Hace algún tiempo, no mucho realmente, que se están oyendo algunas voces que en este diálogo suscitado por la Iglesia, y a invitación suya, por la Congregación de la Misión, para ver de acomodar las estructuras religiosas, y, por tanto, nuestro Derecho particular y nuestras mismas Constituciones a los tiempos presentes, según las directrices o exigencias del Concilio Vaticano II, procuran exaltar con mucho vigor la secularidad de nuestra Compañía, y, en consecuencia, piden que se le quite todo lo que la legislación eclesiástica ha ido añadiendo a su Derecho tomándolo del de los Religiosos, y aún quieren que en la anunciada reforma del Código de Derecho Canónico se la saque de ese Título XVII «De las Sociedades que viven en común sin Votos», en la que actualmente, en opinión de todos, está incluida, y se la pase al que en el nuevo Código se titulará, sin duda: «De los Institutos seculares». Y las mismas razones habría para hacer esto mismo con la Compañía de las Hijas de la Caridad.
El asunto, si bien es principalmente jurídico, y por ello podríamos pensar que es solamente teórico, no deja, sin embargo, de tener su importancia práctica, por las orientaciones dispares que llevaría consigo en muchas de nuestras actividades y en nuestro mismo modo de vida, según que se resuelva en uno u otro sentido.
Además, en el lugar en que apareció, al menos pública y solemnemente, esta idea, que fue en el número 48 del «Compendio de cuestiones y sugerencias para la adaptación de la vida y ministerios de la Congregación de la Misión al Concilio Vaticano II», se «acusaba» a la Iglesia de habernos «deformado», de «habernos separado en gran manera de nuestro espíritu y forma primitiva». Todo ello parece cosa muy grave, y puesto así, como una cosa evidente, sin dar ninguna razón, sin aducir siquiera un ejemplo de ello, sin saberse quién patrocinaba y respaldaba esas afirmaciones, no parece que se lo pueda dejar pasar sin una discusión lo más profunda posible.
La Comisión jurídica correspondiente ni aceptó ni rechazó esas afirmaciones, y solamente acordó que el asunto se estudiara a fondo. Y la Comisión Central, según la misma idea, señaló unos cuantos Padres, a quienes encomendó especialmente dicho estudio, Como en la lista de los señalados figura, aunque en último lugar, el nombre del que esto escribe, y, por otra parte, no tiene noticia de que los demás hayan dicho nada todavía sobre el asunto, se decide a comenzar, esperando que los más técnicos continuarán después.
Anotemos ante todo, aunque ya es bien sabido, que lo que encarga el Concilio en su Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa respecto a este «aggiornamento» o «puesta al día» de las estructuras religiosas no es sólo, como podría aparecer a primera vista, mirar al presente para el futuro, sino mirar también al pasado, especialmente a la mente y al espíritu de los Santos Fundadores. La Iglesia quiere, sin duda, que cada Instituto religioso se conforme a lo que podemos sinceramente suponer que haría o establecería el Fundador en vista de las circunstancias actuales y liberado de las que tal vez le forzaban en su tiempo.
Lo que importa, pues, sobre todo en este asunto particular, es, a mi parecer, estudiar a fondo los motivos que tuvo San Vicente para insistir tanto, lo mismo respecto de los Misioneros que de las Hijas de la Caridad, en su carácter secular, en que no se les llamara ni se les tuviera por Religiosos. Y estos motivos se encuentran principalmente en las cartas que escribía a los Misioneros que en Roma estuvieron sucesivamente agenciando la aprobación de la Congregación, y especialmente de los Votos. Los textos son tan abundantes y tan claros a nuestro parecer que no creemos necesario aducirlos todos, sino solamente algunos.
El primero es la carta dirigida en febrero de 1640 al P. Lebreton:
«… Me encuentro en gran perplejidad por las dudas que me vienen y la decisión que hay que tomar sobre la segunda propuesta que le hice, o bien si bastará hacer un voto de estabilidad y en cuanto a la observancia de la pobreza y de la obediencia, fulminar un día determinado del año solemnemente en el capítulo (al que todos estarán obligados a asistir y depositar todo lo que tengan en las manos del Superior) : excomunión se entiende contra aquellos que tengan dinero en su poder o en poder de otros, como lo hacen los Cartujos, y se podría hacer también contra los desobedientes, o bien si, en vez de excomunión, se obligara a hacer una vez al año juramento solemne de guardar la regla de la pobreza, castidad y obediencia. Le ruego que trate este asunto con el R. P. Asistente —el Asistente francés de la Compañía de Jesús— para saber si el voto de estabilidad constituiría ya estado religioso. Aquí todos tienen una tal aversión al estado religioso que es una pena; sin embargo, si se juzgara conveniente, no habría más remedio que hacerlo. También la misma Religión cristiana fue en otros tiempos perseguida en todas partes y, sin embargo, era el Cuerpo místico de Jesucristo; dichoso, pues, los que con fusione contempta, abracen ese estado. En cambio, el estado eclesiástico secular recibe al presente mucho favor de Dios. Se dice que nuestra pobre compañía ha contribuido mucho a ello con los ordenan- dos y la compañía de los eclesiásticos de París…»
El 4 de octubre de 1647 encargaba al P. Portail que pidiera a Mons. Ingoli, Secretario de la Congregación de Propaganda Fide, que les había ayudado mucho en la consecución de la Bula de erección y de su establecimiento en Roma, que les ayudara también para conseguir la aprobación de los Votos, «cuya importancia —dice— nunca había visto tan clara como ahora». «Le ruego —añade— que le informe de la preocupación en que estamos todos por el afianzamiento de nuestro Instituto, ya que, por un lado, los Sres. Obispos no quieren que seamos religiosos, y, en cambio, los religiosos nos aconsejan lo contrario, fundados en la inconstancia humana y los grandes trabajos que supone nuestro estado; que, por fin, la Providencia de Dios ha inspirado a la Compañía este santo invento de ponernos en un estado en el que tenemos todo lo bueno del estado religioso por medio de los votos simples y permanecemos, sin embargo, en el clero y en la obediencia de nuestros Señores los Prelados, como los más humildes sacerdotes de su diócesis, en cuanto a los empleos…»
Todo esto, y muy especialmente esa frase: «este santo invento», está escrito con más ironía que profundidad. Igualmente lo que escribía el 23 de octubre de 1648 al P. Almerás: «Dicen que al Papa no le gusta el estado religioso. Mejor; así, si piensa que nuestros votos no nos hacen religiosos, tal vez los apruebe.» Todas estas consideraciones jurídicas se ve que no le daban ni frío ni calor. Lo que él tenía verdaderamente en el corazón era el afianzamiento de la Compañía, y para este afianzamiento no veía otro medio eficaz más que unos votos verdaderos, fueran de la naturaleza jurídica que fueran.
En los documentos primeros relativos a la institución de la Compañía: el Contrato de fundación, la aprobación del Arzobispo de París, el Acta de la Institución, las Letras Patentes del Rey, etcétera, en ninguno de ellos se hace notar el carácter secular de la Sociedad, Compañía, Congregación o Cofradía, que de las cuatro maneras se la llama, y, en cambio, en todos se insiste en que llevarán vida de Comunidad, bajo el Superiorato de Vicente de Paúl.
Al tratarse de obtener la aprobación de Roma, ni la petición del Nuncio ni en la del Rey, que, como es natural, hay que suponerlas inspiradas por el mismo San Vicente, no se dice nada de esa secularidad. De la petición redactada por los mismos Misioneros no se conserva el texto, pero sí un resumen de sus peticiones5 que se presentó a la Propaganda, y que merece la pena de copiarse aquí a la letra, traducido del italiano:
«1. Que Su Santidad haga Prepósito general al dicho Vicente de Paúl;
2. Que en otras diócesis se puedan agregar otras Congregaciones a esta principal, y en ellas se puedan recibir sujetos;
3. Que estos sacerdotes queden exentos de la jurisdicción de los Ordinarios ita tamen ut in missionibus et in pertinentibus ad eas estén obligados a obedecer a los predichos Ordinarios;
4. El poder fundar la cofradía de la Caridad para asistir corporal y espiritualmente a los enfermos;
5. El poder hacer estatutos y constituciones que no sean contrarias a las Constituciones pontificias y Decretos de los dos Concilios, especialmente del Tridentino, y el poder mudarlos como las otras Congregaciones o Religiones, etc.»
En Roma entendieron que se trataba de fundar una nueva Congregación religiosa, y en seguida, con razones más o menos convincentes, dieron carpetazo a la petición. Y Sa n Vicente vio pronto que por ese camino no había nada que hacer. Por eso tuvo que empezar a insistir con todas sus fuerzas en ese carácter de secularidad que su Congregación necesitaba para poder subsistir, pero siempre teniendo en lo profundo de su corazón aquel «nuevo invento» de conservar en ella, al menos en el interior de ella, todo lo bueno del estado religioso.
Hay otro indicio de esta mentalidad en otra carta que dirigió al mismo P. Lebreton el 14 de noviembre de 1640: «Habrá que buscar alguna precaución respecto de los votos de pobreza, castidad y obediencia, como sería la de fulminar cada año una excomunión contra los propietarios. Parece que la mayor parte de nuestros amigos se inclinan hacia eso y que es común entre ellos el rechazar el estado religioso, lo cual se evita con ese medio, aunque hay motivo para esperar que no se evitará el espíritu.» Aunque las palabras no están muy claras, no se ve otra interpretación racional de ellas sino que él esperaba que, a pesar de todas aquellas cortapisas que se ponían para no aparecer como religiosos, sin embargo, conservarían el espíritu del estado religioso.
Podríamos añadir otros detalles sobre lo mismo, como son lo que nos dice Coste en su «Vida de San Vicente» (II, 13) : que la mayor parte de nuestras Reglas están calcadas en las de San Ignacio; el aprecio grande y el conocimiento profundo que tenía tanto de la Compañía de Jesús como de otras Religiones, por ejemplo, de la Orden de los Cartujos, por lo que decía a sus Hijos que habían de ser cartujos en casa y apóstoles en el campo.
Terminaré esta primera parte de mi somero estudio señalando una de las cosas que no le gustaban a San Vicente en el modo de portarse de la mayor parte de los Religiosos a quienes él veía actuar, en sus relaciones con el clero secular: prevalidos de su exención, que entendían con la máxima amplitud, iban a las iglesias y parroquias y actuaban allí sin contar para nada con los encargados de las mismas, y ni siquiera con los Obispos. Hay testimonios de esta manera frecuente de actuar los Religiosos, y San Vicente veía muy bien los inconvenientes que se seguían de esta manera de proceder, ya que con ello se echaba a perder la mayor parte del fruto que podían haber obtenido con sus predicaciones. Veía muy bien que el fruto de sus misiones tenía que ser conservado por los párrocos, y esa colaboración necesaria de éstos no se conseguiría de ninguna manera si se les dejaba a un lado, si se hacía cualquier cosa contra la voluntad de ellos, si no se les mostraba deferencia, e incluso sumisión.
No se puede menos de reconocer que estos hechos hubieron de hacer mucha fuerza en la decisión de San Vicente de mantener a sus misioneros dentro del mismo carácter no religioso o secular.
Y todo este conjunto de hechos y testimonios nos dicen bastante claramente que ese carácter no procede del pensamiento ni del corazón de San Vicente, sino puramente de las circunstanciar exteriores, y que, por tanto, no se puede decir que pertenezcan al espíritu primitivo de la Compañía.
Aurelio Ircio