No he querido marcharme sin venir antes a verlas. Ya no puedo recibirlas individualmente, al menos que nos veamos todas juntas. A veces es hasta mejor. En todo caso es lo que Dios quiere en esta ocasión, de modo que es indiscutiblemente lo mejor.
Pensaba salir para Roma el 29 por la noche, lo que me hubiese permitido ver a las Hermanas de Ejercicios que lo desearan y tener un poco más de tiempo para trabajar aquí. Pero me han convocado para una subcomisión del Concilio que me retendrá en Roma seis días. Tengo, pues, que marcharme antes. Este trabajo que nos pide el Concilio supone una gran alegría y un honor muy grande. No deja, sin embargo, de ser también una carga, que no puedo llevar yo sola: toda la Comunidad tiene que llevarla conmigo Ustedes mismas la están llevando ahora por medio de su sacrificio, del sacrificio de todas las que querían verme y a las que no puedo recibir; del de nuestras Hermanas de Votos que no me tendrán a su lado. Por lo demás, en adelante ya no podré acompañar nunca a las Hermanas que hagan los Votos el 2 de febrero, porque en ese día tendré que estar en Roma para pedir a nuestro muy Honorable Padre la gracia de la Renovación, que antes se pedía en París.
Tenemos que dar gracias al Señor por haber permitido que la Compañía haya sido llamada al Concilio. Y no ciertamente en un sentido de orgullo o de engreimiento, sino pensando en todo lo que este hecho nos puede reportar. Es evidente que supone un gran enriquecimiento de espíritu y de sentimientos.
Pienso también que, en los designios de Dios, esto tenía un fin muy concreto que nadie había previsto y que, sin embargo, se va perfilando cada vez más: el de preparar de una manera más unida a la Iglesia, más dentro de su espíritu, la Asamblea y las reuniones previas de Visitadoras que vamos a celebrar en mayo próximo. Parece que el Señor se ha complacido en nutrir a la Compañía con la savia de la Iglesia y así, en cierto modo, recompensar la profunda devoción que San Vicente y Santa Luisa profesaban a la Iglesia. Es maravilloso destacar en sus escritos la adhesión que tenían a la Santa Sede y sobre todo a las directrices y normas de los encargados por Dios de guiar la barca de Pedro; una adhesión final, consciente, voluntaria, como todo lo que ellos hacían, por supuesto. Santa Luisa tiene unas frases magníficas en las que habla de la Iglesia reunida en Concilio. Dice cómo el Espíritu Santo preside el Concilio y da a la Iglesia lo que necesita. Yo pienso que ha sido en funcíón de esta devoción a la Iglesia de nuestros Santos Fundadores, como ha sido concedida a la Compañía la gracia de verse representada en medio de Ella de una manera tan directa.
Esto, como dije, nos permitirá preparar mejor la reunión de Visitadoras del mes de mayo. Ya todas ustedes la han preparado un poco en sus casas con la redacción de los esquemas que estamos empezando a recibir con mucha regularidad. Es verdaderamente edificante. Se ve que cada una ha hecho un esfuerzo para trabajar, para por respuestas, de tal suerte que los cestos del correo se ven más llenos aún que por Navidad.
Cuando se asiste a las sesiones del Concilio, dan ganas de decirse: ya no hay necesidad de creer en la Iglesia, de echar mano de la fe, porque la Iglesia resulta algo evidente, se la ve con los propios ojos… Así es cuando se encuentra una frente a esa imponente asamblea de 2.300 Obispos reunidos para estudiar todas las cuestiones que se plantean a la Iglesia, para poner en común los problemas, para esclarecer unos u otros, pero sobre todo para buscar juntos la luz de Dios y pedirle la asistencia del Espíritu Santo.
No voy a repetirles lo que he escrito en el Eco de la Casa Madre. Sólo quiero insistir un poco en decirles lo impresionante que es esa atmósfera del Concilio. Creo que, después de haberla vivido, será imposible olvidarla; pienso sobre todo en la misa de la mañana, de la que podría decirse: es el momento de recogimiento de la Iglesia que va a examinarse después, a hacer su revisión de vida, a detenerse para mirar, para escudriñar en sí misma lo que puede desagradar a su Esposo.
Todos los Obispbs oran postrados en tierra en la Capilla del Santísimo Sacramento. En la basílica de san Pedro no hay bancos o muy pocos. Pues bien, de rodillas en el suelo, se les ve orar con gran fervor, Y ante los confesonarios, largas filas de Obispos y de Cardenales esperan su turno para confesarse con un simple sacerdote, con un religioso. He observado que la mayoría de los confesores eran religiosos. Los Padres se purifican antes de emprender o reanudar las discusiones. Lo que es todavía más sorprendente es ver en medio de ellos a los hermanos protestantes, los Hermanos de Taizé, en particular; también ellos de rodillas en el suelo, adoran al Santísimo Sacramento con el mismo fervor, es decir, con un fervor distinto, con otro matiz. Se tiene la impresión de alguien que está fuera y desea tomar parte, porque, según su secta, la presencia real no se da más que en el preciso momento de la consagración y de la comunión. Encuentran que es hermoso, que es magnífico, tener esa presencia del Señor en el Sagrario, poderse arrodillar y orar delante del Santísimo Sacramento con nosotros. El prior de Taizé es ciertamente un santo a quien se adivina muy cerca de Dios, penetrado por el pensamiento y la presencia de Dios. El Pastor Schultz decía, pues: ,»Para mí la misa del Concilio es la cumbre de mi jornada. No necesito buscar otro tema de meditación; esa misa del Concilio me basta».
Sí, esa misa en medio de todos los Obispos reunidos que oran en el seno mismo de la Iglesia, es una riqueza sin igual que no podremos olvidar nunca. Era privilegio de los auditores y auditoras poder comulgar en ella. Puedo ‘asegurarles que todas las mañanas han estado ustedes presentes y presentadas a Dios en esa misa, en esa comunión en la que pedía al Señor que se dignara tener en cuenta las necesidades de cada una, de sus casas y de sus familias, de sus padres y de las personas de quienes se ocupan, así como las de su vida espiritual. ¡Tenemos tanta necesidad de esa asistencia del Señor! Si queremos la renovación de la Comunidad, ¿dónde la buscaremos? Ciertamente que no en una organización, ni en diferentes modificaciones, aunque algunas sean necesarias,. sino en la santidad de cada una de nosotras. Si cada una se renueva en el interior de su alma, toda la Compañía quedará renovada. Esto es lo importante. Lo demás no tiene mayor importancia. Lo demás son simples medios. Pero esto, en cambio, es el fin, es la realidad, es aquello a que debemos tender para lograr alcanzarlo.
En esta misa de la mañana en la que estaba presente toda la Comunidad, no podía por menos de pensar en la próxima reunión de Visitadoras del mes de mayo. Va a tener para la Compañía la misma importancia que el Concilio para la Iglesia. Sin embargo no den ustedes en llamar a esa reunión «el Concilio»: estaría fuera de lugar.
Tenemos que poner atención en los términos que empleamos para expresarnos; yo no las creo a ustedes pretenciosas en su fuero interno. Pero a veces usamos, sin querer, expresiones que podrían dar lugar a que se creyera. Descartemos todo aquello que exteriormente pudiera hacer creer que acariciamos pensamientos de orgullo, de vanidad, etcétera… con relación a nosotras mismas o. a la Comunidad.
Tanto esas retmiones de mayo como todo el trabajo que la Compañía está haciendo en torno a ella misma, en esta época conciliar y siguiendo las directrices del Concilio, se proponen obedecer las órdenes del Santo Padre y por consiguiente/ del Concilio. Casi podríamos decir que se insertan y hasta prolongan cierto aspecto de la Iglesia. Por más que el Papa, los Obispos o las comisiones se esforzaran en redactar esquemas, es decir, cosas espléndidas, si entre los miembros de la Iglesia no hubiera corazones atentos para escuchar, inteligencias abiertas para captar y voluntades firmes para actuar y aplicar esa doctrina, el Concilio sería letra muerta.
Nosotras, Hijas de la Caridad, tenemos en esta época en la que nos ha tocado vivir, el grave deber de hacer vivir las decisiones del Concilio, en lo que a nosotras incumbe, es decir, para cada una, su propia alma; para cada una de nuestras casas lo que entra en su radio de acción; y lo mismo para cada una de nuestras Provincias y para toda la Compañía. Tenemos que recoger las enseñanzas de la Iglesia en Concilio y tratar de comprenderlas para poder aplicarlas. No es tarea sólo de las Visitadoras cuando se reúnan el 4 de mayo y el 5 de junio, primero en Roma y luego en París; es tarea de toda la Compañía. Las reuniones de mayo no incumben exclusivamene al Consejo General y a las Visitadoras: les incumben a todas.
Ese es el motivo por el que, después de haberlo pensado en la presencia de Dios, hemos decidido que, en todas las casas, cada una de ustedes tuviese la oportunidad de reflexionar, de trabajar los esquemas que les hemos enviado. Crean que el trabajo que vamos a pedirles de nuevo no es para simular que se les hace participar: es que en realidad todas ustedes son parte activa y responsable de lo que se tiene que llevar a cabo en la Compañía.
La Compañía no interesa sólo a los Superiores y a las Hermanas Sirvientes. La Compañía la formamos todas juntas. Es éste uno de los principios fundamentales que sostiene el Concilio. Se plantea la pregunta: «eQué es la Iglesia?» Durante mucho tiempo se ha tenido un concepto demasiado jerárquico de la Iglesia. La Iglesia era el Papa con los Obispos y los sacerdotes. Después, sí se pensaba como en algo insignificante, en los fieles. Pero la Iglesia era ante todo la jerarquía. Hoy día existen todavía algunas escuelas con la tendencia a constituir la Iglesia con el clero, con toda la clase sacerdotal, dejando aparte a los fieles como un rebaño conducido por la Iglesia. El rebaño sirve a la Iglesia y la Iglesia sirve al rebaño. Pero no es eso, en absoluto.
No se trata de un descubrimiento actual puesto que se halla en la Revelación desde el principio. Una de las grandes verdades sacadas a plena luz por el Concilio es la de que la Iglesia es el Pueblo de Dios, todo el Pueblo de Dios. En ese Pueblo de Dios hay diferentes formas de servicio, de puestos, de funciones, de carismas como dice San Pablo. Pero el Pueblo de Dios constituye un todo en el que hay fieles, religiosos, sacerdotes, Obispos. Todos ellos constituyen el Pueblo que trabaja por servir mejor al Señor en este mundo, hacer avanzar el Reino de Dios y dar a su Cuerpo el crecimiento, la estatura perfecta. A ese Pueblo de Dios pertenecemos nosotras.
Lo mismo ocurre en la Compañía. No podemos considerar aparte a los que están al frente y se esfuerzan por descifrar lo que hay que hacer en ella. Es el conjunto de la Compañía el que debe ponerse seriamente a investigar, por medio de la oración y el trabajo, descubrir lo que Dios quiere en la hora actual, y, una vez descubierto, ponerlo en práctica. Por eso, vuelvo a repetir les hemos pedido que trabajen y vamos a pedírselo de nuevo —porque no vamos a dejarlas en paz, no crean—.
Contesten sencillamente. No nos den largas frases, extensas consideraciones. No interesa en absoluto que vayan a buscar en los libros lo que han de contestar. Lo que interesa es lo vivido, lo que sienten y experimentan ustedes, en su mente, en su corazón, en su vida. Porque es precisamente eso lo que nos falta a nosotros los que estamos a la cabeza. Disponemos de bibliotecas y de libros de consulta, y no es difícil encontrar en ellos lo que queremos saber, pero suele ocurrir que esas respuestas que dan los libros están al margen de la vida. Nos falta, pues, la realidad de cada día, esa que ustedes viven.
Esa es la razón por la que tienen ustedes que tomar parte en el trabajo. Si nosotros decretamos, organizamos un aggiornamento planificado en una mesa de despacho, sin estar en contacto con la vida, corremos el riesgo de quedarnos al margen de la realidad, al margen de lo que es verdaderamente necesario. En cambio, ustedes están viviendo día por día al lado de los pobres, en la realidad cotidiana, con las dificultades que presenta la acción. Lo que ustedes piensan, lo que ustedes sienten es lo que deben aportar al trabajo que se les pide, no las teorías encontradas en los libros, no lo que se «cueza» en el cerebro de un Padre que se prestara a ayudarlas. No; ustedes, ¿cómo ven las cosas? ¿Cómo las viven? Una frase, breve, basta.
Ya les he dicho que ese trabajo que van a realizar no se les pide para hacer un simulacro, sino para servirnos de él por motivos muy sencillos. El primero es el que constataba en la carta de envío; proporcionarnos una documentación de primera mano y hacer llegar hasta nosotros un eco de la realidad, de la vida. El segundo de esos motivos es de hacerles participar a ustedes en la reflexión de la Comunidad. La Comunidad son ustedes. Su pensamiento debe trabajar con el nuestro, con el de sus Visitadoras. Deben sentirse integradas en ese trabajo de la Comunidad e interesadas en él. Tienen que adquirir la convicción de que tal vez sean necesarios ciertos sacrificios y estar dispuestas a hacerlos. Después de haber reflexionado, trabajando ustedes mismas, comprenderán mejor su necesidad.
¿Qué es todo esto en fin de cuentas? Es el trabajo de la santificación. Algunos espíritus inquietos, pesimistas, dicen: Pero todas esas historias de renovación, de aggiornamento, ¿son en realidad tan necesarias? ¿No es acaso la Comunidad excelente, fundada por unos Santos tan grandes? ¿Es que tenemos necesidad de ir a buscar nada fuera de lo que tenemos?
Es absolutamente cierto que tenemos necesidad de buscar, de investigar. Las condiciones en las que vivimos varían, y por consiguiente, no se puede pretender llegar hoy a la santidad de la misma forma que en tiempos de San Vícente. Tenemos que responder a situaciones y contextos exteriores.
Además, somos pobres seres humanos. La ley de Dios es magnífica, los mandamientos perfectos; los preceptos de la Iglesia bien adaptados; las líneas de vida espiritual son, en general, excelentes… Y, sin embargo, ninguno de nosotros somos santos. Es que vivimos con una naturaleza deficiente y practicamos mal lo que se nos enseña bien.
San Vicente y Santa Luisa son, sencillamente, maestros del Evangelio. Ellos vivieron el Evangelio y nos lo enseñaron. Pues bien, aun con la solidez de doctrina que tenemos en la base —y nunca daremos bastantes gracias al Señor por ella—como no somos más que pobres seres humanos, a lo largo de los siglos, de los años, de los meses, resulta que practicamos imperfectamente lo que con tanta perfección se nos ha enseñado. Por eso es por lo que tenemos que hacer lo que la Iglesia hace actualmente: ponernos frente a nuestras deficiencias, conocernos tal y como somos y tratar de corregirnos para lograr un parecido mayor con lo que debemos ser y así servir mejor a Dios.
Porque el fin último de estas cosas no es el de que seamos perfectas; no es el de tener el orgullo y la alegría de decirnos: la Comunidad es magnífica, es espléndida; no es el de llegar a una especie de satisfacción soberbia, creyéndonos mejores que los demás.
El fin profundo es el de que Dios quiere servirse de nosotras, de cada una de nosotras. Y quiere servirse de nosotras para gloria suya, para servicio suyo y para el bien de las almas. Nuestro deber estricto es el de llegar a ser un instrumento tan perfecto como sea posible en sus manos.
Para ello tenemos que trabajar, trabajar sobre nosotras mismas, en ese quehacer de santificación de la Comunidad. Somos todas, ustedes y yo, responsables solidariamente de ofrecer al Señor un instrumento santo y purificado en la persona moral de la Compañía, para servirle en sus pobres y en todos los países a donde El mismo nos ha enviado. Esa es nuestra responsabilidad, una grave responsabilidad. Guardémonos de emprender ese trabajo de reforma, de refundición, por decirlo así, de lo que somos, para responder al gusto de nuestra época, porque da tono, porque el mundo habla de ello. De ninguna manera es eso. Se trata de un deber de fondo, de un deber grave del que se nos pedirá cuenta cuando comparezcamos ante Dios.
Y no es sólo de los Superiores; es el deber de todas. Ya podrían hablar los Superiores, mientras las Hermanas no se movieran, no se haría nada. Si se da un cerebro lúcido con un cuerpo paralítico, ¿a dónde podrá ir? A ninguna parte. Todas ustedes forman el cerebro de la Comunidad, y es preciso que lo que se ha concebido en la mente, lo que se ha amado en el corazón y la voluntad, trascienda a las obras, a los hechos.
Ahora quisiera decirles de qué manera vamos a trabajar con los esquemas que nos envían ustedes, para que se den cuenta de que, efectivamente, vamos a utilizar su trabajo. Los esquemas nos van llegando en estos días y también los han enviado ustedes a sus Visitadoras que, a su vez, nos remitirán, cada una, la síntesis de su Provincia. Será muy interesante tener una síntesis por Provincia. Aquí tendremos, además, un punto de vista más general.
Estos esquemas nos van a servir para formar una opinión de conjunto. Se les ha pedido su sentir sobre los valores de la vocación. Ahora se aprecian mucho más los valores humanos: la lealtad y el buen criterio. Inmediatamente se advierte a través de las respuestas de todos los países, Se da uno cuenta en seguida de lo que debe ir a la base de toda vocación de Hija de la Caridad según la opinión de ustedes y es ciertamente la opinión correcta puesto que es la de todas en todas partes. Con ayuda de las estadísticasresumen, vamos a poder establecer una especie de normas generales.
Después entresacaremos del conjunto de los esquemas los pensamientos que han expresado ustedes. Es cierto que un gran número van a coincidir, van a ser los mismos, los pensamientos clásicos de siempre, que acaso tengan que ser revalorizados, y otros que se desprenden como consecuencias lógicas de lo que comúnmente se piensa.
Con todo lo que se entresaque de su trabajo, redactaremos un texto que resuma la opinión general: como ven ustedes los valores básicos de la vocación: —humanos, religiosos, espirituales, apostólicos…, etc.
Ese texto servirá de base a los miembros de la Asamblea para su estudio. Es en cierto modo el método del Concilio; con la diferencia de que el Concilio no ha consultado a todos los cristianos, sino solamente a los Obispos, inicialmente. Ahora empieza a consultar a otras personas.
Ese texto servirá a las Visitadoras para su trabajo. Se va a traducir a todas las lenguas. Lo trabajarán, primero, en grupos lingüísticos, y en grupos nacionales. Lo discutirán, propondrán enmiendas, como se hace en el Concilio, y tomaremos nota de todo lo que se diga.
Después de la Asamblea, redactaremos textos definitivos, de los que ya se les dará conocimiento, textos que podrán servirnos de puntos de reflexión y de investigación, no a modo de un trabajo intelectual, síno sobre un trabajo, sobre nuestras propias posturas, sobre nuestra propia conducta, sobre la manera como debemos actuar y como debemos ser. Esa será la forma en que nos serviremos de los trabajos que van a enviar.
Ahora les pediremos trabajen a partir del consuetudinario; sobre él les pediremos parecer. No un parecer negativo; en este género de investigación, hay una postura que siempre es mala: la de demolición. Y en estos momentos ésa parece ser la tendencia general, no tanto en la Comunidad como en el conjunto del mundo. La opinión general suele ser ésta: todo lo que nos ha precedido era malo, hay que demolerlo y empezar de nuevo. La experiencia nos enseña, sin embargo, que cuando se ha destruido todo, es muy difícil reconstruir y volver a empezar. Es mucho mejor empezar por ver lo positivo —Dios sabe cuanto ha habido de positivo, sobre todo cuando se tiene la dicha de tener por Fundadores a Santos de la talla de San Vicente y Santa Luisa.
Tenemos una base de solidez y de doctrina. Estoy convencida de que todas las Comunidades pueden envidiarnos. Para mí es una felicidad de todos los momentos, un placer todos los días, en el Concilio, al oír que las líneas que ahora se buscan están dentro del pensamiento y enseñanzas de San Vicente y Santa Luisa. Puede decirse que para nosotras la renovación consiste únicamente —y casi sin una sola corrección— en volver a meditar y practicar lo que encontramos en las enseñanzas de San Vicente y Santa Luisa. Los siglos han traído algunas cosas, añadido algunas adaptaciones necesarias según las épocas; pero entre San Vicente y nuestra época actual puede decirse que no hay apenas adaptaciones que hacer. Casi lo único que queda para revisar y reformar son las adaptaciones pasajeras que en otras épocas interniedias se introdujeron. Pero la búsqueda actual de la Iglesia entra en el más genuino espíritu de San Vicente de Paúl. Demos gracias a Dios por ello.
Si no entráramos en el trabajo actual de la Iglesia equivaldría a renegar de nuestra propia vocación. Hay muchas congregaciones que no pueden decir otro tanto. Por eso tenemos que tener una inmensa gratitud a nuestros Santos Fundadores por habernos dado un espíritu tan calcado del Evangelio que no hay otro que se le asemeje más.
Ya conocen los otros grandes temas que se trabajarán durante la Asamblea. Primero, trabajaremos sobre el primer esquema que se les ha enviado: los valores básicos de la vocación. Podría ser algo así: ¿Qué es la vocación? ¿Qué es nuestra vocación de Hijas de la Caridad? ¿Qué es una Hija de la Caridad? Esto es lo que se va a tratar de sentar o establecer. Antes de revisar las formas, que son cosas accidentales, es mejor fijar el fondo: esto es lo que somos y esto lo que debemos ser, lo que tenemos que seguir siendo en la Iglesia de Dios. Cuando hayamos sentado bien las bases, ya no habrá peligro en tocar un poco a la forma que se apoya en el fondo.
En el segundo punto de reflexión y búsqueda no tendrán ustedes que trabajar, porque no tienen elementos para ello. Es un trabajo que se refiere a toda la estructura de formación de la Compañía, estructura de formación que comprende los aspirantados, postulantados, seminarios, juniorados…, etcétera. Es un trabajo de especialistas. Ese será el segundo tema de las jornadas de mayo.
Por último, el tercer tema en el que tendrán ustedes que trabajar es el consuetudinario: cómo hacer de nuestro consuetudinario lo que debe ser, es decir, el instrumento que nos ayuda a practicar las Santas Reglas. Eso es el consuetudinario. No puede ser algo al margen de la vida, sobreañadido a las Reglas y las Constituciones. Por experiencia saben ustedes que cuando se presenta un reglamento ante diez cabezas, inmediatamente se tendrán diez interpretaciones distintas. Se cree haber dicho las cosas de la manera más clara posible, evitando todos los escollos, e inmediatamente se recibe un centenar de cartas preguntando: «y en tal o cual circunstancia, ¿cómo hay que hacer?» Por eso el consuetudinario tiene que ser muy concreto en sus explicaciones de cómo practicar la regla. La regla dice lo que hay que hacer y el consuetudinario cómo hay que hacerlo.
El consuetudinario no tiene por objeto presentar un marco disciplinario de vida, sino el de garantizar el espíritu y la uniformidad, cosas muy necesarias. Son los dos grandes factores de la unidad. El consuetudinario es necesario pero hay que trabajarlo dentro de un espíritu y tiene que ir animado de una voluntad muy bien delimitada.
El espíritu que debe animar nuestro trabajo sobre el consuetudinario, lo encontraremos también en los puntos de reflexión del Concilio. Una conferencia que escuché el año pasado decía así: Se podrían resumir en cinco grandes líneas los puntos. de reflexión del Concilio. En primer lugar, todo el estudio actual de la Iglesia sobre sí misma, se enfoca ante todo en un sentido doctrinal. Es impresionante y hasta curioso: cada vez que se oye discutir una cuestión cualquiera, ya se trate del esquema de las religiosas, de la libertad de conciencía, de la Iglesia misma, de cualquier problema humano, tan pronto toma la palabra un Obispo suele decir: se necesita un estudio teológico sobre la cuestión; de tal manera que ya parece un slogan. No es un slogan, es una necesidad. Actualmente, ya no es posible guiarse por el sentimiento, hay que hacerlo por convicciones profundas. Y la fe, las convicciones profundas para llegar a ser y mantenerse vivas y firmes, tienen que apoyarse en una doctrina bien definida.
De modo que, lo primero, un sentido doctrinal. Lo segundo, un sentido litúrgico. La liturgia se renueva en la hora presente. El primer esquema aprobado por el Concilio ha sido el de la Liturgia. Nosotras también tenemos que adaptar nuestros rezos, nuestra manera de vivir la liturgia, liturgia de la Iglesia en general y también del país en que vivimos. Seguramente que en este terreno habrá grandes determinaciones que tomar.
El tercer punto de reflexión de la Iglesia es un sentir misionero que se desarrolla cada vez más Parece que la Iglesia advierte que la preocupación misionera debe invadir el pensamiento de todos los cristianos, en todos los países del mundo; que no puede ser algo privativo de la jerarquía, o de los misioneros enviados ya a tierras de misión —aunque éstos sean los puntos más álgidos de la reflexión— sino de todos los cristianos. Con mayor motivo, toda Hija de la Caridad tiene que ser misionera, estar animada del deseo profundo de presentar a Cristo y el Evangelio y de tratar de dárselos a los que la rodean. Todo esto debe latir en el consuetudinario, que, vuelvo a repetir, no puede ser un conjunto de pequeñas rúbricas o prácticas. En manera alguna. Su finalidad es la de llegar a organizar nuestra vida de tal manera que vivamos verdaderamente dentro de estas grandes líneas.
Cuarto punto de reflexión: un sentido mariano. Es cierto que el Concilio Vaticano II pasará a la historia marcado con una huella mariana: la afirmación del puesto que corresponde a la Virgen en la Iglesia y la de la proclamación del título que filialmente se le ha conferido de Madre de la Iglesia.
Por último, casi no me atrevo a emplear la expresión que se ha convertido en peyorativa, a fuerza de desgaste: una Iglesia en marcha. Quiere esto decir que no tenemos derecho a detenemos en el camino emprendido de búsqueda, del mismo modo que un alma no tiene nunca derecho a detenerse en el camino de la santidad. En adelante, la Iglesia no podrá ya interrumpir la tarea de una puesta al .día continua, para así servir mejor a Cristo en el mundo.
Las comisiones continuarán formadas al terminar el Concilio y no se dejará el trabajo de reflexionar, de investigar, de adaptarse al día de hoy, que no será el día de ayer. Así trataremos de responder mejor a las exigencias que se nos plantean por las circunstancias en que vivimos.
En cuanto a nosotras, haremos lo mismo. Sobre todo, tenemos que no pararnos —el gran escollo de la vida religiosa— no detenemos al llegar a cierta edad, a cierto momento de nuestra vida espiritual, de nuestra vida religiosa. Se han hecho esfuerzos de los que unos se han visto coronados por el éxito y otros han quedado infructuosos… y viene la tentación de quedarse en el punto en el que uno se encuentra de su vida espiritual, diciéndose: ya no puedo hacer más, Dios no me pide esfuerzos mayores. No, no podemos nunca darnos por satisfechas del grado a que hemos llegado ni de la respuesta parcial e imperfecta que hasta ahora hemos dado al Señor. Mientras estemos en este mundo, lo estamos precisamente para acercarnos más y más a Dios y para caminar por la senda de la perfección.
La Iglesia está en marcha hacia Dios, un alma está también en marcha hacia Dios. La Iglesia quiere mantenerse en marcha, en estado de búsqueda de Dios, de búsqueda de santificación personal, y lo conseguirá si cada una de nosotras, si cada uno de sus miembros, si todos los cristianos permanecemos en esa misma actitud de búsqueda y deseo. De vez en cuando, tenemos que hacer un examen de conciencia serio y profundo sobre este punto: ¿hemos adoptado una postura cómoda de inmovilismo?, ¿estamos satisfechas de nosotras mismas?, ¿nos hemos detenido en mitad del camino que conduce hasta Dios?, o por el contrario, ¿continuamos nuestra marcha hacia El con el deseo y el esfuerzo?
El deseo sin el esfuerzo es una ilusión; el esfuerzo sin el deseo un mecanismo; pienso que no se da. Tenemos que mantenernos en esas disposiciones interiores de deseo ardiente de Dios y de esfuerzo sólido para caminar hacia su encuentro. Es una obligación. Un alma consagrada a Dios por medio de los Votos tiene, obligatoriamente, que mantenerse en ese deseo de ir hacia El.