Susana Guillemin: Conferencia a las Hermanas, Ejercicios de agosto de 1966

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Susana GuilleminLeave a Comment

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Autor: Susana Guillemin, H.C. .
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Han llegado ustedes aproximadamente a la mitad de sus Ejercicios. Por lo general, cuando se llega a esta altura, se ha liquidado ya lo atrasado: se han barrido ya las deficiencias y faltas que hayan podido pesar sobre el año transcurrido, mediante una buena confesión, y se encuentra una preparada para una reflexión fructuosa, sí, para reflexionar durante tres o cuatro días con Cristo acerca de lo que debe ser nuestra vida; y esta es la parte más importante de los Ejercicios. No podemos, en manera alguna, reducirlos a una simple purificación, por más que esta purificación del alma sea lo primero que se enfoque, para que queden restablecidas sin ningún corte las relaciones entre el alma y Nuestro Señor. Pero, de todas formas, la parte más importante de los Ejercicios es la que podríamos llamar, con términos clásicos, la iluminativa (Pienso que no serán muchas las que lleguen a la parte unitiva…) Esa parte iluminativa es el momento de ver claro lo que debe ser nuestra vida y como hemos de organizarla. Hay una organización en nuestra vida espiritual encaminada a que nuestra marcha al encuentro del Señor sea más firme, evitando en ella muchos obstáculos, y a que prosiga con perseverancia. No es posible orientar la vida hacia el Señor sin reflexión; es menester reflexionar. Ahora bien, en nuestra vida moderna faha con frecuencia el tiempo necesario para entrar dentro de uno mismo y tenemos que reservarnos de forma rigurosa esos momentos de reflexión, haciéndolo de manera periódica.

Nos encontramos —es una idea que repito de continuo, pero creo que nunca lo repetiremos bastante— en un período muy grave de la vida de la Iglesia y de la vida de la Compañía. Se oye hasta la saciedad, por todas partes: «estamos en una época muy grave, es un período de crisis, de transformación, de mutación». Y se acostumbra uno no sólo a oirlo sino a vivir así, y llega a encontrarse normal. Pero no es normal.

Nos encontramos atravesando un período tal vez único en la vida de la Compañía y en la vida de la Iglesia. Si queremos convencemos de ello y convencernos también de que, junto a tantas inmensas esperanzas como ahora existen en cuanto al perfeccionainiento de la Iglesia y de la Compañía, existen también peligros que acaso igualen a las esperanzas, leamos sencillamente lo que dice y repite de continuo Su Santidad Pablo VI. Siempre que habla, ya sea en el «Angelus» de los domíngos, ya dirigiéndose a las multitudes, o a los grupos diferentes que se suceden todos los miércoles, en San Pedro o en Castelgandolfo, cuando recibe algunos grupos o personalidades en audiencia privada, junto con la voluntad de llevar adelante el trabajo de renovación propugnado por el Concilio (la palabra renovación es más apropiada que la de reforma) se adivina en él una inquietud permanente, que a veces adquiere dimensiones de angustia. Se tiene la impresión de que le faltan palabras para gritar: ¡cuidado! cuidado con destruir, bajo pretexto de renovación, los grandes principios que siempre han estado en la base de la búsqueda de Dios, en la base de la vida de la Iglesia, de su prosperidad, en la base de la vida cristiana, desde hace siglos y siglos. Nada de lo que es profundo, nada de lo que es principio de doctrina, ha sido en manera alguna tocado por el Concilio. Puede, sencillamente, profundizarse en ello, se puede concretar o aclarar más, pero no cambiarse. Se puede, por ejemplo, practicar la mortificación de otra forma; se puede también tratar con Dios en las manifestaciones litúrgicas de manera un poco distinta, pongamos por caso, diciendo en lengua vulgar lo que antes se decía en latín, pero el fondo de la misa, el fondo del Sacramento de la Eucaristía, permanecen intactos.

En la Iglesia de Dios tenemos —como una gran riqueza, por lo demás— esa inmutabilidad de los principios; y forma parte también de la espiritualidad y aún de la sensatez natural y sobrenatural de San Vicente y de Santa Luisa el tener el sentido de los grandes principios, de la doctrina, del encaminarse hacia Dios, apoyado siempre en la doctrina básica. San Vicente y Santa Luisa que fueron los grandes innovadores, que revolucionaron la vida religiosa en su época (no se vió entonces, mientras vivieron, pero no cabe duda que pusieron el punto de partida para una tansformación enorme en la forma de concebir la vida religiosa); pues bien, San Vicente y Santa Luisa no pudieron llevar a cabo esa obra suya de renovación sino porque estaban profundamente enraizados en principios indiscutibles e indiscutidos.

En nuestra propia obra de renovación y en la de la renovación de la Iglesia —me atrevo a decirlo porque el mismo Santo Padre afirma que la Iglesia necesita ser renovada— no se trata de transformar. No se va a tomar lo que existía ya para arrojarlo y volver a construir pieza por pieza; no es de eso de lo que se trata. Cristo en su vida mortal ha dejado establecidos de una vez para siempre los grandes principios del Evangelio, y las diversas generacíones que se van sucediendo no tienen más que practicar el Evangelio según esos mismos principios, según los mismos consejos evángelicos: de pureza, de pobreza, de misedicordia, de hambre y sed de justicia. Todo esto deben practicarlo todas las generaciones, según las circunstancias en que cada una se halle. En toda renovación se dan siempre estos dos polos: penetración profunda en los principios que han de aplicarse siempre, y captación, profunda también, de las condiciones de la época en la que se vive. Pero quede claro que no puede haber renovación sin profundizar espiritualmente. Les ruego, Hermanas, que no lo olviden. Y no me dirijo solamente a la Comunidad en general. La Comunidad en general es algo espléndido, pero ¿de qué se compone? Se compone de todas y cada una de las unidades. Si cada una de las Hijas de la Caridad, en su humilde esfera personal, allí donde se encuentre, fuera una santa, la Compañía de las Hijas de la Caridad vivirá en santidad. La santidad de la Compañía está hecha con la santidad de cada una de nosotras. Y la renovación de la Compañía se hará con la verdadera renovación de cada una de nosotras.

Cada vez que después de haber reflexionado y trabajado detenidamente en ello con el Consejo, les envíamos una nueva ficha del Consuetudinario, creo que nos encontramos, dentro de nuestra modesta medida, un poco en la línea y estado de ánimo en que se encuentra el Santo Padre Pablo VI en la hora actual. Es bastante atrevimiento compararse así con la Iglesia. Cuando el Concilio ha acabado de decretar todos sus documentos conciliares, los ha confíado a los cristianos Están confiados a la Iglesia y a cada cristiano y corresponde a la Iglesia, nos corresponde a todos, darles vida, darles forma. Los decretos conciliares pueden quedar colocados en una biblioteca, y nada más. Puede decirse: es magnífico, es espléndido, son un alimento para el espíritu… y continuar viviendo como antes, en la injusticia social, en la íncomprensión de los demás, en el desprecio a los protestantes, a los judíos o a los musulmanes, etc. Se puede continuar viviendo en una comprensión mezquina y estrecha de la vida religiosa, o en unas costumbres litúrgicas anticuadas, que no se quieren cambiar. Entonces los decretos serán letra muerta. También puede decirse: ahora que el Santo Papa Juan XXIII ha abierto las ventanas y entra en la Iglesia una bocanada de aire fresco, emprendamos el vuelo, ya podemos hacer todo lo que queramos. Esta es la otra postura errónea también. Por una parte están <das buenas gentes» que no cambiarán nada de lo que hacen, y por otra los que van a pretender que la Iglesia piensa y manda lo que ellos piensan y desean.

En la Compañía ocurre lo mismo. Les envíamos nuevas disposiciones, que hasta ahora han sido cosas insignificantes, o mejor dicho, no tan insignificantes porque afectaban a nuestra vida de comunidad, a nuestra vida de oración, a nuestra vida de comunicación e intercambio, y todo esto es importante. Pues bien, se pueden dar también las dos posturas. Algunas dicen: ¿Hay que hacerlo así? ¿Lo han mandado verdaderamente? ¿No se puede seguir haciendo como antes? Es curioso, pero a cada vez, no dejo de recibir alguna carta de las Provincias preguntando si no se podrá continuar haciendo como antes. Contesto siempre que no, puesto que está de por medio una decisión tomada y si está decidido, está decidido. Por otro lado, están los que dicen: ¡qué bien! ahora ya tenemos derecho de hacer esto o lo otro… y se podrá añadir esto, porque seguramente Nuestra Madre piensa que se puede. No es cierto, No pensamos más que lo que está escrito. Es esta una frase que deben ustedes escribir en letras de oro en su cuadernito de notas. Pónganlo de manera bien visible, con tinta roja si es preciso: no deben practicar, no deben cambiar rnás que las modificaciones que se les han comunicado por escrito. Si otra Hermana les dice: ahora en la Casa Madre se hace tal cosa; o me han dicho que se puede hacer esto o aquello… no hagan caso. Pregunten ¿hay algo escrito sobre ello? Si hay algo escrito, entonces pueden estar seguras en conciencia, pero si no lo hay, no tienen ustedes seguridad ninguna. Les ruego que cuando reciban una ficha del Consuetudinario, cuando reciban más adelante el texto de las Constituciones (es muy probable que tengamos que revisarlas, creo que se ordenará así a todas las Congregaciones) cuando reciban nuevas normas, cualesquiera que sean, les ruego, repito, que no salten sobre ellas diciéndose; «a ver qué mitigación nos traen». Cualquier modificación que se les comunique, pueden tener la seguridad de que no estará nunca, nunca, en función de un relajamiento ni siquiera de un alivio: eso no entra en nuestra intención. Lo que se modifique será siempre en función de facilitarles una renovación espiritual más auténtica; en función de darles una mayor posibilidad de ir a Dios y de realizar su vocación de Hijas de la Caridad. Algunas cosas, como un poco más de tiempo concedido al sueño, el poder disponer personalmente de algunos momentos libres u otras cosas de este tipo, tienen apariencia de mitigación y alivio y en realidad son un alivio para la naturaleza, pero no es con esa intención o en ese sentido como se han decidido, sino porque, después de madura reflexión, nos ha parecido que ese alivio concedido a la naturaleza les iba a procurar un equilibrio mejor y, por consiguiente, les iba a permitir también equilibrar mejor su vida espiritual, hacerla más fácil y auténtica. En este esfuerzo de renovación va siempre incluido un esfuerzo hacia la verdad, la autenticidad, la profundización.

Cuando reciban una ficha del Consuetudinario ¿Qué tendrán que hacer? En casi todas las tandas de Ejercicios repito lo mismo, pero creo que es necesario decirlo una y otra vez, para que penetre en todas las casas. No podemos emprender o continuar este trabajo de renovación si la mentalidad de la Compañía , si la mentalidad de cada una de ustedes no está preparada. Me da miedo de la mentalidad que pueda formarse en las Casas. Digo «mentalidad» y no espíritu, a propósito. Es palabra que les va a llamar más la atención que la de «espíritu», tan repetida siempre que no se sabe ya a punto fijo lo que representa. La mentalidad de una casa es la manera de comprender y ver las cosas que tiene esa casa. Hay casas en las que de tiempo inmemorial se tiene la mentalidad hecha a profundizar las cosas desde un ángulo espiritual. Si se encuentran ustedes en una casa de esas, den gracias a Dios de todo corazón. Es un favor del Señor del que no llegarán a comprender toda la importancia sino a medida que vayan pasando los años. Pero hay otras, por el contrario en que la mentalidad se encuentra un poco desviada, en que, acaso desorientadas, desgraciadamente, por el clero o arrastradas por opiniones poco seguras, se llega a caer, poco a poco, en una especie de naturalismo, porque lo que se pretende encontrar no es más que equilibrio humano, gozo humano, la forma de no tropezar con mortificaciones, de no tener cortapisas, de no contrariar a la naturaleza… etc.

Si se encuentran ustedes en una casa de éstas, será menester que, poco a poco, con ocasión de los ejercicios que hagan, a la luz de las reflexiones personales de unas y otras, lleguen a enfocar la renovación de la comunidad en su verdadero sentido y bajo su auténtico aspecto.

Pues bien, les decía que cuando reciban una ficha del Consuetudinario o el anuncio de una modificacíón cualquiera, en lugar de decirse; ¿a ver qué nueva facilidad se nos concede? —que esa es la reacción equivocada, la reacción de la naturaleza—, se digan más bien: ¿qué nos va a permitir realizar esta ficha en el plano espiritual o en el plano apostólico? ¿qué esfuerzo de reflexión, de ahondamiento nos pide? Toda transformación pide de ustedes un esfuerzo; si ese esfuerzo no se hace, la transformación o adaptación quedará letra muerta, no se habrá conseguido nada, la renovación no se hará.

Para apoyarnos en un ejemplo fácil, tomemos la ficha del retiro mensual. Si se la considera superficialmente, parece que viene a dar una gran amplitud, bastante comodidad, muchas facilidades… Es cierto; una Hertnana podría decirse: ahora se nos aconseja que hagamos el retiro en grupos o solas, aislándonos en casa o incluso marchándonos fuera; ¡Voy a permitirme, pues, el lujo de un día de campo estupendo!. Entonces, puede marcharse, con permiso de su Hermana Sirviente, por supuesto, decir que va a hacer su Retiro mensual a una casa de campo, con jardín, arboleda o cosa por el estilo; llevarse un libro que le agrada, o incluso un libro necesario para preparar la clase o para otro menester del oficio, y, sí, hará los ejercicios señalados para el día de Retiro… pero nada más. Pues en ese plan, la ficha en cuestión pasará a ser letra muerta. En lugar de aportar una renovación, aportará una carencia. No sólo no se habrá cambiado nada, sino que las cosas se harán peor que antes. Antes, había aquella necesidad, aquella obligación de reunirse, de estar pendientes de la hora para ser puntuales al acto común… etc. Ahora, en ese aspecto, habrá cierto relajamiento, y en todo caso no habrá provecho espiritual. Si, por el contrario, se toma la cosa como debe tomarse, la jornada de retiro mensual será una verdadera renovación, ya se haga en grupo, ya individualmente. Por lo demás, la forma es indiferente; lo necesario es que cada Hermana Sirviente escoja para su casa el método más adecuado para que todas las Hermanas puedan hacer, de verdad, el retiro mensual. Desgraciadamente, la forma como veníamos haciéndolo hasta ahora, no nos alejaba del oficio, era un día como otro cualquiera para el funcionamiento de la Casa; con frecuencia, el retiro consistía en añadir a lo cotidiano unos actos o ejercicios. Claro que se tenía el mérito indiscutible y profundo de la obediencia y la disciplina, y no hay que minimizarlo: atraía sin duda las gracias de Dios sobre las que lo hacían con espíritu de fe; era una presencia de la gracia y un provecho espiritual para todas… Pero la experiencia ha demostrado que era necesario ahondar más ese día de retíro. Tenemos necesidad, como decía al principio, de reflexionar, de exáminar cómo vivimos, de fijar de nuevo metas y volver a emprender la marcha mes tras mes: de año en año es demasiado largo. Es realmente necesario un tiempo de auscultación espiritual todos los meses. La Hermana que se convenza de ello, preparará de manera muy distinta su retiro. Lejos de aprovecharse de esa aparente holgura que se le concede, va a organizar ella misma su jornada. Ya sabe los actos que ha de hacer por la mañana; laudes, oración, misa,… etc. Además, de acuerdo con su Hermana Sirviente, va a pensar cual es el punto en el que tiene que profundizar más, qué libro podrá llevarse para que la ayude en su reflexión; organizará su día de renovación de forma que pueda sacar de él el mayor provecho posible. Después —no hablo, por supuesto, de las cuestiones interíores, estrictamente personales y que están reservadas al confesionario— pero, después, será muy bueno que a su Hermana Sirviente le diga, al menos, cómo ha transcurrido el día, cómo ha hecho el retiro. La posibilidad de hacer la oración en particular, la posibilidad, al hacer el retiro individualemente, de organizar una misma el horario, no quiere decir que se vaya a disponer de una absoluta libertad sin tener que dar cuenta a nadie. No; deberá decir a su Hermana Sirviente —y quizá mejor prever antes con ella cómo va a hacer el Retiro—, deberá decirle, después, lo que ha hecho en el sentido de reflexión personal y de deseo de adelantar espiritualmente.

Ya ven cómo se pueden enfocar las adaptaciones que se nos indican.

Entonces, cuando a una Casa llega la orden de una adaptación, o una ficha del Consuetudinario, creo que la manera correcta de proceder es: primero, leer en común tal ficha; a continuación, no me parece que se debe comentar, y hasta creo que es necesario guardar cierta discreción; después de la lectura en común, la Hermana Sirviente debe recomendar que se medite, que las Hermanas hagan oración acerca de ella, para buscar, cada una por su parte, cuál es la voluntad del Señor que se manífiesta a través de la adaptación aludida; aún en las que parecen de índole más material se oculta una voluntad del Señor. Después, pero sólo después, reúnanse en un intercambio comunitario, bajo la dirección de la Hermana Sirviente y pongan todas en común sus luces, ya que es de suponer que no habrán tenido todas las mismas, y así cada una podrá aportar al tesoro común lo que el Señor le haya hecho ver de su voluntad en el hecho de esa circunstancia, al parecer pequeña, de una adaptación. Me parece que es así como debe llevarse la vida común, empezando por la reflexión personal delante del Señor. Nunca se debe destruir esa soledad individual con Dios. Quizá en el estilo actual de vida, en la vida comunitaria o en el equipo en que se trabaja en el mundo, se corre el riesgo de olvidar con demasiada facilidad ese primer tiempo, esa etapa previa de la soledad con Dios. Sin embargo, la vida comunitaria requiere una soledad de cada uno de sus miembros con Dios, y sólo después es cuando viene el segundo tiempo de poner en común los tesoros espirituales. Ese es, pues, el momento de reunirse en torno a una ficha de Comunidad que se ha recibido, para ver juntas la voluntad de Dios, que se manifiesta en ella, la reflexión espiritual que puede hacerse y la manera de llegar en común a aplicar correctamente en la Casa el contenido de dicha ficha. No debe hacerse en un recreo, en medio de bromas, risas o comentarios que vaciarían aquello de su contenido sobrenatural, con riesgo de falsear el criterio a una u otra de las Hermanas. Hay que tener cuidado. Estamos reunidas en Comunidad para ayudarnos, para caminar juntas al encuentro del Señor y no para interponernos unas ante otras y obstaculizar la comunicación con Dios. Vuelvo a repetir que la vida de Comunidad tiene que desarrollarse en segundo plano, no podemos olvidar la intimidad personal con Dios. Cuiden, pues, de que su manera de acoger las adaptaciones sea como acabamos de ver.

Decíamos que la renovación de la Compañía se hacía a base de la renovación interior de cada uno de sus miembros. Tienen que sentirse cada una verdaderamente responsable de toda la Compañía. Parece un tanto exagerado y se siente una inclinada a pensar: bueno, es una metáfora, es un recurso oratorio, pero no es una realidad. Pues sí, en realidad es así. Ya hemos dicho que si una Hija de la Caridad, si cada una, da un bajón, se deja ir a la tibieza, toda la Compañía caerá en la tibieza. Si cada Hija de la Caridad, sube hacia la santidad, toda la Compañía subirá hacia la santidad. Y esto tiene importancia no sólo para la Compañía sino para la Iglesia de Dios. Cuando se habla de la obra de renovación del Concilio, de la obra de renovación de la Iglesia, ¿en qué consiste? Consiste en nuestra propia renovación, en la renovación de cada uno de los miembros de la Iglesia y por lo tanto, la nuestra; la de la Compañía de las Hijas de la Caridad, es un punto que me atrevo a llamar importante en la renovación de la Iglesia. Si no la logramos, faltaremos no sólo a nuestro deber hacia la Compañía sino también a nuestro deber hacia la Iglesia. Quedé impresionada el otro día.por una reflexión que me hizo la superiora General de una orden poco numerosa, que vino a verme para cambiar impresiones sobre cuestiones de renovación religiosa. Me dijo: «nosotras somos pocas (tengan en cuenta que no comparto del todo su opinión), si malogramos nuestra renovación, la cosa no tendrá mayor importancia; pero si ustedes fracasan ¡dense cuenta de lo que supondría!» No comparto su opinión porque pienso que la renovación de una Comunidad, por pequeña que sea, tiene su enorme importancia en la Iglesia; pero es cierto que, al tratarse de nosotras, hay que multiplicar esa importancia por el número.

Cuando se piensa —y esto lo digo también con frecuencia—que en el mundo teníamos hace unos diez años 415.000 alumnas y que ahora tenemos 520 ó 530.000 hay que decirse que si las Hijas de la Caridad han comprendido su misión, si son verdaderamente otras tantas presencias de Dios en la Caridad cerca de esas 530.000 alumnas, se producirá una repercusión impresionante en la Iglesia de Dios. En cambio, si se da a esas alumnas una educación puramente humana o natural, la Iglesia no alcanzará el mismo progreso. Pero si se logra infundir en esas alumnas gérmenes de cristianismo, o si no se puede verdadero cristianismo porque pertenezcan a otras religiones, si se logra grabar en su corazones el amor al bíen, el amor a lo que en realidad es Dios, por ejemplo, a la carídad, entonces ciertamente se hará progresar a la Iglesia de Dios. Nuestros comportamientos individuales, dondequiera que nos encontremos, tienen repercusiones que no pueden llegar a calcularse.

Pero hay también otro aspecto en esa responsabilidad que tenemos frente a la Comunidad: es el espíritu que irradiamos desde nuestra esfera de acción.

En una casa de ocho a diez Hermanas —es poco más o menos las que suele haber en nuestras casas, es el promedio— cuando una o dos de ellas son profundamente fervorosas, el nivel de la Comunidad sube. Instintivamente, por el ejemplo de esas Hermanas, por su acción, por su manera de ser, su amor de Dios, su afecto, del bueno, a la Comunidad, hay algo que va transformándose poco a poco en la mentalidad de esa comunidad local; los intercambios comunitarios son buenos a causa de la caridad de aquella o aquellas dos Hermanas que escuchan siempre a todas con respeto, con amor y comprensión, que ponen siempre de relieve lo positivo de una u otra en vez de tirar contra ellas y hundirlas. Del mismo modo, cuando en una comunidad también de ocho o diez Hermanas se encuentra una que, sistemáticamente, echa abajo a sus compañeras o aunque no sea más que a una o dos, que, sistemáticamente, va en contra del, parecer de la que está hablando, se hacen imposibles los intercambios, hay como una pantalla que separa, la corriente de Caridad no puede pasar ni comunicarse. ¡Esto es muy grave! A veces hay Hermanas Sirvientes que me han dicho —y lo digo aquí donde no hay casi ninguna Hermana Sirviente, se lo digo a ustedes, Hermanas compañeras—; hay Hermanas Sirvientes que me han dicho a veces llorando: «no podemos hacer intercambios en casa, porque hay una Hermana que no es capaz de escuchar a las demás, que se impone siempre y no acepta lo que dice la otra, que está siempre en contra de todo». La corriente de caridad que debería pasar, esa ayuda mutua fraterna que debe existir en el interior de una Comunidad, es obra de cada una de ustedes. La forma en que enfocan su revisión personal y la de la Compañía es la que va a influir en la renovación de su comunidad local. Si cada una practica bien lo que ahora se señala, las demás se sentirán arrastradas a hacerlo también; pero sí ustedes no lo practican, contribuirán a la tibieza de toda la casa.

Lo que ahora se indica, después de una consuha general, después de estudiar las resspuestas que han enviado ustedes con ocasión de la última asamblea, tendrán que aplicarlo durante algún tiempo. Y les aseguro que para hacer la síntesis se ha tenido en cuenta y se ha anotado todo lo que han pedido.

De momento, se va a aplicar provisionalmente, a modo de prueba. Me alegra ver que el concilio está haciendo lo mismo; algunas prescripciones se dan como por vía de ensayo, durante un tiempo, para ver si en la práctica resulta bien o mal. De aquí a un año, se les preguntará su parecer sobre el nuevo proceder. Se les preguntará:

— ¿Se ha visto usted beneficiada personalmente? ¿su comunidad, su casa, ha podido adelantar con esto o ha permanecido estancada?

— ¿piensa que era mejor lo de antes? ¿aprovechaba más con ello?

Se hará, pues, una consulta y nos dirán con toda sencillez lo que piensan. En las fichas del consuetudinario actual se ha dejado en blanco el reverso, para que, al hllo de las reflexiones, a medida, sobre todo, que se vayan llevando a la práctica, la Hermana Sirviente pueda anotar lo que piensa y cómo se presenta la aplicadón de esta nueva forma de proceder.

De esta manera tendremos la opinión de toda la Compañía. Es uno de los puntos del Decreto conciliar Perfectae Caritatis, que señala que aquellas cosas que afectan a todo el instituto en , materia importante, no se hagan sin consultar previamente a todos los miembros. La Iglesia lo quiere así.

Nosotras lo habíamos hecho antes de la publicación de este decreto, pero ahora la Iglesia lo quiere, y no sólo lo quiere sino que lo manda cuando se trata de algo importante, no de cosas pequeñas Les ruego, pues, que cuando se les pregunte su parecer, no contesten de cualquier manera, diciéndose por ejemplo: yo soy una persona avanzada y voy a contestar esto o lo otro. Sería carecer por completo del sentido de responsabilidad. Piensen que cuando dan su opinión no son sólo responsables de ustedes mismas, ni siquiera de su casa, lo son de toda la Compañía, y por lo tanto deben dar su parecer en función de esa responsabilidad general. No se digan tampoco: ¿de qué sirve mi voz dentro de todo el conjunto? Su voz tiene su importancia. Si todo el conjunto de Hermanas respondieran así, con un sentimiento de irresponsabilidad, de inconsciencia de lo que se debe hacer, resultaría algo muy grave. Que cada una reflexione seriamente y se diga: soy responsable ante Dios del adelantamiento espiritual de la comunidad; no sólo de que se conserve en el más puro espíritu de los fundadores, sino de la adaptación a la hora actual de ese espíritu de nuestros fundadores, que es eterno porque es el del Evangelio; y ante Dios tengo que dar cuenta de cómo veo tal cosa. No se trata de dejarme llevar por mi humor del momento, ni por la especie de oposición que en mí se da a esto o aquello desde que se propuso; tengo que ver lo que puede aportar a la Compañía o, por el contrario, en qué la puede perjudicar. Creo que este sentido de la responsabilidad personal es extremadamente importante. Así es como poco a poco, con la colaboración de todos sus miembros, la Compañía llevará a cabo su renovación profunda.

La renovación, dice también el decreto Perfectae Caritatis, es ante todo espiritual; su propia renovación interior será la que ayude a la renovación interior y exterior de la Compañía.

En esta obra de renovación, hay una parte extraordinariamente importante. No está bien decir «una parte», porque se trata del alma misma, algo así como la respiración para el cuerpo. La verdad es que no sé en qué pararía el desdichado cuerpo de quien no respirara ya, de quien prescindiera de esa parte que se llama respiración… Pues bien, la respiración del cuerpo espiritual es la oración. Por la oracíón es como nos llenamos continuamente de Dios para renovarnos. Por eso puede compararse muy bien con la respiración. Este acto de la oración debe ser uno de los puntos de nuestra renovación en que más fijemos la atención. Cada una de nosotras tiene que preguntarse por dónde camina su vida de oración. Por supuesto, tenemos, por una parte la oración externa que ahora se ha ajustado mucho a la oración de la Iglesia: laudes y completas. Creo que dentro de un mes todos los países tendrán su breviario, de manera que esas horas puedan rezarse en todas partes. Durante los primeros quince días se encuentra una un poco desconcertada; parece cosa difícil, no se comprende bien, las frases de los salmos, a las que no se está acostumbrada, no dicen nada… Pero, después de ese primer periodo de puesta en marcha, se va descubriendo toda la riqueza contenida en la oración litúrgica; se adquiere el sentimiento de estar orando con la Iglesia y se descubre lo que esto aporta a nuestra oración personal. Son bastantes las Hermanas que me han dicho: «ya no serían necesarios los libros de meditación, porque bastarían los laudes si los rezamos antes de aquella». No es del todo exacto. Evidentemente, los laudes aportan un excelente alimento para la oración, pero es necesario tener algo más para ayudamos y orientarnos. Esto no impide que el día que se quiera hacer oración sobre el versículo de un salmo, se puede perfectamente sin necesidad de acudir al terna de meditación que se nos haya propuesto.

¿Cómo viven esta oración de la Iglesia que son los laudes y las completas? ¿Se toman la molestia de rezarlos en común? ¿se encuentran verdaderamente presentes cuando la comunidad se reune para ofrecer a Dios esta alabanza? Es muy hermoso, porque es una alabanza, una oración desinteresada. También contiene, es cierto, grandes clamores a la misericordia de Dios, a su ayuda, pero por encima de todo domina ese deseo y esa necesidad de alabar al Señor, lo que es, indudablemente, muy bueno.

¿Cómo hacen la oración? ¿han adelantado en ella? ¿Llegan, poco a poco, gracias a esa oración, a vivir más en la presencia de Dios?

La presencia de Dios consiste en que se vayan penetrando de tal manera del deseo de hacer lo que Dios quiere, que en cada una de sus opciones de la jornada, se decidan por Dios. Por ejemplo, tienen que dirigirse a una persona que es para ustedes poco grata y les dice cosas desagradables; pues, en vez de responderle en el mismo tono, lo hacen con toda caridad. Aunque no hayan pensado directamente «Dios está presente», por el hecho de haber ajustado su conducta a la voluntad de Dios, que quiere que practiquemos la caridad, han vivido en la presencia de Dios. Esto es lo que tiene que ir invadiéndoles poco a poco, penetrar en todos los actos de nuestra vida. Cuando por el contrario, han desviado su actitud, ya sea por injusticia, ya por falta de caridad o por falta de verdad, alejan al Señor, no viven en su presencia, no le hacen presente a los ojos de los demás. Pero siempre que hacen un acto de justicia, un acto de verdad o de caridad, hacen a Dios presente, crean su presencia: ¡Es muy grande y muy hermoso!

Son cosas que deben ir asimilando en la oración, que deben buscar, preguntándose si han quedado, así, pendientes de la voluntad de Dios, o, por el contrario, si por flaqueza le han convertido en Ausente. Hay personas que nos dan ese sentido de la presencia de Dios, junto a ellas, se Le siente en cierto modo. Se halla no visible, pero sí sensiblemente presente, porque se percibe que viven unidas a El, pendientes de su voluntad.

No descuiden su oración. No basta con hacerla: hay que hacerla de verdad; no me refiero a que se hallen presentes, que lleguen, se coloquen en un banco, junten las manos y esperen a que pase la media hora. Ya sé que no hacen esto cínicamente, pero, a veces por cansancio y quizá también por negligencia, o por no saber cómo hacerla, dejan pasar el tiempo de la oración sin haberse unido al Señor, sin haber profundizado con El ningún pensamiento, y así va pasando la vida, día tras día, mes tras mes, año tras año; va pasando la vida y se permanece en tibieza, cuando no se acomoda uno confortablemente en ella. Es preciso que nuestras oraciones sean medios de unirnos a El, de revisar nuestra vida c8n El, de ponernos en el deseo de El, en tensión hacia El. No debemos dejarnos recaer sobre nosotras mismas, tenemos que aguijonearnos. Todas tenemos la tendencia a recaer en el yo, a todas nos ronda la tibieza y el hastío en la oración, en ciertas épocas y, a veces, durante mucho, mucho tiempo, sin saber qué podríamos hacer, ni cómo llegar a orar; pero mantengámonos hacia El con el deseo, la atención, la súplica; digámosle: Señor, estoy aquí como un leño, pero bien sabes que te deseo con toda mi alma, y que si mi corazón, en este momento, no se siente inflamado de deseos, mi voluntad sí te quiere. Tenemos que sustituir una facultad por otra, o mejor, hacerlas caminar todas juntas, y cuando el corazón se calla, que la voluntad camine y el espíritu permanezca en tensión hacia Dios.

La verdadera oración es el deseo, y ese deseo de Dios, si lo fomentamos, tarde o temprano acabará por atraerle a nosotras. Pongamos gran atención en nuestra vida espiritual. Con estas palabras querría terminar. La vida de Hijas de la Caridad es ante todo espiritual; las acciones son excelentes, sí, pero las acciones han de ser el fruto de la vida espiritual. Si, poco, a poco, por efecto del exCeso de trabajo, o por el hecho de la costumbre o de una especie de laxitud que suele darse al llegar a cierta edad, se dejaran arrastrar por la acción en detrimento de la vida espiritual, de la búsqueda de Dios, que es la finalidad de nuestra vida, todo en ella se hallaría desviado. Llegarían entonces las fases de desaliento, las crisis de hastío, no sabrían ya cual es el eje de su vida, pero sería por haberlo perdido antes. El eje, el centro de su vida es Dios, la búsqueda de Dios, la búsqueda de Cristo. Pero esto hay que fomentarlo con un deseo permanente, con una súplica contínua que se expresa a la vez en rezo vocal y en oración.

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