Santiago Masarnau (sobre la vanidad, la presunción y el amor propio)

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

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JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL Día 15 DE FEBRERO DE 4880-

A continuación el Sr. Presidente del Consejo Superior dio las más expresivas gracias al Emmo. Sr. Cardenal Patriarca de las Indias, y al Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad, en nombre de todos los consocios, por el favor que dispensaban a la Junta dignándose honrarla con su presencia, y pidió la venia para que se leyese un pequeño discurso de uno de los miembros del Consejo, que se había preparado según costumbre. El Emmo. Sr. Cardenal tuvo la bondad de acceder a la petición, y se leyó lo siguiente:

«Emmo. Señor:

«Señores miembros de honor:

«Queridos hermanos en J. C.:

«Cumpliendo con la indicación del Consejo Superior de España, voy a ocupar vuestra atención durante breves instantes.

«Como lo hago satisfaciendo un deber que no puedo rehuir, no esperéis de mí un discurso adornado con todas las galas de la oratoria, ni lleno de pensamientos elevados, ni sembrado de pasajes que produzcan vuestro aplauso.

«Carezco de todas las condiciones necesarias para ello, y si desempeño esta misión, es porque sé que para dirigirme a vosotros como socios de las Conferencias de San Vicente de Paúl, es preciso dejar a un lado todo lo que parecer pueda revestido del aparato del mundo, y hablar solo a vuestro corazón con el sencillo lenguaje del amor.

Hacerlo de otro modo sería alardear de vanidad, de presunción y de amor propio, y vosotros, amados consocios, sabéis que en nuestra querida Sociedad están de más la vanidad, la presunción y el amor propio: está de más la vanidad, porque debemos ser humildes hasta el extremo; lo está la presunción, porque faltaríamos a la caridad con los hermanos que hemos adoptado a nuestro ingreso en la Sociedad, siendo presumidos con ellos; y lo está, finalmente, el amor propio, porque seríamos soberbios con nosotros mismos, creyendo que valíamos algo más que lo bien poco que valemos.

Y esto que os acabo de indicar, y que parece como que forma el exordio de mi pequeño discurso, va a ser precisamente el principal objeto de él.

Os voy, pues, a hacer ligerísimas indicaciones sobre estos tres defectos, tan comunes por desgracia en el inundo, y que serían la polilla para nuestra Sociedad, si individualmente nos dejáramos vencer de ellos.

No creo, ni por un solo instante, que la Sociedad de San Vicente de Paúl se deje colectivamente dominar de ellos, ni aun de uno solo; y no lo creo primero, porque la Sociedad en todos sus actos da principio con la invocación del Espíritu Santo, y no es posible que los que se reúnen para un objeto piadoso, e invocan para presidir su reunión al Espíritu Santo iluminador, puedan caer en sus reuniones en aquellos graves defectos; en segundo lugar, porque se invoca también a la Purísima Virgen, y siendo esta Señora el tipo más acabado de la hermosa virtud de la humildad, no es posible que abandone a sus hijos, que se ponen bajo su inmediata protección, y los deje caer en los lazos del demonio; y en tercer lugar, porque los que se han reunido bajo el estandarte y la enseña del Apóstol de la caridad, del sencillo, humilde y caritativo San Vicente de Paúl, siendo inspirados también por éste, no pueden ni ser vanidosos, ni presumidos, ni soberbios.

¿Podremos dudar de esto, mis queridos hermanos?

»No, seguramente: no es posible que la Sociedad, en su colectividad, pueda caer en tales defectos, porque si así fuera, la Sociedad no existiría hace mucho tiempo, y por el contrario, la vemos seguir tranquilamente su marcha, esa marcha qué está inspirada por un reglamento tan sencillo, tan humilde, y al mismo tiempo tan previsor y tan bien estudiado, que atiende a todo, que todo lo ordena y todo lo dirijo con una sencillez que no necesita interpretaciones, ni correcciones, ni enmiendas; y esto hasta tal punto, que maravilla ver cómo una obra humana, y en tal concepto defectuosa siempre y caduca como todas, subsista hace tantos años, y siempre la misma, de modo que si fuera posible que los que formaron el reglamento volviesen a la vida, al hojear las páginas de su obra, encontrarían los mismos títulos, los mismos capítulos y los mismos artículos-, y que si había alguna diferencia, no sería ciertamente por haberlo corregido, sino por habérsele añadido nuevas gracias espirituales, benignamente concedidas por los venerables Prelados de la Santa Iglesia Católica.

¿Y habrá necesidad de deciros a qué se debe esto?

Ya lo sabéis muy bien; se debe al espíritu de humildad, al espíritu de caridad, y al espíritu de sencillez que respiran todas y cada una de sus disposiciones. No es, pues, extraño, que como os decía antes, la Sociedad de San Vicente de Paúl en su fondo y en su colectividad, permanezca sin dejarse dominar de esos defectos, que indudablemente hubieran causado su ruina.

Sus mismas tribulaciones, las mismas pruebas que ha sufrido en varios países, la han acrisolado cada vez más, y permiten que de día en día adquiera más fuerza y más vida, más lozanía y más vigor, porque se funda y se sostiene por la humildad, por la sencillez y por la caridad, que son los antípodas de la vanidad, de la presunción y del amor propio.

Ahora bien, hermanos míos, si por la protección y ayuda de Dios, la Sociedad de San Vicente de Paúl, en su colectividad, aparece exenta de esos diabólicos lunares, examinemos si los individuos que la componen pueden ser acusados con verdad de estar dominados por ellos.

No creáis que voy a ocuparme precisamente en ir examinando uno por uno a los individuos que componen nuestra querida Sociedad; nada más lejos de mi ánimo, ni más impropio de este escrito. Pero sí puedo presentar a vuestra consideración algunas reflexiones o indicaciones, por las que todos y cada uno de nosotros pueda reconocerse interiormente, y convencerse de si ha caído por desgracia en alguno de los indicados defectos,

Y esto, queridos hermanos, será solo en lo referente a nuestra Sociedad, al cumplimiento de los deberes que nos impone, a las reglas que debemos seguir en lo que establecen, y en lo que puedan ser contrariados por esos tres defectos capitales, que pudiendo reducirse a uno solo, la soberbia, nos pueden hacer fallar bajo tres conceptos diferentes.

Es casi seguro, queridos consocios, que nuestro ingreso en la Sociedad, salvo la divina inspiración, o ha tenido por causa la indicación de algún director espiritual, o la lectura de algún libro que a ella pudiera hacer referencia, o la edificación producida por haber visto alguna desús prácticas; o, finalmente, el deseo de algún buen amigo que nos ha incitado a pertenecer a ella, después de habernos manifestado su objeto, su marcha y sus tendencias.

Ahora bien, al asociarnos a los compañeros que dedican algunos momentos de su vida al ejercicio de la caridad, cumpliendo con los preceptos del reglamento; al asistir a las sesiones semanales, al contribuir con nuestras ofrendas, al hacer la visita a los pobres que se nos han confiado, al acercarnos a la Sagrada Mesa en nuestras festividades, al concurrirá estas reuniones reglamentarias, ¿lo hemos hecho todo sencillamente y guiados siempre por el espíritu de la humildad y de la caridad, y con la santa alegría de cumplir con un deber sagrado para nosotros?

Nuestro ingreso en la Sociedad ¿fue efecto de saber que en ella había personas de posición social y de reconocida influencia, y del deseo de figurar a su lado, de hacernos visibles, y de adquirir conocimientos, como se suele decir en el mundo, para adelantar en nuestras aspiraciones y en nuestros ensueños de ambición y de vanagloria?

Al formar parte de una de las Conferencias, al ingresar en el número de los que la componen, ¿nos hemos despojado de la presunción mundana, y nos consideramos como el último de ellos, aunque nos creamos muy superiores equivocadamente, pues tal vez el menor de todos valga él solo por su humildad más que los demás reunidos?

Al meter la mano en la bolsa que pasa por delante de todos, ¿hemos puesto nuestro óbolo con el santo desprendimiento que exije la verdadera caridad, sin dejarnos llevar de la tentación del amor propio?

¿Cómo hacemos nuestra visita a los pobres en sus casas? ¿Nos presentamos en ellas sencillamente, manifestando la alegría en el semblante, la modestia en nuestro traje, la satisfacción en verá nuestros visitados, la paciencia al notar lo poco que adelantamos para separarles de sus malas inclinaciones; o nuestra visita se reduce a presentarnos en aquella morada de prisa, con cierto disgusto, insultando la pobreza con nuestro lujo, la caridad con nuestro mal humor, la paciencia con nuestro enojo, al ver que se hace poco caso, o que no se consiguen resultados de nuestras exhortaciones?

¿Nos dejamos llevar de la vanidad porque nos vean entrar en la casa de los pobres? ¿De la presunción, con objeto de que estos se persuadan de que somos de buena familia, o de alta posición social? ¿Del amor propio, creyendo, por olvido de nuestra miseria, que somos apóstoles de la caridad?

Y no solo pueden dominarnos estos tres terribles defectos en la visita de los pobres, en las reuniones de las Conferencias, en la práctica de los deberes religiosos que se nos imponen, en la colecta y en los demás actos que cumplimos siguiendo las prescripciones del reglamento, sino que pueden hacernos mucho daño de otros muchos modos, porque es necesario tener presente, y esto continuamente, que nuestro mayor enemigo no puede ver con satisfacción que la bondad de nuestro Dios nos haya llamado al seno de una Sociedad en que tanto podemos adelantar, edificándonos con el ejemplo de nuestros consocios y de nuestros pobres, y edificando también a nuestra vez a los unos y a los otros; y es consecuencia precisa que, descoso de nuestro mal, ponga los medios imaginables para perdernos, y sus mejores auxiliares son los que a él le hicieron perder el magnífico lugar en que Dios le había constituido en un principio.

¿Deberé yo indicaros los infinitos medios de que se valdrá ni para hacernos caer, y perder todos los bienes que podemos conseguir como socios de las Conferencias de San Vicente de Paúl?

Basta con las indicaciones hechas; pues habiendo llamado vuestra atención sobre lo que podemos ser perjudicados por la soberbia, esto es suficiente para que todos estemos alerta, y no nos dejemos llevar de un vicio, que haciéndonos perder el mérito que pudiéramos conseguir en las prácticas de la Sociedad, harían estériles el llamamiento de Dios, el ejemplo de nuestros consocios, y lo que todos los días podemos aprender con la visita, con la conversación y con el trato de nuestros pobres.

Pero antes de concluir, me parece oportuno presentar a vuestra consideración, para  que todos estemos en guardia y no nos dejemos sorprender, que el enemigo del linaje humano, valiéndose de sus pérfidas artes, nos puede hacer caer, sin sospecharlo siquiera, en los tres defectos que hemos condenado, por un concepto que no podemos recelar sea peligroso.

Todos sabéis que nuestra querida Sociedad tardó algún tiempo en aclimatarse en nuestra patria, que sus principios fueron humildes, que su desarrollo fue lento, y que después tomó tal incremento, que las memorias estadísticas que se presentan todos los años en el aniversario de nuestro Santo Patrono San Vicente de Paúl, lo demostraban de un modo sorprendente. Todos sabéis también que llegó un día en que nuestra Sociedad sufrió una grande desventura, en que le llegó la hora de la angustia, del dolor y de la perturbación.

Los días de prueba pasaron sobre ella, y por desgracia no en balde; no los describiré, puesto que ya se ha hecho en otros discursos leídos en este sitio: me limitaré a hacer de ellos una mención. Muchas Conferencias desaparecieron; al formar nuestras listas echamos de menos a nuestros antiguos compañeros: unos habían dejado de pertenecer al mundo, buscando el lugar del eterno descanso; otros se dejaron llevar de los halagos de la vanidad, y con estos lazos ya no podían estar en una Sociedad tan hollada y que tan poco valía en el mundo en que vivían y para el mundo que ellos buscaban; otros, ¡desgraciados de ellos! no solo nos dejaron, sino que por desdicha inmensa dejaron también a Dios, y hasta ingresaron en otras sociedades muy diferentes de la nuestra.

El tiempo pasó, volvieron días más serenos, y la Sociedad se rehizo con paso lento, como sucedió al principio de su formación; y como también aconteció entonces, hoy a su vez empieza a tomar grande incremento.

¿Será éste precursor de nuevas pruebas, de nuevas perturbaciones?

Solo Dios lo sabe, pues a El nada se oculta; pero en nosotros está el poner los medios para no necesitar tamaño castigo, por nuestra culpa y nuestra miseria.

Si viene de nuevo la tormenta para que sea nuestro crisol, bajemos la cabeza y suframos con humildad la tribulación, pero que no seamos nosotros los que atraigamos la cólera divina por nuestras faltas.

El peligro lo tenemos cerca, nos acecha y está siempre con nosotros y a nuestro lado. ¿Cuál es? Hermanos míos muy queridos, os lo diré: es la vanidad que nos tienta, para que la satisfacción que nos puede producir la marcha de nuestra Sociedad, en lugar de ser atribuida a Dios, la consideremos como consecuencia tan solo de nosotros y de nuestros méritos; es la presunción, que nos quiere hacer persuadir de que todo se debe a nuestros esfuerzos, olvidándonos de Dios: y es el amor propio, ese mal consejero, que nos dice allá en el fondo de nuestro corazón, que el incremento de nuestra Sociedad nos debe enorgullecer en lugar de movernos a dar gracias al Altísimo, que es su único autor. Sintamos, sí, verdadera alegría al ver aumentarse las Conferencias, al tener noticias de los muchos que vienen a inscribirse en nuestras filas, al oír lo mucho bueno que se hace por socios que valen más que nosotros; pero atribuyámoslo todo a Dios, démosle gracias repetidas por sus mercedes pidámosle verdadero espíritu de humildad, de caridad y de abnegación, y lucharemos con ventajas infinitas, con la vanidad que deslumbra fatalmente, con la presunción, que corrompe las buenas obras, y con el amor propio, que mata las mejores inspiraciones.

Concluyo, queridos consocios, indicándoos que en este pobre discurso no he hecho más que llamar vuestra atención sobre tres defectos capitales, que son la ruina de todo lo bueno, de todo lo santo que nuestro corazón nos puede inspirar: a vosotros toca detallar más y más mis indicaciones y sacar las consecuencias; que materia hay más que suficiente para hacerlo, dejando a Dios el hacerlas fructificar en vuestros corazones por un efecto de su infinita bondad, para que todo redunde en beneficio de nuestra Sociedad, y como legítima consecuencia, en mayor honra y gloria suya, en favor de nuestros pobres y en bien de nosotros mismos.»

 

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