Santiago Masarnau (sobre la importancia de la humildad)

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JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL 8 DE DICIEMBRE DE 1862.

A continuación, el Presidente del Consejo Superior, previa la venia del Exmto. Sr. Nuncio, leyó el discurso siguiente:

«Excmo. Sr.= Doy a V. E., y a los Excmos, e Ilmos. Sres. Prelados que le acompañan, en nombre de todos mis queridos consocios, las más expresivas gracias por la bondad y el honor que nos dispensan al favorecer nuestra humilde reunión con su presencia; y previa su venía paso a decir algo a mis queridos consocios aquí presentes sobre el estado de la Sociedad en España, los beneficios que Dios nuestro Señor la está prodigando, y los medios más propios de corresponder a ellos por nuestra parte.

En el año que estamos terminando ha continuado el progreso de la Sociedad en España en la misma proporción próximamente que en los años anteriores, puesto que se han agregado 37 Conferencias nuevas y han sido instituidos 3 Consejos particulares. Las Conferencias antiguas se han sostenido casi todas muy bien y muchas de ellas han dado considerable aumento a sus obras. Reina en todas, y esto vale todavía mucho más, la más completa harmonía, la más íntima unión y la más entera confianza. Parece que se mantiene el espíritu primitivo de piedad, de sencillez y de mutuo fraternal afecto entre todos nosotros, gracias a la misericordia de Dios, y las repetidas pruebas quede ello recibimos todos los días llenan verdaderamente el alma de consuelo.

Sin embargo, preciso es decirlo, falta solo una cosa, y es reconocer ciertos beneficios particulares que la bondad del Señor nos ha dispensado en este año con mayor abundancia que en los anteriores, y que si bien las Conferencias y los Consejos han mostrado generalmente que los saben apreciar, muchos socios en particular han estragado y aun sentido su aparición, olvidándose de que les estaba predicha.

Las obras de Dios sufren contradicción. Los santos nos lo dicen, y la experiencia constante lo confirma. Persuadidos nosotros de esto, como no podemos menos de estarlo, no debemos extrañar ni sentir poco ni mucho la contradicción. Debemos, por el contrario, agradecerla a Dios nuestro Señor, que la permite para que nuestra querida obra no carezca del sello propio de todas las suyas.

Todos han leído u oído las calumnias que de un tiempo a esta parte se han propalado contra nuestra humilde Sociedad, las mentiras que se han dicho y escrito sobre sus ocultas tendencias, las interpretaciones tan absurdas como malignas que se han dado a muestras más sencillas prácticas, etc., etc.; y ¿no hay aquí amplia materia para bendecir al Dios de las misericordias, que nos depara visiblemente estas ocasiones preciosas de ejercer las sólidas virtudes de la humildad, de la paciencia y de la conformidad? ¿Qué hemos hecho, miserables de nosotros, para merecer que la verdad encarnada nos llame felices, como nos lo llama al enumerar las clases de los verdaderos bienaventurados, y designar a unas de ellas precisamente por estos caracteres de que se diga mintiendo toda suerte de mal en contra suya? Porque, Señores, puesto que de la verdad de estas palabras no podemos dudar un solo momento, en nosotros consiste que se nos puedan aplicar; en nosotros y solo en nosotros consiste que todo lo malo dicho y por decir de nuestra humilde Sociedad sea falso, y por consiguiente que nos hallemos en el caso de la bienaventuranza citada. Y ¿qué más podemos desear?

Pero, dirá alguno tal vez en su interior: «yo nada veo de malo en mi Conferencia y en todo lo que la Sociedad me encarga, es verdad: pero ¿quién sabe si en el Consejo particular o en el Superior habrá

alguna mira mundana que a mí se me oculte, y si la intención de todos mis consocios será tan sencilla como lamia?» Amigo mío, le diremos cuanto antes, V. debe ser un buen católico, sin lo que no se le habría admitido en la Sociedad; y sin embargo, ¿sabe V. que se está olvidando de una de las primeras bases de la Religión que profesa, que es el amor al prójimo, puesto que con este amor, basado en el amor a Dios, que es como nuestra Santa Religión nos le enseña y recomienda tanto, no es compatible el juicio temerario que está V. admitiendo en su interior por inducción del maligno espíritu? ¿Qué derecho tiene V. para juzgar de las intenciones de sus consocios porque lo sean? ¿Quién le ha dado a V. la facultad de interpretar mal sus hechos y sus palabras? ¿Ignora V. que las apariencias muy a menudo engañan, y que sin la observancia fiel del hermoso precepto de la caridad en toda su ostensión, no hay por lo tanto Sociedad posible, inclusa la más sencilla y natural, que es la de la misma familia? Si V. no ve nada de malo, ¿por qué ha de pensar mal? Si lo que a V. se le encarga es todo un puro ejercicio de obras de caridad, ¿por qué ha de figurarse Y. que esta preciosa virtud falla en sus queridos consocios, hasta el extremo de abusar de la confianza que ha depositado en ellos y engañarle vilmente? No, querido mío, no escuche V. semejantes sugestiones; rechácelas constantemente con toda su energía; que el espíritu malvado no logre introducirlas en su interior, sean cuales fuesen los ardides que para conseguirlo emplee.»

Pero Dios nuestro Señor, que cuida de enviar a nuestros campos la lluvia y la nieve cuando son necesarias para su fertilidad, no menos que el calor vivificante del sol cuando les conviene, nos ha favorecido también en este año como en los anteriores con buenas y abundantes conversiones, pruebas repetidas del amor do nuestros queridos pobres, y pruebas también del amor de nuestra augusta Reina. ¿Qué más podemos ambicionar? El Boletín habla de las cuantiosas limosnas que S. M. ha prodigado a las Conferencias todas organizadas en los pueblos que ha visitado, mostrando en ello una confianza en nosotros que nunca podremos agradecer bastante; y si miramos a la que nos dispensan continuamente los miles de pobrecitos que tenemos adoptados, diciéndonos todo lo que les pasa, revelándonos hasta sus más íntimos secretos, recibiendo con el mayor respeto hasta nuestras más leves insinuaciones, ¿no hallaremos suficiente motivo para confundirnos y como anonadarnos en presencia de Dios, y decir con el corazón más que con la boca una y mil veces: ¿No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu santo nombre sea dada la gloria y el loor y la alabanza por lodo y para siempre?

Un solo medio tenemos de asegurar todas estas venturas, a la vez que de corresponder a la gracia que nos las depara. El estudio de este medio bien merece por lo tanto todo nuestro esmero y atención. Se reduce a esforzarnos de continuo para ser humildes de corazón. El esfuerzo para conseguirlo ha de ser continuo, porque continua os también la tendencia del amor propio al maldito orgullo y a la necia vanagloria.

Por fortuna, nuestra humilde Sociedad nos está deparando a cada paso ocasiones preciosas de ejercer esta virtud fundamental, esta base sólida de todas las demás virtudes, esta incomparable margarita por cuya adquisición el hombre debe estar siempre dispuesto a venderlo todo gustoso.

Examinémoslo con cuidado. Veamos la parte real que tiene en nuestra obra la santa virtud de la humildad; observemos los casos preciosos en los que nuestras prácticas nos obligan a ejercerla, a fin de que, cuando so presentan, acertemos a aprovecharlos bien.

Sí: la principal y más sólida base de todo este edificio nuestro es sin duda la santa virtud de la humildad; pero lo os a la manera en que lo son los cimientos de los edificios malcríales, estofes, sin que se eche de ver en el exterior. Sin embargo, examinemos de buena fe y vamos a hallar que sin verdadera humildad no solo la Sociedad entera, sino la más oscura Conferencia y hasta el más insignificante socio, es imposible. Empecemos por el primer elemento, que es el socio.

¿Quién, preguntamos, se decide a ingresar en una Sociedad que visita y socorre a domicilio, sin contar con nada lijo, y sin que los socios que la componen se comprometan tampoco a dar nada determinado? ¿Quién se decide a ingresar en una Sociedad cuyo principal recurso, y en muchos puntos único, son sus colectas secretas, en las que nadie sabe lo que cada cual da y por consiguiente nadie sabrá si da poco, mucho, o nada? ¿Quién se decide a ingresar en una Sociedad cuyo objeto es tanto o más el socorro espiritual que el material, en medio de la falta de creencias que tanto abunda por desgracia hoy día en pobres y en ricos? Nadie sin humildad: nos atrevemos a asegurarlo, porque las deserciones mismas de los que equivocadamente han ingresado entre nosotros lo están probando con evidencia.

Vamos a ver la Conferencia. ¿Cómo se organiza una Conferencia, para lo que hay que empezar por repartir los cargos de la mesa cutre los que tratan de organizarla, sin que el amor propio de los no elegidos por un estilo o el amor propio de los elegidos por otro, lo dificulten o impidan del todo?

¿Cómo se organiza una Conferencia cuya obra principal va a ser la visita de los pobres a domicilio, sin saber de positivo si podrá llevarles algún socorro, aunque sea corto, de paso que los visita? ¿Cómo se organiza una Conferencia cuyos miembros, en el mero hecho de pertenecer a ella, van a declararse abiertamente religiosos y no así como quiera, sino religiosos que no pueden transigir con las ideas predominantes hoy respecto a las verdades que más interesan a los hombres? Imposible sin humildad, nos atrevemos a asegurarlo, porque las raras, rarísimas Conferencias que han llegado a disolverse, lo han probado al hacerlo con tanta o mayor evidencia que la totalidad de las que existen lo prueba progresando.

Vamos a la Sociedad entera. ¿Es posible, decimos, organizar una Sociedad de caridad que con nada cuenta, que a nadie pide, ni aun a sus mismos socios, y que en cuanto lo permite su personal, no el estado de su Caja, a ningún pobre rechaza? ¿Es posible organizar una sociedad de caridad que, lejos de solicitar el patrocinio de los grandes y ricos, le huye cuanto puede por no faltar al espíritu de su santo patrono? ¿Es posible organizar una Sociedad de Caridad que, lejos de dar publicidad a lo que hace y al como lo hace, procura ocultarlo todo lo posible, y hasta el extremo de haberse apoderado los impíos, porque estos son sus mayores enemigos en todas partes (¡que gloria, hermanos míos, para nosotros!) de esa misma circunstancia para forjar sobre ella sus denuncias y calumnias? No: no es posible sin humildad, nos atrevemos a asegurarlo, porque los raros, rarísimos casos en que alguna de sus fracciones ha faltado a la humildad, el resultado lo ha probado siempre con evidencia. Se encuentra, pues, esta base de la humildad como principal y más sólida, tanto del socio como de la Conferencia, como do la Sociedad entera. Pero hemos ofrecido más. Hemos dicho que enumeraríamos los casos, las ocasiones preciosas que nos ofrece nuestra querida Sociedad en todas sus prácticas para ejercitar, y por consiguiente robustecer en nosotros la santa virtud do la humildad, y vamos a procurar hacerlo.

Desde el momento mismo en que ingresa el socio se le presentan ya ocasiones de practicar esta hermosa virtud. Porque, o no le dan el compañero de visita que más lo gustaría, o le designan familias en las que no le parece que podrá obtener fruto alguno, o los socorros que le da la Conferencia para ellas no son en su opinión suficientes, etc.: pero eso vale poco en comparación de otras muchas cosas verdaderamente preciosas que ocurren a menudo, y que, por falla de considerar su verdadero valor, despreciamos, y hasta llegamos a sentir a veces en lugar de agradecerlas mucho a Dios. Por ejemplo, se elige al socio para desempeñar un cargo de la mesa; y sin verdadera humildad ¿cómo le acepta? ¿No le parecerá que se expone a dar a conocer su insuficiencia, que se va a meter en compromisos de los que luego no podrá salir, que mejor estaría de mero socio sin llamar la atención, etc.? Pues al contrario, no se le elige para desempeñar cargo alguno, y, sin verdadera humildad, ¿cómo somete su opinión a la de la mesa constantemente? ¿Cómo desoye las sugestiones del amor propio, que tantas veces le dice lo opuesto? ¿Cómo se confía a la dirección de un presidente que justa o injustamente puede parecerle allá en sus adentros muy inferior a sí, ya en virtud, ya en saber, ya en representación social, etc.?

Aún hay más. Llega el caso de pedir un bono de aumento, un socorro extraordinario para una de las familias que se visitan, y que por sus circunstancias particulares ha logrado interesar vivamente al visitador en su favor. Pues bien, este visitador pide a la Conferencia un bono más, un aumento de socorro poco considerable para esa familia que tanto le interesa, y la Conferencia se lo niega; ¡qué ocasión tan hermosa de ejercer la preciosa virtud de la humildad!

Puede suceder que la Conferencia se encuentre en déficit, y de resultas se vea imposibilitada de repartir bonos aquella semana. El socio que tiene por consiguiente que visitar sin bonos, en cuyo caso se encuentran lodos los de aquella Conferencia, ¿cómo ha de hacer la visita a sus queridos pobres con gusto y con fruto sin verdadera humildad?

Sucede también que un amigo, una persona a quien el socio desea complacer, le recomienda una familia con instancia. El socio recoge sus datos, extiende la hoja, la recomienda a la Conferencia o al Consejo, si le hay; pero la familia no se adopta por falta de personal para visitarla; ¡qué ocasión también tan preciosa de ejercer la santa virtud de la humildad! Sucede igualmente que un pobre vergonzante, una Señora, busca al socio en su misma casa, y le expone su necesidad extrema con los más vivos colores; y el socio, en la duda de que sea o no cierto lo que aquella persona le dice, manifiesta sencillamente que pertenece a una Sociedad de Caridad que se sostiene con sus propias colectas, para lo que es preciso que los socios no den por sí, y nada da; pero ¡(qué ocasión tan propia para ejercer la misma virtud de que vamos hablando! En fin, son tantas las ocasiones por este estilo que se ofrecen al socio de ejercer la santa virtud de la humildad, que sería no acabar el querer enumerarlas todas.

Y la Conferencia ¿carece tampoco de ocasiones preciosas de practicar la humildad, y afianzarse así en ese tan sólido cimiento suyo? No por cierto. Ya el origen mismo de la casi totalidad de las Conferencias suele ser y conviene que sea bien humilde, verdaderamente humilde. ¿Qué figura puede hacer, según las ideas del mundo, qué idea dar de sí una reunión de 4 o 6 amigos, en una ciudad más o menos populosa, porque hasta en varias capitales han nacido así nuestras Conferencias, y que se propone nada menos que visitar los pobres a domicilio? Así que no es de extrañar, ni mucho menos de sentir, que la burla y el sarcasmo acompañen muchas veces a la instalación de una Conferencia. Pero ¡qué hermosa ocasión se la ofrece con esto mismo de ejercer la verdadera humildad!

Luego suele crecer, pero despacio, y en el entretanto, que a veces es lo mismo que decir durante años, no puede emprender obra alguna particular, y se ve forzosamente concretada a la visita a domicilio, mientras que otras del mismo país, y hasta de la misma ciudad acaso, crecen sin saber por qué y multiplican sus obras con asombro de todos los que las conocen. Se busca a la Conferencia para que se encargue de cosas que no están a su alcance, como ha sucedido varias veces, distribuciones de socorros que no puede hacer del modo que se pretende, gestiones cerca de la autoridad que no puede desempeñar, obras buenas, pero que salen de la esfera natural de su acción; y entonces ¿qué debe hacer más que decir sencillamente: «no alcanzo, no puedo, no sé;» y aprovechar la ocasión de humillarse?

Pues veamos, para terminar, lo que sucede a la Sociedad entera. Hay quien la encomia desmesuradamente, pero no falta también quien la denigra, no falta quien la calumnia, y hasta, en algunos países, quien la persigue; y la Sociedad calla. ¿Por qué no le defiendes? la gritan sus enemigos y aun algunos de sus amigos. ¿Por qué no rechazas la calumnia y la mentira? ¿Por qué consientes que la opinión pública se tuerza en contra luya? Y la Sociedad calla. Calla, y sigue tranquila visitando sus pobres, y buscando solo en Dios el consuelo de sus pesares, y pidiéndole de corazón que mire con ojos de misericordia a les mismos que los están promoviendo. ¿Qué es lodo esto sino mi ejercicio práctico y verdadero de la hermosa virtud de la humildad?

Sí, Señores míos: la Sociedad no puede vivir sin ser humilde. Cuanto más lo estudiemos, más nos convenceremos de ello; así como también nos persuadiremos de que el día en que dejase de serlo (el Señor no permita semejante castigo a nuestros pecados) estaría herida de muerte, porque el orgullo en las obras de caridad produce el mismo electo que el gusano en las plantas, y no la hay, por fuerte y lozana que parezca, que pueda resistir la acción continua del insecto roedor que una vez se ha introducido en su seno para privarla de la vida.

La planta victoriosa de nuestra excelsa Patrona ha de aplastar la cabeza do este terrible enemigo nuestro, único que verdaderamente debemos temer, siempre que se atreva a asomarla. Pidámoselo así a nuestra amorosísima Madre, y no nos cansemos nunca de pedírselo; y en cuanto a lo demás, puestos desde el origen de nuestra humilde Sociedad, como lo estamos, bajo su amparo y protección, ¿qué tenemos que temer? El manto de María no hay dardo que le atraviese. Cobijémonos bien debajo de él, y ruja la tempestad cuanto quiera.

Que el mundo y sus secuaces piensen de nosotros, y hablen y obren contra nosotros como les plazca; que el espíritu maligno multiplique sus ardides en contra nuestra, que la carne Haca tiemble a veces y se amedrente, ¿qué importa todo ello, qué vale, qué significa, mientras podamos decir y repetir con entera confianza: «María nos ama! María nos protege! María está con nosotros!»

 

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