Santiago Masarnau (sobre la oración, el retiro…)

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: .
Tiempo de lectura estimado:

Junta general celebrada en Madrid el 26 de Febrero de 1861

Inmediatamente después el mismo Sr. Presidente dirigió la palabra a la Junta en estos o parecidos términos:

Excelentísimo Señor: Señores y hermanos queridos en Jesucristo! Mañana debemos asistir juntos al Santo Sacrificio de la Misa, conforme al Reglamento, para pedir a Dios Nuestro Señor por nuestros queridos consocios difuntos. Con este motivo es para nosotros del mayor interés considerar hasta qué punto somos fieles al cumplimiento de este dulcísimo deber que nos impone nuestra Sociedad, de amar a los nuestros, no sólo hasta el sepulcro, sino también, y más particularmente si cabe, después de su muerte, porque es cuando nuestro amor les puede ser más útil, llenando así uno de los principales fines, el primero de nuestra Sociedad, que es el de amarnos mutuamente y con un amor más fuerte que la muerte.

¿Creencia? Creemos en la vida eterna, y así lo decimos todos los días; pero esta creencia ¿se puede amalgamar con la importancia exagerada que damos a todas las cosas caducas y perecederas de la vida presente?

Aquí se ve claramente nuestra fragilidad, nuestra miseria, el estrago que en el hombre produjo el pecado de nuestros primeros padres; porque si no fuera por el olvido, no pecaríamos nunca. Acuérdate de tus postrimerías, y nunca pecarás.

El recuerdo es el gran remedio para ese gran mal del olvido; y aquí se ve la importancia del recuerdo y de todo lo que conduce a él, como se ha visto antes la malicia del olvido y el peligro de todo lo que a él conduce. Conducen al recuerdo la reflexión, la meditación, la concentración de la mente y de los afectos; y conducen al olvido la distracción, la disipación y la licencia de los sentidos. El Evangelio nos aconseja lo primero; el mundo nos recomienda lo segundo, ¿A cuál de los dos debemos seguir? No cabe duda para un ser dotado de razón como lo es el hombre, a no ser que se empeñe en prescindir de esa misma razón, su más noble prerrogativa, para descender hasta el nivel del bruto.

Bien sabe la Iglesia lo que recomienda al aconsejar a los fieles el retiro, la meditación, la guarda de los sentidos; pero también el mundo sabe que para el fin que se propone, que es la perdición del hombre, conviene recomendar la distracción, la disipación y el aturdimiento. ¡Y de cuántos medios se vale al efecto! ¡Cuántas invenciones, cuántas modas, cuántas vaciedades no ha logrado introducir e introduce todos los días sólo para lograr eso objeto!…

Nosotros, sin embargo, que, por la misericordia de Dios, no sólo hemos renunciado solemnemente a sus pompas y vanidades y a todos sus artificios en la fuente bautismal, sino que repetidas veces hemos renovado los votos que por nosotros se hicieron en ella, no debemos, no podemos nunca seguir sus consejos y pérfidas amonestaciones. Fieles siempre a los consejos y a las amonestaciones de Nuestra Santa Madre la Iglesia, debemos esmerarnos por buscar en el retiro, en la soledad, en la calma y quietud de la meditación, hasta donde nos lo permita el cumplimiento de nuestros deberes, pero do nuestros verdaderos deberes y no de los que el mismo mundo nos quiere imponer, la razón de nuestra fe y la aplicación de sus eternas verdades a toda la conducta de nuestra vida. De este modo, y sólo de este modo, aprenderemos a orar, y sólo sabiendo orar sabremos obrar y padecer, esto es, sabremos vivir.

Aprenderemos a orar, sí, que tanta falta nos hace, como lo acusan a cada paso nuestras miserias e imperfecciones. Todos oramos con los labios; pero ¿oramos también con el corazón? ¿Pensamos acaso en la nulidad de las palabras que la boca profiere mientras que la mente y el corazón no toman parte alguna en ellas? Todos decimos: Señor, hágase tu voluntad; pero al mismo tiempo ¿no deseamos vivamente allá en el interior que se cumpla la nuestra? Todos decimos: Señor, perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; pero al mismo tiempo ¿no abrigamos enemistades, rencores y acaso hasta odios en nuestro pecho? Todos decimos: creo en Dios Padre Todopoderoso; pero al mismo tiempo ¿no nos quejamos continuamente de las cruces que su mano benéfica nos depara, llenos de ansiedades y de zozobras y de angustias por nuestra suerte futura?

Pues ¿de qué dimana todo esto sino de la falta de atención con que oramos, del olvido en que vivimos habitualmente de todo lo que más nos interesa, y hasta de la significación verdadera de las palabras que pronunciamos en la oración; y en fin, de nuestra continua y funesta disipación?

Reconozcámoslo así y reformémonos en esta parte con el mayor cuidado. Ocupemos nuestra memoria con el continuo recuerdo de la presencia de Dios y de todos sus divinos atributos. Avergoncémonos do no haberlo hecho así siempre, y propongámonos firmemente no dejar más esta preciosa práctica tan útil como dulce, la más útil y la más dulce que podemos adoptar y seguir hasta el último momento de nuestra vida. Con ella podemos santificar todas nuestras obras, sean las que fueren: con ella nos será tan dulce y alegre la soledad como sin ella nos es triste y tediosa: con ella el trato y la compañía de los hombres no nos podrán dañar; y antes al contrario, producirán frutos saludables para ellos y para nosotros: con ella, en fin, nuestro corazón gozará siempre de una paz, de un consuelo y de una felicidad inexplicables, que nadie nos podrá arrebatar, y que nada será capaz de turbar.

Adquirida la práctica del recogimiento interior, de la dulce meditación y de la consoladora reflexión, no nos olvidaremos, no, ciertamente, de nuestros queridos hermanos en Jesucristo porque los hayamos dejado de ver con los ojos do la carne. Los seguiremos viendo con los del espíritu: los veremos tender hacia nosotros sus brazos: oiremos sus clamores por nuestras oraciones; y no se las haremos desearen vano. Todos los días, en el Santo Sacrificio de la Misa, todas las noches en nuestras últimas oraciones, rogaremos a Dios por todos nuestros consocios difuntos en general, y en particular por aquellos que hemos conocido y tratado durante su peregrinación por este desierto del mundo. Su memoria, renovada así de continuo, no se borrará nunca de nuestra mente, y será verdad, aquello que se ha dicho de nosotros: «Se aman de corazón; se aman corno cristianos; se aman en Jesucristo y por Jesucristo; y por eso su amor es más fuerte que la muerte”.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *