«Su muy humilde Hija». Luisa de Marillac (I)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Jaime CORERA · Fuente: Ecos de la Compañía, 1994.
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Con esta frase, que a veces se presenta con variantes tales como «pobre hija», «humilde servidora», terminan casi todas las cartas y notas enviadas por santa Luisa a san Vicente a lo largo de más de treinta años. El calificativo «humilde» y sus variantes («pobre», «indigna») son claramente convencionales. Luisa los usaba casi siempre al final de sus cartas cualquiera que fuese el destinatario; en particular en las cartas dirigidas a las Hijas de la Caridad, de quienes se declara «muy humilde Hermana», o algo semejante. También el uso del sustantivo «hija» tiene en su pluma su buena carga de convencionalismo. Su simple repetición en casi todas las cartas dirigidas a san Vicente tiende sin remedio a convertirlo en mera fórmula. Pero es que además Luisa no reserva la palabra «hija» para dirigirse a san Vicente; también la emplea con bastante frecuencia en su correspondencia con el abad de Vaux, e incluso, aunque rara vez, con el padre Portail.

Aunque se admita sin más el carácter convencional de la frase que da título a este trabajo, Luisa podía sentir de corazón, sentía de hecho, lo que escribía su mano cuando escribía a san Vicente. Sólo a él le escribió una vez, y sólo de él podía decirlo con verdad, que «no he tenido ayuda apenas de nadie en este mundo más que de usted» (LM 127). No era sólo ayuda lo que Luisa había recibido de san Vicente (en realidad ayuda de Dios, a través de san Vicente). Bajo la inspiración de éste Luisa encontró nada menos que la verdadera razón de su vida, su peculiar camino hacia la santidad. Podía, pues, con razón mirarlo como a su padre espiritual y verse a sí misma como verdadera, aunque humilde hija.

La historia del itinerario espiritual de santa Luisa bajo la dirección de san Vicente ha sido descrita muchas veces, en particular en las biografías más importantes de ambos. Dos puntos pueden darse como seguros como resultado unánime de las investigaciones:

Luisa de Marillac poseía ya una espiritualidad bastante elaborada y rica cuando hacia los 34 años se puso bajo la dirección de san Vicente.

Bajo esta dirección Luisa de Marillac fue transformando su visión espiritual previa hasta llegar a dejarse inspirar por lo que constituye el núcleo de la visión espiritual de san Vicente mismo: el seguimiento de Cristo como Evangelizador de los pobres.

En general los biógrafos de san Vicente tienden a presentar a santa Luisa como figura plenamente motivada por la inspiración de aquél desde 1628-1629. Al hacerlo así no tienen en cuenta una posibilidad muy interesante: que Luisa haya conservado tonos espirituales propios no aprendidos de su maestro, tonos que ella habría sabido integrar perfectamente con la espiritualidad aprendida de éste haciéndola de paso más rica y completa.

Es explicable que los biógrafos de san Vicente tiendan a ver las cosas de esa manera. Después de todo, el objeto de su estudio es san Vicente y no santa Luisa. No es su obligación describir los diversos aspectos de la vida y de la personalidad espiritual de la santa. Por otro lado es muy comprensible que tiendan a atribuir a su héroe lo que, aunque es también suyo, se deba tal vez a la influencia y originalidad de ella. Por ejemplo, que atribuyan a san Vicente, como suelen hacerlo, la iniciativa en la idea que llevó a la fundación de las Hijas de la Caridad. Las mejores biografías de santa Luisa, empezando por la de Gobillón, son en este aspecto más justas y por lo general atribuyen a santa Luisa los aspectos que son en verdad suyos propios y que ésta supo integrar perfectamente en la orientación recibida de su último director espiritual. También se puede exagerar por el lado de las biografías de santa Luisa. Tal nos parece ser el caso del, por otra parte, excelente retrato-biografía escrito por Jean Calvet quien, para destacar mejor la innegable sensibilidad neumatológica de santa Luisa (sensibilidad que en san Vicente apenas se da) califica la espiritualidad de ésta como «neumocéntrica», es decir como centrada en el Espíritu Santo’.

Expresamos claramente ya desde el principio el punto de vista que ha presidido la elaboración de este trabajo. Nos alineamos, en general, con la visión de los biógrafos de santa Luisa, aunque nos desmarcamos claramente de todo biógrafo o experto que para poner más en relieve su originalidad, que la tuvo y en grado no pequeño, se centran, a nuestro parecer con exceso, en aspectos que harían de la suya no ya experiencia espiritual personal y con acentos originales, sino, en algunos aspectos importantes, una experiencia espiritual independiente de la de san Vicente.

En breves palabras, he aquí nuestra tesis: el «padre» de la espiritualidad vicenciana es, por supuesto, san Vicente; santa Luisa es algo así como la «madre», y no ya meramente una «humilde hija»; pero no hay en su vida espiritual madura ningún aspecto de importancia que se sustraiga o simplemente se yuxtaponga a lo que hoy calificamos como «espíritu vicenciano», sino que todo en la experiencia espiritual de santa Luisa acabó siendo orientado por ese espíritu y dio sus frutos dentro de él.

  1. 1.   El itinerario espiritual de Santa Luisa hasta su encuentro con San Vicente

Cuando en 1624-1625 pasó de la dirección del obispo Camus a la del señor Vicente, probablemente por encargo expreso del primero, era la «señorita» Le Gras no sólo una mujer sólidamente religiosa sino bien versada ya en los caminos de la verdadera mística. Un breve escrito suyo anterior al menos en tres años al comienzo de su relación con san Vicente revela claramente el estado de un alma sedienta de Dios y de su voluntad, que se halla sumergida de lleno en un estado de confusión que recuerda con fuerza lo que san Juan de la Cruz denomina noche pasiva del espfritu (LM 665).

En un orden lógico-sistemático, que en sus grandes líneas puede ser también cronológico, esta noche pasiva del espíritu es precedida por una noche activa del sentido, en el comienzo mismo de la vida espiritual, caracterizada por el deseo de seguimiento de Cristo. Este debe darse al comienzo como el único motivo de toda vida espiritual verdaderamente cristiana2. La noche activa del sentido supone una vida ascética muy exigente en seguimiento e imitación de Cristo, y va acompañada de la noche activa del espíritu, un progresivo despegamiento de las formas discursivas de la oración mental común y una progresiva presencia de las formas de oración pasivo-contemplativas. Estas no se dan sino —o sólo en la medida en que— «ya está esta casa de la sensualidad sosegada, esto es, mortificada, sus pasiones apagadas y apetitos sosegados y adormidos por medio de esta dichosa noche de la purgación sensitiva».

Llegada a este punto está el alma preparada para todo el proceso de purificación (noche pasiva del sentido, noche pasiva del espíritu)del que se encargan por un lado las circunstancias exteriores adversas (circunstancias a las que san Juan de la Cruz no da mucha importancia, aunque en su propia vida tuvieron una muy aguda crueldad: cárceles muy duras, persecuciones sistemáticas), y por otro las interiores, que son las verdaderamente importantes: falta de consuelo espiritual, supresión de todo gusto, dudas violentas contra la fe, dudas sobre la salvación: «De lo que está doliente el alma aquí y lo que más siente es parecerle claro que Dios la ha desechado y, aborreciéndola, arrojado a las tinieblas».

El breve escrito de santa Luisa que mencionábamos arriba se puede situar de lleno en este estadio avanzado de la vida espiritual. Habla Luisa de «decaimiento de espíritu, desamparo, anonadamiento de mí misma, abandono de Dios merecido por infidelidades… objeto de la justicia de Dios». Los síntomas entran de lleno en lo que san Juan calificaría como noche pasiva del espíritu. En cuanto a la forma de oración, esta noche pasiva del espíritu se caracteriza por la total ausencia de imágenes sensitivas y de razonamientos y se manifiesta por una forma de oración netamente contemplativa. También esto aparece en el escrito de Luisa que estamos comentan­do. Dice al final que ‹‹sentí un poco más de tranquilidad después de tomar como tema de oración: la paz de Dios que supera todo conocimiento», un tema imposible para cualquier tipo de meditación por imágenes o basada en razonamientos discursivos, y que es sólo accesible a una mirada puramente contemplativa.

Los elementos previos a este estado que describe san Juan de la Cruz se dieron todos, uno por uno, en la vida de la niña-adolescente Luisa de Marillac y en la joven casada señorita Le Gras. No hace falta forzar la imaginación para pensar que la imitación del Niño Dios le sería propuesta, siendo ella misma una niña, por las dominicas de Poissy. Esta idea primera, necesaria como dijimos para el comienzo y también para el progreso de toda vida espiritual auténtica, si quiere llamarse cristiana, aparece en otro escrito casi contemporáneo del anterior en el que dice: «Y como el evangelio era el del sembrador, viendo que no había buena tierra en mí, deseé sembrar en el corazón de Jesús todas las acciones de mi alma y de mi corazón a fin de que todo tuviera crecimiento por sus méritos (no existiendo), más que por El y en El» (LM 666).

Hasta los 34 años no falta en su biografía uno solo de los elementos que san Juan de la Cruz considera normales en el progreso a través de las diversas «noches»: la purificación activa debida a las circunstancias exteriores, que en la vida de Luisa tomaron la forma de nacimiento ilegítimo y su consiguiente estigma social y familiar, así como su vida desnuda de todo afecto de familia, vida muy modesta en medios económicos y voluntariamente mortificada; inseguridades interiores y exteriores antes y después de casada. Su condición de mujer casada no impidió en manera

alguna que llegara a tener en el terreno de la sensualidad su «casa sosegada». Aunque Luisa fue, o más bien porque lo fue, una esposa extremadamente fiel y amante de su marido, no se puede dudar de que san Vicente sabía de qué hablaba cuando testimonió en su favor, después de muerta ella y delante de sus Hijas de la Caridad, que había sido «pura en su juventud, en su matrimonio, en su viudez» (IX 716/ IX 1224)

Según san Juan de la Cruz, la noche oscura, pues, consiste básicamente en vivir de la fe, no se acaba jamás en esta vida; la luz plena está reservada a la vida eterna. Puede el alma no obstante llegar a un estado en que alternan dolor y gozo, oscuridad y luz, estado que en su forma más desarrollada lo mismo Juan de la Cruz que santa Teresa describen en términos nupciales como matrimonio espiritual, la forma más alta, dicen los entendidos, que puede tomar la vida espiritual-mística del ser humano, hombre o mujer, en este mundo.

La «luz» en las tinieblas de su noche oscura empezó a brillar en una fecha muy precisa en la vida de santa Luisa, el día de Pentecostés de 1623 (LM 666-7), a los 32 años de edad. El día de la Ascensión anterior había caído «en un gran abatimiento de espíritu», abatimiento del que ella señala las causas con mucha precisión. Estaba, primero, la enfermedad de su marido. Esta la había sumido en un mar de confusiones. Se creía culpable de tal enfermedad por no haber cumplido el voto de hacerse capuchina hacia los 16 o 17 años. Las confusiones le llevaron a la resolución, totalmente extraña aunque no del todo incomprensible, dado su estado de confusión, de «hacer voto de viudez si Dios se llevaba a mi marido», y a la idea, aún más extraña y menos comprensible de «dejara mi marido, como lo deseaba insistentemente» con el fin de «tener más libertad para servir a Dios y al prójimo». Estaba además la larga ausencia de su director, a la sazón el obispo Camus, del que se sentía muy dependiente; temía verse obligada a tomar otro. Finalmente las dudas sobre la inmortalidad del alma la tenían sumida «en una aflicción increíble». Toda la niebla y confusión desapareció de golpe «en un instante el día de Pentecostés oyendo la santa misa o haciendo oración en la iglesia». Lo que vio o sintió en aquel instante marcó su itinerario espiritual posterior hasta el fin de sus días.

Se le advirtió que debía permanecer con su marido, lo que ella hizo con sorpren­dente fidelidad no sólo hasta la muerte de éste sino hasta la suya propia, pues le fue fiel en la memoria durante sus 34 años de viudez, como aparece con nitidez en los diversos testamentos que redactó (LM 829, 833). Hasta las vísperas mismas de su propia muerte se declara «viuda del difunto Antonio le Gras» (LM 834). Se le aseguró que sería colmado su deseo de libertad para servir a Dios y al prójimo; lo primero se cumpliría en un tiempo «en que estaría en condiciones de hacer voto de pobreza, castidad y obediencia»; lo segundo «en una pequeña comunidad dedicada a servir al prójimo», no de clausura, porque iba a haber en ella movimiento de «idas y venidas». En cuanto al problema de las largas ausencias del director, se le daría otro, idea que Luisa acabó aceptando, aunque sintió cierta «repugnancia en aceptar», probablemente por miedo a la novedad. El problema de la inmortalidad del alma se desvaneció ante la seguridad de la existencia de Dios, pues era El sin duda quien le inspiraba todo lo anterior. Si «Dios existía no debía dudar de todo lo demás».

A partir de ese momento la vida de Luisa recuperó un cierto ritmo de serenidad. Se impuso a sí misma un riguroso «Reglamento de vida en el mundo» (LM 671 ss.), inspirado en el estilo de los de san Francisco de Sales, presidido por la idea de seguir a Jesucristo y servir al prójimo «con toda humildad y mansedumbre», reglamento en el que llama la atención la abundancia, y aun superabundancia exagerada (como años más tarde le haría notar san Vicente y antes le había hecho notar Camus: «Tiene usted una cierta avidez espiritual que necesita control») de actos de piedad, lectura espiritual, sacramentos, vida sobria y mortificada, trabajo por los pobres. Un ritmo de vida piadosa que pudo adoptar en su integridad sólo después de la muerte de su marido en diciembre de 1625, alrededor de un año después de que comenzara a vivir bajo la dirección de san Vicente. Para entonces era Luisa una mujer muy madura espiritualmente y muy avanzada ya en los caminos de la mística y de la contempla­ción, tanto tal vez como su nuevo director espiritual.

Luisa encontró efectivamente en san Vicente, como lo intuyó y lo temió en su experiencia de Pentecostés de 1623, un tipo de inspiración espiritual del todo nuevo, netamente diferenciado del que había recibido desde que, a los 15 o 16 años, se había puesto bajo la orientación de los capuchinos. No vamos a describir los detalles de su vida desde los 15 años. Cualquiera de las varias buenas biografías de santa Luisa los cuenta con mucho detalle y precisión. Sólo destacaremos el aspecto que interesa para este trabajo. Todos los que de alguna manera intervinieron en su formación espiritual desde su adolescencia hasta los 34 años fueron hombres formados en lo que se denomina «Mística abstracta» y entusiastas de ella. Lo fueron los capuchinos de París, compañeros y seguidores de Benito de Canfeld, lo fue Miguel de Marillac, tío de la santa, lo fue también el obispo Camus, aunque éste renegó en años posteriores de las perspectivas de dicha Escuela.

El aspecto que más nos interesa de la mística abstracta, movimiento que es en sí mismo muy complejo, tiene que ver con la figura de Jesucristo en el proceso de la vida espiritual. El es necesario para motivarla e iniciarla. Los principiantes deben basar su oración mental en pasajes de la vida del Señor, nacimiento, vida pública, pasión, muerte. El avance en la vida de oración se manifestará en un progresivo despojamiento de imágenes, sentimientos y razonamientos y su sustitución por formas contemplativas más puras, más «abstractas» (de donde el nombre de Escuela abstracta), en la línea de lo descrito por Juan de la Cruz en la noche pasiva del espíritu. Llegada el alma a ese estadio «ninguna criatura ni alguna noticia que puede caer en el entendimiento le puede servir de próximo medio para la unión divina con Dios».

La escuela francesa de mística abstracta —no así Juan de la Cruz— fue radical en este aspecto. Llegada el alma a un grado suficientemente alto de vida espiritual, la misma figura de Jesucristo, su humanidad, se convierte en innecesaria, queda superada o «depasada» (dépassement llaman a este fenómeno los expertos) para poder dedicarse el alma a una pura unión con Dios, unión con su pura e inmensa divinidad sin intermediarios de ninguna clase, ni siquiera de la humanidad de Jesucristo. (Dice a este propósito Teresa de Jesús, educada también en su juventud en el estilo abstracto sobre todo a través de la lectura de los Abecedarios Espirituales de Osuna: «Apartarse del todo de Cristo, no le puedo sufrir» Vida, c.22, 1). Benito de Canfeld, el más abstracto de toda la escuela, tuvo que incluir en su Regla de perfección, en ediciones posteriores a las primeras, unos capítulos sobre la pasión del Señor para evitar toda sospecha de parte de sus críticos, jesuitas en particular, y de la censura eclesiástica. Berulle, educado también en su juventud en las ideas de la misma escuela, se salió netamente de ellas al descubrir, por su lectura directa de los santos padres y del Nuevo Testamento, la importancia central de la figura de Jesucristo en todo el proceso de toda vida espiritual cristiana. Su definitiva visión cristocéntrica, que tanto influyó en san Vicente mismo, quedó plasmada en su monumental «Discursos del estado y grandezas de Jesús». Hay aún en esta obra resonancias, modos de hablar y expresiones que habían hecho de uso común los escritos de la Escuela Abstracta, pero su visión central no pertenece en manera alguna a esa escuela sino que se desmarca netamente de ella.

También en los escritos de santa Luisa se descubren numerosas expresiones de ese estilo «abstracto», y eso a lo largo de toda su vida. Era esto inevitable pues los libros que leía, con algunas excepciones como el Kempis, Granada o Francisco de Sales, y varias de las personas con las que tuvo relación espiritual desde su adolescencia hasta los 33 años, le proporcionaron un lenguaje y unos modos de expresar los fenómenos de la vida espiritual, sobre todo los más profundos, que le acompañarían ya siempre con mayor o menor intensidad y frecuencia (También aparecen en san Vicente expresiones propias de esa escuela, aprendidas posible­mente en los libros de sus autores, en particular en la «Regla de Perfección» de Canfeld). Pero nos parece que no se puede asegurar en manera alguna que Luisa de Marillac llegara a ser del todo una mística de tipo abstracto antes de ponerse bajo la dirección de san Vicente, y mucho menos que volviera a serlo en los últimos años de su vida. Multitud de expresiones de aire «abstracto» que aparecen en sus escritos espirituales, e incluso en sus cartas, muestran con claridad que había sufrido en su juventud una fuerte influencia de esa escuela, pero son por otro lado muy a menudo expresiones que los escritos de la Escuela Abstracta habían hecho corrientes entre escritores espirituales de todo tipo.

Por poner un ejemplo en el que se querría descubrir una innegable influencia de la Escuela Abstracta al final de su vida: su escrito sobre la Práctica del Puro Amor(LM 819 ss.), cuya fecha de redacción nos es desconocida y no se puede por tanto atribuir con seguridad a los últimos años, por un lado comienza con la evocación de Jesús crucificado; por otro, recuerda con fuerza ideas y expresiones de san Francisco de Sales, un espiritual nada abstracto, el más radical formulador de la doctrina del puro amor en su «Tratado de/Amor de Dios». Cuando el libro fue publicado en 1616 tenía Luisa 25 años, conoció personalmente a su autor unos tres años más tarde y fue lectora asidua del libro por iniciativa propia y también por consejo de san Vicente.

Así se podría describir, a grandes líneas, el perfil humano y espiritual de la mujer que san Vicente recibió bajo su dirección en 1624-1625: una viuda de 34 años, hija ilegítima de noble, no reconocida legalmente como tal hija; niña sin familia, criada en un convento de monjas muy cultas y muy piadosas; adolescente formada en las tareas del hogar en un pensionado; casada bajo la influencia interesada de sus parientes con un empleado público de discreta categoría social; mujer sicológicamente perturbada por los diversos avatares e inseguridades de su vida joven; sólidamente piadosa desde siempre e incluso bien avanzada en los caminos de la verdadera mística.

A todo esto habría que añadir un último aspecto que los biógrafos suelen mencionar pero al que no dan mucha importancia, aspecto que resultó ser, bajo la orientación de san Vicente de Paúl, el fundamental en su vida posterior. Consta su dedicación a los pobres por algunos indicios de su vida de soltera y de casada, así como por algún escrito suyo anterior a 1628 (LM 672). Es muy cierto que en manera alguna aparece la idea como predominante en estos años. Pero tampoco se puede despachar alegremente diciendo que los datos que cita Gobillón, su primer biógrafo, que la conoció personalmente, son proyecciones sobre su vida juvenil de algo que sólo llegó a ser predominante en ella bajo la dirección de san Vicente desde los 37 años hasta su muerte. Hay en particular un dato que sólo un biógrafo, que sepamos, el Padre J. Dirvin, ha tomado totalmente en serio. Este dato se basa en una información que Gobillón recibió de alguna otra persona «según declaración escrita»8 y no es proyección retrospectiva. El dato se refiere a los esfuerzos de Luisa por organizar en su parroquia «una compañía de mujeres, de la que tenía alguna idea de recién casada». Esto lo escribe Gobillón para explicar que la señorita Le Gras quería animar a otras mujeres y no se contentaba con «el servicio personal a los miembros dolientes de Jesucristo», servicio en el que era asidua, según testimonio de una criada de la casa del matrimonio Le Gras. En resumen: Vicente heredó de su amigo el obispo Camus la dirección de una mujer sólidamente espiritual y también sólida­mente, aunque no exclusiva ni siquiera predominantemente, preocupada por los pobres.

 

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