Susana Guillemin: Circular de Año nuevo, 1968

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Susana Guillemin1 Comment

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Autor: Susana Guillemin, H.C. .
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París, 1.° de enero de 1968
Mis carísimas Hermanas:¡La gracia de Nuestro Señor sea siempre con nosotras!

¡Que el Señor reavive en nosotras «la antorcha de la fe»! Esta mañana no he encontrado ninguna oración mejor, mis queridas Hermanas, que esta apremiante súplica, que por todas ustedes he dirigido a Dios «por Jesucristo, su Hijo y Nuestro Señor», durante la Santa Misa. Y me parecía que, por encima de los océanos y a través del mundo entero, todas las oraciones de ustedes coincidan con la mía en perfecta unanimidad, como

inspiradas y guiadas por las ardientes palabras con que el Sumo Pontífice reitera casi todas las semanas su primer llamamiento en el Año de la Fe: «…. Hijos y hermanos carísimos, recordamos y celebramos este nacimiento de la Iglesia en la palabra y la sangre de los Apóstoles mediante un explícito, convencido y cordial acto de fe. Todo un año llenará nuestras almas este pensamiento y este propósito. Será el año de la Fe» (Pablo VI, 29-6-67).

También yo quiero empezar esta circular con una breve exhortación del Apóstol San pablo: «Haced experiencia de vosotros mismos si estáis en la fe, contrastaos a vosotros mismos.» (2 Cor. 13, 5).

La fe constituye el fundamento mismo de toda vida espiritual y, con mayor razón, de toda vida religiosa; de ella nacen nuestras relaciones con Dios y ella es la fuente de la caridad a la que tendemos. De la claridad y el vigor de nuestra fe depende la autenticidad y la solidez de nuestra conversión personal y de la renovación de la Compañía, objetivos de la ya muy próxima Asamblea General. La fe debe ser nuestro guía en el camino de la caridad, y por eso precisamente importa tanto que nos examinemos sobre punto tan esencial. Recojamos, pues, para meditarlo y aplicarlo a nuestra vida, lo que para nosotras pedía nuestro M. H. Padre el 19 de julio último: «Que nuestra fe sea semejante a la de San Vicente: sencilla, ilustrada, humilde, vigorosa, serena y activa.» (Contestación de nuestro M. H. Padre a la felicitación de las Hermans con motivo del vigésimo aniversario de su elección.)

Tener fe

Una fe sencilla

Podemos iniciar nuestra meditación sobre la fe con la sencilla afirmación de que hay que creer que la fe fue depositada en

nosotras por el Bautismo. No como una riqueza ajena a nosotras, sino como elemento constitutivo de nuestro ser espiritual, don gratuito que Dios nos confirió, juntamente con la filiación divina. De igual forma que la concepción natural depositó en nosotros los gérmenes de las cualidades y dones, característicos de nuestra naturaleza, de nuestra condición humana, de igual modo el nacimiento espiritual, al imprimirnos el carácter de «hijos de Dios», depositó en nosotros los gérmenes de la fe, de la esperanza y de la caridad. «Todos sois hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús» (Gál. 3, 26).

Esto debería bastar para llenar nuestro corazones de gozo y de gratitud, y aún más de seguridad en medio de los combates que hemos de librar para que nuestra fe se desarrolle. Lo mismo que al hombre bien nacido las cualidades de su raza le proporcionan un legítimo sentimiento de seguridad, reafirmemos también nosotros nuestra confianza apoyándonos en este don de la fe que recibimos en el Bautismo.

Este don inicial condiciona todos los demás, tanto si lo hemos recibido inconsciente y precozmente en el seno de una familia cristiana, como si se nos ha conferido tras la lucha que implica una conversión personal en plena edad adulta. A ejemplo de nuestra Santa Madre, que celebraba con gran devoción el aniversario de su Bautismo, acostumbrémonos a conmemorar ese día con acciones de gracias, meditando sobre ese beneficio fundamental de la vida teologal y examinando seriamente cómo lo hemos proyectado en nuestra vida. Si nuestra fe es límpida y sin nubes, demos gracias al Señor por ahorrarnos las luchas más turbadoras de la vida espiritual y sirvámonos de esta fe sencilla y clara para iluminar el camino de los que, menos privilegiados que nosotras, conocen la duda y la angustia.

Una fe ilustrada

En uno u otro caso, seamos plenamente conscientes de lo que de ndsotras exige ese don de la fe; no se trata de un depósito estático y definitivo que sólo nos exige que lo conservemos

intacto, poniéndolo al abrigo de los peligros. Es una potencialidad sobrenatural presta a desarrollarse por medios imprevisibles; perfecta en sí misma, no imperará perfectamente en nosotros más que poco a poco, cuando, una vez que ha precisado sus objetivos, iluminado nuestra mente y conquistado nuestro corazón, se enserioree de todos los sectores de nuestra vida. Tal conquista será el fruto conjugado de la gracia y de nuestro esfuerzo ininterrumpido. Lo mismo que el don de la música o de la poesía, innatos en el artista, apenas florecerían si permaneciesen incultos, análogamente el talento precioso de la fe no alcanzará frutos de vida si no se le cultiva. Aquí entra en juego nuestra responsabilidad y también nuestra libertad. La fe es un don, pero es también un deber y la fe no alcanzará frutos de vida si no se le cultiva. Aquí impone obligaciones. «La voluntad concurre con la Gracia al acto de Fe» (Pablo VI, 21667).

He de decirles en primer lugar y con toda mi alma: preocupémonos de nuestro estado en relación con la fe. No permanezcamos en una inconsciente quietud a este respecto, porque cualquier progreso espiritual que pretendamos alcanzar sólo puede ser el fruto de un avance en la fe. Deseemos sincera y fervientemente ilustrarnos y caldearnos en la llama de la fe; que este deseo se transforme en firme propósito, que se traduzca en una oración continua y una vida sacramental asidua y ferviente; porque los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, recibidos con buenas disposiciones, aumentan en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, como lo pedimos después de cada una de nuestras comuniones. Oración y sacramentos son las fuentes permanentes en las que hemos de alimentar nuestra vida teologal.

En segundo lugar, ilustremos nuestra fe por medio de la lectura y el estudio. Cuando hablamos de una fe sencilla no queremos decir en modo alguno una fe sin cultivo. En una época en que las verdades de la fe católica son tan poco conocidas y tan discutidas, tenemos el grave deber de profundizar en ellas, de tratar de comprenderlas en la medida de lo posible y siguiendo el magisterio oficial de la Iglesia. De esta forma podremos alimentar con ellas nuestra vida interior y seremos más aptas para hacerlas accesibles a los que nos rodean y que tal vez se nos han encomendado.

Acojamos, pues, comprensivas las reiteradas invitaciones de la Iglesia a los Institutos religiosos para que intensifiquen la formación doctrinal y espiritual de sus miembros y dispongámonos a ponerlas por obra, aunque sea al precio de auténticos sacrificios. El tiempo fundamentalmente destinado a esta formación es, según la «Perfectae caritatis», el Juniorado, obligatorio ahora para todas las Hermanas que salen del Seminario. La organización de los Juniorados impone sacrificios muy duros a todas nuestras Provincias: prescindir en las obras de Hermanas cualificadas para dirigirlos, privar de refuerzos de personal a las Casas durante el período inicial. Evalúo en su justo precio la magnitud del esfuerzo que se exige en unos tiempos en los que se hace sentir cruelmente, en la mayoría de nuestras Casas, la escasez de personal; pero les pido instantemente, mis queridas Hermanas, que contribuyan con todo cariño, con sus buenas disposiciones, a esta obra, de capital importancia para la formación de las Hermanas jóvenes y, por consiguiente, para el porvenir de la Compañía y para la eficacia de su labor al servicio de Dios y de la Iglesia.

Por otra parte, he observado llena de satisfacción que en numerosos sitios se ponen en marcha diferentes iniciativas —cursillos, conferencias, jornadas de estudio— para responder a las necesidades de las Hermanas de más edad, que no gozaron en su tiempo de una formación doctrinal completa, así como también para actualizar conocimientos ya adquiridos, pero insuficientemente impregnados de las enseñanzas del Concilio. Este esfuerzo debe intensificarse; ha de enfocarse de modo que —ya sea por grupos de edades o por categoría profesional— alcance, poco a poco, a la totalidad de las Hermanas, teniendo cuidado también de no quedarse en un plano intelectual en exceso, sino procurando que se proyecte sobre la vida real.

Profundizar en las verdades de fe, preparar para la lectura personal de la Sagrada Escritura, que debe ser nuestro constante alimento espiritual; impulsar a vivir de fe, tal es el fin a que debe dirigirse ese trabajo de formación que hay que realizar. Los Superiores tienen la responsabilidad de organizar este trabajo, pero no es únicamente cosa suya, sino de todas las Hermanas, que tendrán que participar en él, organizar el oficio o la Casa para facilitarlo; reemplazar por más o menos tiempo a sus compañeras, etc.

Vivir de fe

«Es preciso que nos acostumbremos a seguir siempre y en todo las indicaciones de la fe», decía nuestro Santo Fundador.

La fe no es únicamente un acto de la inteligencia; es adhesión del corazón, fuente de vida. Una fe profunda y ardiente no sólo anima todos nuestros pensamientos, sino que arrastra, además, las inclinaciones de nuestro corazón y determina los actos de nuestra voluntad; una fe así nos lanza continuamente hacia Dios, nos hace vivir bajo su mirada, bajo su dependencia, con el constante deseo de servirle, de hacerle conocer y amar, de hacernos semejantes a El y aceptar plenamente sus designios sobre nosotros. Ante nuestra vida, tan mediocre aun después de tantos años de entrega al Señor, ¿no es cierto que debemos preguntarnos con sinceridad?

¿Cómo se explica que mi vida, que consagré por completo al Señor a impulsos de una fe viva, sea tan poco conforme con las enseñanzas de esta fe, del Evangelio, de Cristo?

Se trata del doloroso misterio de la debilidad humana, de nuestra inconstancia. Una fe humilde, fuerte, serena, debería invadir progresivamente toda nuestra vida, establecer un contacto permanente entre Dios y nosotras, revelamos su Divina Providencia sobre los hombres, los acontecimientos y sobre nosotras mismas, y hacer que nos adhiriésemos firmemente a la Voluntad Divina, aun cuando nos llevase a veces por caminos desconcertantes.

No son siempre las Hermanas más cultas ni más inteligentes las que viven más de la fe, sino las que, por su humildad de mente y corazón, se mantienen bajo el influjo del Espíritu Santo. Si queremos ver un ejemplo vivido podemos comprobarlo en las vidas de nuestras primeras Hermanas, tan humildes, tan fuertes y tan serenas en su fe, que han escrito las páginas más evangélicas de nuestra historia, suscitando la admiración de San Vicente. Si la pequeña Compañía ha recibido la gracia de una asombrosa prosperidad, no busquemos la razón en otra parte que en la extraordinaria pureza de la fe de los que presidieron sus orígenes: nuestros Fundadores y sus primeras Hijas. Notemos de paso que la vocación caritativa de San Vicente, lo mismo que la de Santa Luisa, fueron señaladas en sus comienzos por una violenta tentación contra la fe, que superaron: San Vicente haciendo voto de consagrarse a los pobres, y Santa Luisa con la seguridad que recibió de lo Alto de que «llegaría un día en que se encontraría… en un determinado lugar para socorrer al prójimo».

Fe y Caridad están íntimamente vinculadas, y cada una de ellas sólo puede crecer paralelamente y a impulsos de la otra. Hasta tal punto, que vivir en caridad aviva nuestra mirada de fe, y reanimar nuestra fe hace más ardiente nuestra caridad. Esto hay que vivirlo a lo largo de nuestras jornadas en busca incesante del Dios de Amor, que nos prueba y nos guía hacia El. Nuestra vocación ha constituido una victoria de la fe en nosotras; a la luz de la fe hemos «visto» a Dios, hemos «visto» a Cristo y, habiéndolo visto, lo hemos amado hasta tal punto, que lo hemos preferido a todo. Este ha sido el punto de partida de nuestro encuentro personal con Cristo, de nuestra vida a El consagrada.

Y así hemos emprendido nuestro caminar en la vida con Cristo, apoyadas en Cristo. Palabra de Dios, con el don de nosotras mismas, auténtico y profundamente sincero, y que de buena fe creíamos total. Pero muy pronto, al correr de los años y de las circunstancias, hemos descubierto qué imperfecto y frágil era ese don, incesantemente combatido por nuestro egoísmo esencial, por nuestro orgullo inconsciente, por una ingenua sobrevaloración de nosotras mismas, por el atractivo de las criaturas y por tantas otras inclinaciones naturales. La inmersión en un mundo materializado por preocupaciones profesionales, las responsabilidades del oficio y aun apostólicas, tras los años de Seminario y de preparación a los Santos Votos, nos expone al riesgo de estancarnos y aun retroceder en nuestra vida de unión a Cristo por la fe y la caridad. Entonces es, casi síempre, cuando sobreviene el momento crítico en que la vida religiosa se orienta hacia la santidad o recae en la mediocridad y la tibieza. De todas formas, toda vida consagrada conoce la hora de esa segunda conversión definitiva a la fe, en la que, libre de las ilusiones inherentes a todo comienzo y en plena posesión de su madurez humana y religiosa, le invita Dios a elegir con plena lucidez, a optar por la fe con miras a la caridad. ¡Dichosas las que responden a este llamamiento! ¡Ojalá que todas las Hijas de la Caridad se encuentren entre ellas!

Una fe humilde

La gracia de la fe sólo está segura en los corazones humildes que, firmemente convencidos de su fragilidad, todo lo esperan de Dios. Su humildad ejerce un atractivo irresistible sobre el Señor, que se complace en comunicarse a ellos y atender sus deseos.

Que nuestra fe sea humilde y sencilla, recibida con inmensa gratitud, como un beneficio inapreciable del que no somos dignos y que tenemos que hacer fructificar. Que el humilde conocimiento de nosotras mismas nos mantenga en continua oración, pidiendo el acrecentamiento de nuestra fe; que nos lleve a fundamentar esa fe en la enseñanza oficial de la Iglesia, la palabra del Papa, la del Episcopado, la de los organismos autorizados tal como los Dicasterios romanos; la de los Superiores, a fin de que permanezcamos en la recta doctrina y no nos dejemos seducir por corrientes de opinión que descansan sobre un solo individuo, aunque sea sacerdote o aun obispo. En esta época de confusión y de efervescencia de los espíritus tenemos más necesidad que nunca de mantenemos firmes en la fe por medio de la humildad y la obediencia.

Una fe sólida

No creamos que esas bases de humildad y de obediencia impliquen eludir la responsabilidad y compromiso personal. Vivir según la fe es un combate ininterrumpido y exige un gran valor; no sabemos hasta dónde nos querrá conducir el Señor si permanecemos fieles, y el acto de fe inicial consiste precisamente en aceptar esa incertidumbre y comprometernos a seguir a Cristo sin que podamos prever el porvenir. «Así, pues, como recibisteis a Cristo Jesús, al Señor, caminad en El, arraigados en El y edificándoos sobre El, y fortaleciéndoos en la fe, según fuisteis enseriados, rebosando en hacimiento de gracias» (Col. 2, 6).

Dios ha previsto para cada una de nosotras el recorrido espiritual por el que quiere condirnos hasta El, y «sus caminos no son nuestros caminos»; en este caminar la fe es nuestra única seguridad.

Que las luces de la fe sean realmente la regla habitual de nuestros juicios y de nuestra conducta. Mis queridas Hermanas, seamos muy sinceras con nosotras mismas y comprobemos hasta qué punto estamos influidos por el ambiente materialista y racionalista en el que vivimos sumergidas. Enjuiciamos todo según su eficacia inmediata; confiamos en los planes y métodos que provienen de técnicas humanas; creemos que todo consiste en hacer estadísticas y previsiones sobre el porvenir. Lejos de mi intención criticar todo esto, que forma parte del arsenal moderno de la caridad; prescindir de ello sería tentar a Dios. Pero estemos bien convencidas de que, una vez realizado todo eso, no habremos hecho nada aún si la fe y la caridad no han sido las fuentes iniciales de todo ese trabajo. Y es posible que Dios, que juzga de otra manera que nosotras, entre en acción contrariando nuestros planes para probar, consolidar, purificar nuestra fe y nuestra caridad; el menor acto de fe y de aceptación en medio de la oscuridad y el sufrimiento es más fecundo sobrenaturalmente que todas nuestras realizaciones humanas. «Dios quiere que nos ejercitemos en la fe durante esta vida; nuestra salvación depende de que aceptemos plenamente su plan» (Pablo VI, 15369).

¿No podría ser un acto comunitario de valor excepcional buscar juntas, en cada una de nuestras casas, «el paso del Señor», cuando interviene en nuestra actividad?

No lo descubriríamos solamente en las pruebas espectaculares, sino en numerosos acontecimientos cotidianos; en los contactos con lá gente que nos rodea. ¡Qué estupendo sería, de cuando en cuando, reunirse entre Hermanas para ir buscando y conociendo los llamamientos que nos hace el Señor, lo que espera de nosotras, lo que realiza en los demás! Sería una verdadera escuela de contemplación, de esa contemplación auténtica de Dios en nosotras y en nuestros hermanos, especificamente vicenciana, que debe impregnar toda nuestra vida. Hemos de ayudarnos mutuamente a vivir de fe.

¡Tengamos una fe fuerte y vigorosa! y permanezcamos firmemente abrazadas a la verdad tal como la profesa la Iglesia. No vacilemos en puntos esenciales como la fe en la Eucaristía tal como se nos enseña en la «Mysterium Fidei», y el culto a la Virgen como nos lo recomienda el Santo Padre en la Encíclica «Signum Magnum». Se necesita haber alcanzado cierto vigor en la fe y cierto grado de caridad —sobre todo en algunos países—para resistir a la seducción de la novedad que arrastra ciegamente a los espíritus.

¡Tengamos una fe fuerte y vigorosa! aunque nos sintamos inmersos en la duda y en la oscuridad. «El primer fallo de Pedro y de cualquiera que haya sido llamado a seguir al Maestro, el fallo de todos, es la duda», decía Pablo VI el 12 de abril, recordando en seguida las palabras del IVIaestro: «¿Por qué dudáis, hombres de poca fe?» Convenzámonos de que la victoria sobre la duda no se alcanza por razonamientos humanos, sino de Dios que la concede a la oración. Si estamos en una noche de tinieblas y de dudas, arrojémonos en Dios con un ardiente acto de fe. ¡Que nuestra fe sea fuerte y vigorosa! no pidamos cuenta a Díos de sus designios sobre nosotros. Nos hemos entregado a El y, quisiéramos, sin embargo, seguir manejando el timón de nuestra vida. Cuando los Superiores no nos dirigen según nuestras míras humanas, entra en nosotros la tentación y dudamos del amor de Dios. Si nos convenciésemos a nosotros mismos de que Dios nos ama y nos guía, nos invadiría una alegría inalterable aún en medio de las mayores dificultades y en ausencia de todo apoyo humano.

Lo que nos falta es el verdadero conocimiento de Dios. Inconscientemente, lo concebimos a nuestra imagen y le adjudicamos nuestras disposiciones e infidelidades humanas. La fe debe llevarnos poco a poco a una certidumbre tal de su presencia, de su acción y de su amor hacia nosotros, que todo lo veamos a través de esta luz y que así nos adhiramos, serenos y, confiados, a todo lo que El quiere o permite.

Una fe serena

«Que Dios multiplique aquellos cuya fe es fuerte y serena» (Pablo VI, 14667).

Así es, muy a menudo, la fe de la Híja de la Caridad, hemos de reconocerlo. Su vida, plena de Dios porque está entregada a la caridad, no deja rúngún resquicio por donde pueda entrar la tentación contra la fe; vive continuamente en la presencia de Dios, al que descubre y sirve en el pobre; «ve» a Dios, en cierto modo, y lo da a los demás incesantemente. Esta fe sencilla y serena parece ser una de las gracias particulares que Dios ha otorgado a la Compañía; roguemos para que nos la conserve.

El ejercicio de la caridad hacia el prójimo mantiene la vitalidad de la fe, la hace como natural. La caridad es el fruto de la fe, pero también su expresión más cierta, la más pura. Desde el nacimiento de la Iglesia, la caridad entre los hermanos es el signo de la fe.

Dar testimonio de nuestra fe

Una fe viva

El don de la fe, como todos los demás, no se nos ha dado solamente para que personalmente encontremos a Dios. Es un don hecho a la Iglesia, a través de nosotros, para la salvación de todos, y somos responsables, respecto de nuestros hermanos, de la fe que a través de nosotros debe llegar hasta ellos. Esta obligación es común a todos los cristianos, pero para nosotras, Hijas de la Caridad, se añade a ella la obligación suplementaria y libremente adquirida de emplearnos en el servicio corporal y espiritual de los Pobres. ¿Y acaso pueden esperar de nosotras otro servicio más urgente que el de transmitirles el don de la fe?

Vemos perfectamente las presiones que se ejercen sobre nuestros contemporáneos, y cómo el rostro del verdadero Dios está velado para ellos por multitud de falsos dioses a los que adora el mundo moderno. El dios del oro, el dios del poder, el dios de la comodidad, el dios de la ciencia… El corazón del Papa está angustiado; teme por su rebaño: «La vida religiosa de la próxima generación puede verse sometida a una ruda prueba, si no la sostiene una fe auténtica y fuerte» (14667).

Transmitir la fe debe ser nuestra preocupación permanente; estamos habituados más bien a preocuparnos de la conversión moral, pero si miramos con atención en torno nuestro, nos daremos cuenta de que la fe está en baja y de cuán vacilante y poco ilustrada es, incluso en aquellos que se declaran «creyentes». Los hombres tienen necesidad de ver y de escuchar a Jesucristo a través de nuestras palabras y de nuestra vida.

Recordemos la promesa hecha a Santa Catalina, nuestra Hermana, promesa que es un compromiso para nosotras: «Díos se servirá de nuestras dos Familias para reanimar la fe». Y no olvidemos tampoco que, desde nuestros orígenes, «la enseñanza de las verdades que hay que creer», fue considerada como el deber inseparable de toda acción caritativa. Debemos sacar de aquí una gran lección para el momento presente: toda Hija de la Caridad debe ser, allí donde el Señor la destine, catequista de la fe, no sólo junto a sus Pobres, sino también con aquellos con quienes trabaja y con todos cuantos encuentra. Esto exige evidentemente una formación previa en el género de catequesis apropiado a cada oficio y a las gentes a quienes se dirige. Esto constituye un imperioso deber, exige algo más que conocimientos y métodos. Hace falta la entrega absoluta de toda una vida: palabra, acción, oración.

Hablar de lo que creemos

Aun aparte de toda enseñanza propiamente dicha, hemos de anunciar a Dios con nuestra palabra. Importa mucho que lo hagamos con tacto y discreción, teniendo en cuenta la capacidad receptiva de los que nos escuchan, pero a la vez, sin ningún respeto humano. Si tenemos fe comprenderemos que Dios llama interiormente a cada hombre y que nuestras palabras audibles se unirán a aquellas que El no cesa de pronunciar en el corazón de cada uno; no creemos bastante en esta acción de Dios, en su misericordia, en su presencia, y por eso somos tan pusilánimes, callando ante las opiniones en boga de que alardean nuestros interlocutores, cuando en el fondo, todo su ser, bajo el trabajo misterioso de Dios, espera oscuramente que le llevemos a la verdad. Y esto no es sólo una realidad tratándose de los externos, sino también en el interior de nuestras Comunidades, donde, por un pudor culpable, no hablamos bastante de nuestra vida de fe. ¡Cuánto hay que pedir al Espíritu Santo que nos inspire para que sepamos callar y hablar bajo su impulso! Si somos humildes y sinceras, sabremos hablar de Dios sín discursos, sencillamente, porque vivimos en El y su Nombre acude a nuestros labios tan naturalmente como aspiramos el aire necesario para nuestra vida, sin ni siquiera darnos cuenta de ello.

Poner en acción nuestra fe

Este «poner en acción» es el signo que debe confirmar la palabra. La fe que anima nuestra vida debe revelarse, hacerse visible, tanto en los detalles como en nuestra conducta general. No se trata solamente de proclamarnos cristianos, sino de vivir como cristianos, es decir, en la verdad, la justicia y la caridad, a fin de anunciar a los demás el mensaje de salvación que hemos recibido.

El gran escándalo de los pequeños y de los débiles es el «dicen pero no hacen». Que Dios nos dé luz y fuerza para obrar según nuestra fe, a fin de que todos puedan creer.

Que la verdad y la justicia sean la base de nuestra caridad. Que la alegría radiante de nuestra vida anuncie que Dios es sobradamente bueno, que es verdaderamente Padre. Que nuestra paz y nuestra obediencia en la prueba vengan a confirmar nuestra indefectible esperanza. Que todo, en nuestra manera de vivir, venga a probar que creemos sinceramente en el Evangelio, tal como fue anunciado y vivido por Jesucristo, según las Bienaventuranzas.

¿Cuál es en definitiva el fin supremo de la próxima Asamblea General y del gigantesco trabajo que nos imponemos todas para que resulte fructuosa? Solamente éste: Que la Compañía de las Hijas de la Caridad, una vez que ha comparado su vida con las prescripciones del Evangelio, se reajuste a su Divino Maestro, a Cristo. Y que por este medio, se convierta, por cada uno de sus miembros y por cada una de sus comunidades, en signo de Dios entre los Pobres, en verdadero testimonio de la fe por la caridad.

El testimonio supremo es el martirio. Escuchemos las conmovedoras palabras de Pablo VI sobre San Pedro y San Pablo en su discurso de apertura del año de la fe:

«Y para que no quedase duda sobre la certeza de su nueva, maravillosa y exigente enseñanza, a ejemplo del Maestro y con El, seguros de una victoria final, sellaron con la sangre su testimonio. La entregaron con heroica sencillez, para nuestra certeza, para nuestra unidad, para nuestra paz, para nuestra salvación. Y para todos los hermanos seguidores de Cristo, más aún, para toda la humanidad.»

El testimonio del martirio, derramando nuestra sangre, no se nos pedirá seguramente; pero existen otros martirios que no son éste, y si somos fieles, el Señor nos ofrecerá ocasión para que le rindamos el supremo homenaje del martirio de nuestro cuerpo, de nuestro corazón, de nuestra voluntad, de nuestra mente… Cuando se nos presente esta cruz, no nos escandalicemos como los que no tienen fe; en la adversidad que nos agobie, ya provenga de circunstancias desgraciadas o de la voluntad contraria de los demás, aunque sean los Superiores, reconozcamos el paso del Señor y alegrémonos porque habrá llegado el momento del encuentro verdadero, de la unión vital con Cristo, el momento del testimonio irrefutable. Es la hora de la fecundidad espiritual y de engendrar almas en la fe.

¿Quién nos guiará, nos sostendrá en este rudo camino de la fe, sino María, a la que el Concilio saluda como «miembro supereminente de la Iglesia, modelo y ejemplar admirable para ella, en la Fe y en la Caridad»? (LG, 53).

Toda la vida de María está jalonada de actos de fe silenciosos, razonados, plenos, con una plenitud de adhesión a Dios que nos confunde. Miremos vivir a la Virgen y sabremos lo que es la fe cuando impera sobre una existencia liberada del pecado, plenamente dócil al Espíritu Santo. En las diversas circunstancias de nuestra vida, encontraremos luz y ánimo, ejemplo para nuestra fe, junto a la Virgen en el Templo, consagrando a Dios su Virginidad en contra de las convicciones y costumbres de su pueblo; junto a la Virgen de la Anunciación, supeditando el aceptar la maternidad divina a la conservación de su virginidad, pero creyendo siempre en el poder de Dios; junto a la Virgen silenciosa, poniendo en manos de Dios su honor ante los hombres; en fin, junto a la Virgen de Nazaret, durante el incomprensible prolongarse de su vida oculta; y, durante la Pasión, ¡junto a la Virgen del Calvario!

Leamos con los ojos de la fe la vida de María y pidámosle con instancia que nos obtenga el don de una fe semejante a la suya: «sencilla, ilustrada, humilde, sólida, serena, activa».

Confiemos a la Virgen Inmaculada, mis queridas Hermanas, la Asamblea General que vemos ya tan próxima. Pidámosle que presida los trabajos y los dirija irresistiblemente a una renovación de la fe en la pequeña Compañía, y al cumplimiento de la Voluntad de Dios respecto de nosotras. Que se digne ser nuestra inspiradora, nuestra guía, en la revisión de las Constituciones. Me parece que puedo decir con verdad que todos los medios humanos se han puesto en marcha para la perfección de esta Asamblea; nos queda ahora poner toda nuestra confianza en los recursos de la fe. Ya rezan todas desde hace varios meses el Veni Creator, todos los días, con esta intención, como se lo recomendó N.M.H. padre. Permítanme suplicarles que intesifiquen más aún esta oración añadiendo a ella la ofrenda de ayunos y mortificaciones. Sigue siendo verdad que la gracia se concede a la oración y al ayuno; empleemos estos «recursos de la fe». Que cada una se imponga algún esfuerzo personal, según se lo inspire el Señor, pero también, que, en nuestras Casas ofrezcamos, de común acuerdo todas las Hermanas, alguna jornada de penitencia y algunas oraciones por esta intención.

Este trabajo de renovamos y de profundizar en cada una de nosotras y en toda la Compañía, confiémoslo también a la intercesión de nuestras queridas Hermanas difuntas, cuyas notas seguirán a continuación de la visión de conjunto en torno a la Compañía que pensamos ofrecerles.

Encomendemos también a María las intenciones de Nuestro Muy Honorable Padre, que guía en el espíritu de San Vicente a la doble familia confiada a su solicitud, las de Nuestro Respetable Padre Jamet, Director General, y de Nuestro Venerado Padre Castelin. No olvidemos tampoco a nuestros Misioneros, tan abnegados y celosos por el bien de nuestras almas y de nuestras obras.

Unidas a nuestra Venerada Madre Blanchot, a nuestras Hermanas Consejeras, Ecónoma General, Secretaria General y Secretarias, les renuevo la seguridad de mi solicitud y quedo en el amor de Jesús y María Inmaculada,

mis carísimas Hermanas, su humilde servidora y afectísima,

Sor Susana Guillemin,
Ind.h.d.l.c.s.d.l.p.e.

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