16. Las virtudes de sor Rosalía
Dios es admirable en sus obras. Y lo es sobre todo en el bello trabajo interior que va realizando en las almas. Se complace en dotar a ciertas almas privilegiadas de talentos naturales maravillosos, a los que añade el esplendor de su gracia, el ornato de sus dones y un incremento de favores destinados a exponer a su obra maestra a la admiración de los hombres.
Sor Rosalía fue una de esas obras maestras, que resultan sorprendentes porque superan nuestras medidas comunes. Dotada de una naturaleza vigorosa y delicada a la vez, de un espíritu luminoso, de una voluntad enérgica, de un corazón que palpitaba con acentos de la más exquisita sensibilidad, de un alma prudente e, incluso en medio de sus más sorprendentes audacias, dócil a las consignas de la prudencia, ella aprendió desde sus más tiernos años, en la escuela de su cristianísima madre, a usar de todos estos dones al servicio del bien. Y Dios se complació entonces en colmarla de beneficios y en hacer que prosperara su acción. De todo ello salió como resultado una obra verdaderamente grandiosa.
Como hijos de Dios, todos tenemos que trabajar por el Padre de los cielos. Es imposible agradar a Dios si no se obra por él. Hay que obrar con espíritu de fe. «Sine fide impossibile est placere Deo». Se trata de algo elemental. Pero cuando ese espíritu de fe inspira y empapa toda una vida, la vida se vuelve luminosa, radiante; proyecta en cada momento a su alrededor reflejos del más allá. Y entonces nuestros caminos terrenos se ven un poco mejor iluminados por el esplendor de las cosas divinas.
Este espíritu de fe es el que inspiró tanta virtud en el alma de sor Rosalía. En esta atmósfera luminosa y bajo los cálidos rayos de esta luz celestial se fueron desarrollando con magnificencia los gérmenes de las virtudes que Dios había depositado en su pecho.
¡Realmente es admirable la floración de virtudes cristianas en las almas vivificadas por la gracia! ¡Toda una visión de hermosura bajo la mirada de Dios! Esas flores espirituales, abiertas bajo la brisa de la vida divina, van mezclando y entrelazando armoniosamente los diversos matices de belleza en un trazado perfecto y en una perfecta pureza de líneas en esos jardines de Dios, trazados por El, y que tan bien supo admirar y describir el príncipe de la teología, santo Tomás de Aquino.
Sor Rosalía, como todos los cristianos, había recibido en el bautismo las tres grandes virtudes, las más bellas de todas, que nos permiten entrar en la intimidad de Dios: la fe, la esperanza y la caridad. «Tria haec!». Gracias a ellas el cristiano sabe a dónde va. Gracias a ellas sor Rosalía iría confiada hacia un Dios que ella sabía que era maravilloso y paternal. Y además vería en cada uno de los hombres un hijo de Dios. Y lo mismo que Dios, también ella haría del prójimo el objeto de sus complacencias y derramaría sobre él los tesoros de su caridad. Su amor al pobre no sería más que una forma de su amor a Dios.
En la irradiación de estas tres grandes virtudes que fijan nuestras almas a Dios, hay otras cuatro que tienen como misión regular nuestras relaciones humanas: la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza: son las llamadas «virtudes cardinales», algo así como «goznes» robustos sobre los que gira todo un sistema planetario de virtudes morales de menor envergadura; fuerzas grandiosas de una amplitud magnífica, que comunican su virtud a otros muchos satélites de pequeña o de mediana grandeza. Santo Tomás va describiendo detalladamente toda esta riqueza: va enumerando por decenas esas virtudes que, por diversos títulos, participan de la vida y de las funciones de las cuatro virtudes cardinales. Utilizándolas, sor Rosalía se fue haciendo un alma vigorosa y santamente audaz, paciente y perseverante, alegre y magnánima, leal y justa, moderada en sus deseos, prudente en sus decisiones.
Un alma modelada de esta forma es una obra maestra, un santuario de la sabiduría, en donde reinan, en el seno de la riqueza y de la variedad, el orden y la armonía. Y es también una fuerza, dispuesta a obrar maravillas. Se trata de utilizar todos estos tesoros.
En el seno de estos divinos esplendores conviene que destaquemos dos virtudes encantadoras, que serán las predilectas de sor Rosalía: la humildad y la sencillez, pequeñas virtudes que se centran en la templanza, pero que al lado de la caridad, cuando ésta las toma como compañeras de sus hazañas, forman su mejor cortejo.
Y señalemos además el trío de la pobreza, la castidad y la obediencia, virtudes de altos vuelos, guardianas vigilantes de la salud de las almas, de su vigor y de su hermosura, garantías de orden y de armonía, auxiliares poderosas de la perfección evangélica.
Y en el seno de todas estas riquezas el soplo del Espíritu Santo viene una vez más con sus dones a producir una exuberancia de vida, que facilita el ejercicio de todas las virtudes, asombrando a todos con las maravillas de sus poderosos impulsos inesperados. Y los frutos de ese mismo Espíritu de Dios: la paz, el gozo, la benignidad, la bondad, la mansedumbre, etc., vienen a embalsamar de suavidad, de perfume y de encanto el santuario de aquellas almas en las que se despliega toda esta vida.
Tomás de Aquino se entusiasmaba delante de esta visión de hermosura. Dios, por su parte, se empeña incesantemente en multiplicar estos ejemplos en nuestro pobre mundo. Y continuamente los santos ángeles del Señor despliegan su celo en la protección de semejantes tesoros.
¿Quién no reconocerá, apenas eche una ojeada sobre la vida de sor Rosalía, una magnífica actuación de todas estas energías espirituales, depositadas por Dios en las almas? Inmediatamente se desprende de ella una impresión de excepcional esplendor.
Entre tantas preciosas virtudes, ¿habrá habido alguna que haya permanecido ociosa en este armonioso conjunto? Es inútil que nos pongamos a buscarla. Y no lo será ciertamente esa indispensable virtud de la prudencia, que corría tantos riesgos en una vida impulsada por tan admirable audacia, y que a pesar de todo se muestra espléndida en sus afortunadas decisiones, en sus pujantes iniciativas, en sus magníficos resultados, en medio de un clima de tempestades y de motines. En medio de tantas otras virtudes, igualmente hermosas, pero más apropiadas a las situaciones comunes, podemos admirar esta sabiduría, tan extraña y tan meritoria, de la prudencia cristiana, que dirigió una vida tan hermosa, pero tan expuesta al peligro.
Espíritu de Fe, viva luz en la vida
Fue el espíritu de fe el que hizo brotar tanto esplendor. La fe tenía que ser muy viva en aquel alma privilegiada. Ya desde la más tierna infancia impregnó hondamente su alma, en aquella cálida atmósfera de una familia cristiana y en medio de las circunstancias trágicas de la persecución.
Sor Rosalía, niña todavía, volvía un día del campo con sus hermanitas. Llegaron delante de la iglesia. Quisieron entrar para saludar al Señor. Pero la iglesia estaba cerrada. Las niñas se pusieron de rodillas frente a la pared y, a través de ella, le enviaron al Señor su cariñoso saludo. Dios escucha a través de las paredes. Y también a través de las paredes envía sus bendiciones.
Después de convertirse en hija de la Caridad, sor Rosalía, que se levantaba a las cuatro de la mañana, era siempre la primera en acudir a la capilla, donde edificaba a todos con su actitud humilde y respetuosa.
Siendo superiora, entre visita y visita, se la sorprendía a veces arrodillada en su despacho: «Es que así -decía- me resulta más fácil ponerme en presencia de Dios».
En el coche solía bajar las cortinillas de las ventanas, como san Vicente, para que nada pudiera distraerla de la presencia de Dios.
El pensamiento en Dios le resultaba familiar. Los más sencillos consejos solían ir siempre apoyados en pensamientos sobrenaturales. Un día le dijo a una hermana que estaba muy atareada en el trabajo del lavado de ropa: «Sin dejar su obra, puede hacer también usted un poco de oración. Piense que nuestras almas tienen que estar tan blancas como esa espuma de jabón, tan ligeras como ella, para elevarse hasta Dios, y que solamente lograremos dar a nuestras conciencias la limpieza y la pureza de esa ropa a base de lavarlas en las aguas de la penitencia».
Cuando iba a casa de algún gran personaje para solicitar un servicio o una limosna, procuraba ante todo dirigirse al Espíritu Santo para que inclinase el corazón de aquellos bienhechores. Al entrar, decía a sus religiosas, hay que empezar por agradecer los servicios que nos han prestado otras veces, para exponer a continuación el motivo de la visita. Y les indicaba a sus hermanas: «No sois vosotras las que podéis obtener algún resultado. Es el Espíritu Santo el que dispone los corazones y los inclina al bien».
Tenía un sentimiento muy vivo de las realidades sobrenaturales que nos rodean y nos penetran. Vivía en compañía de los santos ángeles, sentía un gran respeto por su presencia y un gran agradecimiento por sus servicios. Cuando alguna hermana se mostraba un tanto ligera en sus movimientos, le hacía esta observación: «Hermana, su ángel de la guarda no es capaz de seguirle». A otra, que se mostraba algo remisa en escribir una carta en favor de un pobre, le dijo un día: «Vamos, hermana; es su ángel de la guarda el que le tiende la pluma; no puede usted hacerle esperar». Cuando entraba en el comedor para distribuir la sopa a los ancianos -a quienes ella llamaba «mi corte celestial»- le decía a la hermana que aquella semana estaba encargada de ellos: «Hermana, saludemos a los ángeles de esos buenos ancianos. Los ángeles se sienten orgullosos de guiar a los pobres, en los que Dios reside. Y nosotros vamos a participar de su ministerio». Le parecía que «una gran bendición rodeaba a su casa mientras que la sala se llenaba de los obreros que aguardaban el momento de comer».
Realmente «la conversación de sor Rosalía estaba en el cielo». Y este pensamiento del cielo, mantenido habitualmente, le daba a su fisonomía y a su manera de actuar ciertos reflejos del más allá. Sus compañeras decían en cierta ocasión: «Cuando contemplamos a nuestra madre, ella nos hace pensar en la santísima Virgen».
Sor Rosalía tenía una idea muy elevada de lo que es una casa de caridad. Es un santuario de Dios. Allí no se puede hacer más que el bien. Durante un motín, un oficial del ejército regular que se había quedado solo en una barricada en medio de sus soldados muertos, huyó de la batalla y se refugió en el patio de la casa de caridad. Los amotinados le habían seguido y estaban ya a punto de fusilarle. Sor Rosalía pronunció entonces este hermoso grito de fe: «¡Aquí no se mata a nadie!».
Las devociones de sor Rosalía
Practicaba las devociones sólidas y sencillas de todo buen cristiano. Tenía sobre todo la devoción al deber, la devoción a «la obra bien hecha». Y tenía también la devoción de rezar por el papa, de rezar por la santa Iglesia.
Y desde luego tenía también una gran devoción a la santísima Virgen. Ya antes de 1830 había hecho, como todos los hijos de san Vicente, profesión de fe en la Inmaculada Concepción. Cuando explotó en la iglesia el gran acontecimiento de las apariciones de la Virgen en la calle du Bac, pudo todos los meses ir allá a rezar con todo recogimiento, asistiendo fielmente a las conferencias del padre director y repitiendo de todo corazón la invocación a la Inmaculada con los demás fieles. Le gustaba también visitar los demás santuarios parisinos dedicados a la santísima Virgen. En nuestra Señora de las Victorias iba a visitar al Corazón inmaculado de María con el buen pueblo parisino que llenaba la iglesia. En San Severino, muy cerca de su casa, iba a visitar a nuestra Señora de la Esperanza. En 1853 la vemos acudir a varias peregrinaciones. Su madre estaba gravemente enferma. Desea arrancar a la muerte a aquella madre que tanto quería y acude al corazón maternal de la Virgen a expresar su pena y su confianza. Con dos de sus compañeras se dirige a nuestra Señora de las Victorias. Poco tiempo después renueva sus súplicas ante otra imagen de la Virgen, esta vez en San Severino.
Ante la santísima Virgen demostraba tener un corazón verdaderamente filial y una gran confianza. Como un día tuviera que consolar a uno de sus antiguos estudiantes que acababa de perder a su’ mujer y que se sentía desamparado rodeado de numerosos hijos, le escribió una carta inspirada en un alto sentido sobrenatural y puso en manos de la santísima Virgen aquella situación tan penosa. Y el día de la fiesta de la natividad de la Virgen, 8 de septiembre de 1853, le escribió a aquel pobre padre: «Tenga confianza en la santísima Virgen. Hágala la madre de sus hijos».
Sor Rosalía no podía dejar, en su apostolado tan activo y a veces tan difícil, de utilizar la medalla que recientemente había traído a la tierra la misma Virgen María y que iba a dar la vuelta al mundo para merecer en aquella extraordinaria expansión por toda. la tierra el nombre de «medalla milagrosa». Durante los primeros momentos de devoción a la medalla milagrosa, he aquí que sor Rosalía descubre en una pobre familia a dos niñas de catorce y once años cuidando de su madre moribunda v casi abandonadas por completo de su padre. De todas formas, el padre y la madre confían de buena gana sus hijas a la hermana para que se encargue ella de instruirlas.
Aquella familia era israelita. Sor Rosalía piensa inmediatamente en la obra del padre María-Teodoro Ratisbona. Le pide al señor Aladel que se ponga al habla con dicho padre y que le pida que acoja a sus protegidas. Entre tanto, la madre les ha dado a las niñas la medalla milagrosa, lo mismo que había hecho en Roma, con tanto éxito, el barón de Bussiéres con el joven Alfonso Ratisbona. Ella esperaba ver renovarse aquel milagro con la conversión de las niñas. Entre tanto se las había confiado, con la preciosa medalla, a una piadosa señora.
El padre María-Teodoro Ratisbona, cuando contó cuarenta años más tarde, en 1882 ó 1883, los pasos que dio en esta ocasión el señor Aladel, el 8 de agosto de 1842, para ponerse al habla con él, observaba que «la hermana de la Caridad que había servido de instrumento a la divina Virgen en aquellas circunstancias era sor Rosalía Rendu, la misma que desde su pobre casa de la calle de l’Epée-de-Bois de París había impreso durante largos años un movimiento tan pujante a la beneficencia cristiana».
Y arrastrado par su celo el padre Ratisbona escribía a su hermano: «El señor Aladel tiene que ser el encargado de dar la consigna a todas las hermanas de la Caridad de Francia; esas dignas hijas de san Vicente que penetran en todos los rincones en donde hay una miseria que aliviar, unos desgraciados que salvar, procurarán traernos a los pequeños israelitas que la santísima Virgen les haga encontrar». Y un poco más adelante: «Las dos primeras catecúmenas nos llegaron por medio del señor Aladel y de una hermana de la Caridad: ¡qué augurio tan hermoso! La medalla milagrosa siguió ese mismo canal. Animo, ánimo. Los neófitos se multiplicarán tan aprisa como las medallas; se irán atrayendo unos a otros, para mayor gloria de Dios v de nuestra buena Madre».
Sor Rosalía, lo mismo que sus compañeras, no conocía a la hermana que había recibido las confidencias de la santísima Virgen. Pero conocía la hermosa historia de la medalla y especialmente el milagro que seis meses antes había entusiasmado a los ambientes romanas, suscitando por todo el mundo las conversaciones piadosas y haciendo que se propagara la medalla más que nunca. Y sor Rosalía distribuía con gusto aquella medalla. Se había convertido en uno de sus medios de apostolado.
Más que nunca experimentaba el poder de la santísima Virgen. Cuando se quedó ciega, multiplicó sus oraciones a la Virgen. Le gustaba especialmente rezar el rosario.
El rosario, el evangelio, la Imitación de Cristo: esos eran sus «libros». El rosario era el libro de cada momento, el consuelo de sus largas horas de inactividad, su vinculación fácil con el cielo. Cuando tenía a su disposición a una benévola lectora, entonces acudía de buena gana al evangelio y a la Imitación. Y saboreaba aquellas páginas. Cuando había alguna postulante en casa, era a ella a quien solía pedirle ese favor. Un día, a petición suya, una postulante le había leído un capítulo de la Imitación. Lo había escuchado con verdadera fruición. Se recogían allí algunas palabras de nuestro Señor. Sor Rosalía exclamó: «¡Qué hermoso es!». Y añadió: «¡Qué dicha es poder abandonarse a él!». De buena gana habría dicho como santa Luisa de Marillac, al hablar de esos libros: «Se trata de algo muy necesario para las Hijas de la Caridad».
Con semejantes sentimientos no es extraño que a sor Rosalía le gustase rezar por las grandes intenciones de la Iglesia. Mandaba que se rezase con frecuencia por el Santo Padre, a quien le está encomendada. Dios le había hecho vislumbrar los males que iban a caer sobre la Iglesia y entristecer a su Cabeza visible. Decía de sí misma que todo aquello le causaba una tristeza mortal. «Vosotras veréis todo eso, hermanas -añadía-. Pero yo ya no viviré».
También le gustaba rezar a san Vicente, procurando modelar su vida sobre la del santo; tenía continuamente en los labios algunas de sus máximas y recomendaciones. Por la noche se arrodillaba para rezar sus oraciones ante una imagen que representaba al santo llevado al cielo por los ángeles. Aquella imagen era un recuerdo de sor Tardy, su antigua superiora. Por ese motivo aquella imagen le resultaba doblemente apreciada.
En efecto, sentía por sus superiores un religioso respeto. Siempre hablaba de ellos con auténtica veneración, dándoles señales de su afecto. En su rostro se reflejaban esos hermosos sentimientos, cuando les oía hablar.
Veía a Dios en ellos y no admitía en su presencia bromas ni palabras ligeras. Sus conferencias y sus circulares eran, para ella, cosas de las que no convenía hablar más que con mucha reserva y respeto.
Sus superiores se vieron durante algún tiempo inducidos a error respecto a ella; esta prueba le resultó muy penosa. Pero nunca dejó que se lo notaran. «Nuestros superiores -decía- son muy buenos, pero no pueden verlo todo… Tenemos que compadecer a nuestros superiores, ya que tienen mucho que hacer y una gran responsabilidad. Pidamos mucho por ellos». Para la fiesta de aquellos superiores a los que veneraba se mostraba siempre muy generosa, mientras que en su propio caso practicaba una severa pobreza. En el barrio Mouffetard había muchos horticultores y resultaba fácil conseguir flores. Por eso el secretariado de la casa madre confiaba a las hermanas de l’Epée-de-Trois el encargo de procurar los ramos para las fiestas. Las compañeras de sor Rosalía se encargaban de ello v hacían todo lo posible por traer ramos muy hermosos. Sor Rosalía nunca los consideraba suficientemente bellos. Nada era demasiado para los «venerados superiores». Pero el día de su propia fiesta no aceptaba para sí más que flores del jardín: un ramo de rosas, rodeado de reseda y de tomillo.
Su espíritu de fe se revelaba también en su estima del sacerdocio, en los muchos servicios que hizo a los sacerdotes y a los seminaristas. Muchos le debieron su entrada en el seminario y la posibilidad de proseguir sus estudios teológicos.
Pero donde este espíritu de fe se mostró más esplendoroso fue en el extraordinario amor a los pobres que practicó durante toda su vida la misericordiosa sor Rosalía. ¡Comprendía tan bien a los pobres! ¡Los quería tanto! Y sobre todo, ¡les sirvió tanto!
Esperanza
La preciosa virtud de la fe, que proyecta sobre la vida presente estas luces bienhechoras, ilumina también, a través de las sombras de la muerte, las misteriosas regiones del más allá. De esta manera ilumina la ruta aérea de la esperanza y la anima, en su arduo vuelo, hacia las atractivas bellezas del paraíso.
Sor Rosalía, a través de los duros combates que tenía que sostener en la tierra y de sus difíciles victorias, emprendía esas batallas cotidianas con sobrenatural confianza. Aquel duro trabajo era la prenda mejor de su felicidad allá arriba. Su confianza, sin embargo, no estaba exenta de temor, ciertamente; pero era un temor santo y noble. Un día le decía a una compañera que manifestaba por lo visto algo de presunción: «Por mi parte, yo no veo más que dos cosas entre las cuales vivo: la justicia de Dios, por una parte, y los intereses de su gloria por otra». ¿El sentimiento de la justicia de Dios? Sí, pero al mismo tiempo la preocupación por su gloria. Un temor que deja la puerta abierta al amor. ¡Hermoso y noble temor reverencial, que se mantiene respetuosamente inclinado ante Dios, ante su grandeza, tomando conciencia de su propio deber y que, con prudente modestia, se dirige hacia Dios por el camino del cielo trabajando con todo entusiasmo por su gloria! ¡Santo temor de Dios! Don del Espíritu Santo. «Castus timor». Puro temor sin mezcla, que se olvida a veces de sí mismo para no pensar más que en Dios y que, totalmente abismado en la admiración de las grandezas de Dios, descubre en él una hoguera de amor tan inmensa que queda disminuido el temor de perderlo.
En su profundo respeto a Dios, sor Rosalía, al servicio de este soberano Señor, se consumía trabajando con todo ahínco por extender su reino. Heroicamente entregada a las obras de misericordia, su alma misericordiosa tenía confianza en la misericordia divina.
Ciertamente, como todo lo que tiene vida, ella experimentaba el temblor de la naturaleza ante el pensamiento de la muerte. «Tengo miedo a la muerte», decía. Pero el pensamiento de la misericordia divina y las promesas de nuestro Señor mantenían su espíritu sereno en medio de los duros combates de la vida. Una noche tuvo un sueño: «Me vi -nos cuenta ante el tribunal de Dios. Me recibía con gran severidad e iba a pronunciar mi condenación, cuando de pronto me encontré rodeada de un montón de personas que llevaban botas viejas, zapatillas, gorras, que presentaban a Dios todas aquellas cosas y le decían: Ella es la que nos ha dado todo esto. Entonces Jesucristo se volvió hacia mí y me dijo: En premio por todos esos trapos viejos, que has dado en mi nombre, yo te abro las puertas del cielo. ¡Entra en él por toda la eternidad!». Temor y confianza; allí es donde se revelaba el alma tan fina de sor Rosalía.
«Los que hayan amado mucho a los pobres -decía san Vicente- no tendrán miedo a la muerte». Aunque el pensamiento de la muerte hiciera temblar a sor Rosalía, al final de su vida tuvo una muerte tranquila.
La buena sor Melania, la más anciana de sus compañeras, le dijo también un día con mucha prudencia, cuando intentaba defenderse con severidad de los copiosos elogios que le prometían un buen sitio en el cielo: «Madre, quizás tenga usted razón, pero cuando Dios la vea le dirá: ¡Ahí está una vieja sirvienta que lleva en mi casa más de cincuenta años! ¡No la dejéis fuera!».
Sor Rosalía quería mucho a sor Melania. Y en aquella ocasión debió contestarle con una gran sonrisa.
Por otra parte sor Rosalía sabía refugiarse en las grandes circunstancias bajo el manto de la santísima Virgen. Su corazón tan sensible necesitaba el consuelo de este amparo maternal. Iba de buena gana a rezar al santuario de nuestra Señora de la Esperanza. A1 final de la calle Mouffetard, en dirección de la Sorbona, en medio de un laberinto de callejuelas, está la hermosa iglesia de San Severino. Las delicadezas de un arte refinado atraen hacia allá a muchos artistas. Cerca de la Sorbona, estaba también al alcance de aquellos queridos estudiantes que solían frecuentar la casa de l’Epéede-Bois. ¿Se trataba acaso de un sentimiento de unión fraternal con ellos y para unir más íntimamente sus oraciones a las oraciones de sus hijos? Lo cierto es que a sor Rosalía le gustaba aquella iglesia. Encontraba allí, en un rincón, una capilla con una Virgen, muy visitada por los peregrinos y que tenía el bonito nombre de nuestra Señora de la Santa Esperanza. La tradición atribuía a esta iglesia, ya desde muy antiguo, una especie de prioridad en la devoción a la Concepción Inmaculada de María.Un día Pío IX, el papa de la Inmaculada, colocará sobre la cabeza de la Virgen de la Santa Esperanza la corona de oro de la Inmaculada. Así pues, sor Rosalía encontraba allí, ante la antigua estatua, el consuelo de la esperanza cristiana y el gozo de saludar a la Inmaculada.
La Caridad
La fe supera las montañas; a veces incluso transporta las montañas. La esperanza disipa de antemano todas las brumas de la muerte y vive las glorias de la resurrección. La caridad, por su parte, pasa por encima de todos los intereses de este mundo; sacrifica sin piedad los intereses personales sobre el altar del Dios de amor.
Sor Rosalía tenía en el corazón un gran amor de Dios. Se gastaba incesantemente por su gloria. Amaba a Dios «con el sudor de su rostro y el cansancio de sus brazos». Nunca descansaba. «El Señor me llama», decía. Y corría hacia él cuando escuchaba la más pequeña llamada.
Le causaban mucha pena las calamidades de la iglesia, que preveía. Todos se daban cuenta de que sufría por las incomprensiones, los fallos, las defecciones que afligían a la iglesia. Y sentía en su corazón el deseo de reparar en la medida de lo posible aquel deshonor que se cometía contra Dios.
Sus servicios caritativos atendían a los cuerpos. Pero sentía más preocupación todavía por las almas, a las que deseaba rescatar y devolver a Dios.
Este anhelo de que el mundo pudiera ser totalmente de Dios elevaba su espíritu, iluminaba su rostro, revelaba su fuego interior. Y su irradiación penetraba en las almas de quienes la trataban, haciendo que también ellos se empaparan de Dios.
Y era también en Dios y por Dios como sor Rosalía amaba a sus pobres. Es verdad que su corazón tan sensible se apiadaba naturalmente de sus miserias y que su corazón podría haberse limitado a ser únicamente un delicado sentimiento natural. Pero ella veía y amaba también en ellos imágenes de Dios, hermanos redimidos como ella por la sangre de Jesucristo y dotados consiguientemente de un valor incomparable. Y su amar se convertía entonces en un homenaje a todo lo que había en ellos de dones divinos, de bendiciones divinas y de predilección. Delicadezas humanas de un corazón excelente e inspiraciones sublimes del espíritu de fe se unían en su alma tan sensible y tan sobrenatural para encender en ella esa maravillosa hoguera de amor con aquellas llamas tan vivas y tan puras que proyectaban luz y calor sobre los pobres de Jesucristo.
Cuando sor Rosalía estaba delante de sus pobres, practicaba el más absoluto olvido de sí misma y de sus intereses personales. Los amaba totalmente. Llena de compasión, se lamentaba con ellas, les consolaba, les aten día, les daba toda su abnegación, lloraba con ellos. Y cuando llegaba la ocasión, también sabía excusarles.
Su caridad le inspiraba a veces frases inverosímiles.
Un día, sor Rosalía salió de su despacho para ir al examen particular y a comer. La sala de espera estaba vacía. Se introdujo en ella un pobre. Sor Rosalía había dejado por descuido sobre la mesa, en medio de diversos papeles, cierta cantidad de dinero. El visitante dejó los papeles, tomó el dinero y se fue. Cuando se dieron cuenta del robo, el ladrón estaba lejos. Cualquier otra persona se habría indignado. Sor Rosalía no se indignó. Estaba demasiado acostumbrada a defender a sus queridos pobres. Defendió también a éste; y exclamó con un suspiro: «¡Menos mal que no lo han cogido!».
Sor Rosalía excusaba a sus queridos pobres ante todo y contra todo. A uno de ellos se le escapó una vez una frase insolente. La gente se indignó al oírlo. Sor Rosalía encontró la forma de excusarle: «Esa pobre gente -dijo- no conoce el valor de las palabras». Y tuvo el atrevimiento de añadir: «Ellos creen que os han hecho un cumplido. ¡Procurad dejarlos contentos!». «Amemos a los pobres -decía-. No les acusemos. Dicen que son perezosos y que están llenos de vicios y los dejan en manos de su pereza y de sus vicios. Amémoslos a pesar de sus defectos. Si nosotros hubiésemos pasado lo que ellos, quizás seríamos peores».
«¿Son violentos a veces? ¡Es que tienen hambre!». Sor Rosalía veía siempre el lado bueno de las cosas y de las personas.
Amaba verdaderamente a sus pobres. Amaba a todos los desgraciados como a hijos de Dios. Durante la ocupación de los aliados en 1814, un soldado ruso había sido condenado a muerte por una grave falta disciplinar. Se enteró sor Rosalía, se dirigió al cuartel general y pidió audiencia. Introducida ante el general, le pidió que hiciera gracia al condenado. Sorprendido, el general le preguntó: «¿Pero es que conoce usted a ese hombre? ¿Lo ama usted acaso?». «Sí -respondió la hermana-, lo amo. Lo amo como a uno de mis hermanos, redimido por la sangre de Jesucristo. Y estoy dispuesta a dar mi vida por salvar la suya». Había ganado la causa. El soldado obtuvo la amnistía.
Sor Rosalía no podía ver sufrir a un desgraciado sin sufrir con él. Volaba a socorrerlo y ayudaba a su miseria. Pero de todas formas aquella vez había sido demasiado atrevida. Se dice que sor Rosalía, al volver a casa, se extrañó ella misma de haber dado un paso semejante.
El pobre -sor Rosalía acaba de decirlo- es un hijo de Dios. Ahí está el secreto de su grandeza. Esa debe ser la razón de nuestra estima, el resorte de nuestro amor. El pobre goza incluso del amar privilegiado de nuestro Señor. El pobre goza de gran crédito ante nuestro Señor. Cuando sor Rosalía deseaba manifestar a alguien su agradecimiento solía decir: «Mis enfermos y mis ancianos rezarán por usted». La oración de sus pobres era la mejor recompensa.
Sor Rosalía pensaba continuamente en ese tesoro que eran sus pobres. Donde está nuestro tesoro, allí está nuestro corazón.
Se sentía acosada por el recuerdo de sus sufrimientos. Un día que sus hermanas se reían llenas de buen humor durante la recreación, les dijo: «Hermanas, son ustedes muy felices de poder reírse así. Me alegro de ello. Pero yo siempre tengo ante mis ojos la miseria de los pobres. Ellos son mi peso y mi dolor. Como mi pan inútilmente, mientras ellos sufren. Y esto me quita toda satisfacción».
Por eso mismo algunas veces, mientras estaban comiendo, dejaba los cubiertos diciendo: «Hay algo que me sofoca y que me quita el apetito: la idea de que a muchos pobres les falta el pan».
Sor Rosalía daba mucho a sus pobres. Pero la miseria volvía a renacer continuamente y siempre era mayor que sus regalos.
La señora Dannemarie, en su biografía de la hermana, nos ha contado un acto heroico de aquel corazón caritativo. Estaba en su despacho. Una pobre mujer le narra a sor Rosalía la triste historia de sus miserias: «Los ojos vivos de sor Rosalía adivinan algo que la mujer no le dice. «¿Tiene usted fría?, le pregunta. No lleva usted nada debajo de esa ropa tan ligera. Espere un poco». Y sor Rosalía vuelve con unas enaguas calientes «Lléveselas», le dice. Aquel día, a medida que pasaban las horas en aquella pequeña habitación sin fuego, el rostro de sor Rosalía iba palideciendo cada vez más. A su vez, ella empezó a temblar de frío. Se había privado ella misma de su ropa».
Daba mucho. Pero siempre tenía miedo de no dar bastante. Por eso seguía dando, y muchas veces de forma heroica a costa de su propia persona. Practicaba heroicamente el don de sí. Daba sobre todo bondad, compasión, todas esas cosas buenas que llevaba en su corazón y que tenía siempre cuidado de alimentar y enriquecer continuamente.
Por aquellos días trágicos de la revolución de 1848 los motines hacían verdaderos estragos. Por el barrio los ánimos estaban exaltados y los corazones enconados. Daba miedo la cara de algunas personas. «Creo -dirá un día sor Rosalía- que, si alguien hubiera bajado por entonces al infierno, no habría encontrado allí a un solo diablo; todos andaban sueltos por nuestras calles. ¡Nunca me olvidaré de aquellas caras!» 5.También las hermanas tenían miedo. Una de ellas exclamó: «¡Qué malos son!». Y sor Rosalía saca del tesoro de su corazón inagotable de bondad esta frase tan hermosa: «Hija mía, un motivo más para que nosotros seamos buenas».
Y ellas fueron buenas ciertamente. ¡Ya lo creo! ¡Buenas hasta el heroísmo!
No hay mayor prueba de amor que la de dar la vida por aquellos a los que se ama. Pues bien, sor Rosalía, en lo más recio de la revuelta, se acercará hasta las barricadas a riesgo de caer bajo las balas. Su vida fue res petada. Pasó indemne entre ellas. Dios quería conservarla. Y muy cerca de la calle de l’Epée-de-Bois tuvo la dicha de detener la batalla.
Sor Rosalía demostró la misma grandeza de alma y la misma caridad en otra circunstancia memorable. Era el año 1854. El padre de Ravignan estaba gravemente enfermo. Lo creían ya perdido. Sor Rosalía ofreció su vida por él. «El está destinado -decía- a seguir haciendo mucho bien. Pero yo he hecho tan poco que creo que sería una falta de caridad por mi parte no ofrecerme en su lugar».¡Buena persona sor Rosalía! Iba demasiado lejos. Pero los santos tienen estas hermosas exageraciones. Una vez más Dios se negó a aceptar el sacrificio de sor Rosalía. Todavía tenía que vivir otros dos años. Pero Dios, con su gran bondad, le concedió lo que ella -junto con toda la iglesia de Francia- estaba deseando: la salud de aquel gran misionero.
Tocamos aquí con la mano toda la grandeza de ideal que inspiraba la caridad de sor Rosalía. Frente a esta noble y generosa preocupación por los intereses de Dios y de la santa Iglesia, no nos extrañamos de constatar ya en aquella vida tanta esplendidez y un impulso tan irresistible, tanta alegría y tanta limpieza de corazón.
El puro amor de Dios y de su gloria actuaba en aquella alma insaciable. No acabaríamos nunca de recordar todos los detalles de aquellas hazañas de la caridad. El relato de su vida nos revela su continuo ejercicio en plena atmósfera de fe. Se respira allí el aire vivificante del más puro cristianismo.
Estos esplendores de la caridad han podido hacer que se olviden en sor Rosalía otras virtudes que, sin embargo, tenían también en ella un esplendor excepcional. Mezclada con el mundo para llevarle, junto con los so corros materiales, el mensaje de Cristo, la vida de sor Rosalía trascurrió más en el campo de batalla que en el oratorio de su casa. Pero en medio de la agitación de la vida social, la infatigable obrera del Señor necesitaba todas las virtudes que tienen por objeto las relaciones humanas, esas grandes virtudes cardinales, con todo el acompañamiento de las virtudes anejas.
La virtud de la Prudencia
Ya hemos hablado de su prudencia en medio de las dificultades que rodeaban su apostolado. Pero toda la vida de sor Rosalía es una ilustración de esta virtud indispensable. Enfrentada ya desde su niñez con las responsabilidades de la resistencia a los perseguidores, arrojada más tarde a aquel ambiente tempestuoso del barrio Mouffetard en medio de motines y revueltas, sor Rosalía dio el ejemplo maravilloso de un perfecto dominio que logró solucionar las situaciones más espinosas y de un sentido apostólico que obtuvo maravillosos éxitos. En los momentos de mayor agitación tuvo que resolver problemas muy delicados; y los resolvió con una prudencia, mezclada de audacia, que pudo ser discutida en algún momento, pero que acabó finalmente siendo admirada y considerada digna de la legión de honor.
En el curso ordinario de la vida se imponía a los demás por su tacto así como por el ascendiente de su virtud. Y gracias a esa prudencia llegó a verse el caso extraordinario de unos administradores que venían, la víspera, de sus reuniones, a la calle de l’Epée-de-Bois a preguntar a sor Rosalía cuál era la conducta que tenían que seguir. Sor Rosalía era su oráculo.
Hay en todo ello una prudencia sorprendente que no puede menos de ser admirada. Porque supone por otra parte una vida de un carácter decidido y de una limpieza magnífica. «La vida del espíritu -decía hace poco Blondel- es siempre solidaria de la vida del ser. Para que una mirada sea limpia, es menester que el ojo sea puro y el organismo sano. En el ojo hay algo más que la luz; hay también sangre y vida». Y del mismo modo en el alma hay una vida que repercute en el trabajo del espíritu. Pues bien, toda la vida de sor Rosalía lleva ese sello de salud moral, de grandeza, de nobleza. Por tanto, no hemos de extrañarnos de su clarividente prudencia. La gran virtud de la prudencia, que tenía que gobernar en medio de los reinos agitados de este mundo, tenía su trono en el pequeño reino interior de un alma serena, totalmente sana, bien ordenada; en la paz es donde ella podía gobernar a sus otras compañeras, las virtudes de la fortaleza, la justicia y la templanza, para enfrentarse todas juntas con los tumultos de la vida.
La virtud de la Fortaleza
La virtud de la fortaleza, guiada por la prudencia cristiana, permitió a sor Rosalía emprender las acciones necesarias y soportar siempre las adversidades. Fue valerosa y paciente.
Con una admirable continuidad, día tras día, en su vida de comunidad, mantuvo una regularidad ejemplar. Habiendo asumido las responsabilidades de su cargo de superiora, emprendió valientemente toda clase de obras, algunas de ellas totalmente nuevas, que resultaban necesarias. Para ello logró formar un equipo perfecto de buenas obreras apostólicas, animando a sus compañeras al apostolado, elevando sus almas, trasformando los caracteres difíciles, haciéndose toda para todas. Y soportó con admirable paciencia las pruebas que señalaron especialmente los últimos años de su vida. Entre tanto, en medio de las revoluciones, mostró una valentía poco común, arrostrando los terribles deberes que le imponía la caridad en medio de los motines de su barrio tan difícil. Y ella misma acudió a las barricadas. ¡Qué locura! ¡Pero qué gesto de intrepidez! Exponía su vida, desde luego; pero daba una prueba suprema de amor y de fortaleza cristiana. Y Dios le dio la alegría de ver cómo la paz volvía a reinar entre los combatientes, gracias a su intercesión.
Aquel gesto había sido magnífico y sus consecuencias demostraron que no había hecho nada imprudente. La prudencia había desempeñado allí con toda felicidad su papel de consejera; y la fortaleza había impulsado la virtud hasta el heroísmo.
La virtud de la Justicia
Este papel de consejera podría resultar quizás más delicado en el terreno de la justicia. No es que sor Rosalía faltara ni mucho menos a sus obligaciones de justicia. Sabía recordar muy bien a sus compañeras, en las ocasiones oportunas, que les pagaban por dar clase y que por tanto faltarían a la justicia si no pusiesen el debido interés en darlas bien. Sabía recordar igualmente a cierto joven, que se había llenado de deudas y que quería sin embargo mostrarse generoso, que había que ser libre antes de ser liberal. Pero no siempre resultaba fácil saber cuál era la obligación en medio de aquellas tempestades revolucionarias. Por eso pudo suceder muy bien que sor Rosalía tuviera que vérselas en algunas ocasiones con la justicia de los hombres. Un prefecto de policía tuvo que reprocharle en plena revolución que había puesto trabas a las investigaciones policiales. Pero ya hemos oído las magistrales respuestas que sor Rosalía dio a aquellos reproches y que, revelando toda su grandeza de alma, acabaron atrayéndole la admiración de los mismos empleados de la justicia y le valieron la cruz de honor.
La prudencia tenía realmente mucho que hacer en aquella vida tan accidentada. Pero lo cierto es que representó magistralmente su papel.
La virtud de la Templanza
También en el terreno de la templanza el trabajo que realizó sor Rosalía fue muy hermoso. Su fuerza de sabiduría, de vigilancia, de dominio de sí misma, supo conducir su vida entre los dos escollos de una vida fácil y de un excesivo rigor. Y esta sabiduría, vivida con una perfecta serenidad, dio a toda su vida un maravilloso encanto.
Se trataba de tener bien dominadas aquellas fuerzas tan vidas de una naturaleza pujante, ardiente, espontánea, de utilizar todas sus energías sin verse esclava de sus violencias, de mantener las riendas de todas aquellas fuerzas dentro de un temperamento bien controlado. Para eso era menester desplegar una constante vigilancia en contra de los sobresaltos siempre posibles de la fantasía. Sor Rosalía desplegó entonces toda aquella robusta y sana actividad, serena, dedicada a las más bellas tareas apostólicas, arrastrando hacia su hermoso amor a los pobres a todas las demás potencias de su alma, encadenadas con las cadenas de oro de la caridad, dando así un magnífico empleo a sus impulsos de actividad. Esta actividad prudente y regulada, mortificando las tendencias capaces de comprometerlo todo en la obra tan hermosa de la prudencia, hacía reinar una paz perfecta en el reino de su espíritu.
La actividad de sor Rosalía se desplegaba con una facilidad llena de encanto y con una gravedad que parecía ser la irradiación divina de una presencia interior. En esta divina compañía, ella vigilaba con todo esmero para que todo en su vida sirviese de veneración al divino huésped de su alma. La visión de aquella piadosa e infatigable obrera de Dios, la visión de aquel rostro tranquilo, decidido, enérgico, de aquella mirada reposada y penetrante, que se fijaba limpia y amorosamente en su objeto, incluso en medio de los más trágicos acontecimientos, la visión de aquellas dos manos colocadas una sobre otra en un gesto de descanso, favorable al pensamiento y a las decisiones robustas, todo aquello daba una impresión de moderación, de fuerza contenida, de dominio de sí misma, con vistas a la acción. Esta fuerza interior lo mantenía todo en orden. Y aquel dominio perfecto resultaba asombrosamente natural.
La naturalidad que reinaba en toda la vida de sor Rosalía y que la hacía tan simpática en el seno de su enorme actividad, tanto en la compañía de sus pobres como en la de los más ilustres personajes, podría haber dado fácilmente la impresión de una virtud fácil, completamente natural, en donde no quedase mucho espacio para el esfuerzo y la mortificación. Pero en realidad, la naturalidad y la mortificación se compaginaban muy bien en ella. Sor Rosalía tenía el don de conjugar perfectamente estas dos cosas. Y hemos de creer que la mortificación, tal como ella la practicaba, contribuía a darle sobre esos sentimientos aquel perfecto dominio que le permitía ser tan libre, tan natural en sus movimientos.
Por otra parte, cabe muy bien la posibilidad de ser mortificado sin tomar un aspecto austero.
Se ha advertido en varias ocasiones que sor Rosalía no se mostraba nunca descuidada en su forma de ser y de vestir. Esto supone una gran vigilancia.
Sabía mortificar cruelmente su vista cuando se presentaba la ocasión. Era muy modesta. Un día, al volver de una hermosa ceremonia, le preguntaron: «Hermana, ¿se ha fijado usted en esto, en aquello?». «No». Y sor Rosalía guardó silencio. Insistieron: «Pero no es posible. ¿Es que estaba usted ciega?». Sor Rosalía entonces, seguramente con una pequeña sonrisa, dijo esta frase que habla elocuentemente de su espíritu de mortificación: «Tenía demasiadas ganas de verlo!». Y se había guardado mucho entonces de ver lo que tanto le habría gustado. ¿No se cuenta también cómo, en tiempos de san Vicente, una de las primeras hijas de la Caridad tuvo que pasar por medio del alegre espectáculo de las ferias, y cómo iba repitiendo, con los ojos bajos y las manos en las mangas apretando su crucifijo, estas hermosas palabras: «Jesús mío, tú eres más hermoso que todo eso».
Este control de sí misma, ejercido habitualmente sobre su naturaleza humana, la preservó necesariamente de muchos fallos. De hecho, la vida de sor Rosalía se desarrollaba con una corrección perfecta que podría hacer creer en que estaba libre de malas inclinaciones. No se le advertía nada de eso. No se lograba ver en ella ningún fallo.
Sus compañeras, que admiraban a su superiora v se sentían asombradas de semejante perfección, se pusieron de acuerdo un día en observar atentamente todos sus gestos y reacciones, con la secreta esperanza de poder con firmar por una especie de prueba negativa aquella sorprendente comprobación. Estaban convencidas de que aquella minuciosa investigación conseguiría tan mínimos resultados que acabaría glorificando más su virtud.
Y así se hizo. No descubrieron en ella absolutamente nada que pudiera desmerecer en lo más mínimo de su virtud. Las tres investigadoras volvieron de su encuesta absolutamente vacías. La cosecha había sido nula.
Podría aplicarse muy bien a sor Rosalía aquella hermosa fórmula que utilizó unos siglos antes san Francisco de Sales: «La forma de su vida era suave y amable. El fondo era severo. La serenidad, la igualdad de su carácter ocultaban la práctica de la más austera mortificación».
Por otra parte, ¿acaso el cumplimiento de las obligaciones con toda perfección no es la más segura de las mortificaciones? Se ha hablado de la «mortificación del fervor», a saber, de ese ímpetu continuo de un alma, dedicada a realizar su vida con toda perfección, siempre despierta para el servicio de Dios, enderezando continuamente su esfuerzo en la alegría de un buen servicio.
El deber, bajo la forma de servicio a los pobres, estimulaba continuamente a sor Rosalía. Había consagrado su vida a los pobres; deseaba darles todo su tiempo y no robar ni un solo esfuerzo a este hermoso servicio. Pues bien, los pobres llamaban continuamente a su puerta. Solamente por ese motivo estaba ya convencida de que no podía tener ni un solo momento de descanso.
Sin embargo, el descanso, sabiamente moderado, resulta necesario para todos. Y las compañeras de sor Rosalía intentaban procurar este beneficio a su buena madre.
Sor Rosalía acabó aceptando lo que ella llamaba «mi día de campo». Se trataba de bajar las pequeñas escaleras que llevaban al huerto de la casa de socorro, e ir a coger una docena de frutos de un peral que era el árbol más fecundo de aquel huerto. Llevaban ya varias semanas pensando en aquella excursión. ¡Nunca encontraban tiempo para ella! Por fin, una de las hermanas vio unos momentos libres, cogió de la mano a la buena madre, la arrastró al huerto. Estaban ya junto a las escaleras, cuando sonó la campanilla de la puerta. «Voy a ver quién llama -dijo la compañera-; entre tanto vaya usted bajando las escaleras». «No, no -replicó sor Rosalía—, volviendo sobre sus pasos-, es el Señor quien me llama. No quiere que yo abandone ni un solo instante mi servicio».
«El Señor me llama». Sor Rosalía tenía una idea muy elevada de la acción de Dios en el mundo y en las almas. Tenía una fe muy viva en la Providencia. Las más pequeñas señales de esa amable Providencia eran captadas inmediatamente por ella y regulaban su conducta. «¡El Señor me llama!». No ocurre nada sin el designio de Dios. El sonido de la campana era la llamada de Dios. Acudir a la llamada de Dios valía mucho más que todas las distracciones y todos los «días de campo».
Sor Rosalía renunció para siempre a su «día de campo».
Y volvió a su puesto de trabajo. Se encadenaba de nuevo a su cadena de oro, ceñida con un corazón alegre a su vida mortificada por amor a sus queridos pobres y a la gloria de Dios.
Prudencia, fortaleza, justicia, templanza, las grandes virtudes cardinales, esto es, fundamentales, de las que todas las demás no son más que aspectos más o menos modestos. Por ejemplo, la humildad, virtud modesta, pero que tiene su encanto dentro de su propia modestia. Por ejemplo la sencillez, virtud también encantadora, con su mirada humilde y pura, cándidamente fijada siempre en Dios, hacia el que se elevan todos los homenajes y en quien se fijan todos los pensamientos.
Humildad y sencillez
La humildad y la sencillez son dos virtudes especialmente queridas para sor Rosalía y singularmente meritorias en el papel de primer plano que ella tenía que representar dentro de su barrio tan turbulento y tan simpático a la vez. Sus hazañas caritativas, realizadas modestamente, sin boato de ninguna clase, sin apariencias, de la forma más natural del mundo, daban a su caridad un encanto que aumentaba su atractivo y la hacía contagiosa.
Sor Rosalía era ciertamente humilde. Había declarado al orgullo una guerra sin cuartel, en ella misma y en los demás. Perseguía sin piedad al amor propio. Para combatirlo utilizaba algunas expresiones de una energía que contrastaba tremendamente con la moderación habitual de su lenguaje. «Es nuestro enemigo capital -decía-. Buscadlo y lo encontraréis en el fondo de todas las cosas. Se disfraza para engañarnos y echarnos a perder. Pero es preciso que lo cojamos del cuello y lo estrangulemos».
Y en otra ocasión decía: «Un grano de amor propio basta para quitar el mérito de una obra buena»».
Hacía observar con prudencia -ya que la humildad es la verdad que «es una locura atribuirnos el éxito de algunas de nuestras empresas, puesto que se lo debemos al recuerdo de algún pobre que habrá rezado por nosotros o a la intervención de algún alma buena que no conocemos».Y oigamos finalmente esta interesante reflexión de su alma bondadosa: «Para impedir las caídas tenemos que apoyarnos en estas dos muletas, la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos. Y si alguna vez caemos, tenemos que hacer como los niños cuando resbalan, dan con la nariz en el suelo, se ponen a llorar, miran a su madre y se consuelan con ello y se levantan».
Preocupada por mantener a sus compañeras en la humildad, no les dejaba la ocasión de admirarse a sí mismas después de un buen gesto. Inmediatamente venía el correctivo lo.
Por lo que a ella se refiere, se lamentaba con toda franqueza de la estima con qua la rodeaban: «¡No sé en qué está pensando esta gente! -decía-; los parisinos son así: ¡venir a consultarme a mí, que no tengo ni sentido común, ni inteligencia, ni formación! No hago más que decirles que me dediqué a guardar animales en mi tierra; pero no logro convencerles. Son seguramente mis pecados los que han hecho que caiga sobre mí esta publicidad».
«No soy más que una mala losa de vidrio -decía en otra ocasión-cuando se rompe, la sustituyen por otra que sea más bonita y más fuerte». Otra vez le decían que una persona había hablado bien de ella; su contestación fue clara: «Está equivocado al hablar así, pero más aún al pensar de esa manera».
Un día recibió una carta llena de injurias de un individuo cuya mala conducta era la desesperación de una honrada familia, a la que sor Rosalía se sentía muy unida: «El me conoce bien -fue su comentario-; así es perfectamente como soy; ha hecho un retrato perfecto de mí».
No podía soportar que los pobres la llamasen su «bienhechora». «Llamadme vuestra servidora -les decía-, o vuestra amiga, o vuestra hermana. Eso es lo que realmente soy».
En su deseo de sacrificar su orgullo, se sentía dispuesta a mostrarse generosa con quienes la trataban mal. Un día, cuando escaseaban los recursos, se vio obligada a negar el dinero que le pedía una de las familias que asistía. «Bien, madre -le dijo una de sus hermanas que la conocía bien-; puesto que no quiere usted dar diez francos a esa pobre mujer, le diré que la injurie y entonces le dará usted veinte».
¡Qué revelación! ¡Qué luz proyecta todo esto sobre los ardores combativos de aquella alma sedienta de humildad y en lucha contra el orgullo que se empeña en estropearlo todo!
En efecto, sor Rosalía es la reina de su buen pueblo del barrio Mouffetard. A todos les resulta simpática. La acogen como a una reina, la aprecian, le agradecen sus favores, la defienden cuando tienen que hacerlo. Todo le resulta bien. No cabe duda de que a veces le llegan algunos ecos de gente que no acaba de comprenderla y que la critica; es la parte inevitable de prueba que hay en cualquier vida. Pero ella se da cuenta de que todo su pueblo la quiere y de que les hace mucho bien. El orgullo corre peligro de adueñarse de ella.
Pero tiene mucho cuidado de dejarse caer en la trampa. Sabe estar atenta. Delante de Dios, el único que merece gloria y alabanza, adoptará prudentemente y con fidelidad la actitud sincera de la humildad. Ya que no puede ocultar sus beneficios -puesto que todo se hacía a plena luz del día en aquel barrio tan singular, poblado de gentes sencillas y sinceras- se resignaba a aquella gloria y aceptaba su esplendor. Pero aprovechaba todas las ocasiones para rendir homenaje a la omnipotencia de Dios.
Saber de esta forma, reconociendo lealmente la debilidad radical de la naturaleza, acoger con toda serenidad, como regalos de Dios, los éxitos y los fracasos, y dominar de la misma forma las alegrías y las penas, la felicidad y la prueba, ser dueña de sí misma, pasara lo que pasara, en la calma y en el dominio de sí misma, todo eso es la mejor demostración de su noble sinceridad, que añade al valor de la humildad todos los encantos de la sencillez.
En efecto, la sencillez conserva la mirada dirigida hacia Dios en todas las circunstancias. No ve nada más que a él. Ese es su secreto. Y es también el secreto de sor Rosalía.
Esta visión de Dios da una gran naturalidad a la vida. Cuando una de las jóvenes compañeras de sor Rosalía no se atrevía a hacer alguna cosa por timidez, ella le decía: «¿Pero de qué tiene miedo? ¿No habla usted en nombre de Dios?». Y la mandaba actuar ante personas extrañas o la enviaba a hacer peticiones o reclamaciones a las oficinas administrativas. Con Dios y por Dios era lícito ser atrevido. Era él el que representaba el papel debido.
En contraposición, los hombres no tenemos ningún derecho a buscarnos a nosotros mismos y a resaltar nuestra presencia. «Sed como el agua limpia -decía sor Rosalía- que corre sin ningún sabor ni color; y así siempre». Ciertamente no hemos de dejarnos llevar de ese sentimiento infantil de vanagloria o de orgullo mundano, para producir sensación en los demás. Si hay que desplegar con generosidad todos los talentos y toda la destreza para servir a los demás y edificarlos, si hay que procurar desarrollar los talentos y la personalidad con esta intención, si hay que saber buscar la satisfacción del «trabajo bien hecho», hay que desterrar también el gusto por las soluciones baratas, por el vano placer de asombrar a la galería.
Por tanto, nadie tiene derecho a buscar las apariencias. Pero siempre había que estar en forma, perfectamente limpios y bien presentados. Sor Rosalía daba ejemplo de ello. Los que la conocían decían a veces: «Está siempre tan impecable y tan en forma que podría ponerse en un escaparate». Y a pesar de todo, siempre procedía sin aspavientos, sin finuras, sin precipitación, dedicándose con sencillez a cualquier tarea, de cualquier clase que fuera, poniendo toda su sonrisa y su encanto en las cosas que quizás no tenían nada para hacer sonreír.
Un día se presentó entre los visitantes un pobre hombre desolado ¡Había perdido su caballo! Sor Rosalía podría seguramente buscarle uno. Lo necesitaba para poder ganarse la vida. Ante aquella insólita petición, sor Rosalía no frunce el ceño. Se ocupará del asunto. Apenas encuentra un momento libre, va a buscar a un bienhechor: «Necesito un cab0o», le dice sin remilgos. «La cosa es bien sencilla -le dice aquel hombre-. Vaya a mi cuadra y escoja el que más le guste». Pero allí no había más que caballos de raza, pura sangre. No se podía contar con ellos para tirar del carro o para labrar los campos. Lo que se necesitaba era un buen caballo de tiro. «Bien, vaya a comprarlo usted misma». Estupendo. Y allá va sor Rosalía, acompañada de un buen tratante para asesorarla.
Y todo el mundo pudo verla volviendo al barrio Mouffetard, radiante de alegría, llevando al caballo de las riendas. ¡Una hermosa entrada triunfal por el barrio Moufetard!
¿No se había visto también un día al gran Fénelon, el ilustre arzobispo de Cambrai, volver del campo llevando de una cuerda a una vaca que se había escapado y extraviado por el campo, para devolvérsela a su propietario?
Un alma grande puede realizar con elegancia las más humildes tareas. ¿No se decía de san Felipe Neri que sabía limpiar los platos «con manos de cardenal»?
«Nadie era tan sencilla como sor Rosalía -dirá una de sus compañeras-; hacía lo que hace todo el mundo; parecía como si fuera como todo el mundo; pero lo hacía todo con tanta perfección que resultaba inimitable».
Sor Rosalía había hecho los tres votos religiosos: pobreza, castidad y obediencia. Y había hecho también el cuarto voto que hacen todas las Hijas de la Caridad: el voto de servir a los pobres.
;Servir a los pobres? Ese fue, a los ojos de los hombres, el esplendor de su vida.
En cuanto a los otros tres votos, dejó ciertamente testimonios esplendorosos de su fidelidad. Vivía con pobreza en medio de los pobres. Su aprecio de la castidad le inspiró, para sí misma y para sus compañeras, una se vera vigilancia en el empleo de las precauciones tradicionales que sirven de garantía y de defensa para esta delicada virtud. Además, mantuvo en su vida y en la de sus compañeras una intensa actividad caritativa, una inspiración apostólica de una excepcional energía, que creaba alrededor de sus almas un aire puro y vivificador. Por lo que se refiere a la obediencia, sor Rosalía fue en este terreno sencillamente heroica.
La fidelidad renovada incesantemente a estos grandes votos de la vida religiosa daba a la vida de sor Rosalía un gran aire de elegancia y de belleza moral. Sus pobres la amaban por su bondad y por su generosidad, pero también por su dignidad de vida y por la calidad de su espíritu.
Pobreza
La pobreza que practicaba no le quitaba nada de su nobleza y distinción; lo único que hacía era acentuar en medio de sus queridos pobres su benevolencia y su desinterés. Todo era sencillo en la calle de l’Epée-de-Bois, en la casa, en los muebles, en la manera de vivir. «Procurad ahorrar en todo lo que pertenece a los pobres -decía-; Dios os colmará». Y se ahorraba para ellos. Por aquel «banco de la Providencia» pasaba mucho dinero. Pero sor Rosalía practicaba, para sí misma y para su casa, la más estricta pobreza y el mayor desinterés.
Con frecuencia se recibían en su casa magníficos ramos de flores. Los floricultores, muy numerosos en aquel barrio, se complacían en recoger de sus arriates magníficas ofrendas para la buena madre. ¡Eran nreciosos! La buena madre los admiraba y les daba las gracias. Pero aquellos ramos espléndidos volvían a servir de magníficas ofrendas e iban a mostrar su magnificencia a casa de algún magnánimo bienhechor. En casa, incluso en la capilla, se contentaban con algunas flores modestas. «Esos ramos tan bonitos son demasiado para nosotras», decía sor Rosalía. Y añadía sonriendo: «Tenemos que colocarlos. Esto será un buen negocio para los pobres». Y los agraciados con aquellos hermosos regalos, muy impresionados por una atención tan delicada, no dejaban de abrir su cartera en aquella ocasión Para expresar su agradecimiento.
Sor Rosalía no guardaba nada para ella. Se despojaba de todo. Cuando murió, no encontraron nada que dar de lo que le hubiera pertenecido. Lo había dado todo.
Este austero espíritu de pobreza, esta vida sobria y vigorosa, prolongada días y días, años y años, formaba parte de la guardia robusta con que se rodea habitualmente la hermosa virtud de la castidad.
Castidad
¡Delicada flor por la que velaba celosamente sor Rosalía! Los sentimientos del corazón, lo mismo que las relaciones exteriores, debían asegurar siempre, por su perfecta corrección y su nobleza, una parte en aquella guardia vigilante en torno a la que ha sido llamada «la bella virtud».
Las relaciones con los extraños tenían cine ser discretas. Los asuntos tenían que tratarse, incluso por parte de los señores eclesiásticos, teniendo en cuenta que era «la reverenda madre». Eran muchas las personas que venían a aquella casa. Las hermanas tenían c7ue introducirlas con todo respeto y retirarse a continuación. Si se trataba de algún asunto parroquial, de algún enfermo que visitar o que atender, tenían siempre que exponer el caso a la madre.
Sor Rosalía contaba mucho con la bendición de la obediencia, pero también con la virtud del impulso y de la alegría en las almas, consagradas totalmente a la obra de Dios, para ayudarles a pasar incólumes por medio de todos los peligros. En el barrio Mouffetard no faltaban los peligros; pero sor Rosalía cubría a sus hermanas con el manto de su oración y exponía continuamente a sus ojos aquel ideal de belleza moral que era el suyo propio y del que sus hijas tenían que vivir en medio de los peligros del mundo.
Había que guardar en el corazón aquel ideal en todo su esplendor y buscar incansablemente su realización a través de un apostolado muy activo, manteniendo siempre el alma despierta y dispuesta a cualquier obra buena. Sor Rosalía era enemiga de las visitas inútiles; no quería que nadie perdiera el tiempo y dejara ocioso su espíritu. El alma, para mantener su salud, tiene que estar siempre ocupada, y ocupada en algo hermoso y digno del servicio de Dios. No tiene que arrastrarse indecisa en la inutilidad y la ociosidad; se vería pronto atrapada por las tentaciones que la acechan.
Todo era vida y actividad en la calle de l’Epée-de-Bois. Si por ventura alguna persona extraña se imaginaba que iba a poder entretenerse inútilmente con sor Rosalía y saborear el encanto de su compañía de aquella hermana extraordinaria, probablemente se habría visto despedido con muy amables palabras. De todos modos, habrían tenido necesidad de camuflar su inutilidad, porque para ser recibido en casa de sor Rosalía era preciso venir a pedir alguna ayuda o bien venir a ofrecerse a sí mismo para servir en algo. No se conocían allí las visitas inútiles; se habrían visto pronto barridas por el gran soplo de actividad apostólica que corría a través de toda la casa y que enardecía a todas las almas.
Sor Rosalía predicaba a sus hijas un gran despego de las cosas de este mundo y daba ella misma ejemplo de él. Pero había un sacrificio que no quiso imponerles nunca. Rodeada de compañeras a las que la divina Providencia había hecho nacer en familias particularmente sanas y cristianas y a las que la vida de comunidad y de magnífico apostolado hacía soberanamente felices, creía plenamente en el beneficio de esta riqueza familiar y en el de este maravilloso soplo apostólico vivificador. Por eso no negaba nunca a sus compañeras el permiso para escribir a sus familias. Y como una de ellas, recién llegada, se creyera obligada a darle las gracias por ese favor, le respondió: «Créame, hermana, esta correspondencia no perjudicará a su perfección. No somos nosotras las que hemos de imponer sacrificios a nuestros parientes cuando quieren saber algo de nosotras. Cuando se les escribe con frecuencia, se está menos preocupado que cuando se les escribe pocas veces».
Evidentemente, había que guardar cierta mesura en esta correspondencia familiar. Sor Rosalía sabía muy bien dosificar los permisos, si alguien abusaba de ellos. Pero en su escuela pronto aprendían todas a ser prudentes y a encontrar por sí misma esa mesura.
Personalmente, sor Rosalía escribía muy frecuentemente a Confort. Quería mucho a su madre y le debía mucho. Y los miembros de su numerosa familia formaban un grupo tan vivo, tan servicial, tan distinguido en salud moral, en fortaleza cristiana, en unión fraternal, que era realmente edificante mantener el trato con ellos. Escribir a Confort era con frecuencia enviar a aquellas tierras la expresión de una gratitud muy viva por los servicios que le prestaban y la mejor ocasión para rumiar en el alma los buenos sentimientos de admiración por lo que había hecho y se seguía haciendo de bueno en su tierra, terminando aquella incursión al país natal en un ardiente y filial homenaje de alabanza a la bondad de Dios.
El año en que se quedó ciega no pudo escribirle ya a su madre, como de ordinario, para felicitarle por el nuevo año que iban a comenzar. Era la primera vez que faltaba a ello y tuvo por este motivo una gran pena. ¡Tenía un corazón tan tierno! Pero su ánimo había sido formado tan reciamente y se sentía tan vigorosamente apegado a su deber que pudo conservar en medio de sus múltiples obligaciones de estado toda la frescura de sus relaciones familiares. El renovado contacto con aquella excelente educación familiar, lejos de hacerle olvidar sus deberes de estado, mantenía su gratitud y no hacía más que estimular su abnegación. Empapada por aquel aire puro y vivificador que era el recuerdo de su enérgica y hermosa educación, se alimentaba sin temor del mismo y hacía gozar de él a las demás.
Pero vigilaba con cuidado de la calidad de cualquier otro amor que entrase en las almas. El amor a la familia debía ser una cosa tan pura, tan vigorosa, tan noble, tan desinteresada como el amor a los pobres, como el amor a las compañeras, como el amor al deber, como el amor a la santísima Virgen, como el amor de Dios.
Obediencia
El corazón de sor Rosalía pertenecía irrevocablemente a Dios. Desde hacía mucho tiempo estaba acostumbrada al sacrificio, incluido el sacrificio más duro de todos, el de la voluntad personal. Se había entregado tan decididamente a Dios que, sin vacilación de ningún género, los obstáculos más duros con que tropezaba en su camino eran arrostrados alegremente y superados con un impulso vigoroso. En estas condiciones la obediencia, sin conocer tergiversaciones de ninguna clase, se hacía relativamente fácil y saboreaba los gozos de la victoria.
La Providencia permitió que sor Rosalía se encontrara en ciertas circunstancias en que la obediencia exigía llegar al heroísmo. Y sor Rosalía fue heroica. Obedeció sin la menor recriminación, conservando un heroico silencio. Lo han demostrada suficientemente algunos de los episodios referidos en estas páginas.
En algunas ocasiones se cernió cierto misterio en las intenciones de sus superiores respecto a ella. Y entonces ella evitó cualquier tipo de investigación indiscreta y la más mínima crítica sobre su forma de proceder. Adoptaba con toda sencillez sus ideas y la conducta que le trazaban. «Muchas veces nos hacemos ilusiones -decía-, nos ponemos a pensar en lo que ignoramos, juzgamos sin tener gracia para ello, hablamos sin tener en cuenta aquellas palabras de la sagrada Escritura: Poned un candado en vuestra boca… Y ahí es donde está el mal. La comunidad está hecha a imagen de la iglesia. Hay una cabeza. Si la seguimos, estar seguras de no equivocarnos».
Sor Rosalía era fiel en el seguimiento de sus superiores. Acudía con fidelidad a recibir sus instrucciones. Todos los meses asistía a las conferencias que daba el superior general o el director a las hermanas sirvientes para recordarles sus obligaciones. Y al volver de aquellas conferencias, guardaba silencio sobre las observaciones que allí se habían hecho. Las compañeras sólo se daban cuenta de ellas por las pequeñas reformas que de allí se derivaban.
Fidelidad, discreción, acogida cordial y sin reticencias de las normas que se daban, observancia de las consignas recibidas: había allí buenos ejemplos que eran otras tantas lecciones de bien obrar y una garantía excelente de buen espíritu.
Puesta de este modo bajo la salvaguardia de la obediencia y mantenida por ella en la esfera de las bendiciones divinas, la vida de sor Rosalía podía desarrollarse con toda confianza: estaba segura de la protección del cielo. Todo deber de estado, por penoso o peligroso que fuera, se convertía en obra divina además de ser esfuerzo humano. Las grandes hazañas y las asombrosas maravillas de su vida no tienen por qué extrañarnos. La obediencia la había provisto divinamente de fortaleza y de sabiduría.
En aquel brillante jardín de virtudes que era su alma, la obediencia, a pesar de lo que pudiera parecer a primera vista y a pesar de la modestia con que se rodeaba, era a los ojos de Dios de las más vigorosas y resplandecientes. ¿No se ha dicho acaso de la obediencia que es la aureola de la santidad?
Gloria in excelsis Deo!
Un alma así adornada es algo muy hermoso. Es como una exuberante vegetación de flores, brillantes o modestas, de colores suntuosos o de tintes más opacos, que se yerguen majestuosas o se ocultan humildemente entre las demás; todo aquel conjunto de virtudes, agrupadas en ricos cuadros dibujados por Dios y regados por la gracia divina, es un canto magnífico a su gloria.
Pero más que muchas otras, que vegetan perezosamente en una honrada mediocridad, una sola alma elegida, que valientemente y bajo la bendición de Dios cultiva hasta su plena expansión los dones de Dios, es la que mejor celebra por su belleza, por el orden y la armonía de su vida, por el esplendor de sus obras, la belleza, el orden, la armonía y el esplendor de las creaciones de la Santísima Trinidad.
Benedicite, universa germinantia in terra, Domino!
Laudate et superexaltate eum in saecula!