15. Supervivencia
En Confort
Sor Rosalía ha sobrevivido en las obras que fundó o que inspiró. Ha sobrevivido también en la memoria de todos cuantos gozaron de sus servicios y que siguen admirando sus virtudes. Su recuerdo sigue bendiciéndose en Confort, en París y en otros sitios.
Cinco años antes de morir, sor Rosalía tuvo la dicha de recibir como compañera a una hermana muy joven, recién salida del noviciado, sor María de Costalin. Esta hermana, testigo de todo el bien que se hacía en su nueva casa bajo la hábil dirección de sor Rosalía y confiando plenamente en su superiora, a la que quería y admiraba, decidió un día poner completamente a su disposición para la obra que ella juzgara conveniente realizar su importante fortuna, que había aumentado más aún recientemente gracias a la herencia de su tía María Emilia Knusli Mac Donald, duquesa de Duras. «Si usted desea darme gusto -le respondió sor Rosalía- mande levantar en Confort una casita de caridad para dos o tres hermanas que puedan recibir allí algunos ancianos, porque son pobres y desgraciados».
En efecto, sor Rosalía no se olvidaba de su país natal. Había hecho restaurar ya antes la capillita de la Virgen y se celebraban ya allí los oficios de culto. Pero la pequeña aldea de Confort se había ido poblando. Sor Rosalía, utilizando su influencia, había obtenido del emperador que Confort pudiera disfrutar de los derechos municipales. Confort tenía ya un ayuntamiento y también una iglesia, gracias a la inteligente y activa colaboración del abate Chapelu. Sor Rosalía deseaba ahora un refugio acogedor para los buenos ancianos. Los habitantes de Confort se habían multiplicado, pero seguían viviendo pobremente. Y sor Rosalía, que se compadecía de todos los sufrimientos, se preocupaba también de consolar los de su tierra natal.
Poco tiempo después murió sor Rosalía. Sor Costalin, enviada a ValdeGráce, se encontró allí con una superiora de gran cabeza y de mucho corazón que, de acuerdo con ella, propuso a los superiores mayores realizar el deseo de sor Rosalía. Era el año 1858. Se decidió comenzar la obra. Se compró la casa natal y algunas otras casas vecinas, con vistas a la creación de un asilo. Se hicieron algunas obras y arreglos. Se trasformó en un pequeño oratorio la habitación en donde había nacido sor Rosalía. Y cuando ya estaban bastante avanzados los trabajos, en 1860, se inauguró la fundación. Designaron a tres hermanas para que se hicieran cargo de la obra. La superiora venía de Val-de-Gráce y las otras dos hermanas del noviciado.
Su llegada a Confort fue un gran acontecimiento que conmovió a todo el pueblo. La llegada de las hermanas despertaba en la gente muchos recuerdos: el de sor Rosalía, tan simpática con todos ellos en los años de su juventud; el de su venerada madre, tan caritativa, muerta hace pocos años; el de tantas jóvenes de Confort que siguiendo a sor Rosalía y edificadas por sus virtudes habían marchado a París para hacerse Hijas de la Caridad. Y todos tenían conciencia del beneficio que iba a suponer para Confort la presencia de aquellas caritativas hermanas.
Era el 11 de abril de 1860. Sor Rosalía, que había muerto hacía cuatro años, contemplaba desde el cielo el gran recibimiento que hacían a sus hermanas y la santa alegría de la población.
El señor párroco salió en procesión a recibirlas a la entrada del pueblo, con los niños de coro, las niñas vestidas de blanco y todos los feligreses. A1 llegar a la entrada de la casa, les dirigió un pequeño saludo y repitió tres veces el grito de bienvenida: «¡Vivan las hermanas!». Por la tarde le tocó al maestro de escuela dirigir su saludo a las recién llegadas. Porque todo el pueblo se sentía con ganas de festejar aquel feliz acontecimiento con cordialidad y cariño. Era necesario que el intelectual del lugar tomara también la palabra. Aguardó, pues, a las hermanas, espiando su paso por el pueblo para ir a la iglesia y delante de los curiosos que rondaban por allí les echó su arenga. Es una pena que la tradición no nos haya conservado el texto de su discurso. Pero sabemos al menos que acabó con estas pomposas aclamaciones: «¡Honor a las vírgenes! ¡Gloria a la Majestad divina!». Todo aquello era fruto de un corazón sincero y merecía unas palabras de agradecimiento. Pero la hermana de Costalin, que había venido de Val-de-Gráce con su superiora para instalar a las hermanas, se contentaron con responder al orador con un modesto saludo que fue seguramente muy cordial. Pero ante aquella reserva y candor, el ilustre profesor, que aguardaba sin duda algo más académico, se inclinó al oído de uno de sus camaradas y le dijo: «La verdad es que no parecen muy sabias». Y un tanto orgulloso, añadió: «Ellas no han aprendido, como nosotros, la tabla de Pitágoras».
Aquel maestro de escuela, a pesar de sus aires tan solemnes y un tanto pretenciosos, creo yo que era muy listo. El papel modesto que tenía que representar lo representaba con toda convicción y se contentaba con eso mismo, manifestando una alta consideración de su profesión y creyéndose muy honrado en ella: juzgaba con absoluto acierto que cumplir noblemente con su misión, sea cual fuere su esplendor externo, es una gran nobleza.
El enseñaba la «tabla de Pitágoras» y algunas otras cosas de la misma envergadura, que tienen desde luego mucha importancia para la vida. No tenía ambiciones más altas. No se le exigía tampoco más. Y sabía atenerse a su humilde tarea. Le gustaba su oficio. ¡Era un sabio! Por otra parte, no podía menos de tener en cuenta la influencia que él ejercía sobre toda la juventud que le habían confiado y tenía también plena conciencia de la importancia que le atribuía la población.
En cuanto a las hermanas, tampoco es necesario que las justifiquemos ante las acusaciones fantasiosas del señor profesor. Sea cual fuere la idea que tenía aquel buen maestro de escuela, es muy probable que aquellas buenas hermanas supieran manejar las cifras y que conocieran bien la tabla de multiplicar, sin que les hubieran dicho quizás que debían estar agradecidas a Pitágoras por haberla inventado. ¡También el señor Jourdainsabía hablar bien en prosa sin darse cuenta de ello! Por consiguiente, es posible hacer excelentes multiplicaciones y cuentas que cuadran perfectamente sin pensar en el buen Pitágoras.
Con el tiempo fueron surgiendo poco a poco en Confort otros edificios que hiceron del pequeño asilo primitivo una obra moderna de asistencia muy hermosa. Pronto se le añadieron al edificio primitivo otras dos alas laterales. En el ala izquierda se instaló el asilo para ancianos y en el ala derecha el orfanato y el asilo que está bajo el patronato de la ciudad. Nuevas hermanas vinieron a completar el trío primitivo y aseguraron la atención a los nuevos servicios. Fue necesario pensar en un capellán y se construyó una capellanía que, trasformada luego en Villa San Vicente, recibe durante el verano una colonia de vacaciones de Hijas de la Caridad. Finalmente, se levantó de nueva planta un edificio dedicado a pensionado y alumnos externos, que se confió a los buenos hermanos de las Escuelas Cristianas para la enseñanza de niños.
Todo aquel enorme trabajo se llevó a cabo en quince años. En 1875 estaba todo acabado. Más tarde se decidió trasformar en capilla el pequeño oratorio primitivo. El 12 de febrero de 1928, la capilla, recién acabada y dedicada a la medalla milagrosa, fue bendecida solemnemente en medio de una simpática asistencia de sacerdotes y de fieles. La antigua y venerable estatua de nuestra Señora de Reconfort, cuya capillita tuvo que verse sacrificada para el ensanchamiento de la carretera nacional, encontró un refugio y un lugar más destacado en el nuevo hospicio.
La hermana superiora que dirigía aquella obra tan hermosa en el año 1928 añadía estas nobles palabras: «En este país en el que Dios ha sembrado la belleza y ha dejado caer del corazón de la Virgen, durante tanto tiem po invocada, aquella exquisita flor que llegaría a ser sor Rosalía, otras muchas flores, lirios, rosas y violetas, nacidas al pasar aquella «Sembradora de Caridad», han venido a llenar con su aroma la comunidad de las Hijas de la Caridad y de otras casas religiosas. El orfanato tiene actualmente treinta y seis niños y en el asilo se encuentran también treinta y seis ancianos. Se visita y se ayuda piadosamente a los pobres y ancianos de la aldea».
«Para asegurarme, llevé el frasco a mis labios. Apenas toqué con ellos el agua, me volvió la vista de pronto, como si se tratara de un tiro de fusil. «Distinguía claramente las cortinas, las ventanas, etc.
«¡Simón, Simón! ¡Que veo! -Simón era el amigo que estaba a mi lado- ¡Vete enseguida a llamar a las hermanas!
«Otro de los asilados, que no se había acostado todavía, se me acercó y me dijo: «Si ves de verdad, dime cómo estoy vestido».
«Y yo pude responderle: «Llevas un jersey, una corbata, un sombrero». «Y él exclamó lleno de asombro: «Sí, es verdad.»
«Luego corrió a avisar a las hermanas. Ellas llegaron al instante. «Entre tanto me había levantado de la cama.
«Las hermanas me encontraron apoyado en la cama, con el frasco de agua de Lourdes en la mano y diciendo:
«;,Pero es posible? ¿Puedo creerlo? ;Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Oh, santísima Virgen, mi buena madre! ;,Qué buena eres tú!».
«Por la voz iba reconociendo sucesivamente a cada una de las personas que me rodeaban. En particular me acuerdo de que dije a sor Gabriela: «¡Cómo está usted vestida! Lleva usted un velo blanco, como las religiosas que conocí en Dijon… «.
«;,Con que usted es la hermana Marta? Al oír cómo caminaba, me imaginé Que era usted más joven».
«Desde aquella fecha veo lo mismo que veía a los veinte años».Francisco Vion-Rurv murió en 1939, a los ochenta años de edad. Pero el recuerdo de aquel milagro se conserva piadosamente en su familia, lo mismo que en el hospital de Confort. En la sala de los enfermos todavía se enseña la cama en que descansaba el enfermo sanado milagrosamente v se conservan como un ex-voto las gafas negras que utilizaba. En el jardín del hospital se ha levantado, en agradecimiento, una gruta a nuestra Señora de Lourdes. Y en la capilla se expone todos los años el Santísimo Sacramento el aniversario del día en que se realizó el milagro.
Hoy la aldea se ha trasformado por completo. Donde reinaba va el «confort» espiritual gracias a la Virgen, reina también ahora el «confort» material. Todas estas ventajas se las debe la humilde aldea de antaño a sor Rosalía, pero también a las hermanas que se han sacrificado en Confort, especialmente las hermanas de Moissac y de Costalin. Cuando el viajero llega a Confort y se encuentra en presencia de aquellos centros educativos en donde los niños se divierten jubilosos en aquel asilo con sus jardines bien trazados, de largas avenidas y fresco follaje, donde los enfermos v los ancianos pueden saborear todavía la alegría de vivir, no puede menos de sentir una impresión de calma, de paz y de felicidad.
La Virgen inmaculada quiso dar al hospital de Confort una señal de su bondad; allí tuvo lugar una curación milagrosa el día 2 de agosto de 1890 en unas condiciones realmente extraordinarias: un joven, Francisco Vion Dury, durante su servicio militar, tuvo que ir con su sección a prestar ayuda para sofocar un incendio; puso en su obligación todo su empeño, enfrentándose con el tremendo calor que se desprendía de aquel terrible fuego. Se había portado tan heroicamente que sus pobres ojos, quemados por el calor, quedaron totalmente dañados. Se produjo un desprendimiento de retina, que le dejó ciego. Según dijeron los mejores especialistas, la ceguera era definitiva. El pobre joven no curaría jamás. Y le dieron un certificado de invalidez.
Sin embargo, la santísima Virgen velaba por él. En 1890, después de siete años y medio de ceguera, Francisco Vion-Dury fue admitido en el hospicio de Confort. Pues bien, el 2 de agosto, quince días después de su entrada en el hospicio, siguiendo el consejo de las religiosas, decidió dirigirse a Dios para pedirle e1 don inestimable de la vista, que los hombres se declaraban incapaces de devolverle.
Pero él no se creía digno de semejante favor.
Sor Marta, sin embargo, dejó sobre la mesilla de su lecho un frasco de agua de Lourdes.
Se encontraba solo y se había acostado ya. Dudaba en recurrir a la intervención especial del cielo.
«Eres un cobarde -se dijo de pronto-… Alguna vez tiene que dejar el demonio de ser tu amo».
Cogió entonces el frasco de agua y le pidió al Beato Chanel, su compatriota, que pidiera para él a la santísima Virgen la gracia milagrosa que él no se atrevía a pedir directamente.
«Entonces -nos cuenta él mismo-, tocando por tres veces con el índice de la mano derecha el agua de Lourdes, lo pasé rápidamente sobre mis dos ojos.
En París
También la ciudad de París ha conservado con fidelidad, a través de todas las circunstancias políticas, el recuerdo de sor Rosalía. La influencia, el prestigio, la popularidad de la heroína del barrio Mouffetard eran tan grandes que ya en el mes de agosto de 1856, pocos meses después de la muerte de la hermana, la administración municipal del distrito XII -el V en la actualidad- reconocía oficialmente el papel excepcional que había representado sor Rosalía en aquel barrio Saint-Marceau, mandando esculpir su busto y colocándolo -¡cosa inaudita!- en el salón principal del ayuntamiento. Así se ordenó en el decreto imperial del 26 de agosto de 1856. La inauguración se hizo con toda solemnidad; tuvo lugar el 22 de diciembre siguiente, ante una numerosa asamblea en la que se podía reconocer, junto con los miembros de la familia Rendu, al director de asistencia pública, a los médicos y administradores del Despacho de beneficencia, al inspector de la Academia, a los provisores de los liceos, al juez de paz y comisario superior de policía, y desde luego a las Hijas de la Caridad y al señor arcipreste de Santa Genoveva. ¡Magnífica asamblea que en su espléndida variedad cimentaba la unión nacional en torno a una piadosa y magnífica memoria! El alcalde, rodeado de sus concejales, presidía la sesión, acompañado del alcalde del distrito X y del vizconde de Melun. Hubo discursos emocionantes.
Y durante veinticuatro años el busto de sor Rosalía presidió, con algunos otros, las deliberaciones del consejo municipal.
¡La intención era hermosa! Pero me imagino que los concejales debieron a veces experimentar cierta sensación de extrañeza al entrar en la sala del consejo y contemplar, mezclado con otros rostros más profanos, aquel rostro tan piadoso, adornado de su blanca corneta. Hubo incluso -un día de 1880, triste época de los decretos Ferry y de la clausura de las casas religiosas– algún consejero obstinado que se sintió incómodo por la presencia de aquel busto clerical en la sacrosanta sala de la junta de reuniones. Y de aquel corazón mezquino salió una propuesta de exclusión, expresada en una larga diatriba en la que «lo odioso limitaba con lo grotesco». ¡Había que arrinconar cuanta antes en los desvanes de la alcaldía aquel busto que creaba tantos problemas!
El sentido común no es, desde luego, «el más común de los sentidos». Cuando la violencia del espíritu partidista surge en los espíritus, como un vendaval, se lo lleva todo por delante. Y hace el vacío en el espíritu y en el corazón. ;Y del sentido común no queda ya absolutamente nada! Y en su lugar suele instalarse entonces el más sublime ridículo.
Permítasenos no dejar de citar aquel documento. Es demasiado lamentable. El que quiera divertirse -o llorar- leyendo semejante prosa, puede ver su texto en Le Figaro del 30 de agosto de 1880 o en el folleto que Fernand Laudet ha consagrado a sor Rosalía en la colección Bloud et Cie.¿Quedó finalmente relegado aquel busto en los desvanes del ayuntamiento? Sin duda alguna. Pero un día alguien tuvo la feliz idea de ir a buscarlo y a llevarlo a la calle de l’Epée-de-Bois para que presidiera el antiguo despacho de la hermana. Allí estaba su lugar más adecuado. Un día, sin embargo, se creyó que era mejor sustituirlo por un retrato de sor Rosalía. Mucho mejor todavía. Porque los bustos no están hechos para las Hijas de san Vicente. Y aquel hermoso retrato conservaba mejor, a través de su noble y atractiva fisonomía, el alma tan enérgica de sor Rosalía. Desgraciadamente también aquel retrato acabó desapareciendo. Esperemos que reaparezca pronto, engrandecido y glorificado. Los honores de la beatificación que la misma diócesis de París ha solicitado a la Santa Sede para su heroína del barrio Mouffetard quizás sea algún día la mejor ocasión para devolver a aquel despacho las consideraciones que ella se merece. Por otra parte, aquel local está bastante bien conservado. Y las paredes exteriores están adornadas por una gran placa de mármol que es un homenaje a sor Rosalía y que demuestra la nobleza de ánimo de los que en otro tiempo propusieron aquella iniciativa.
Afortunadamente quedan por diversos lugares muchos retratos de sor Rosalía. Después de su muerte se editó un grabado con su retrato. Los había de diferentes precios. Pero los gastos podían asustar a algunos pobres. Uno de ellos, sin embargo, no vaciló en comprar uno, haciéndose esta reflexión que dice mucho sobre el lugar que aquella buena hermana ocupaba en el corazón de sus pobres: «Me puedo muy bien quedar un día sin comer para poder comprar el retrato de aquélla que me ha dado de comer tantas veces». Aquel grabado se extendió mucho. Muchos de los hogares del barrio Mouffetard procuraron comprárselo y las paredes de sus humildes moradas conservan todavía la fisonomía serena y enérgica de la buena madre, que parece seguir como en otros tiempos con su mirada de benevolencia las vicisitudes de sus queridas familias.
El retrato que hizo Ferdinand Gaillard es, según dijo la señora de Montmahaut, que conoció bien a sor Rosalía, el que mejor recoge su fisonomía. En cuanto al busto, ha ido a unirse con otras muchas curiosidades al museo de Asistencia pública.
Francia atravesaba entonces días de prueba. También la obra de sor Rosalía pasó por muchas dificultades, aunque tuvo también ardientes defensores.
Un día del mes de agosto de 1880 las hermanas se vieron conminadas, por decreto de la prefectura, a abandonar, en el plazo de quince días, los locales escolares de la calle de l’Epée-de-Bois. Había entonces en la escuela quinientas niñas y en el asilo trescientas niños. En aquellas circunstancias la población de París hizo verdaderas maravillas. Las hermanas encontraron en la simpatía y en la generosidad del pueblo de París la ayuda que necesitaban para dar cobijo en otros lugares a todos sus niños. Se formaron varios comités; Le Figaro abrió en sus columnas una suscripción a fin de poder arreglar un nuevo local. En sólo cinco días se pudo recoger la suma necesaria. Y das meses más tarde las hermanas pudieron abrir de nuevo su escuela en la calle Geoffroy-Saint-Hilaire, en una casa que seguiría llamándose la casa de sor Rosalía. La gran reja de entrada en la puerta del edificio lleva orgullosamente esta inscripción.
Después de la obra de las escuelas les tocó el turno a otras obras en 1891 y en los años siguientes. El personal de la farmacia fue sustituido por un personal laico. Los múltiples servicios de las «casas de socorro» fueron sustituidos por un simple dispensario. Las hermanas, unas tras otras, fueron abandonando la calle de l’Epée-de-Bois para unirse con sus compañeras de la calle Geoffroy-Saint-Hilaire.
Allí existen todavía magníficas obras que siguen estando animadas del espíritu de sor Rosalía: escuela, patronato, obrador, cocina económica, dispensario, sala de cirugía con medicinas gratuitas… Todo ello funciona a pleno rendimiento, gracias a la abnegación de las hermanas, que trabajan bajo la bendición de Dios.
Entretanto, la administración llevó a cabo algunos buenos proyectos en la calle de l’Epée-de-Bois. En 1903 los locales, poco cuidados, se habían hecho inhabitables y hubo que proceder a su demolición. Y en 1904 se construyó un nuevo hospicio, del que se encargó la administración pública, confiándoselo a personal laico. Pero se le siguió dando el nombre de «Asilo Sor Rosalía». Por lo menos, se trataba de mantenerse fieles a su recuerdo.
El 2 de marzo de 1905, el hospicio fue inaugurado solemnemente por la señora Loubet, en presencia de los diputados y de los consejeros municipales del barrio. Pero el alma de sor Rosalía estaba ausente. No obstante, habían tenido cuidado de conservar, a pesar de la demolición, su pobre despacho; sigue todavía tal como estaba, en un rincón del patio, frente al jardincito y la nueva fachada. Allí se conservó durante mucho tiempo el retrata de sor Rosalía. Pero a pesar de esta fidelidad a su memoria, la ausencia de las hermanas ponía una nota desagradable a aquella ceremonia demasiado laica. Tampoco estuvo presente en aquella ceremonia ninguno de los miembros de la familia Rendu. El señor Ambrosio Rendu, que llegó a ser consejero municipal de París, creyó que era su obligación explicar esta ausencia en una carta dirigida a la señora Loubet. De esta obra, que había fundado sor Rosalía -decía- «está lejos el alma de sor Rosalía. Esa no es ya su casa. ¿Qué piadosas manos recogerán las reliquias esparcidas de aquella querida memoria? No lo sé; pero veo que la casa está vacía. Por consiguiente, nuestro lugar no está allí… Usted es mujer, señora. Por eso sabe hacer el bien y podrá hacer justicia a aquellas que han entregado su vida a los necesitados. Usted comprenderá mi tristeza y la de los míos…».
La verdad es que el espíritu de partido ciega a veces a los nobles corazones y apaga las sentimientos más hermosos y las glorias más sublimes. Afortunadamente, la belleza de los corazones fieles consuela de esas conductas mezquinas.
Las reliquias -todos esos objetos inanimados que tienen sin embargo un alma, por estar cargados de recuerdos y porque evocan las más bellas virtudes- fueron recogidas con solicitud y agrupadas en la casa de Geoffroy Saint-Hilaire. Y allí pueden ahora contemplarse con sentimientos de viva admiración y de piadoso y legítima orgullo.
Por otra parte, París le ha rendido a la sublime heroína del barrio Mouffetard el gran honor -que solamente suele rendirse a los grandes hombres- de consagrarle una calle de su querido barrio -de aquella «diócesis», como ella lo llamaba-, que ella había recorrido en todos los sentidos, en donde se había hecho admirar y querer, y del que fue el alma durante cincuenta años. La «avenida sor Rosalía», corta, pero ancha, parte de la plaza de Italia, importante centro urbano de donde irradian en estrella otros grandes bulevares. Orientada hacia el oeste desemboca pronta, lo mismo que la calle de l’Epée-de-Bois, en una encrucijada de callejuelas que la cortan enseguida. Puede preveerse, para un porvenir lejano, que se suprimirán esas callejuelas y se prolongará la avenida. Pero a sor Rosalía no le gustaría mucho que, para su gloria personal, se obligara brutalmente a las personas que allí viven a desalojar sus viviendas.
También las autoridades religiosas de la diócesis de París se esforzaron en pagar la deuda de gratitud que habían contraído con la heroína de la parroquia tan poblada de Saint-Médard. En 1867, once años después de su muerte, el abate Le Rebours creó en aquel barrio un centro de obras apostólicas y sociales. Y en el bulevar Blanqui se levantó una capilla dedicada a santa Rosalía, patrona celestial, cuyo nombre evoca felizmente el recuerdo de la humilde sor Rosalía, infatigable obrera de Dios.
Y en estos momentos la diócesis de París está dando una nueva prueba de su fidelidad a esta buena sierva de Dios y de las almas. Ha pedido a la Santa Sede que le rinda el supremo homenaje, decretando si lo cree conveniente que se le conceda la aureola de los bienaventurados. El proceso de beatificación, acabado recientemente en lo que respecta al Ordinario en la sala de reliquias de la casa madre de los sacerdotes de la Misión, acaba de ser presentado en Roma. No se trata más que de un comienzo, pero que no deja de ser un afortunado presagio.
En efecto, la diócesis tiene conciencia del tesoro que supone para París el recuerdo de la santa hija de la Caridad que durante cincuenta años se entregó al servicio de Dios y de los pobres en la parroquia de Saint-Médard. Una frase del cardenal Guibert nos demuestra muy bien el valor que nuestros arzobispos conceden a su memoria. El hecho nos lo refiere Charles Baussan en su biografía de sor Rosalía (pp. 149-150). Sor de Costalin, que había consagrado su fortuna a establecer en Confort las obras de la caridad, había soñado con completar su obra haciendo que trasladaran allá el cuerpo de sor Rosalía. Para ello se necesitaba la aceptación del arzobispado. En dos ocasiones le hizo esta petición: la primera vez con bastante timidez y sin insistir mucho, ya que la expresión severa del rostro del cardenal la había detenido en su proposición. La segunda vez en 1886, cuando monseñor Richard fue nombrado coadjutor del arzobispo de París; se atrevió entonces a renovar su solicitud, esperando que la presencia del antigua obispo del país de Gex sería un argumento en su favor. De hecho, monseñor Richard intervino en favor de su causa. Pero el cardenal, después de haber escuchado a los dos, respondió con gravedad: «El cuerpo de sor Rosalía forma parte del tesoro de la iglesia de París, del que me considero guardián. El día en que quizás salga de la tumba que le han erigido los pobres y los ricos de esta gran ciudad, es preciso que ella tenga la alegría de encontrarse en medio de ellos y de escuchar que son ellos los primeros que la llaman santa, como hicieron ya durante su vida».
Irradiación
La gloria de sor Rosalía ha traspasado los límites de la ciudad de París y de la diócesis.
En Belley, como es natural en un país tan cercano al país de Gex, monseñor Soubiranne citaba en una de sus cartas pastorales a sor Rosalía, una de las glorias de la región, y recordaba que en el mismo París, «en ese París que tan pronto olvida -decía-, su memoria sigue siendo popular y bendecida por todos».
En efecto, París no la ha olvidado.
Pero sor Rosalía es venerada en algunos lugares en los que no se podía sospechar este honor. En Bourges, monseñor Marchal, llevado de un sentimiento de viva admiración por la extraordinaria sor Rosalía, mandó colocar su retrato en el salón principal del obispado, al lado de uno de los patronos de la diócesis, San Antelmo. Y mandó que se hiciera una fiesta de inauguración del mismo en presencia de ocho obispos. Y se proponía seguir trabajando por su gloria.
Estas tan egregias simpatías, al subrayar la energía de carácter de sor Rosalía, sus hermosas virtudes, sus grandes méritos, sus múltiples servicios, revelan la excepcional influencia de aquella alma tan maravillosa. Y son el mejor augurio de una espléndida irradiación.