miras y preocupaciones».

Decía también:

«Eso es cultura: un espíritu capaz de elevarse por encima del nivel en que vive, por encima de las pequeñas realidades de su vida estrecha y siempre reducida, capaz de comprender las preocupaciones ajenas».

Yo pienso que en una Comunidad constituida, se debe lograr como una especie de cultura común, un conocimiento abierto,ensanchado de las mismas realidades humanas, de las mismas realidades sociales, de los problemas mundiales, de las preocupaciones de la iglesia.

Hay que hacer vivir nuestras comunidades locales, hay que hacer vivir los Seminarios, acostumbrar a unas y a otros a que vivan unidos a lo que ocurre en el exterior, no para exteriorizarse, si se puede decir así, sino, al contrario, para interiorizar lo exterior y para alimentar su vida personal, su vida de oración, de búsqueda de Dios, con todas esas preocupaciones del mundo que son preocupaciones también de la iglesia.

A modo de ejemplo: el otro día se hablaba del periódico mural que puede ponerse en el Seminario Esta podría ser una forma de realizar lo que estamos diciendo. Una Hermana Sirviente en su casa, una directora del Seminario, deben preocuparse de formar así el espíritu de las Hermanas para que conozcan y juzguen la vida que se desenvuelve a su alrededor.

Y así es como puede llegarse a una mentalidad común, porque los conocimientos no deben quedarse en el estadio de conocimientos: deben madurar por medio de un diálogo fraterno. Con esto desembocamos en los diálogos comunitarios, los cambios de impresiones e ideas en comunidad.

Los intercambios en el Seminario (no sé si van ustedes a propósito a hablar de ellos): ¿cómo se puede formar el juicio de una Hermana del Seminario, por medio de intercambios, en torno a problemas, problemas de la Iglesia o sociales o humanos? Me parece que es ésta también una cuestión que deberían ustedes estudiar.

Hemos dicho, pues: orar juntas  pensar juntas.

El decreto Perfectae Caritatis no es largo. Daría materia para pensar: no se han excedido hablando de la vida religiosa. Pero, en cambio, es muy denso. Si se sabe desmenuzarlo frase por frase, se encuentra todo en él. Dice el decreto:

— «… adelantarse unos a otros en el trato fraterno… llevando unos las cargas de los otros».

Después de haber visto cómo orar juntas, cómo pensar juntas, desembocamos en:

— Vivir juntas, con todas las cuestiones que de ello se derivan.

Vivir juntas, supone ya una Comunidad organizada. Esta cuestión no se plantea en los Seminarios, porque en ellos todo está organizado; no hay que responder a urgencias, ni hacer frente a diferencias de oficios que dificultan los encuentros en Comunidad, con excepción, acaso, de las Hermanas de Oficio.

Por lo que a estas se refiere, sí deben de tener ustedes dificultades para mantener su pensamiento común, su cultura común, su oración común, porque supongo no será fácil que la Directora se reuna con todo el grupo de hermanas de Oficio, aparte del Seminario. Quizá también en este aspecto tengan ustedes que pensar algo, entre ustedes. e° lo han hecho ya?

Una comunidad orgarúzada. Digamos una palabra de lo que es una Comunidad organizada, una Comunidad local, una Comunidad normal.

Es aquella en que los horarios se han pensado en función de todas y de cada una, aún cuando no se pueda prescindir de que, dentro de la vida de Comunidad, hay siempre alguna excepción.

La directríz que hemos dado después de la última reunión de estudio, ha sido que los horarios deben responder a dos imperativos:

  • el primero, que la vida de piedad, la vida espiritual de cada una de las Hermanas quedará asegurada;
  • el segundo, que quedará asegurada también la vida comunitaria.

Pero no señalamos una hora exacta, porque la experiencia nos demuestra que es imposible; según los países —hablo del mundo, de las personas del mundo— los hay que se acuestan muy tarde: la vida normal se detiene a las 11 u 11 y media de la noche. En otros, por el contrario, de 8 y media a 9.

La Comunidad tiene que responder a las necesidades del país, por eso, el horario tendrá que verlo cada Hermana Sirviente en su casa y someterlo a la revisión de la Visitadora, cuando se la ve a principio de año para organizar con ella la vida de la comunidad local.

Por lo tanto, los horarios han de estar en función del apostolado con la condición de que la vida espiritual de cada una de las Hermanas y la vida comunitaria queden garantizadas. De todas formas, siempre habrá excepciones. Hay Hermanas, sobre todo en las Casas de Caridad polivalentes, a las que su oficio las pone un poco al margen de la Comunidad.

Es penoso para la Hermana en cuestión, y más todavía si tiene la sensación de que se la olvida, de que no se cuenta con ella, o, peor, cuando se siente desaprobada por su Comunidad, por el conjunto de las Hermanas, a causa de esa situación creada por su oficio.

A veces, se hacen, acerca de ella, reflexiones más o menos caritativas, como cuando se dice: No está a gusto más que con los externos, no quiere a la Comunidad. Y no es cierto, porque tiene deberes de conciencia que la obligan a responder a su oficio.

Cuando en una casa —les hablo como lo hago a las Hermanas Sirvientes, porque me parece es necesario sepan ustedes lo que les decimos— una Hermana, a causa de su oficio, se ve obligada a vivir un poco al margen de la Comunidad, por una parte, hay que tratar lo primero de que, por lo menos de vez en cuando, otra Hermana la reemplace para que pueda comer con la Comunidad, hacer el recreo con la Comunidad, estar, alguna vez cuando menos, con la Comunidad.

Es también importante tranquilizar a la propia Hermana, para que no tenga un complejo de culpabilidad; es la autoridad la que debe hacerse plenamente responsable y decirle: está Vd. dentro de la Voluntad de Dios, está cumpliendo con su deber; organizándose de tal y tal manera, cuenta Vd. con la Gracia de Dios. Por lo tanto, dar paz a la hermana.

Ultimamente, me impresionó lo que oí a un religioso; no era de aquí. Y hablaba justamente de situaciones dolorosas; yo le decía: pero me parece que en esos casos es la autoridad la que está llamada a deshacer todo el complejo de culpabilidad en el religioso interesado.

Así es —me dijo—, así es exactamente. Por eso se sufre tanto cuando se encuentra uno marginado de la Comunidad. La autoridad tendría entonces que asumir la irregularidad, legitimarla, y hacer de esa irregularidad material, una regularidad espiritual.

En cuanto a la Comunidad, tiene que aprender a sostener, a llevar, por decirlo así, a la Hermana que vive esa excepción. Tiene que comprenderlo y la Hermana Sirviente es la que se lo debe explicar, hacérselo comprender, diciéndole, por ejemplo: tiene más mérito que ustedes y cumple regularmente la regla, en medio de su irregularidad aparente.

Al decir esto, no entiendo, por supuesto, justificar a las que son irregulares por puro capricho; es asunto completamente distinto.

Hay, pues, que formar a la Comunidad a que conlleve esa irregularidad, y como último consejo, diría: vean cómo sustituir por calidad lo que falta en cantidad. Si por ejemplo la Hermana, en vez de tener, como todas, una o dos recreaciones diarias, digamos para ser exactas: 14 recreos semanales, consigue hacer 3, es preciso que el calor humano —sí, digo bíen— la actitud comunitaria que la acoja, compense su ausencia de los demás recreos.

La Hermana tiene que sentir, cuando llega a la Comunidad, a su Comunidad, que se la espera, se la desea, que todo el mundo está contento de tenerla presente y que se lo manifiesta; que no parezca que se está entrometiendo en algo que no le pertenece, sino, al contrario, que se la pone al corriente, que se le dice: ¿sábe? ayer dijeron esto y esto, y se decidió tal otra cosa.

¿Por qué, por ejemplo, después de un intercambio al que no ha podido asistir, de un recreo en el que se tomaron algunas determinaciones, por qué no ponerle una notita en su camarilla, en su oficio: «hoy se ha dicho esto; hoy hemos hecho tal cosa»? Así toda la Comunidad la mantiene unida a ella, a pesar de sus ausencias.

Todas las Hermanas tienen que sentirse responsables de los lazos que las unen con cada una de las Hermanas de la comunidad.

Decimos, pues, organización de los horarios, excepciones inevitables, y apuntábamos: sustituir la cantidad por la calidad, o si quieren, la duración por la intensidad, por el calor humano.

En estos momentos de organización, hay algo que me parece importante. Actualmente, nuestras jóvenes tienen la costumbre de cambiar contínuamente ideas o impresiones; tíenen la costumbre de tomar decisiones, aún personales, juntas; tienen la costumbre de pensar, de trabajar, juntas. No sé si han percibido ustedes esto en sus Seminarios.

Muchas de ellas son incapaces de hacer un trabajo solas, sin hablar con un grupo; son casi incapaces de pensar solas… Pues bien, si es necesario formarlas para la vida común, también hay que llevarlas poco a poco a comprender que la soledad es absolutamente necesaria, no sólo en la vida religiosa, sino en cualquier vida que merezca la pena, precisamente para poder comunicarse ideas y opiniones. Una vida comunitaria en la que siempre se piensa juntas, en la que ninguno de los individuos, ninguna de las Hermanas tiene un tiempo de soledad o de reflexión personal, no podrá ser una comunidad rica, porque en ella nadie habrá profundizado, ahondado en su propio pensamiento. Habrán pensado siempre en medio del barullo de todas y no se habrá llegado nunca a ahondar personalmente en el silencio y la soledad.

Sin embargo, no puede darse un buen diálogo si no se ha preparado en silencio; no puede haber buenos intercambios comunitarios, buenos encuentros fraternales, si no les ha precedido un tiempo de soledad.

La Consagración religiosa requiere obligatoriamente una soledad con Dios; creo que es muy difícil a las jóvenes comprenderlo de pronto; hay que conducirlas a ello poco a poco, hacérselo desear con algunos medios; acaso mostrárselo en nuestra propia vida. Vamos juntas a Dios, de acuerdo; pero no obstante, el encuentro con el Señor es algo personal, ese encuentro es algo personal.

Toda comunidad equilibrada necesita del silencio, de algunos tiempos de soledad y de silencio; son absolutamente necesarios.

Otra cuestión importante en esta vida comunitaria, esta vida de fraternidad, es la cuestión de la amistad fraterna.

No sé si esto también se lo preguntan sus jovenes. Yo he oido muchas veces esta pregunta a jóvenes, antes de entrar en comunídad: ¿es posible la amistad en la Comunidad?

Creo que este tema lo han tratado en varias de las conferencias. Sería cuestión de que en sus trabajos de grupo lo volvieran a profundizar ustedes.

  • ¿cómo puede ser legítima una amistad en comunidad?
  • ¿en qué medida se la puede favorecer?
  • ¿en qué límites debe mantenérsela?

Por lo demás, no me gusta mucho la palabra límites. Pienso que una amistad no debe tener límites, pero sí cualidades. Hay formas de amistad que son legítimas; otras, por el contrario, llevan a una debilitación, una falsificación de la vida consagrada. Por consiguiente, esta cuestión de la amistad es bastante importante.

La mejor amistad, la más verdadera, es la tolerancia; pero esto es bastante difícil de comprender. Es necesario también llevar poco a poco a cada una a que comprenda que estamos en Comunidad no sólo para recibir, sino sobre todo para dar.

Saben ustedes tan bien como yo, que hay cierto número de Hermanas a las que no verán una sola vez sin que les digan: no hay vida de Comunidad en mi casa; no vivimos juntas, no nos queremos, no pensamos juntas…

Y la primera pregunta que yo me hago —cuando puedo, se la hago también a la Hermana— es: ¿cuál es su parte de responsabilidad en ello? Porque la mayoría de las veces, la que dice esto suele ser ella el principal obstáculo.

En general, las demás dicen: tenemos dificultades, pero a pesar de todo, hacemos esfuerzos. Mientras que, por el contrario, otras no saben abordar otra cuestión, y muchas veces son ellas las que más culpa tienen. Culpa, hasta cierto punto, porque no lo ven; pero hay que tratar de hacérselo ver.

Una comunidad es lo que cada uno de sus miembros hace de ella. Si llegáramos… y lo digo por nosotras mismas, porque tenemos continuamente que rectificar la mirada que dirigimos a las que nos rodean… Todas sabemos que la vida de Comunidad es de una gran dulzura, pero al mismo tiempo, es también una gran cruz.

Hay dos partes, y siempre las habrá. Unas serán un peso, otras, fuente de alegría, de dulzura, de ayuda mutua. Existen las dos partes, y es normal; y sólo cuando hemos comprendido que es normal, estamos en paz. Mientras nos empeñemos en que la Comunidad de la tierra sea la del Cielo, tendremos turbación, desconcierto, dolor, porque llegará a parecernos que no estamos en el verdadero camino.

Pero cuando se ha comprendido que la Comunidad es un instrumento del Señor, que nos habla por medio de ella, o nos prueba por medio de ella; que cada una de las Hermanas que la componen es un instrumento de Dios y como una llamada permanente a nuestra alma, entonces empezamos a ver ya las cosas un poco más claras.

No se trata de encontrar una comunidad ideal, en la que cada una es un regalo para las demás; se trata de encontrar una Comunidad humana que intenta responder a la llamada del Señor.

En esa comunidad humana, cada una tiene sus cualidades y cada una tiene sus defectos, y tenemos que soportar a todas las que la componen; no soportar en el sentido de que no queda otro remedio, sino diciéndose: ésta es la voluntad particular de Dios respecto de mí, y es muy cierto.

No es una invención pseudomística para hacer que se soporte lo insoportable, es una realidad teologal, la más absoluta: el Señor está presente en cada una de las Hermanas, y se dirige a mi con una interpelación. Se dirige a mi para probarme. Me pide una prueba de mi amor en las relaciones con cada una de las que providencialmente ha colocado junto a mi.

Esto es el fundamento de nuestra convivencia en comunidad, y cuando se ha comprendido, se goza de paz.

Así pues, supongamos que en una comunidad hay un carácter difícil; pues cada una tiene que decirse que ese carácter difícil es presencia del Señor, y hay que tratar de asumirlo.

Por lo general, la más difícil de llevar y de soportar es una misma, porque con las demás nos encontramos de vez en cuando, pero con nosotras mismas estamos siempre, y por poco francas y sinceras que seamos, tenemos que reconocer que tenemos defectos, ya visibles, ya ocultos, contra los que estamos luchando desde que entramos en Comunidad y que no hemos logrado todavía reducir.

Pues bien, eso es duro, muy duro de llevar, porque al llegar a cierta curva del camino de la vida, se ve una en toda la realidad, tal como una es, con la imposibilidad de adelantar. Entonces, es cuando no quedan más que dos soluciones: o dirigirse hacia una santidad hecha de humildad y abandono, en la esperanza, o dirigirse hacia la mediocridad.

Puede una decirse: está bién, soy así y no hay nada que hacer; me quedo tranquilo, haciendo de cuando en cuando algún esfuerzo, me acepto dentro de esos defectos míos. Es la solución equivocada.

Hay otra solución que consiste en decirse: soy como soy y no puedo superar humanamente tal nivel de vida espiritual, tal nivel de transformación de mí misma; pero sé que lo que yo no puedo hacer, a Dios sí le es posible. Por lo tanto, seguiré aportando a la obra de Dios en mi la contribución humana de mi esfuerzo personal constante, de todos los días, y El, el día que El quiera, me dará la victoria, o me dejará hasta el fin con mis defectos… pero yo continuaré trabajando hasta el último de mis días.

Ahora bien, lo que comprendemos tratándose de nosotras, tenemos que comprenderlo tratándose de las demás.

A veces, nuestros defectos interiores y no aparentes son mucho más graves que los exteriores y visibles de las Hermanas de las que llegamos a escandalizarnos. Tengamos la tolerancia necesaria y ayudemos a nuestras Hermanas, ayudemos a todo el grupo a tenerla hacia aquella que es la primera en tener que soportarse; conllevémosla en la esperanza, como en la esperanza nos conllevamos a nosotras mismas

Por lo que a nosotras se refiere, nunca nos cansamos de esperar. Hagámoslo así con relación a las demás. Pienso que siempre hay una esperanza de mejoría, mientras la autoridad, la Hermana Sirviente, la Directora y también la comunidad conservan esa esperanza.

Creo que debemos ser de continuo el apoyo y el sostén de la esperanza de nuestras Hermanas. A partir del día en que una Comtmidad, o una Hermana Sirviente o una Directora desesperan de la correción o de la mejora o del caminar hacia Dios de una Hermana, todo ha terminado. Y es muy grave, ustedes saben bien que es muy grave. Es preciso mantener en la esperanza a las que viven junto a nosotras, porque siempre hay esperanza, ya que Dios nos deja en este mundo el tiempo necesario para salvarnos. Así pues, seamos ese motivo de esperanza I para las demás.

No perdamos de vista que, a veces, las más endurecidas esperan de nuestra actitud, de nuestra mirada, de nuestra manera de comprenderlas, la fortaleza y la esperanza para proseguir su camino y su esfuerzo.

No obstante, es necesario añadir que, a veces también, se tropieza con ciertos caracteres, ciertos temperamentos que constituyen un verdadero obstáculo para la vida en comunidad. Basta que estén presentes para que un intercambio quede bloqueado; es inútil querer decir lo que sea delante de ésta o aquella. No se puede hacer vida de Comunidad con ella, por tal motivo, por tal defecto…

Entonces es, cuando tiene que intervenir el papel muy grave de la autoridad; entonces, hay que juzgar, a pesar de todo, esos casos y darse cuenta, sobre todo en el Seminario, de quién es la que no puede, no debe orientarse hacia la vida en común.

Cuando se trata ya de una casa, será necesario, en determinadas circunstancias, que la Hermana Sirviente tenga el valor, tome la decisión de pedir un destino para una Hermana que —ya se ve— será siempre un obstáculo; más aún, si ha de serlo en todas partes donde vaya, no se la debe dejar continuar, emprender una vida que siempre será vida en común.

Creo que en estos casos precisamente es cuando se hará necesario recurrir a un psicólogo equilibrado, capaz de juzgar, en el plano religioso y en plano humano, las posibilidades de un temperamento.

Casos semejantes no implican culpabilidad moral: son cuestiones de carácter y de temperamento. No se puede reformar un carácter o un temperamento; por eso hay que recurrir a personas capacitadas para juzgar, capacitadas para juzgar, de todas formas, teniendo en cuenta la acción de la gracia, no sólo la de la naturaleza. Hay que contar con ambas: naturaleza y gracia, la gracia de Dios y las posibilidades que aporta el ser humano

Ahora bien, una vida como la nuestra, no conviene dejar que la emprendan Hermanas que se ve claro que van a introducir, por todas partes por donde pasan, una ruptura en la Comunidad, que van a ser en cierto modo como cortocircuitos: cuando están presentes, será imposible establecer el circuito comunitario; no están hechas para la vida religiosa. Todo ello es una serial cierta de no vocación. Lo que es difícil saber es si es irreversible o puede corregirse: tendrá siempre que intervenir una apreciación más o menos subjetiva.

Podemos decir que, en el fondo, formar para la vida común puede reducirse a una sola palabra: formar para la vida común es formar para la caridad.

«la caridad es la plenitud de la ley (Rom. 13,10) y el vínculo de la perfección»(Col. 3,14).

Es Perfectae Caritatis quien lo dice en este párrafo 15 dedicado a la vida en común, y dice también que esa vida desemboca obligatoriamente en la caridad:

«La caridad es la plenitud de la ley y el vínculo de la perfección».

Lo que une a los miembros entre sí, como ocurre en las relaciones trinitarias, es el Espíritu Santo que es Amor, y el clima que une a las tres divinas Personas entre Sí.

Podemos decir que todo el éxito de la comunidad estriba en la disposición interior de cada una, en su aptitud para amar, para tolerar a sus Hermanas, para conllevar a cada una en su oficio, en sus pruebas, en su temperamento.

Cada una de las Hermanas debe estar, pues, dispuesta a mirar a sus Hermanas, a su Hermana, en la caridad, asumiendo esa responsabilidad hacia ella de comprenderla, amarla y tolerarla en caridad. Cada una también, tiene que sentirse comprendida, querida y deseada por todas. La verdadera comunidad es una comunión de personas, en la que cada una es necesaria a las demás y sabe que se la reconoce y acepta como es.

Pero, en el fondo, podemos decir que el cimiento, la base de todo esto, es la calidad interior de la caridad de la que ejerce la autoridad —ya sea la directora, en un Seminario, o la Hermana Sirviente en una casa—.

¿Qué es lo que hace que Dios nos tolere, en una esperanza infinita’) que Dios nos ama, que Dios es amor: por eso nos soporta y nos salva. Pues si la que ejerce la autoridad tiene un verdadero amor por cada uno de los miembros de la Comunidad, los soportará y los unirá, a todos, en la esperanza.

A través de la Comunión fraterna, debe operarse una especie de comunicación de vida teologal. Pienso que la caridad de la que ejerce la autoridad debe derramarse en el corazón, en el espíritu, en la vida íntima de las que tiene a su cargo.

Recuerdo y cito con frecuencia a Monseñor Garrone, que, en un congreso pro Vocaciones, en Toulouse, decía:

«… Se habla de vocaciones, se habla de propaganda en favor de la vocaciones, de suscitar vocaciones. Todo eso hay que hacerlo, es cierto; pero la verdadera vocación no se enseña, no se suscita; se comunica».

Y añadía:

«es un verdadero alumbramiento. Una vocación se engendra al nivel profundo en que se da el encuentro de un alma con Dios».

Creo que ocurre lo mismo en la vida de comunidad y en la vida espiritual de cada una de las Hermanas que nos está confiada: su caridad nace de la caridad interior personal de la que ejerce la autoridad.

Es, en el fondo, una comunicación, una transmisión de vida. El ejercicio del superiorato religioso deber ser, debe llegar a ser, la transmisión de una vida, de esa vida que debe circular en todos los miembros de la comunidad y tratar de animarlos, poco a poco, a todos.

Y esto no es exclusivo de la autoridad, porque hemos hablado simplemente de la autoridad canónica; pero puede darse, y a menudo se da, que la caridad de una Hermana se comunique verdadermaente a otra, llegue a transparentarse —como me figuro que ya les han dicho— y acabe por animar a todos los miembros de una comunidad.

Es como una especie de comunicación de vida que se opera de un miembro a otro, en una verdadera comunidad religiosa. Eso es la verdadera comunidad religiosa: esa comunicación de vida divina, y así no haré más que citar, sin desarrollarlo, el último punto, que florecerá en la apertura de la comunidad exterior.

«La unidad de los hermanos —dice también el Decreto: ya que ven qué rico es— la unidad de los hermanos pone de marúfiesto el advenimiento de Cristo, y de ella emana una gran fuerza apostólica». (cf. Jn. 13, 3517; 21).

La comunidad que se halla así unida en la caridad, va a vivir en unión de pensamientos, de caridad, de actitudes, no sólo los miembros entre sí, sino con la comunidad parroquial, la comunidad diocesana, la comunidad eclesial, sea cualquiera la forma en que se manifieste y el lugar donde se encuentre; movimientos de Acción Católica, acción de los seglares…

Esta unidad, esta caridad fraterna, va a derramarse y a soldarse con todo lo que la rodea, no sólo en unidad de caridad con todo lo que es la Iglesia, sino en unidad con el mundo, en fraternidad profunda con los hermanos los hombres.

No es cuestión ya, en nuestro tiempo, de inclinarse, como suele decirse, sobre los pobres y sobre los que nos rodean, se trata de ser —y la expresión no es demasiado fuerte— hombres con los hombres. No somos personas de una esencia superior, separadas por la consagración religiosa, que van a rebajarse, complacientemente, hacia los demás y debemos cargar con el peso de la humanidad, como ellas, en todos los problemas de todos los días.

Esto pediría también más amplio desarrollo, pero este sentimiento de fraternidad profunda forma parte de la pertenencia a la comunidad humana y a la comunidad eclesial: es lo que el Concilio ha subrayado. No una Iglesia que se sitúe al margen del mundo, sino una Iglesia en medio del mundo, que lo penetre, a través de cada uno de sus miembros; una Iglesia en unidad profunda con el mundo, en comunidad con el mundo, sin dejar de ser Iglesia.

Terminamos sencillamente diciendo lo que, por otra parte, ya he dicho: que no nos desalentemos si no somos como quisiéramos ser. Y es lo que hay que hacer comprender a las Hermanas cuando dicen; no nos queremos, no nos toleramos, no vivimos unidas. Tomemos nuestra comunidad como es, y todos los días construyámosla a base de esfuerzos de tolerancia, a base de perdón mutuo, a base de miradas benévolas, miradas de Su amor de unas a otras; a base de volvemos a levantar después de cada caída. Todos los días construimos así nuestra Comunidad, como todos los días construímos —hemos de esperarlo—con nuestros pequeños esfuerzos el Reino de Díos.

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