Junta general celebrada en Madrid el día 25 de Julio de 1858
Excmo. Sr.—Señores.—Amados hermanos en J. C.
Después de haber procurado explicar en el discurso que tuvimos honor de leer en la última Junta general, las ideas que lodo Socio San Vicente de Paúl debe formarse de esta Sociedad, de su verdadero espíritu, y los efectos que la buena inteligencia de este mismo espíritu deben producir en nuestra conducta corno miembros de ella, nos proponemos esta noche someter a la atención de nuestros amados consocios algunas breves reflexiones sobre la influencia que debe ejercer en nuestras ideas y opiniones y en toda la conducta de nuestra vida, ese mismo espíritu de nuestra Sociedad. En el discurso citado considerábamos a los Socios de San Vicente de Paúl como tales, esto es, en sus relaciones inmediatas con la Sociedad. En éste nos proponemos considerarlos como hombres de mundo en todas las posiciones sociales, esto es, en todas sus relaciones con el mundo.
Materia es esta bien extensa, como desde luego se advierte, y que para tratarla con la detención, exigiría mucho más tiempo del que podemos dedicar aquí a ese objeto. Procuraremos, sin embargo, fijarnos en algunas ideas principales, dejando al celo y a la capacidad de nuestros muy amados consocios la deducción de las muchas consecuencias que creemos les podrá suministrar la sola enunciación de ciertos principios, para de este modo no propasarnos de los límites a que nos tenemos que atener.
En primer lugar, debemos formarnos una idea exacta de lo que somos como Socios de San Vicente de Paúl en el mundo, puesto que para ingresar en esta Sociedad hemos tenido necesariamente que pertenecer al mundo, y que, después de nuestro ingreso en ella, hemos quedado en el mundo como lo estábamos antes. Una Sociedad religiosa que recluta sus miembros en el mundo y que no los saca de él, es evidente que necesita para su buena marcha y conveniente progreso entender bien cuál ha de ser su conducta respecto a este mismo mundo en que se forma y subsiste, y los principios que deben regirla en todas sus relaciones con él. Pues bien: estos principios, estas bases de toda nuestra conducta en las diferentes posiciones sociales que ocupamos en el mundo, nos parece que pueden reducirse a las tres siguientes:
1.- Desprecio del mundo,
2.- Desempeño fiel de nuestros deberes en el mundo.
3.- Energía constante en la pelea que necesariamente hemos de sostener con el mundo a causa de nuestro desprecio de él y de nuestro verdadero aprecio de los deberes que en él tenemos que desempeñar.
1.- Desprecio del mundo.
No es posible que profesando nosotros las máximas del Evangelio», deje el mundo de criticarnos» zaherirnos y burlarse de nuestras humildes prácticas, basadas como lo están todas en dichas máximas; y nosotros, al observarlo, lejos de experimentar por ello la menor pena o turbación, debemos alegrarnos mucho en nuestro interior. Que si la burla pasa a persecución, y ésta nos acarrea la pérdida de intereses, de fama o reputación etc., nuestra alegría debe ser todavía mayor, porque es claro que en ese caso padecemos persecución por la justicia, y por consiguiente somos bienaventurados! Pero el Dios do las misericordias, que reparte las cargas según las fuerzas, y conoce in finita mente bien nuestra miseria y flaqueza, rarísima vez nos sujeta a pruebas de esa especio, y la mayor parte de los padecimientos que sufrimos en este sentido, dimanan de nuestra indiscreción y de nuestro mismo orgullo, más bien que de la disposición directa del Altísimo. En efecto, si nosotros cuidamos de conducirnos siempre con verdadera prudencia, con verdadera humildad y con la santa libertad que nos debe inspirar la consideración de la vanidad del mundo y de todos sus ídolos, ¿qué podrá hacer ese mismo mundo contra nosotros? ¿qué nos importará su aprecio o su desprecio-? ¿qué más se nos dará que nos alabe o que nos vitupere? Y sin embargo, hay miembros de nuestra humilde Sociedad, que al tratar de establecerla en un punto en que aún no es conocida, o al mudar de residencia pasando de un pueblo religioso a otro que no lo es tanto, tropiezan con el inconveniente de ese falso respeto humano» y les arredra hasta el punto de paralizar completamente sus buenas intenciones y de no permitirles dar paso alguno, ya para dar a conocer la Sociedad, o ya para agregarse, como deben y desean hacerlo, a la Conferencia establecida en su nuevo punto de residencia. Esto se ha visto ya repetidas veces, y esto ha sucedido hasta con Socios de las mejores disposiciones, para que se vea cuán locos somos y cuán cobardes, y cuán necesario nos es el completo desprecio del mundo; desprecio que no puede menos de profesar lodo el que reflexiona un poco la mentira y la maldad de todas las tendencias de ese mismo mundo. ¿Será posible, señores, que los secuaces de este mundo loco y desatentado no se avergüencen de vivir como irracionales, y que nosotros nos avergoncemos de vivir como cristianos? ¿Será posible que los mundanos no se avergüencen de dedicar cuatro, seis y más horas del día a sus vicios y disipaciones, y que nosotros nos avergoncemos de dedicar una hora al cuidado y servicio de nuestros pobres? ¿Será posible que ellos no se avergüencen de gastar cuanto tienen, y aun también a veces lo que no tienen, en el fomento de sus caprichos y pasiones, sin excluir a veces hasta las más vergonzosas, y que nosotros nos avergoncemos de destinar una parte, por lo general pequeña, de nuestro haber a la limosna? No por cierto: no será posible, a menos da empeñarse en no querer ver de qué lado está la justicia y la razón y hasta el buen sentido; y este empeño, si llega a haberle, tiene que ser forzosamente muy culpable. El desprecio del mundo es una consecuencia forzosa del conocimiento del mundo, y la conducta francamente cristiana es para nosotros una consecuencia forzosa del desprecio del mundo. Pero necesitamos también otra base para la regla de nuestra conducta, que nos preserve de los desvíos a que pudiera conducirnos una mal entendida o exagerada aplicación de la base que acabamos de indicar, y ésta es el aprecio exacto de nuestros deberes en el mundo; por lo que vamos a hacer sobre ella algunas indicaciones,
No tiene nada que ver el desprecio del mundo con el desprecio de nuestros deberes en el mundo. El cristiano desprecia al mundo de corazón; pero no desprecia seguramente el cumplimiento de sus deberes en el mundo, porque fallaría, si así lo hiciese, a las primeras obligaciones que la misma religión le impone. Los miembros de nuestra humilde Sociedad, fundada por jóvenes y especialmente para jóvenes, son en su mayor fiarte jóvenes, esto es, de la edad en que se suele determinar la verdadera vocación del hombre. La vocación religiosa, sin duda la más noble y perfecta, no la concede Dios Nuestro Señor al mayor número; y aunque todos los años tenemos que agradecer a su infinita bondad las muchas vocaciones de esta especie que se despiertan en el seno de nuestra Sociedad, la mayor parte de sus miembros siguen permaneciendo en el mundo y aumentando sus vínculos con él por medio del matrimonio. De los deberes por consiguiente de éstos es de lo que nos debemos tratar con más particularidad, y tanto más cuanto que los que tienen la ventura de abrazar el estado del Sacerdocio, no necesitan ya de nuestros consejos y observaciones.
El Socio de San Vicente de Paúl que toma estado, esto es, que contrae con el mundo la obligación de fundar en él una familia, contrae al mismo tiempo con su conciencia la obligación de preservar a esta misma familia del contagio del mundo en que la establece; y esta obligación sagrada no la puede llenar si no es uniendo al desprecio del mundo el verdadero aprecio de sus deberes como esposo, como padre y como cabeza de familia. Su ingreso en la Sociedad y su permanencia en ella debieron reformarle como individuo, según se procuró demostrar en el discurso citado. Las ideas que en la Sociedad ha adquirido, y las prácticas que en ella ha ejercido y sigue ejerciendo, deben reformarle como jefe de casa, esto es, como cabeza de varios otros individuos, y su casa y su familia no deben parecerse en nada a la casa y a la familia de la generalidad de los hombres. Poco le importará por lo tanto la crítica o la burla del vecino, del pariente o del amigo, y no dejará por ellas seguramente de establecer en su interior aquellas reglas de conducta queso conciencia le dicte, y cuya observancia sola pueden asegurarle la paz y el orden doméstico, fijará sus prácticas religiosas, dará de mano a todos los compromisos sociales que tiendan a dificultarlas o imposibilitarlas, no permitirá que el ocio y el lujo, y en pos de ellos el vicio, logren traspasar los umbrales de sus puertas, y en una palabra, adoptará cuantas medidas juzgue oportunas o necesarias para impedir que el contagio del mundo penetre en su casa y familia. Por lo demás, modelo como está obligado a ser de ciudadano, pondrá también todo su esmero y cuidado en el fiel cumplimiento de sus deberes particulares y, sea cual fuese su posición social, procurará desempeñarla con la mayor exactitud posible. Su conocimiento del mundo y el profundo desprecio que abriga en su corazón de todas sus pompas y vanidades, no le autorizan para faltar a sus deberes en ese mismo mundo, porque en él le tiene Dios colocado para llenarnos exactamente, y con tal que mantenga recta y pura su intención, nada debe temer del roce con los mundanos que exija el cumplimiento de sus verdaderos deberes. Al llenarlos no se propone agradar al mundo ni servirle, pero los llena fielmente para agradar y servir a Dios. Con esta mira trabaja, y su trabajo, sea cual fuese, recibirá del Señor la bendición en gracia de la santa intención con que procura desempeñarle. Esto supuesto, salta a la vista, por decirlo así, la necesidad de la 3ª base que antes hemos anunciado, a saber, la de la constancia y firmeza en la continua batalla que tenemos que sostener con el mundo en que vivimos, despreciándole de corazón y apreciando al mismo tiempo el cumplimiento de nuestros deberes para con él. Diremos por lo tanto también algunas palabras sobre esta 3ª base de nuestra vida y conducta como Socios de San Vicente de Pául en el mundo.
Batalla tiene que haber necesariamente, y la consideración de su necesidad no debe arredrarnos en modo alguno. Sólo debe enseñarme que tenemos que estar continuamente en guardia y que debemos también pedir continuamente al Señor el esfuerzo y valor que necesitamos para pelear y vencer; esfuerzo y valor que sólo el Señor puede darnos.
Considerémonos como soldados en campo enemigo y lo que es más de notar, soldados que llevamos el mismo uniforme que lleva el enemigo. La Iglesia es nuestra fortaleza, y ella nos suministra las armas y las municiones y todos los auxilios que necesitamos para pelear y salir con bien de la lucha; pero nosotros estamos esparcidos en el mismo campo enemigo, mezclados con sus soldados y, por consiguiente, expuestos a todas horas y por todas partes a sus tiros y a sus astucias. ¿Cuál no deberá ser, pues, nuestra cautela y vigilancia, y cuáles no deberán ser también nuestro esfuerzo y valor? Pero por otro lado consideremos el fruto que, con el auxilio de la Divina Gracia, podemos alcanzar con nuestra vigilancia y cuidado, con nuestro esfuerzo y valor, el número de prisioneros que podemos ir conduciendo a nuestra querida fortaleza, para que en ella reciban la paz y la alegría de la conciencia y la verdadera libertad, en premio de haberse dejado vencer por nuestro amor; el bien tan grande que podemos hacer a la humanidad peleando sin intermisión para arrancarla de la esclavitud del pecado y del culto servil de los ídolos del mundo a la vida de la gracia y al santo y puro servicio de Dios.
Recordemos el discurso notabilísimo que S. S. Pío IX nos dirigió el 5 de Enero de 1855, y cuyo contenido entero debemos tener todos profundamente grabado en la memoria y más aún en el corazón. En él se nos anima a esta lucha y se nos hace, ver la necesidad de este continuo combate; a esta batalla se debe el nacimiento de nuestras amada Sociedad, y por eso vemos en sus estatutos desde el principio consignada la idea de conocernos, de unirnos y de amarnos, como uno de sus primeros objetos. Es verdad que no es el único ni aun el más aparente, pero acaso es, sin embargo, el más fundamental, porque sin el sería imposible nos fuera conseguir los demás. Visitar al pobre y aun socorrerle puede muy bien hacerse, profesando principios muy distintos de los que nosotros profesamos. Pero para vigilar al pobre y socorrerle por electo de verdadera caridad, es necesaria la fe, y una fe viva, que no puede sostenerse sin prácticas religiosas y verdadero fervor. De aquí nacieron las condiciones que desde luego se vio que era indispensable exigir de los que tratasen de agregársenos, y de aquí la consecuencia forzosa de irnos conociendo, uniendo y amando cada vez más y más, los que viviendo en el mundo deseamos preservarnos de su contagio funesto y tenernos al efecto (pie combatir noche y día con las preocupaciones, falacias y astucias de sus fascinados secuaces.
¡Animo-, pues, amados hermanos en J. C.! Despreciemos al mundo de corazón. Cumplamos fielmente los deberes de nuestra posición social, sea cual fuese, y peleemos sin intermisión en esta lucha terrible que tenemos forzosamente que sostener. Nuestras armas, ya es sabido, no pertenecen al género do las que hieren al cuerpo, sino (pie son de las (pie sanan al alma, porque nuestro combate es exclusivamente espiritual. A fuerza de amor, de humildad y de paciencia hemos de vencer a nuestros enemigos. A fuerza de caridad verdadera es como los hemos de conquistar. Con esas mismas virtudes nos hemos de preservar de todos sus ataques y arterías, y ellas solas pueden alcanzarnos la victoria; victoria feliz para vencedores y vencidos; venturosa victoria que nos proporciona a unos y a otros la única paz verdadera (pie podemos disfrutar en la tierra, y victoria bienaventurada que nos asegura el premio eterno del Cielo!
Estas cortas reflexiones, señores, no tienen otro objeto (pie el de dar a conocer cada vez más y más el espíritu verdadero de nuestra humilde Sociedad, a los que forman parte de ella, y las consecuencias prácticas que de ese conocimiento se derivan naturalmente. En cuanto a los demás, esto es, a los que no están de nuestra parte en este campo del mundo, poco nos debe importar que nos conozcan bien o mal, poco el que nos encomien o calumnien, poco el que nos aprecien o desprecien. Fijémonos bien en las bases de toda nuestra conducta. Aprendamos cada día más y más a conocernos, unirnos y amamos. Que nuestro amor se extienda también, no sólo a nosotros y a nuestros queridos pobres, sino a la humanidad entera, y esforcémonos por aliviar todas las necesidades y miserias que la afligen.
Dirijamos a este noble objeto toda la energía de nuestros afectos, y hagamos todo esto con la única, pura y santa intención de servir y agradar a Dios Nuestro Señor y de corresponder a los innumerables beneficios que continuamente nos dispensa. De este modo contribuiremos cada cual por su parte a la verdadera prosperidad de nuestra querida Sociedad y a su progresiva extensión: contribuiremos a la santificación de sus miembros y adelantaremos en la propia nuestra: disfrutaremos en medio de ¡a batalla del mundo de una paz interior y de una serena tranquilidad, que nos recompensarán desde luego con usura todos nuestros esfuerzos y sacrificios. Nuestra vida, gastada en el fiel cumplimiento de todos nuestros deberes, y santificada por el ejercicio continuo de la Caridad, nos conducirá a una santa muerte, y ésta sólo será para nosotros la puerta de la felicidad eterna!