ACTA DE LA JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL Día 18 DE FEBRERO DE 1877.
A continuación uno de los Vice-presidentes del Consejo superior dio las gracias en nombre del Consejo al Ilmo. Sr. Obispo por la muestra de aprecio que dispensaba a la Junta con su asistencia, y leyó lo siguiente:
Señores y amados hermanos en Jesucristo:
Es la obediencia preciosa e indispensable virtud para el cristiano, si ha de corresponder a la nobleza de su origen y alcanzar el fin para que fue criado.
La vida toda de nuestro amabilísimo Jesús es el más perfecto modelo de virtud tan excelsa; vivió siempre obediente, y obediente sufrió por nosotros muerte de Cruz.
No os cause extrañeza, mis amados hermanos, que encomie yo de tal modo la santa virtud de la obediencia, pues que en ella debo refugiarme al hablaros esta noche.
Se ha creído por aquel a quien la mano de Dios colocó al frente de nuestra amada Asociación en España, que atendidas las especiales circunstancias que me rodean, y que para pocos de los que tienen la bondad de escucharme serán un misterio debía yo venir ante vosotros, si no a daros el adiós de despedida, pues que mi espíritu os ha de acompañar siempre, a saludaros al menos en el instante crítico, en que voy a salvar la línea divisoria que separa mi actual estado y el vuestro, del muy augusto y sublime a que Dios en sus impenetrables designios ha tenido la dignación inmensa de llamarme. La obediencia, pues, mueve mis labios, y me impone un sacrificio que confiadamente espero no ha de quedar sin recompensa, toda vez que dice el Señor por boca del Sabio: Vir obediens loquetur victoriam. ¿Y de qué otra cosa podría yo hablaros en momento para mí tan solemne, sino de aquello mismo que embarga todo mi ser? ¿Qué podrá, aun cuando torpemente, expresar la palabra, sino algo de lo mucho o inexplicable que siente el corazón? Quiero, pues, en algún modo haceros participantes de mi dicha, porque os amo con puro y fraternal afecto en Cristo Jesús, y deseando daros prácticas pruebas de este mismo afecto, me decido a preguntaros: ¿Habéis meditado bastante acerca de lo que es la vocación? No os alarméis, creyendo que con la fe y el ciego entusiasmo del neófito, venga a excitaros a que sigáis mi ejemplo: fuera en mí presunción indisculpable e insigne temeridad. Quiero, sí, hablaros de la vocación, ¿y por qué no? ¿Se pretenderá acaso que es esta solo necesaria para abrazar el estado eclesiástico y el religioso, y que no la ha menester igualmente quien abraza el estado santo del matrimonio, o quien ha de permanecer en casto y perpetuo celibato?
Es la vocación, bien lo sabéis, mis amados hermanos, una luz especial con que Dios da a conocer al hombre el camino que ha de seguir en la tierra, a fin de llegar a la patria del Cielo. A la manera que la conciencia dicta a cada uno en particular lo que la ley eterna prescribe en común, así la vocación le da a conocer cuál sea la voluntad de Dios, y en qué estado quiere que le sirva; más así como la ignorancia, las pasiones y otras circunstancias hacen formar muchas veces conciencia errónea, así también la falta de meditación en tan vital asunto por un lado, y las pasiones, y la ignorancia, y los respetos humanos por otro, anublan de tal modo el entendimiento de la criatura, que no percibe la voluntad de Dios, abraza el estado que no debe, y se pierde miserablemente, verificándose lo que una y otra vez dice el Sabio en los Proverbios: Un camino hay que parece al hombre real y derecho, y no obstante conduce a la muerte.
No pocos de vosotros habéis va tomado estado. ¿Estáis seguros de que es el que la divina Providencia os tenía destinado? Lo habréis sin duda consultado con Dios, habréis escuchado dóciles sus santas inspiraciones, y purificando vuestra intención habréis ido sin vacilar adonde Dios os llamaba. Sí así es, con toda la efusión de mi alma os felicito, pues de cierto sabéis que la vocación es como el primer eslabón de esa cadena de gracias, que el Padre de las misericordias y dador de todo don perfecto nos ha preparado, y se llama predestinación.
Pero hay otros muchos, y son la mayor parte de nuestros jóvenes consocios, que se hallan en ese momento crítico de la vida, en que exentos de errores en su inteligencia y puros en su corazón, pero fascinados por las cosas sensibles, y obcecados tal vez por la pasión, van a decidir su suerte futura; a ellos especialmente me dirijo, rogándoles por las entrañas de amor de nuestro buen Jesús, que mediten atenta y detenidamente acerca de su vocación, puesto que a vocatione pendet aeternitas.
¿Y cómo conoceré yo, dirá alguno, cuál es la voluntad de Dios? Soy una pobre y vilísima criatura, y no he de pretender que el Criador descienda hasta mi pequeñez en negocio de esta especie.—Quien tal dijera ofendería torpemente, a aquella Providencia misericordiosísima, que viste de bellos y variados colores al lirio de los valles, y sin cuyo beneplácito no cae un solo cabello de nuestra cabeza.
«Acaso, hermano mío, no te llame Dios como llamó un día a los primeros Apóstoles, y más tarde llamó a Sauloo; pero ¿estas seguro de que aún no te ha hablado Dios, o de que no te ha de hablar en adelante? Recuerda, entre otras cosas, tu venida al seno de nuestra amada Sociedad. Propenso por naturaleza a la caridad, quisiste practicarla amando a Dios como único fin y a los pobres en El: para ello leiste atentamente nuestro Reglamento; te pareció bien, y resolviste observarlo puntualmente; te revestiste del espíritu de hijo de San Vicente de Paúl, te conformaste con los trámites prescritos para el ingreso en la Conferencia, y cuando llegó el día deseado, te acercaste ante todo al Convite Eucarístico, para hacerte así acreedor a las imponderables gracias que la Santa Iglesia nos tiene concedidas. ¿Quién juzgas tú que te inspiró tan santos pensamientos? ¿No fu e aquel que todo lo dispone en peso, número y medida? ¿O serás tan insensato que lo atribuyas meramente al encuentro de este amigo, o a aquella conversación que sorprendiste entre dos compañeros de Universidad o de Academia? Pues recorre, hermano mío, los días todos de tu vida, y anota, si es que puedes, las diversas mociones del espíritu, las inclinaciones de la voluntad, las inspiraciones de la gracia, tantos buenos propósitos, tantas resoluciones no siempre por desgracia llevadas a cabo; y verás en todo ostensiblemente la mano de Dios.
No hay duda, mis amados consocios; aquella estrella que tal admiración y respeto nos causa, iluminando a los sabios de Oriente, y conduciéndolos a Bethlem, brilla igualmente para todos los que por la divina misericordia hemos nacido y vivimos en el seno amoroso de la Iglesia Católica. Pero ¿la seguimos pronta, sumisa y generosamente como aquellos afortunados varones? Si se oscurece alguna vez, o se oculta del todo, porque equivocamos la ruta y entramos dentro de los muros de la impía Jerusalén, ¿nos apresuramos a buscar quien nos ponga otra vez en camino, y nos alegramos, gaudio magno valde, al percibir de nuevo sus resplandores?
Más ¡oh desgracia! la estrella de nuestra vocación tal vez nos lleva a Bethlem, y o volvemos prontamente la espalda al ver a Jesús pobre y casi abandonado, o si permanecemos allí, nuestras manos están vacías, sin que le ofrezcamos uno solo de tantos dones como del Padre Celestial hemos recibido, consagrándolos en cambio ante los inmundos altares de todas las concupiscencias. Y todavía Jesús espera, y Jesús nos llama, y Jesús nos sufre, y vive treinta años vida oculta y llena de divinas enseñanzas bajo el humilde techo de Nazareth, y cuando ha llegado la hora designada por el Padre, da la vida por el hombre, después de haberla empleado toda en bien suyo, dando vista a los ciegos, movimiento a los tullidos y vida a los muertos, después de haber cargado sobre sus hombros la oveja descarriada, llamando a Zaqueo, perdonando a la adúltera, conversando con la Samaritana, haciendo una Santa de la gran pecadora de Magdalo, y un apóstol de quien en un patíbulo espía sus delitos.
¿Y dudaremos todavía de la infinita bondad y del amor inmenso de quien de tantos y tan ingeniosos medios se vale para llegar hasta las puertas de nuestro corazón, y no se las abriremos de par en par para que en el asiente su trono, pues que le pertenece por rigoroso derecho de conquista?
Tal vez, sin pensar, y queriendo escudriñar lo que pasa en el interior de muchas almas, os he revelado algo de lo que la mía ha experimentado; sus inquietudes, sus vacilaciones, sus propósitos, sus inconstancias, sus veleidades y sus ingratitudes, que Dios ha permitido sin duda para hacer más expléndida ostentación de sus misericordias, admitiéndome generoso en su sagrada indicia.
Deudor os soy, en no pequeña parte, consocios amadísimos, de dicha tan inefable. Bondadosos, me admitisteis en vuestra compañía, me ilustrasteis con vuestra enseñanza, me edificasteis con vuestro ejemplo, me sostuvisteis ron vuestro consejo, y me ofrecisteis abundantes medios de santificación en la visita de nuestros pobres amadísimos, y demás piadosas prácticas de nuestra Sociedad; y como si todo esto no fuera bastante, muchos de vosotros me habéis hecho en esta ocasión oí inapreciable presente de vuestras fervorosas oraciones, que cual suave y oloroso incienso habéis hecho subir hasta el Trono del Señor: ¿qué os daré yo en cambio de tanto como me habéis dado? Pobre de méritos ante el divino acatamiento, también yo elevar e mis manos suplicantes al Padre de las misericordias, para que descienda abundante la gracia sobre nuestra amada Sociedad, providencialmente extendida por todo el orbe, sobro el Consejo general que con tanto interés mira a sus hermanos de España, sobre este Consejo Superior, cuya bondad, y solo ella le movió a darme parte en sus tareas, supliendo cariñoso mis faltas y tolerando paciente mis defectos, y sobre todas, en fin, y sobre cada una de las Conferencias, y sobre todos y cada uno de los miembros que las componen. Y cuando en aquel día sobre todos grande y solemne en que, superior en dignidad a los mismos Ángeles, alcance la inefable dicha de tomar en mis manos la Hostia pura, santa e inmaculada, el Pan Santo de vida eterna y el Cáliz de perpetua salud, seréis participantes de los frutos del incruento sacrificio, como lo será muy especialmente el augusto mártir del Vaticano, que en medio de las amargas tribulaciones que le cercan, levanta cada día sus venerables manos para bendecirnos, y mueve sus sagrados labios para anunciar al mundo la santa palabra de verdad y de vida eterna; como lo será también el ilustre Príncipe de la iglesia que con especial acierto rige esta vasta archidiócesis y su digno y celoso cooperador en la tarea apostólica, y los demás Señores Prelados y miembros de honor que tanto nos favorecen.
Sed una vez más benévolos conmigo acogiendo indulgentes estos desaliñados renglones, trazados en momentos en que el corazón late con más violencia que de costumbre, y en que el entendimiento no goza de calma bastante para discurrir. Ayudadme aún con la santa limosna de vuestras fervorosas oraciones, y dadme parte en el fruto de esos santos ejercicios, que por la misericordia del Señor vais mañana a comenzar, práctica que por propia experiencia me atrevo a recomendaros como de absoluta necesidad, entendedlo bien, para el arreglo de nuestra conciencia, crecimiento en la virtud y santificación de las almas.
¿Quién sabe si durante este tiempo ver laderamente aceptable, y en estos días de salud, alguno de vosotros sienta en su corazón especial movimiento de la gracia, y considerando de una parte la pequeñez de las criaturas, y de otra la inconmensurable grandeza del Criador, se resuelva pronta, alegre y generosamente a seguir a Jesús alistándose bajo su bandera, y a servirle en el puesto que lo designe, toda vez que en cualesquiera de ellos se puedo luchar con denuedo, y alcanzaren justicia señalados triunfos y coronas inmarcesibles?»